Han transcurrido cinco minutos. Tus ojos miran con la fijeza de la muerte al sol, aquel ha aparecido a través de la niebla matinal. No sientes cuando cogido por los brazos y los muslos te levantan en el aire. Se balancean pesadamente tus setenta y dos kilos al meterte por la puerta posterior de la furgoneta gris antes de que abandonen sobre una manta marrón. Cierran la puerta tras de ti. Andando al hospital.
(Saizarbitoria, Ramon, 100 metros, Barcelona: Nueva Cultura, 1979) |
Es de noche fuera. O merece serlo. En las entrañas de la tierra siempre es de noche, es la hora del topo en el reino del topo. ¿Le importa quizás la luz solar al que vive bajo tierra? No demasiado. Hace tiempo que eres uno con la tierra y al principio te ha parecido que lo mejor sería no moverte un ápice. ¿Son tus entrañas las mismas que las de la tierra? Una voz telúrica te dice: abandona tus huesos para siempre, ¡qué carajo! ¿No son quizás los huesos palos para el tamborilero? ¿Flautas para el flautista? ¿Sigues teniendo todavía apego a ese par de húmeros y tibias que apenas sirven para tocar el timbal? ¿Donde estarás mejor que tumbado?....
(Cano Harkaitz, Twist, Zarautz: Susa, 2011[1])
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Reza un dicho inglés, “to have a skeleton in the closet”, que todo el mundo tiene un secreto guardado, un secreto del que avergonzarse. Creo que desde hace décadas se le ha recriminado a la literatura escrita en lengua vasca que su cadáver era, valga la triste redundancia, no hablar de los verdaderos cadáveres que asolaban la realidad vasca, la de los muertos por el grupo terrorista ETA. Las citas que he introducido al principio del texto podrían, en cambio, indicar lo contrario pues, aunque han transcurrido 35 años desde la publicación de la primera novela a la segunda, en ambos casos se interpela a los muertos, a esos cadáveres que en el caso de la novela Twist, muestran claros indicios de torturas y que, además, van a desaparecer enterrados en cal viva. Ramon Saizarbitoria (1944) y Harkaitz Cano (1975) nos sitúan ante cuerpos asesinados por las fuerzas policiales, ante militantes de una organización, ETA que, en la época en que fue escrita la primera de las novelas, 1974, contaba con un gran apoyo social y, en cambio, cuando vio la luz la segunda, otoño del 2011, había anunciado el cese definitivo de la lucha armada. Quedaba entre ambas fechas una estela de muerte y horror. Ambas novelas interpelan a los muertos, nos obligan a estar ahí, a presenciar el deterioro post-mortem de esos cuerpos abatidos.
Durante años se defendió la idea de que la literatura escrita en lengua vasca no narró suficientemente el drama generado por el terrorismo de ETA. Eso era, al menos, lo que el crítico Jesús María Lasagabaster afirmó en 1988 cuando dijo que la literatura vasca[2] vivía de espaldas a la convulsa realidad vasca (1990: 22). Y lo dijo justo cuando, tras el inicio de la era democrática, el sistema literario se había consolidado y la lengua vasca era oficial, por primera vez en su historia, al menos en la Euskadi peninsular. Es curioso que algunas décadas más tarde los propios escritores vascos, entre ellos Harkaitz Cano (2006: 35), hayan sido quienes han planteado que cuestiones como la violencia terrorista de ETA se hayan tratado insuficientemente en nuestra literatura. Otros autores, como Jokin Muñoz (2006:101), han ido más allá al afirmar que es precisamente el tema de la violencia de ETA, denominada por Muñoz “La Cosa”, la que debe erigirse en el centro de la narrativa vasca. Será la narración de ese código existencial generado por 30 años de convivencia con el terrorismo la que atraerá la atención, según Muñoz (2006: 101), de la comunidad internacional. Otro tanto defendía Iban Zaldua, uno de los narradores más interesantes de las últimas décadas y que con más recurrencia ha hablado de la “Cosa”, por utilizar la terminología que Zaldua hace suya (ibid. Zaldua 2009). Cuando el pico de atentados terroristas de ETA se incrementó en la sangrienta década de los 80, con crímenes como el de 1987 en el hipermercado Hipercor, con un terrible saldo de 21 muertos, la novela vasca ofrecía un panorama que incluía novelas que presentaban un ruralismo negro como Irene. Tempo de adagio (1985) de Pako Aristi, palimpsestos como Manu militari (1987) de Jose Agustin Arrieta, novelas sobre la generación que vivió la represión franquista como Udazkenaren balkoitik, (1987) de Joan Mari Irigoien, o relatos realistas sobre una relación de pareja venida a menos como Saturno (1987), de Arantxa Urretabizkaia. Eran años en los que el cuento en euskera estaba viviendo su época dorada, de la mano de publicaciones imprescindibles como Narrazioak (1984), de Joseba Sarrionandia, o libros donde estrategias próximas a la literatura fantástica servían para narrar historias situadas en geografías imaginarias como Urkizu en Azukrea belazeetan (1987), de Inazio Mujika Iraola, o la premiada y traducida Obabakoak (1988), de Bernardo Atxaga. La narrativa vasca deconstruía, por medio del ruralismo negro, el bastión literario del nacionalismo tradicional vasco, el campo (euskal baserria), un locus amoenus donde los auténticos vascos, aquellos personajes, baserritarrak, que poblaron nuestra narrativa hasta mediados del siglo XX, vivían felices alejados de la modernidad y de la amenazante vida de los grandes núcleos urbanos vascos.
Podríamos decir que el terrorismo de ETA irrumpió en la novela vasca, sobre todo, a partir de la década de 1990. En esto coincide con la tendencia que presenta la novela en lengua inglesa (Appalbaum & Paknadel 2008: 395), aunque hay algunas peculiaridades que la distancian claramente de ésta, por cuanto, aunque también manifieste una diversidad de enfoques y tipologías novelescas reseñable, parece que no presenta una tendencia tan clara a focalizar los hechos narrados desde el punto de vista de la víctima como en la novela anglosajona, sino desde el punto de vista del terrorista. Podríamos decir que, en la línea de lo afirmado por los antropólogos Joseba Zulaika y Bill Douglass en Terror and taboo, dicho enfoque busca, ante todo, destabuizar el terrorismo de sus elementos fetichistas y ritualizados. Es ésta una estrategia intelectual que ya Joseba Zulaika apuntó como plausible para quebrar la remitificación terrorista (Zulaika 1999: 88).
A la mencionada 100 metro, siguieron, ya en la década de los noventa, novelas canónicas como Hamaika pauso (1995), del mismo autor, El hombre solo (1993) y Esos cielos (1995) de Bernardo Atxaga, Pasaia blues (1996) de Harkaitz Cano, o Koaderno gorria (1998; El cuaderno rojo, Donostia: Ttarttalo, 2004) de Arantxa Urretabizkaia, entre otras. La muerte solitaria y nada heroica de los terroristas, el desencanto con los ideales revolucionarios, la imposibilidad de compaginar maternidad y militancia armada, son algunas de las cuestiones que fueron saliendo en las mencionadas novelas. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que dichos universos novelescos focalizaban la mayoría de las veces la mente del terrorista, nos adentraban en su forma de razonar, en sus peculiaridades biográficas. Diríase que la novela pretendía adentrarse en las causas que podían llevar a una persona a convertirse en un terrorista.
Estudios exhaustivos de las más de 54 novelas que, según se ha recogido recientemente en algunos blogs, tendrán que dirimir la diversidad de temas y enfoques que hoy aborda la novela sobre el terrorismo vasco. Es obvio que ha habido un incremento de novelas que se centran en víctimas del terrorismo, sobre todo, secundarias. Zorion perfektua (2006; La felicidad perfecta, Irun: Alberdania, 2007. Traducido por Jorge Giménez Bech) de Anjel Lertxundi o Antzararen bidea (2004; El camino de la oca, Irun: Alberdania. Traducido por Jorge Giménez Bech) de Jokin Muñoz (2007), son un buen ejemplo de ello. También ha aparecido el tema del silencio de la sociedad vasca ante la escalada terrorista: cuentos como Isiluneak de Jokin Muñoz (in Letargo, Irun: Alberdania), o la reciente novela de Uxue Apaolaza Mea culpa (2011) son ejemplares en ese sentido, en especial, ésta última, por cuanto ya desde el paratexto subraya la supuesta culpabilidad de la sociedad vasca, su supuesta pasividad y complicidad, ante la escalada de terror. Quizás, el tono confesional de novelas como Etxeko hautsa (2011; Los trapos sucios. Irun: Alberdania. Traducción de Jorge Giménez Bech) de Anjel Lertxundi, es revelador de esa necesidad de confesarse, de sacar a la luz los trapos sucios de una sociedad vasca que quizás ha callado demasiado durante largo tiempo, o haya estado en Letargo (2003), como reza el conocido libro de cuentos de Jokin Muñoz.
De lo que no cabe ninguna duda, es que la novela vasca de las últimas décadas presenta una doble cartografía de la memoria. La primera nos remite a una abundante narrativa sobre la memoria de la Guerra Civil, una memoria que se localiza en lugares de la memoria como Gernika o los montes Intxorta, una memoria cultural que puede garantizar un consenso social en el contexto nacional (Nora 1997: 2210). La segunda cartografía de la memoria nos remite a unas narrativas de la memoria del terrorismo vasco, una memoria que, al igual que el denominado “Mapa de la Memoria” establecido en otoño del 2009 por la Dirección de Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, presenta un corpus de textos, una memoria cultural, que de momento está lejos de constituir un discurso memorativo sedimentado[3]. Además, es obvio que la proximidad con respecto al tema, el hecho de que el terrorismo haya seguido azotando hasta una época muy reciente, no ha ayudado demasiado a su ficcionalización[4].
En las líneas que siguen, comentaremos algunos textos narrativos canónicos que han tratado del tema de ETA. Creo, sinceramente, que cada uno de ellos aporta una novedad reseñable y establece algunas de las líneas que conformaría la diversa tipología de textos.
La novela de Ramon Saizarbitoria o la muerte
fisiológica del terrorista
Ramon Saizarbitoria es, sin duda, no sólo el gran renovador de la novela vasca moderna sino uno de sus mejores exponentes. La mencionada, 100 metro (1976, Cien metros), narraba los últimos cien metros de un miembro de ETA antes de caer abatido por la policía en la Plaza de la Constitución de Donostia-San Sebastián, hecho que condicionó poderosamente las lecturas que en su día se hicieron de la novela. Estamos de acuerdo con Jon Juaristi (1987:88) cuando afirma que esta novela es una de las peor leídas de toda la literatura vasca, pues tanto los policías que censuraron y secuestraron la primera edición como los lectores que quisieron ver en ella una apología a favor de la lucha armada, ignoraron el esfuerzo objetivista que el narrador hacía en ella, en especial mediante la utilización de la segunda persona narrativa para contar los últimos momentos de vida del protagonista y presentar su muerte desde un punto de vista estrictamente fisiológico. Para cuando fue escrita, ETA ya tenía tras de sí una lista de asesinatos, entre ellas la del almirante Carrero Blanco, ocurrida en diciembre de 1973, y ya se habían celebrado juicios como el denominado Proceso de Burgos. En la página 87[5], la novela menciona el año 1974, período de gran convulsión política y cultural en Euskadi, debido a que las redadas policiales y las manifestaciones eran constantes (cf. “Crónica parcial de los 6 ”, Atxaga: 1990). Un derramamiento de sangre, un sacrificio que Saizarbitoria sentía como inútil (Etxeberria 2002: 140), y que trató de sugerir por medio de la repetición de la canción: “Le Chanson dans le sang” de Jacques Prévert (ou s’ent va t’il tout ce sang…) y la elección del escenario donde se va a dar muerte al protagonista, la mencionada plaza de la capital gipuzkoana, lugar que antiguamente funcionaba como plaza de toros (CM: 20 y 24). 100 metro presenta una heteroglosia, una diversidad de hablas, en castellano (extractos de la prensa “oficial” de la época, párrafos correspondientes a folletos turísticos, escenas del interrogatorio policial…), que sirve para dibujar una ciudad “tomada” por el gobierno franquista, una imposición política y cultural que buscaba la negación de toda una identidad colectiva y su sometimiento (Cf. F. Fanon). Se nos dice que Donostia-San Sebastián es la capital veraniega de España (58), una capital cuyos habitantes, en un gesto de autonegación identitaria, no saben en qué lengua deben dirigirse a Dios (78). La denominación de los diferentes espacios de la ciudad lleva la marca de la ocupación franquista, y la actual Plaza de la Constitución, por ejemplo, pasa a denominarse “Plaza 18 de Julio” (24). Lo mismo podríamos decir con respecto al plano narrativo que inicia cada capítulo. Éste nos presenta la escena de una típica escuela de posguerra, en la que un alumno vasco sufre un castigo (es obligado a copiar 500 veces la frase “Los rojos separatistas fusilaron la imagen del Sagrado Corazón en la Capilla del Colegio”, 89) y humillación (su apellido vasco es impronunciable para el fraile-maestro, 21), cuando no identifica los colores de la bandera española como suyos (55). Y es que el mencionado alumno, al igual que el protagonista de la novela, ha sido educado en el seno de una familia nacionalista vasca, una herencia que queda claramente manifiesta cuando el protagonista recuerda, justo antes de morir, la predicción que hizo sobre él su padre: “éste será gudari” (81). La evolución del nacionalismo vasco en sus diversas vertientes, la conexión que se establece entre el padre (gudari) y el hijo (miembro de ETA) quedan de este modo explícitas en la novela. Creo que es la primera novela que establece dicha equivalencia y ésta será repetida reiteradamente por publicaciones posteriores, en las que la instrumentalización de la memoria histórica de la Guerra Civil ha servido, por un lado, para legitimar el uso de la violencia, tal y como ocurre en poemas como Intxortakoak [Los de Intxorta][70], de Joseba Sarrionandia donde se llama a los vascos a continuar la labor de los que cayeron en las trincheras, o novelas, como Hamaika pauso de Ramon Saizarbitoria , donde se ha ahondado en la distancia que radica entre los viejos gudaris y los miembros de ETA.
La “historia” que narra Hamaika pauso es, a priori, bastante simple, pues consiste en los intentos del protagonista y narrador intradiegético, Iñaki Abaitua, de escribir su novela “Once pasos”, que narra, a su vez, la agonía y fusilamiento, en 1975, de Daniel Zabalegui. La historia comienza allá por 1973 y termina en 1984, tras el asesinato, por los comandos autónomos, del senador del psoe Enrique Casas. A medida que avanza la trama, las biografías de Zabalegui y de Abaitua se van entrecruzando y temas como el de la muerte, la soledad y la impotencia humana llegan a ser tan obsesivos que el narrador y protagonista Iñaki Abaitua se ve abocado al suicidio. El hecho de que el narrador utilizara parte del sumario policial del miembro de ETA Angel Otaegui para perfilar el personaje Daniel Zabalegui, y de que la novela estuviera llena de referencias a hechos y personajes reales de la vida cultural y política vasca de las décadas 1970-80, hizo que la crítica considerara el texto como una novela generacional. Pero lo que el autor nos viene a decir en Hamaika pauso es que el pasado, construido a partir de textos y crónicas oficiales, puede ser reconstruido con el objetivo ético de contar lo que seguramente no ha acertado a contar la historiográfica oficial: el sufrimiento individual y colectivo que el terrorismo vasco ha generado. Además, el narrador ofrece toda una reflexión en torno a la evolución de la política vasca desde la época en que la militancia era casi una obligación (década de los 60-70), hasta la época actual, en la que la militancia se ha visto reducida y cuestionada. Para desmantelar el discurso de los terroristas, Saizarbitoria creó una novela de gran complejidad técnica, con diferentes niveles narrativos y una exuberante intertextualidad sobre el tema de la muerte, con referencias a obras de Morin, Unamuno, Pavese, Camus y Sartre. Esta intertextualidad busca subrayar la falta de heroísmo en la muerte de cualquier ser humano, incluido, por supuesto, la muerte de aquellos que en un contexto político violento como el vasco han sido considerados héroes de la patria.
Gernika[7]
Alguna vez hemos analizado la evolución literaria de Bernardo Atxaga haciendo alusión al giro poético que supuso el paso de un universo literario erigido en torno a la geografía imaginaria de Obaba, en los años 80, a un registro mucho más realista en la década de los años 90, con novelas como Gizona bere bakardadean (1993) (El hombre solo, Ediciones B, 1994) y Zeru horiek (1995) (Esos cielos, Ediciones B, 1995). Comentábamos, también, el protagonismo que la literatura fantástica tenía en las narraciones situadas en Obaba, y el realismo cronotópico que presidía la trayectoria novelística de los 90. Incluso nos aventurábamos a sugerir que ambas fases de su evolución literaria respondían a un intento de aproximación, ética, al conflictivo contexto político vasco (cf. Olaziregi: 2005, capítulos 12 y 13). En efecto, las últimas dos novelas mencionadas nos situaban ante protagonistas que eran ex-miembros de ETA, miembros torturados por unas memorias políticas que rememoraban acciones terroristas, como en el caso de Carlos, el protagonista de El hombre solo, o de una vida abocada a la soledad y exclusión, en el caso de Irene, la protagonista femenina de Esos cielos. Las estrategias narrativas utilizadas por Atxaga en ambos textos los convertían en novelas psicológicas de gran calado emocional. Tales estrategias incluían, entre otras, la reducción de elementos espacio-temporales a un limitado número de días y lugares, la preeminencia de espacios heterotópicos de crisis o de desviación (el hotel, o la cárcel), la repetición obsesiva de metáforas, imágenes, sueños (el sueño de la mar helada en El hombre solo, o el de la arcadia utópica con la que sueña Irene), la utilización de intertextos que subrayan la desilusión de los ideales revolucionarios de antaño, tales como, los textos de Rosa Luxemburgo o Adriana Kollontai, en el caso de El hombre solo, o la selección de poetas “malditos” en el caso de Irene.
Ambos protagonistas comparten un destino de desarraigo y soledad. La canción que se repite Carlos en la novela (Euskal Herri maitea ezin zaitut maite, baina non biziko naiz zugandik aparte, p. 282: “Euskadi, no puedo quererte, pero dónde voy a vivir alejado de ti”[8] ejemplifica, a la perfección, su desarraigo y alienación, así como la condena a vivir en el territorio de Don Miedo (cf. el “Don Bildur” de G. de Berceo). Aunque afirma que la lucha que lleva ETA es absurda (p. 45), y se siente absolutamente lejano de las consignas e historias que rememora gracias a la carpeta que, auténtico lugar de la memoria, guarda en su habitación (p. 282), no puede más que sentirse como un alma errante e identificarse con el poema de Friedrich Hölderlin que tiene colgado en la panadería (Lamentos de Menón por Diotima). Al igual que el dolor priva a Menón de la contemplación de la naturaleza y lo convierte en un ser errante y melancólico, Carlos se siente como un pez al que mueve la corriente, sin rumbo (p. 94). El caso de Irene es, en cambio, de un final mucho más incierto: ella sí ha optado por cortar con el grupo terrorista y acogerse al programa de reinserción de presos, pero su regreso a casa se torna imposible por la presión social y policial a la que es sometida. Las constantes alusiones que se hacen a su “traición” en la novela, la violencia sexual con la que es tratada por parte de los policías secretas, no vaticinan un futuro fácil para ella. En cualquier caso, creemos que no está de más comentar un par de cuestiones. Por un lado, apuntar que Atxaga se inspiró en unas pintadas reales que aludían a una “traidora” a ETA para perfilar la historia de Irene (El Dominical, 21-4-1996). Por otro, recordar que detrás de la historia de Irene planea la sombra del asesinato por ETA, en septiembre de 1986, de María Dolores González Katarain quien, tras ocupar cargos de responsabilidad en la organización, decidió regresar de su exilio en México para acogerse al plan de reinserción de presos.
Soinujolearen semea (2003) [El hijo del acordeonista, 2004. Traducido por Asun Garikano y Bernardo Atxaga] donde la rememoración del bombardeo de Gernika persigue, además, un objetivo que la novela vasca ha hecho suyo desde la última década del siglo pasado: el del análisis de las causas histórico-sociales que llevaron al surgimiento de la violencia terrorista de ETA. Si, como arguyó Blessington (2007:117), toda novela que trata el terrorismo busca saber y experimentar por qué alguien elige el terror, cuál es la mente del terrorista, la novela vasca actual ha hecho suyo dicho objetivo para, además, mediante la recuperación de la memoria histórica de la Guerra Civil y la dura posguerra, indagar en las causas históricas que nos han llevado a un conflicto que dura ya más de cinco décadas. Una literatura que, en definitiva apuesta por la contribución a una memoria cultural, colectiva e identitaria basada no en el olvido y el desconocimiento, sino en un “shared remembering” (Assmann 2006: 219), una rememoración de un pasado traumático para que éste no vuelva a repetirse (Assmann 1995: 133).
Soinujolearen semea muestra un tema recurrente en la poesía de Atxaga, el de la utopía. El protagonista de la novela David, hijo de un falangista y posteriormente miembro de ETA, “traiciona” a la organización y se autoexilia a California. America, como en el conocido relato de Kafka, supone para David un nuevo comienzo, y dicho locus amoenus queda solo quebrado por la conexión que se establece desde el inicio con la Guerra Civil española. Su rancho, Stoneham Ranch, nos recuerda a Stoneham Fields, cerca de Southampton, Reino Unido, fue el destino de 4.000 niños exiliados vascos que huyeron de la Guerra Civil el 21 de mayo de 1937, a bordo del barco Habana, y fueron aceptados al fin por el Gobierno británico, presionado por la repercusión internacional obtenida por el bombardeo de Gernika.
Y es que, al igual que se deduce de la lectura de Soinujolearen semea (Ik Olaziregi: 2011), la representación del bombardeo de Gernika en novelas vascas recientes lleva consigo, además, una reflexión en torno a las causas que llevaron a la radicalización del clima político vasco. Cuando algunos de los personajes de la novela e integrantes de un comando de ETA, David, Joseba y algunos amigos suyos de la universidad están delante de los restos del monumento destruido, Agustín recuerda el bombardeo de Gernika y todas sus víctimas, entre ellas parientes suyos. Agustín afirma: “Que no tendremos derecho a caminar con la cabeza alta mientras no les hagamos pagar por aquello […].”[9] Tal y como recordó Benjamin Inal (2011), en este contexto la memoria del bombardeo sirve no solamente para legitimar la lucha contra el franquismo desde una perspectiva republicana sino desde una perspectiva nacionalista vasca.
Jokin Muñoz y el subsuelo del terror
La publicación de la novela Antzararen bidea (2007) (El camino de la oca), del escritor navarro Jokin Muñoz (1963), ha sido, sin duda, uno de los acontecimientos literarios más destacables de los últimos años. Novela unánimemente aclamada por la crítica vasca (fue Premio Euskadi y Premio de la Crítica en el año 2008), narra la historia de Lisa, madre de un terrorista de ETA, Igor, que muere al explotarle la bomba que manipulaba en un apartamento de Salou (Tarragona), en 2003. Lisa está al cuidado de a un anciano, Jesús, descendiente de una familia de terratenientes del pueblo imaginario de Trilluelos, en la Ribera Navarra, y que padeció la represión falangista durante la Guerra Civil. La memoria de la muerte de Igor se irá entrelazando con los testimonios de las terribles ejecuciones durante la contienda en Trilluelos.
Planteada como un thriller de gran intensidad psicológica, Antzararen bidea es una novela de estructura impecable, plagada por protagonistas a los que la violencia les ha destrozado la vida y les ha arrebatado lo que más querían. Es una conmovedora galería de náufragos (Muñoz 2008) que vagan sin rumbo fijo, como las ocas decapitadas que inician la novela, esas ocas a las que el tío falangista de Jesús les corta la cabeza ante la mirada aterrada de los niños y que continúan caminando hasta caer desplomadas en un charco de sangre (23).
En cualquier caso, la novedad del texto de Muñoz radica en el lugar de la memoria elegido, la Ribera Navarra. Antzararen bidea habla de las víctimas que se produjeron en esa zona de la geografía navarra, y que en su mayoría fueron debidas a la represión directa ejercida por los sublevados contra la Segunda República Española, represión que algunos han calificado de bien planificada y calculada.[10]
Pero la novela de Muñoz va mucho más allá, al conectar la violencia ejercida por el bando ganador durante la contienda con la violencia terrorista de ETA. La imagen del tiro en la nuca de los militantes socialistas en la Ribera en 1936 y la del tiro en la nuca a los militantes socialistas en 2003, nos van dibujando una sociedad, la vasca, en la que la violencia se ha ido convirtiendo tristemente interminable.
Es, sin duda, una conexión realmente llamativa por cuanto Muñoz no relaciona la violencia terrorista de ETA con la represión ejercida por el bando ganador sobre los perdedores (Gernika, posguerra franquista…), sino con una violencia omnipresente mucho más enraizada en la sociedad vasca (ibid. Arruti: 2009). Aunque haya habido quien ha afirmado que ETA sería la “punta del iceberg” del resentimiento y oposición silenciosos provocados por cuarenta años de Franco (Silver 53), lo cierto es que la literatura vasca de los últimos años y, en especial, la narrativa de Jokin Muñoz, va mucho más allá al representar el problema de la violencia como una realidad asentada en la sociedad vasca, como viene a representar el libro de narraciones Letargo (2005), con el que Muñoz ganó el Premio de Euskadi de Literatura en el año 2003 (título original: Bizia lo, Ed. Alberdania, 2003). La galería de personajes e historias que incluía este libro (unos padres que esperan el regreso de su hijo a casa, angustiados por la sospecha de que puede ser el autor del atentado que acaban de anunciar en la tele; un comando de ETA que huye tras asesina a un maestro ante sus alumnos; un “arrepentido” de ETA que tiene por alumno el hijo de un preso), presenta los diferentes ángulos de una sociedad demasiado “acostumbrada” a vivir con el problema terrorista.
Es en la representación del terrorista y de los que les apoyan donde la novela Antzararen bidea hace una de sus aportaciones más interesantes. Lisa, que siente que no conocía a su hijo (285) y vive aterrorizada con la idea de pudo ser el asesino de un concejal jubilado (24), siente nauseas ante las pintadas de las calles de la parte vieja donostiarra que proclaman el tristemente conocido “gogoan zaitugu” (364)“te recordamos” que repiten los amigos de su hijo en manifestaciones, carteles y acciones de protesta. De hecho, el funeral-homenaje del hijo, así como las concentraciones y actividades que siguen a su muerte, no hacen más que acrecentar su sensación de lejanía, su tristeza ante la certeza de que son acciones y consignas vacías de contenido, para unos “Basque Warriors” (153) que, al igual que la sociedad donostiarra, puede convivir fácilmente con esta realidad violenta. La escena que se narra en las páginas 291-292 presenta el Boulevard de Donostia lleno de manifestantes y policías antidisturbios, y un paseo de la Concha, a escasos 50 metros del anterior, lleno de paseantes y niños degustando helados. La vida sigue, y las demostraciones de apoyo a ETA tienen su escenario y calendario en la cotidianeidad de la ciudad. Un día a día, plagado de actuaciones por ambas partes repetidas hasta la saciedad, repeticiones que en la novela de Muñoz logran quebrar el discurso nacionalista radical que los sustenta. En palabras de Hommi Bhabha (125):
o que emerge entre mímesis y mimecresis es una escritura, un modo de representación que marginaliza la monumentalidad de la historia, humilla su poder para erijirse como modelo, el poder por el cual se supone imitable.
Como vemos, hace décadas que la novela vasca asumió el reto de analizar, de contribuir a comprender lo difícilmente comprensible. Solo nos queda desear que el nuevo escenario político que se abrió tras el cese de la lucha armada por parte de ETA en otoño del 2011 sea definitivo e inunde las creaciones literarias vascas de historias sobre un futuro esperanzador.
NOTAS
[1]* Artículo redactado dentro del proyecto de investigación EHU 10/11 de la Universidad del País Vasco.
Traducción de la autora.
[2] Aún aceptando que los vascos de Euskal Herria se expresan en tres lenguas (euskera, castellano y francés), en corpus de novelas que analizará este artículo estará conformado por narraciones escritas en lengua vasca, o euskera. También deberíamos precisar que son mucho menos abundantes las novelas publicadas por escritores vascos que escriben en castellano y que, además, ninguna de ellas ha tenido la recepción crítica que ya novelas novelas como Gizona bere bakardadean (1993, El hombre solo, Barcelona: Ediciones B, 1995) de Bernardo Atxaga, o la mencionada Ehun metro (1976) (Cien metros, Barcelona: Nueva Cultura, 1979) o Hamaika pauso (1995) (Los pasos incontables, Madrid: Espasa Calpe, 1996), de Ramon Saizarbitoria, generaron desde el inicio.
[3] Fue el pasado otoño cuando el Gobierno Vasco decidió establecer un “Mapa de la Memoria” en la Comunidad Autónoma Vasca, un mapa en que vendrían señaladas las diversas víctimas del terrorismo. Se trata de un mapa que si sigue algunos de los datos aportados por informes como el del Ararteko, Defensor del Pueblo Vasco, incluirá, al menos, casi un centenar de municipios, de los 250 municipios vascos, en los que ha habido víctimas mortales de ETA. Una trágica cartografía que, sin duda, se irá ampliando a medida que se incorporen localidades como, por ejemplo, las de las 74 acciones terroristas de los grupos parapoliciales y de extrema derecha que actuaron en el País Vasco español y francés entre 1975 y 1990. Junto a todos ellos, otros puntos, como los detectados por la Asociación de la Recuperación de la Memoria Histórica en el País Vasco, marcan puntos donde yacen, en fosas comunes, las víctimas de la Guerra Civil en Euskadi.
[4] En cambio, el escritor Jokin Muñoz (2006: 95) no está demasiado de acuerdo con la opinion de que sea necesario un mayor distanciamiento en el tiempo para que algunos temas se conviertan en ficción. Por su parte, también También Harkaitz Cano (2006: 47) ha defendido la necesidad de que la literatura vasca acometa la escritura de la violencia de ETA, escritura que permitiría, según Cano, crear referentes simbólicos compartidos tales como Gernika.
[5] Las páginas que se mencionan provienen de la primera edición en castellano de 1995, por la editorial Orain. Utilizaremos las siglas “CM” (Cien metros) para referirnos a esta edición.
[6] Aparece publicado en el artículo de Iñaki Aldekoa “Gerra Zibila Ramon Saizarbitoriaren narraziogintzan”, en Toledo (2009).
[7] Este apartado recoge lo publicado en mi artículo “Los lugares de la memoria en la narrativa de Bernardo Atxaga” (Olaziregi: 2011). Justo este año que se cumple el 75 aniversario del bombardeo de Gernika, convendría recordar las afirmaciones que en su día hiciera el historiador Ludger Mees (2007: 531).
Gernika es probablemente el lugar de la memoria vasco par excellence. No existe ningún otro lugar, ni personaje, ni símbolo en la memoria colecta de los vascos que haya alcanzado una presencia tan importante como ha tenido y sigue teniendo esta pequeña población vizcaína ubicada a una distancia de unos 30 kilómetros de la capital, Bilbao. Además de esta presencia en el acervo memorístico vasco, Gernika cuenta con otras dos características que refuerzan su relevancia como lugar de la memoria: por una parte, su valor simbólico tiene un doble contenido [Hasta el 26-4-1937], Gernika y su roble fueron símbolos de la libertad y la democracia vascas; el 26 de abril de 1937, tras el bombardeo, se convirtió en ciudad mártir] y, por otra, su significado puede ser captado por otros colectivos humanos geográfica y socialmente muy alejados del colectivo de referencia más inmediato que es la sociedad vasca.
[8] Para realizar el comentario, hemos utilizado la primera edición castellana del libro, publicada por Ediciones B en 1994, en la Colección Tiempos Modernos.
[9] Atxaga. Hijo del acordeonista, op. cit.; p. 363.
[10] El doctor en Historia Contemporánea, Ángel Pascual Bonís, destacó que en Navarra, “donde no hubo siquiera una modesta rebelión”, fueron asesinadas en la Guerra Civil unas 3.000 personas, el 1% de la población de entonces, la mayoría entre julio y noviembre de 1936. Fue algo “planificado”, aseguró. “La actividad represiva y asesina no se hizo al azar. Se eligió a los enemigos o a los posibles enemigos del futuro”(cf. Diario de Navarra, 19-11-2008).
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