Vencer sin convencer
El 23 de noviembre de 2011, la Suprema Corte de Justicia de la Nación zanjó para siempre el litigio por “daño moral” incoado en 2004 por La Jornada, en contra de Letras Libres. Como es sabido, el mencionado diario reaccionó así ante el señalamiento de complicidad con el terror etarra, hecho por el entonces subdirector de la referida revista, Fernando García Ramírez, en marzo de ese año.
Si ese fallo de la SCJN merece ser examinado aquí, no es sólo por sus repercusiones en ulteriores interpretaciones y aplicaciones de la libertad de expresión ni por la innegable significación cultural y política de las publicaciones implicadas en el mencionado diferendo, sino también como muestra estimable de los efectos del conflicto vasco en México. Dejemos los rodeos: esos siete años de acciones legales recíprocas no se explican porque nadie haya puesto en cuestión o en riesgo la libertad de expresión en sí, sino porque ésta fue ejercida de manera infamante por una de las partes, a propósito de la guerra política, ideológica y policial en que ha estado implicado, por décadas, un sector del nacionalismo vasco, en el Estado español.
Cada quien ve las cosas, según le vaya la vida en ello. Con todo derecho, algunas de las buenas plumas de Letras Libres han apreciado, en la sentencia de la scjn, un “triunfo histórico” de la libertad de expresión. Por su parte, los directivos de La Jornada y algunos de sus no menos meritorios colaboradores han tenido razones de peso, para estimar como un agravio en extremo aleve la referida imputación de complicidad con el terrorismo. Como sea, hay una evidencia innegable: fue un alto exponente de la revista en cuestión quien, en un artículo titulado “Cómplices del terror”, en alusión a La Jornada, afirmó nada menos que ésta actuaba “al servicio de un grupo de asesinos hipernacionalistas”.[1] No tengo noticia de que Letras Libres haya sido objeto de tamaña contumelia, por parte de La Jornada.
Esa afirmación y lo que connota el título ¿son ideas o, conjuntamente, una caracterización y una acusación? Cabe entender por “idea” toda representación mental de algo y se acusa a alguien, cuando se le adjudica un hecho reprobable y aun punible. Tal clase de adjudicación puede sustentarse en una caracterización, posibilidad esta que implica un juicio de valor sobre la naturaleza de algo o alguien o sobre un hecho: algo más que la descripción de un objeto. La elaboración de ideas resulta de la actividad espontánea del intelecto (para decirlo con expresión de remota raigambre aristotélica). Son conocidas las diversas tesis acerca de la tendencia humana a juzgar, es decir, a asociar ideas para clasificar, estimar, caracterizar y actos afines. Por su parte, el acto de acusar comporta una disposición del querer y deriva de procesos relacionados con la voluntad, por lo que remite a motivos e intenciones. Toda acusación implica necesariamente ciertas ideas y valoraciones, aunque éstas no sean por fuerza acusaciones. Enunciados como “La aversión de La Jornada contra el juez Garzón es una variante escrita de la lucha terrorista contra la ley” y “La Jornada es un periódico al servicio de un grupo de asesinos” son juicios sintéticos que van más allá de la descripción y de la caracterización. Ese agregado de significación se percibe cuando se los refiere al contexto de pugna ideológico-política en que se formulan; es decir, adquieren su sentido último cuando se advierte que tienen el tono de una denuncia pública, en detrimento de agentes que se dan por execrables, lo mismo que los actos que efectúan, razón por la que resultan pasibles de repulsa y castigo. Fuera de ese encuadre pugnaz y belicoso, las frases citadas serían poco más que una ristra de flati voces.
Sin detenerse en distinciones como las señaladas, la scjn basa su postura final en una doble operación: 1) restringe el orden concerniente al “daño moral” al ámbito exclusivo de las personas, con lo que una “sociedad mercantil” como Demos Desarrollo de Medios s.a. de c.v. —o sea, La Jornada— no podría alegar algo como el menoscabo de su honorabilidad; y 2) postula la diferencia, en principio razonable, entre libertad de expresión —derecho a exponer ideas— y libertad de información —derecho a propagar noticias sobre hechos—, para concluir que las imputaciones contra La Jornada eran ideas cuya exposición, por parte de Letras Libres, amparan las leyes. El vicio lógico está a la vista: se equiparan enunciados relativos a ideas sobre la línea editorial de La Jornada con enunciados de denuncia sobre hechos como el de trabajar en beneficio de unos asesinos, que de manera increíble el proyecto de sentencia califica, a lo más, como algo “sumamente desagradable”. Así, según el proyecto de sentencia de la scjn, a partir de su “análisis integral” debe inferirse que el artículo detonador del conflicto habría procurado solamente “persuadir al lector de una idea”, no infligir perjuicio alguno a La Jornada, lo que eximiría de responsabilidad penal o administrativa a Letras Libres. A fin de cuentas, no haber reparado en el distingo entre idea, juicio caracterizador y acusación o denuncia públicas le permite a la scjn colocarse en el plano de la libre expresión de ideas y no en el de la guerra política, en el que proliferan las imputaciones fundadas o gratuitas de acciones que alguien considera condenables.
En última instancia —pocas veces mejor dicho— Letras Libres vence sin convencer, porque al tomar su postura definitiva, el máximo tribunal del país dejó de lado el principal elemento de contexto que confiere sentido pleno, tanto a las actuaciones de esa revista como a las de La Jornada: la pervivencia, hasta octubre de 2011, de una guerra de un minoritario grupo terrorista contra el Estado español, al socaire de un complejo y prolongado conflicto político entre la mayoría social del País Vasco y el Estado español. A ese entorno de referencia se le debe agregar el de la realidad política planetaria: al menos desde la criminal voladura de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, los actos de terrorismo perpetrados por grupos irregulares del signo que sea son perseguidos con el máximo denuedo y reciben, con razón, la condena poco menos que universal de las sociedades identificadas con los procederes políticos democráticos. Ser acusado de connivencia con el terror, en estos tiempos, es mucho más peligroso y pernicioso que hace unos 11 años; por lo que, paradójicamente, quienes hacen La Jornada deberían apreciar en lo que vale, el que a resultas de este proceso legal, por lo menos, haya sido expresamente exonerada de todo delito relativo a terrorismo. Pero al margen de este “beneficio” indirecto y derivado de una intención de signo contrario, lo que se debe destacar es que, en lugar de tener en cuenta ese doble contexto, a la hora de decidir si La Jornada tenía razón en su reclamo, la scnj se limitó a moverse en los dominios del formalismo jurídico, por lo que nunca dio muestras de percatarse del sentido último de esta reyerta entre dos medios de comunicación enfrentados, tanto en un nivel ideológico general como en el de las posiciones concernientes a la política en México, América Latina, España, Oriente Medio y otros puntos especialmente conflictivos de la geopolítica mundial.
La guerra de nunca acabar
El verdadero centro de la disputa entre La Jornada y Letras Libres no está en la actitud ante la organización terrorista Euskadi ta Azkatasuna (ETA). No hay elementos para sostener que la primera de esas publicaciones es obsecuente con el terror etarra, por lo que habría que distinguirla de la otra, que sí lo condena abiertamente. El punto no estriba en una oposición polar entre antiterroristas y supuestos filoterroristas. La querella entre ambos medios se presenta, más bien, como una proyección de la que se da, en la otra orilla del Atlántico, entre quienes asumen íntegramente la política antietarra del Estado español y quienes —incluyendo a sectores cabalmente antiterroristas— reivindican el ejercicio del derecho a la autodeterminación por parte del pueblo vasco. Hay pues, en el País Vasco, una división y una larga guerra entre “unionistas” a ultranza —en general, un segmento homogéneo en todo lo tocante a la integridad del actual Estado español— y el diverso y aun contradictorio conjunto de fuerzas y agentes político-sociales que reclaman el derecho del pueblo vasco a decidir su destino. La confusión de algunos —y las manipulaciones aviesas, todo hay que decirlo— se nutre del hecho de que, ciertamente, ETA se adscribe a este segundo sector. Es decir, ETA coincide con la mayoría social del País Vasco en la demanda del referido derecho de autodeterminación, pero colide frontalmente con la mayor parte de esa mayoría social por el método, ética y estratégicamente abominable, que ha practicado para tratar de hacerla valer durante unos 45 años.
Ningún análisis político o jurídico serio del diferendo entre La Jornada y Letras Libres puede ignorar sus referentes en la larga contienda entre españolistas y soberanistas vascos de todos los colores y signos. Tampoco acertará ni convencerá de su honradez, si no toma en cuenta las profundas diferencias y la virulentas confrontaciones dentro del sector nacionalista. Esta situación es la que recibe el nombre de “conflicto vasco”, con total propiedad, pese a su obcecada denegación por parte de los ideólogos unionistas. Con base en el reconocimiento de ese hecho, cabe adelantar la idea de que Letras Libres optó por asumir, sin ambages ni límite crítico alguno, la postura oficial del Estado español en torno a la “cuestión nacional”, sobre todo en su avatar vasco. En realidad, Letras Libres ha cimentado esa posición en diversas operaciones ideológicas, entre las que destaca la consistente en impugnar, ridiculizar y estigmatizar “todo” nacionalismo, mientras se compromete con los poderes inherentes a los Estados nacionales de México y España; es decir: mientras practica con singular denuedo modos específicos de un nacionalismo hegemonista, por medio de su línea editorial. En contrapartida, La Jornada ha procurado dar voz —no siempre de manera irreprochable, es cierto— a la mayoría social vasca básicamente “autodeterminista”.
El comienzo de la andadura de Letras Libres, en 1999, se encuadra en la etapa más ríspida de la confrontación entre ETA y el Estado español. El secuestro y asesinato del concejal Miguel Ángel Blanco (Partido Popular) por parte de ETA, en 1997, inaugura un nuevo momento político, signado por un endurecimiento de las actuaciones del Estado, tanto contra el terrorismo etarra como contra la izquierda abertzale[2] y todo el nacionalismo vasco. Esa nueva situación estimula un giro en la estrategia frentista contra ETA, que se concreta en el Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo (mejor conocido como “Pacto Antiterrorista”), suscrito por el pp y el Partido Obrero Socialista Español, en diciembre de 2000;[3] es decir, a escasos dos años de la aparición del primer número de Letras Libres, en México, pero casi un año antes de que saliera, en España (octubre de 2001), la edición internacional de la revista.
El Pacto Antiterrorista cimentó la política oficial del Estado español en el ramo, hasta el momento en que ETA anunció el cese definitivo de su actividad armada, en octubre de 2011. Podría interpretarse el lapso comprendido entre 1997 y 2011 como la última etapa de una confrontación que remite a las guerras carlistas, en el siglo XIX, pero cuyo hito más grave se sitúa el 18 de julio de 1936 —día en que comienza la Guerra Civil española. Las derivaciones del alzamiento antirrepublicano que termina por encabezar el general Francisco Franco, como el ominoso bombardeo de Guernica, las represalias contra los combatientes antifascistas vascos de todo signo (incluyendo miembros del clero), el control de la industria y las infraestructuras vascas —en connivencia con sectores de la burguesía vernácula—, la agudización de una prolongada opresión cultural, la diáspora de una parte significativa de la población y otras alevosas calamidades, vividas bajo un régimen autocrático y totalitario que duró casi 40 años,[4] contribuyeron a agudizar y a insuflar encono a la pugna entre las fuerzas nacionalistas y el Estado franquista. De aquellos lejanos polvos surgieron estos lodos, en último término, avatares de dos temores larvados durante casi dos siglos: el de quienes imaginan la disgregación de España —también la de Francia—, como efecto de “pequeños nacionalismos” centrífugos, y el de quienes vislumbran la desaparición definitiva de lo que queda de una cultura y un pueblo milenarios, por obra de la presión centralista de España y Francia.
Es notoria la concordancia entre la configuración del programa y el discurso antiterroristas del Estado español, en su última etapa, y la inserción de Letras Libres en un orden de poderes y de iniciativas ideológicas, de cariz liberal-conservador —esto no es un oxímoron, hoy en día— cimentados en los factores que impulsan el mercado absoluto a escala planetaria y a los cuales incumbe, tanto un combate al terrorismo en general cuanto a los “pequeños” proyectos de Estado-nación que la gran Historia ha venido dejando atrás. La revista optó, pues, por acomodarse en ese hábitat de intereses y de permanentes actos de poder, que en el caso de la realidad española comporta la política articulada en torno al Pacto Antiterrorista. Es decir, Letras Libres, asumió desde un principio y en todas sus partes, la política oficial del Estado español en contra del terrorismo, admitiendo implícitamente que la justeza general de esta causa ha de legitimar todo lo que se proponga y se haga por el simple hecho de invocar su nombre.
Un rastreo de las huellas del conflicto vasco en Letras Libres confirma ese aserto. De entrada, nada es más obvio que su antidemocrática reticencia a la posibilidad de una eventual independencia del País Vasco, Cataluña o cualquier otra nación adscrita al Estado español. Es de demócratas oponerse al independentismo, pero no lo es obturar o impedir el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos implicados, de cara a ese legítimo desiderátum. Así que, tácita y/o expresamente, a la vera de las pautas dictadas por el Estado español respecto al terrorismo, entre otras cosas, la revista ha avalado la estigmatización del nacionalismo vasco en pleno, en medio de un rechazo sectario e inconsecuente a un nacionalismo abstracto; ha admitido la truculenta desestimación de las diferencias radicales en el proceder práctico de agentes políticos soberanistas, subrayando el hecho cierto de que comparte una misma meta política (la independencia del País Vasco); ha aceptado sin crisis la andanada de consignas destinadas a negar la existencia misma de un conflicto vasco, sin dar cabida en sus páginas a ninguna voz en sentido contrario; ha compartido los afanes de los administradores y certificadores de identidades nacionales, condenando las aspiraciones del pueblo vasco, con el alegato archiopinable de que “goza de las cuotas de autonomía más grandes del mundo”; ha participado de la antipolítica —aparte de impracticable— negativa total a superar el conflicto vasco por medio de las negociaciones que tuviesen lugar; ha comulgado con las falacias inherentes al sofístico “constitucionalismo” que se pretende oponer a los nacionalismos vascos. En fin... en su obnubilación antinacionalista, Letras Libres ha cometido deslices como el de reproducir, sin rechistar, atentados contra la lucidez —pese a provenir de un brillante ideólogo—, como el consistente en asegurar que Franco sentía “una especie de adoración por los vascos”, por el hecho de que veraneaba en San Sebastián, “le encantaban los obispos vascos” —que su gobierno nombraba, conforme con el Concordato suscrito con Roma— y porque el dictador habría considerado al Athletic de Bilbao —al que le impuso el nombre de ‘Atlético’— como “el equipo emblemático del régimen”. Hasta esa asombrosa declaración, todos creíamos que ese título le correspondió al Real Madrid. Parece que el sueño de cierto revisionismo histórico genera sus curiosos monstruos, sobre todo, cuando está el asunto vasco de por medio. Más grave resulta la ofuscación que traslucen los reparos de la revista contra los apoyos humanitarios del gobierno vasco a los familiares de los presos etarras. Y, claro, no se trata de una lista exhaustiva de señalamientos posibles, sino de algunas muestras del ardor guerrero con que la revista se ha sumado al Estado español, en sus afanes antisoberanistas, no sólo antiterroristas. Letras Libres se ha comportado, pues, más como un órgano de propaganda del Estado español que como observante escrupuloso de los principios democráticos y propiamente liberales, a la hora de abordar la realidad política vasca.
Vistas desde esta perspectiva, las imputaciones de Letras Libres contra La Jornada se antojan una proyección de las actitudes propias en el adversario (¿o enemigo?). Es decir, Letras Libres señala en La Jornada las fallas de que ella misma adolece. Burdamente expuesta, la falacia que parece cimentar el proceder de la revista es ésta: “Ya que, en esta guerra, he asumido la política antiterrorista del Estado español, La Jornada necesariamente ha hecho suya la de ETA.” Si, por ejemplo, como dice Ricardo Cayuela (LL, enero de 2012), el diario se aplica en “seleccionar qué le interesa consignar y cómo y qué deja fuera sin necesidad de dar explicaciones”, la revista no se queda atrás en ese proceder. Nadie que acuda a cualesquiera de los 159 números de Letras Libres podrá hacerse de una idea seria, completa, ecuánime, imparcialmente documentada, del conflicto vasco. Al contrario, se topará con una interesada negación de este hecho y correrá el riesgo de terminar comulgando con ruedas de molino, aparentemente inocuas, como el de traducir “Euskal Herria” como “el Gran Pueblo Vasco”; sacarse de la manga el adjetivo “gran” puede inducir a pensar que el nacionalismo vasco es análogo al de la “Gran Serbia” o algo así. Concuerdo con Cayuela en que La Jornada no da cabida a las expresiones no nacionalistas, pero la revista es pasible del “negativo” de ese mismo reproche. ¿Quién ha podido leer, alguna vez, en sus páginas, algún artículo, por caso, de Javier Sádaba, Ulises Moulines, Joxe Azurmendi, Bernardo Atxaga... sobre el conflicto vasco? Y conste que no estoy nombrando a ningún vocero del soberanismo violento ni de algún nacionalismo trasnochado. Vamos, es que ni siquiera le hacen campito a un antropólogo antinacionalista, como Juan Aranzadi, por el hecho de que su postura no casa por entero con la beligerancia pura y dura del oficialismo español, ni a dirigentes socialistas vascos —por ende, sentenciados a muerte por ETA— como Jesús Eguiguren, por idénticas razones. Tampoco han mostrado la más mínima apertura ante un modo de la izquierda abertzale decididamente opuesto a ETA, como el que encarnan Patxi Zabaleta y su partido, Aralar. Ciertamente, La Jornada guarda silencio ante “otras formas de sentir la identidad vasca”, como afirma el Secretario de Redacción de Letras Libres, pero ésta no escatima denuedo en ridiculizar y, sobre todo, en ningunear todo lo que evidencie las expresiones mayoritarias de ese sentimiento, en el País Vasco. En fin: no hay espacio para detallar los casos en que Letras Libres comete las mismos actos de parcialidad que imputa a La Jornada. Bastará, por el momento, con consignar, una vez más, cómo la obcecación bélica —más que propiamente polémica— lleva a las mejores inteligencias de la revista a emitir falsedades, como la de que “en La Jornada, ETA nunca ha sido calificada de organización terrorista”. Aparte de que el periódico ha publicado pronunciamientos muy claros, en contra de la estrategia terrorista de ETA, el propio Cayuela reproduce una cita en la que Josetxo Zaldúa, Coordinador General de Edición de La Jornada (e irresponsablemente motejado por F. García Ramírez, como “acelerado proetarra”), reconoce que las acciones armadas de ETA“alcanzan el calificativo de terrorismo”. En último término, el verdadero reparo de Letras Libres a La Jornada, estriba en que este diario no asume la postura de la revista ante el terrorismo etarra y, por ende, no concuerda con su línea editorial. En definitiva, una objeción nítidamente antidemocrática.
Bienvenida sea la paz
Por ventura, la conflagración entre ETA y el Estado español ha llegado a su fin. Todavía por un tiempo, la guerra continuará por medios distintos a las pistolas y las bombas. Por el momento, será algo como una paz en la guerra, pues, subsistirá el miedo hispanocéntrico a la desintegración, junto al miedo soberanista a la desaparición de la cultura vasca y persistirá la colisión de intereses y proyectos nacionales a que remiten esos temores. Como sea, será algo preferible a la historia en los tiempos en que ETA recurrió a la muerte y el terror como métodos para alcanzar metas políticas.
Toda persona de buena voluntad debe contribuir a que se consolide la nueva situación, lo mismo que todo agente político digno de respeto, sin exclusión de los órganos de comunicación masiva. Letras Libres y La Jornada, que trajeron a México la confrontación bélica descrita en las líneas precedentes, deben traer ahora esa paz, de seguro, frágil y sujeta a tensiones.
Esto requerirá redefiniciones políticas, cambios de actitud, concesiones, renuncias... en suma: decisiones y actos difíciles y, en general, poco gratos, hasta que su despliegue derive en los mejores resultados posibles, lejos de la guerra y la muerte. No es dable imaginar otro escenario: se trata nada menos que de salir de una guerra.
Es de esperar que, en este pleito, remitan ya los sofismas y las soflamas de reparación. El hecho de que Letras Libres haya obtenido un aval jurídico para sus deletéreas afrentas contra La Jornada no significa que la verdad esté de su lado. Ya sabemos que la llamada “verdad jurídica” no es la verdad “sin adjetivos”. No se entiende cómo Letras Libres puede creerse, por caso, este retorcido dictamen de la scjn: “Dentro del debate suscitado entre dos medios de comunicación escrita no puede concluirse que existió inequívocamente la intención de ofender utilizada (sic) por la parte demandante, sino un lenguaje común en los medios periodísticos...” Se ha observado cómo en marzo de 2004 salió en Letras Libres una acusación —no otra clase de acto de lenguaje— dirigida a vulnerar a La Jornada. Se ha visto cómo esos dos órganos de opinión han participado en la proyección trasatlántica de una guerra y que, por ello, han tendido a ofenderse —aunque, claro, nadie podrá asegurar que “inequívocamente”, pues en este mundo nada hay más inequívoco que la inexistencia de cosas inequívocas. Todo raciocinio que desconozca esa referencia bélica será un modo de falacia. Por ejemplo, es un afán sofístico insistir en que el uso de la palabra “cómplice”, en un enunciado como “La Jornada es cómplice del terror etarra”, no debe entenderse “como una imputación de terrorismo”. Así que no viene al caso tratar de distraernos con justificaciones y racionalizaciones de consistencia sólo aparente. Tampoco viene a cuento la proclamación autocomplaciente del dictamen de la scjn como “un triunfo histórico de la libertad de expresión”, cuando no logró ser, ante todo, un triunfo de la razón y del mejor ethos. La guerra induce a la polarización y ésta a juicios reductivos y maniqueos, a la cerrilidad. “Pasar la página”, en un contexto así, comporta superar la mentalidad de guerra y que cada quien procure la verdad con respecto al adversario y a sí mismo; es decir: que ejerza la crítica con genuina voluntad de verdad y con sentido autocrítico. Sí: que cada quien cante la palinodia que le corresponde. Eso sanearía mucho el ambiente ideológico que se respira en la “mediósfera” toda.
Esto es válido, también, para los intentos de reconciliación de Letras Libres. Las soflamas de quien “tiende la mano” al oponente, desde la cúspide de una victoria jurídica que cohonesta de manera nada convincente la ofensa sufrida por éste, en nada contribuyen a trascender el diferendo aquí examinado. En lo que toca al proceso judicial en sí y sus resultados —sin considerar, pues, las reacciones suscitadas por el veredicto final de la scjn: toda una ristra de ataques entre las partes en litigio— lo que cabría esperar de Letras Libres es que pida perdón a La Jornada, no que se muestre “benevolente” con ésta, luego de agraviarla por partida múltiple.
Pero, aparte de la mejor manera de encauzar y superar las disputas entre dos grandes factores de la cultura en México, está la consideración del actual momento de paz en el País Vasco e inmediaciones y de la contribución esperable de ellos a ese respecto. En una nota inserta en su edición de noviembre de 2011, Letras Libres externó sus respetables reservas ante la renuncia de ETA a la lucha armada, pero también abrió una ventana a la esperanza, aduciendo que convenía “aprovechar la ocasión” y que daba la bienvenida a “la batalla de las ideas” por venir, tras la remisión del terror. Por su parte, al día siguiente del anuncio de tan importante decisión, La Jornada hizo votos por la paz en el País Vasco, manteniendo su también estimable perspectiva, opuesta a la de “la mayoría de los medios españoles e internacionales”, pero también “sin desconocer ni aprobar los métodos de ETA”.
El asunto está, entonces, en cómo insertarse adecuadamente en ese proceso de “aprovechar la ocasión” de la paz, desde posturas e intereses, no sólo diferentes sino incluso encontrados. Desde luego, no puede tratarse de un equilibrio postizo, sino de compromisos claros con la dignidad humana, la justicia, los principios democráticos, los derechos humanos y el respeto por las ideas y valores ajenos —algo como la-crítica-con-autocrítica, ejercida en todo momento— que todos los implicados habrían de contraer.
Se diría que, en el caso de Letras Libres, asumir un marco ético-político tal, exige reconocer la existencia del conflicto vasco, así como el de un factor político (ETA) no reducible a una simple banda de criminales —pese a que sus miembros son responsables de una estrategia abyecta— y con el cual es necesario negociar, eso sí: sin concesiones que vulneren los principios en que se sustenta el referido encuadre ético-político. Estamos ante un fenómeno político y los aspectos jurídicos o de otra índole implicados deben incardinarse a la política. La revista hará, también, una contribución positiva a un proceso de pacificación como el planteado, en la medida en que respete los nacionalismos en juego y el archidemocrático derecho del pueblo vasco a la autodeterminación.
En concordancia con su vocación democrática, convendría que Letras Libres no cediera a cierto espíritu de venganza, oculto tras invocaciones abstractas a la ley. Apostar por una justicia reparadora de los graves perjuicios infligidos a las víctimas del terrorismo y de los daños causados por éste a la sociedad no comporta, necesariamente, aceptar la añeja táctica de alejamiento de los presos etarras de sus lugares de origen ni la aplicación de la llamada “doctrina Parot”[5] ni condicionar la reinserción social de los terroristas a que pidan perdón a sus víctimas ni ninguna otra posibilidad ajena a una legalidad estricta. Sé que puede sonar idílico y bobalicón, pero éstos deben ser tiempos de magnanimidad, en los que se abran cauces al perdón, a la compasión, sin renunciar a la severidad propia de toda verdadera justicia, conforme con el propósito de restañar todas las heridas que han debilitado el cuerpo social. Por cierto, vivimos en un continente con una historia ahíta de guerras, revueltas, insurrecciones, revoluciones... con todo lo que ello supone en muertes y destrucción. Todas ellas han sido superadas por medio de negociaciones entre las partes implicadas y algunas, todavía vigentes, están esperando su turno para pasar por el mismo aro. No estará de más que esto lo tengan en cuenta al otro lado del Atlántico. En efecto: América Latina puede darle lecciones a los españoles en las arduas artes de alcanzar la paz. A su vez, quienes tienen la obligación de hacer justicia, desde su posición de vencedores del terror en su patio, harán bien en advertir cierta tendencia de algunos Estados contemporáneos a trasuntar su constitucional monopolio en el ejercicio de la violencia legítima en monopolio para practicar el terror en el mundo. No vaya a ser que se dejen llevar por esa inercia y entorpezcan la paz, en aras de ese nuevo horror. No será un despropósito conjugar la pacificación en referencia con iniciativas paralelas en el orden de las víctimas del franquismo y en el de atrocidades terroristas como el bombardeo de Guernica, entre muchas más. Es un sarcasmo siniestro exigir que a unos se les aplique “todo el peso de toda la ley”, como ha hecho Aznar, cuando ellos deciden el rumbo de la política española, montados en los esqueletos de quienes asesinaron sus conmilitones impunes. Por lo demás, se asemeja demasiado a un chantaje la exigencia impolítica de que la izquierda abertzale exija y aun casi gestione la disolución de ETA, después de todo lo que ha debido hacer para llegar a la actual circunstancia política. El adecuado abordaje de estas y otras cuestiones afines, abriendo sus páginas a plumas que rebasen su limitada nómina de expertos en el conflicto vasco, puede ser la ocasión para que Letras Libres ostente una postura no tan casada con los poderes españoles, en ese punto.
Por su parte, ETA debe dar nuevos pasos, aparte de la tardía decisión de renunciar a la muerte y el terror. Para empezar, debe reconocer sin ambages su responsabilidad por una estrategia inhumana y antiética —por ende, también antipolítica— que ha causado daños humanos y materiales, irreparables en los hechos, aunque deban ser subsanados al máximo posible, en el terreno simbólico, moral y humanitario. De igual modo, cabría esperar de la izquierda abertzale una autocrítica a fondo, por su larga condescendencia con dicha estrategia. Es comprensible la urgencia de dirimir asuntos como el destino de ETA como estructura y el de su arsenal, así como la situación de los etarras presos. Son igual de perentorias las medidas necesarias para garantizar las condiciones de convivencia civilizada, legalmente sustentada, entre víctimas y victimarios. Lo urgente, sin embargo, no debe dar pie a ignorar lo más importante para el futuro de todo el nacionalismo vasco y el orden político en que opera: el redimensionamiento de sus mitos de referencia; la recolocación del País Vasco en el plano de la debilitada unidad europea y de la globalización de la economía, la política y la cultura; la revisión del modelo burgués de Estado-nación subyacente en sus diversos programas, con la consiguiente apertura al examen riguroso de la viabilidad de una eventual independencia, la de un federalismo “post-” o “para-nacional”, así como del estatus del amplio sector de los inmigrados y sus descendientes... Esos y otros temas de fondo, deberían derivar en una radical revisión y actualización de los referentes de la identidad vasca, de manera tal que una continuidad histórica de la misma, en el marco europeo y mundial del caso, diluya el miedo a la desaparición de los vascos como pueblo cabalmente diferenciado. Se diría que todo eso debería anteceder la generación de las condiciones que permitan el ejercicio de la autodeterminación por ese sujeto político configurado sobre esas bases.
Por supuesto, todo eso es tarea de los propios vascos, pero La Jornada ha asumido, desde siempre, la noble labor de dar voz a la mayoría político-social del País Vasco y es de desear que continúe haciéndolo. Sería esperable, además, que en esta circunstancia el diario mejore la manera en que desempeñe esa función. Convendrá, pues, que también dé más cabida, en sus páginas, a voces opuestas al soberanismo vasco; que equilibre los contenidos nacionalistas con los de quienes los contradicen. Ciertamente, existen formas de sentirse vasco diferentes a la de quienes comulgan con los diversos nacionalismos y sería positivo que La Jornada les brindara una cobertura adecuada. Lo mismo cabe decir de las organizaciones representativas de las víctimas de ETA; que compartan espacio con las del franquismo, las de los gal y las del Estado español mismo. El periódico tiene pleno derecho a practicar su línea editorial; lo mejor es que continúe haciéndolo de manera que contribuya a la paz y a una conciencia crítica y honesta del conflicto vasco, por parte de sus lectores en México y el mundo. La apertura a los otros y la grandeza de alma no son privativa de nadie y quienes elaboran La Jornada harán bien en tratar de alcanzar las cotas más elevadas en su ejercicio.
Notas
[1] Dos fueron los hechos que motivaron esa imputación: un acuerdo suscrito entre La Jornada y el diario vasco Gara, destacado vocero de la izquierda radical independentista, y el tratamiento dado por el referido periódico mexicano a las actuaciones del juez Baltasar Garzón, el 30 de enero de 2004, en el Reclusorio Oriente, a propósito del proceso de extradición de seis presuntos etarras residentes en México. Motivos que distan mucho de ser pruebas de complicidad con el terror o de evidenciar “una variante escrita de la lucha terrorista contra la ley”, como también aseguraba F. García Ramírez, en su nota (LL, marzo de 2004).
[2] Abertzale significa ‘patriota’ (es palabra compuesta de aberri, “patria”, y zale, “amante”). El término “izquierda abertzale” engloba a una muy amplia gama de grupos que, de múltiples maneras, conjugan tesis de raigambre marxista con metas políticas de cariz anticolonial y nacionalista. Los nexos de esa confederación de grupos —conocida con denominaciones como Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Batasuna, Bildu, etcétera— con eta no han sido tan simples como, en general, podrían parecer a partir de lo dicho por la policía, ciertos periódicos y jueces como Baltasar Garzón a ese respecto.
[3] Ese pacto político marcó un sesgo en la ya larga trayectoria frentista contra eta. El último Pacto Antiterrorista se alejó bastante, en muchos aspectos, del Pacto de Madrid suscrito, en 1987, por el Partido Socialista Obrero Español, Partido Comunista de España, Centro Democrático y Social, Alianza Popular, Partido Liberal, Partido Demócrata Popular, Partido Nacionalista Vasco, Euskadiko Eskerra, Convergencia i Unió. También, por supuesto, del que se acordó meses más tarde —en enero de 1988— en Vitoria-Gasteiz, conocido como “Pacto de Ajuria Enea”, entre el Partido Socialista de Euskadi, Centro Democrático y Social, Alianza Popular, Partido Nacionalista Vasco, Euskadiko Eskerra y Eusko Alkartasuna.
[4] De 1939 a 1978, año en que se promulga la constitución española vigente, sellando formalmente una transición a la democracia, cuestionada con severidad por agentes políticos de considerable significación.
[5] Doctrina aprobada por el Tribunal Constitucional Español en 2008, en razón de la cual se aplican los beneficios penitenciarios (reducciones por buena conducta etc.) al total de años contemplados por las penas en firme recibidas por el reo y no a los 30 años fijados como tope para permanecer en prisión. Ello hace virtualmente imposible su salida de la cárcel antes de ese tiempo máximo legal.