El final de la violencia de ETA ha supuesto para Euskadi y para España entrar en la nueva etapa de una democracia que ha de profundizar en el debate político acerca de la configuración territorial de su Estado, así como en una nueva dinámica de reconciliación que, en aras de la convivencia, tendrá que apoyarse sobre la memoria de las víctimas causadas por el terrorismo etarra.
En España, el futuro de Euskadi nos interesa a todos. En primer lugar, obviamente, a los vascos. Pero con ellos, también a todos los demás. Igualmente, qué hacer con el pasado es algo que debe resolver la ciudadanía vasca, pero no solamente ella; también los demás con ella. Y hablamos así siendo muy conscientes de la importancia que tuvo lo ocurrido el 20 de octubre de 2011, fecha en la que la organización terrorista ETA anunció el fin definitivo de la violencia que había venido practicando. No se puede ocultar, a la vez, el conjunto de factores que coadyuvaron para que ETA diera ese paso, tan esperado, pero que por lo demás tampoco era el último. Faltaba y falta la entrega de las armas y la disolución de la organización. Esperamos que el momento de darlo llegue cuanto antes, confiando en que llegará. No obstante, es lo cierto que desde aquel día del pasado otoño la situación en Euskadi y, por extensión, en España, es radicalmente distinta. Así se puede comprobar en las condiciones en que transcurre la vida diaria de muchas personas, antes amenazadas, y así se ha podido constatar en procesos políticos recientemente vividos como, por ejemplo, las últimas elecciones generales. Éstas arrojaron un resultado favorable a la izquierda abertzale que modificó sensiblemente el mapa político vasco, toda vez que la coalición Amaiur, lograba por parte del Tribunal Constitucional la vía libre para concurrir a las mismas, obtuvo 7 escaños en el Congreso de los Diputados, incluyendo uno por Navarra –cuando el PNV, por ejemplo, obtenía 5–.
Hubo algo nuevo bajo el sol: la hora de la esperanza
La historia, aun en capítulos donde el guión parece venir muy condicionado, siempre reserva pasajes para lo inédito. Unas veces será positivo y otras negativo. Por fortuna, nos estamos refiriendo a unas líneas trabajosamente escritas que vinieron a confirmar, frente a los profetas de negruras, que no es verdad que no haya nada nuevo bajo el sol. De vez en cuando lo hay, tratándose incluso de una novedad cargada de esperanza.
El anuncio por parte de ETA de su abandono de las armas era también la autocertificación de su propia muerte, por más que sus restos no hayan desaparecido y pueda pensarse que queda aún un recorrido más o menos largo de liquidación de asuntos pendientes –el futuro de los presos es, sin duda, uno de ellos. No se puede desdeñar la posibilidad de que algún grupúsculo se saliera del acuerdo tomado, pero tan lamentable posibilidad, de verse desgraciadamente trasladada a los hechos, sólo significaría una prolongación de los estertores finales de una organización en trance de su desaparición final.
Que una organización terrorista dé pasos hacia el fin de su violencia, dejando atrás décadas sembrando muerte, es buena noticia siempre, aunque siga habiendo interrogantes pendientes de respuesta, tanto respecto a ella misma como respecto al entorno social y político en el que incide. Aparte de otras cuestiones, la de más calado entre las que hay que resolver es la relativa a las víctimas, a la memoria que se guarde de ellas. He ahí una cuestión moral de enorme relevancia política. Sobre cómo se vaya abordando y resolviendo pende la futura convivencia democrática del País Vasco y el futuro, en profundidad, de la democracia española.
Asunto tan delicado como el de la memoria de las víctimas requiere un tratamiento cuidadoso de las partes. Queda atrás el dolor por tantas víctimas del terrorismo en muchos años aciagos en los que el lenguaje de las pistolas y el estruendo de las bombas ahogó muchas palabras y segó muchas vidas. Sin embargo, su recuerdo permanecerá pegado a nuestra memoria como deuda que no podrá ser saldada, deuda que es de todos y hasta de la democracia española en su conjunto, por lo que debe a quienes vieron su vida sacrificada en el altar antidemocrático de una barbarie despiadada.
Si con el final de la violencia de ETA el reloj de Euskadi pasa a moverse a otro ritmo y España se sitúa en una nueva hora, puede decirse que tanto en el caso particular del País Vasco, como en el general de la sociedad española, el tiempo de la libertad gana en intensidad para todos. La paz a la que abren camino unas armas que callan es la libertad que inunda unos espacios públicos hasta entonces atemorizados. Basta pensar en lo que supone la perspectiva tranquilizadora de que ya no habrá cielos ennegrecidos por el humo de nuevas bombas para valorar en toda su profundidad la nueva etapa que se abre para la convivencia democrática. Con razón se dice, pues, que una lacerante rémora que, como país arrastrábamos desde la transición de la dictadura a la democracia, va a quedar, por fin, atrás. Con más de treinta años de retraso, no la democracia en su entramado institucional, pero sí la convivencia democrática, va a lograr consumar una transición que el terrorismo de una ETA, que nació durante el franquismo, tiñó de sangre con su empecinamiento en análisis equivocados y en prácticas aberrantes.
Se presenta por delante la ardua tarea de trocar amargas historias de odios, en unos casos de incurable dolor, en inéditos relatos de reconciliación que confirmen, ante el escepticismo de los propios y las dudas de los ajenos, que a veces ocurre que la barbarie sale derrotada. Queda mucho que hacer y, sobre todo, mucho por hablar, sosegada y prudentemente, pacientemente, quizá desde la convicción de que no nos es ajeno tanto asunto humano como en todo esto está implicado. Es probable que haya que adherirse al dicho de que ciertas heridas requieren tiempo, mucho tiempo, para cicatrizar, siendo por eso que da pudor ser optimista. Es seguro que hay que prohibirse el pesimismo. En la sociedad española y, sobre todo, en la sociedad vasca, se inicia el largo recorrido que ha de conducir a una reconciliación sin la cual la convivencia nunca quedará asentada sobre principios democráticos, es decir, sobre las exigencias de respeto incondicional que unos a otros nos debemos.
Reconciliación desde la memoria de las víctimas
La reconciliación es la clave. A ello obliga la memoria de las víctimas, sobre todo de aquellas a las que les fue arrancada la vida injusta y brutalmente, aquellas que fueron masacradas en nombre de un ideal de independencia nacional, de un mito supuestamente patriótico, de una estrategia de pretendida liberación o sencillamente de un impío cálculo táctico que las puso en el camino de quien se atravesó en sus vidas. Reconozcamos que no es fácil esa reconciliación, teniendo en cuenta que ha habido víctimas y verdugos, en papeles claramente diferenciados y en entornos netamente delimitados, los cuales, sin embargo, se solapan en una realidad sociopolítica sumamente compleja a la vez que muy abigarrada.
Ninguna reconciliación puede ser amnésica. Ningún recuerdo, por su parte, puede convertirse en obsesión de venganza. Entre esos extremos debe transcurrir el encuentro de protagonistas diversos de una historia que en muchos momentos sobrepasó el drama y arrojó a sus personajes, muchos involuntarios, en brazos de la tragedia. A la erosión del olvido debe ponerse coto con aquello que precisamente no debe olvidarse, que no es sino la deuda contraída por todos nosotros con quienes sucumbieron, aun sin haberlo elegido, en nombre de los valores democráticos que la inmensa mayoría hemos querido abrazar y sostener. La democracia, no meramente en la calidad abstracta de sistema político que se estructura según cierto orden institucional, sino en la calidad concreta de modo de vida y sistema convivencial en el que nos insertamos, ha de mantener, por dignidad de ella misma, por dignidad de los ciudadanos y por dignidad de las víctimas, el recuerdo imborrable de éstas. Es un deber de justicia que cualifica a la democracia hasta su raíz y a la ciudadanía hasta sus entrañas. ¿Cómo atender a lo que ese deber comporta?
En lo que a las víctimas se refiere, el deber de memoria no es un deber más añadido a un listado de obligaciones morales. Atendiendo, por ejemplo, a reflexiones en su día hilvanadas por Theodor W. Adorno, diremos que tal deber responde a un nuevo imperativo categórico, el cual señala una exigencia moral incondicional, que en este caso no se formula desde una ética abstracta sin más, sino desde la sensibilidad moral de quien se ve interpelado por quienes, en su misma ausencia, nos dirigen desde sus vidas masacradas una insoslayable exigencia solidaria para que lo sufrido por ellos nunca más vuelva a suceder. Es la exigencia de la memoria como dique moral contra la barbarie.
El imperativo de memoria es exigencia para todos, pero es además aguijón inevitable para quienes mataron o, en su caso, hirieron, secuestraron o, como quiera que sea, atentaron contra otras personas, inhumanamente tomadas como medios de sus pretendidos fines. En tales casos, el imperativo de memoria, condición para la reconciliación, plantea inexcusablemente entrar en la dinámica del perdón. Como en repetidas ocasiones ha señalado el filósofo Reyes Mate, sin petición de perdón queda bloqueada la reconciliación, puesto que sin petición de perdón la exigente lógica del reconocimiento que la reconciliación supone se ve cegada. La imprescindible petición de perdón, en ese sentido, no deja de ser un proceso complejo. Supone decisiones personales de quienes actuaron como verdugos –se les llama victimarios en un lenguaje que en aras precisamente de la reconciliación quiere presentar menos aristas–. Y de la otra parte, del lado de las víctimas, o de sus familiares si ellas perdieron la vida, queda la grandeza del perdón, que en ningún caso implica actitud proclive al olvido. Tales trayectorias personales no son fáciles de recorrer, y requieren, por tanto, un eficaz apoyo social e incluso firmes apoyaturas desde el ámbito político. Afortunadamente, va habiendo ejemplos incluso de encuentros personales entre quienes se sitúan en un lado y otro de esta historia de asimétricos enfrentamientos. Las experiencias que trascienden acerca de esos procesos de encuentros entre quienes fueron miembros de ETA y quienes fueron víctimas de sus acciones criminales, o familiares de ellas, son tan impresionantes como alentadoras.
No se puede obviar que si la reconciliación es un objetivo social que hay que apoyar políticamente, la dinámica del perdón que ha de propiciarla es de índole moral, por más que tenga la máxima relevancia política. No es fácil, y menos en primera instancia, encontrar vías por las que canalizar políticamente la petición de perdón, salvo la que corresponde acometer a una organización como colectividad que hace un análisis y saca las correspondientes conclusiones respecto a una larga deriva que no ha sido un mero errar, sino que ha comportado unas cruentas prácticas de terrorismo, injustificables, amén de inútiles. Puede que ese momento llegue antes de lo imaginable, pero cabe pensar que requiere una etapa de maduración colectiva que en el caso de ETA todavía no se ha alcanzado. Con ello tiene que ver, sin duda, que el mismo actual gobierno de España, ejecutivo del PP, a través de su ministro del Interior haya planteado un plan penitenciario, plenamente conforme a la legalidad, de acercamiento de presos etarras a sus lugares de origen, con la condición, no exactamente de que pidan perdón, sino de que manifiesten su plena renuncia a la violencia y, en el mismo sentido, su distanciamiento respecto a la organización que la ha practicado. Sorprendente es que ante medida tan razonable haya ciertas asociaciones de víctimas del terrorismo, otrora aliadas del mismo Partido Popular en el acoso que éste hacía al anterior gobierno del psoe utilizando groseramente la política antiterrorista, que dirijan sus más aceradas críticas contra ella. Es una muestra más, aparte de la pluralidad e incluso disparidad de criterios que las diferentes asociaciones de víctimas muestran, de cómo lo relativo a la memoria de las víctimas puede verse radicalmente desenfocado e introducido en la polémica política de una forma desafortunada y a veces incluso perversa. Lo menos que cabe decir ante ciertos extremos es que la manipulación de las víctimas y de su invocada memoria es absolutamente recusable.
Las víctimas, como el ya mencionado Reyes Mate ha dicho y escrito reiteradamente, tienen una autoridad moral insoslayable. Ellas nos conminan al deber de memoria, al imperativo categórico de recordar lo que no debe ser olvidado. Y eso tiene una relevancia política que no debe eludirse, so pena de devaluar la democracia misma como sistema político con un núcleo ético en torno a la dignidad de todos y cada uno en el que arraigan sus principios y valores. Ahora bien, esa autoridad moral no es extensible directamente a la acción política, en el sentido de que desde las víctimas –ellas o sus allegados– no se pueden determinar las políticas que deben aplicarse, pues media además, como muy pertinentemente recuerda el lehendakari socialista Patxi López, la voluntad democrática de la ciudadanía articulada mediante los partidos políticos y expresada a través de los procesos electorales.
El gobierno vasco, consciente de las dificultades de todo tipo que entraña un proceso de reconciliación como el que se pretende, ha generado un Comisionado por la Convivencia y la Memoria para poner en marcha diferentes acciones que permitan ir avanzando hacia ella. El consenso parlamentario, aunque hasta ahora con las distancias marcadas por la izquierda abertzale, ha acompañado a dicha iniciativa. Ésta, por lo demás, no se dirige exclusivamente a los más directamente implicados, sino también a toda la sociedad, puesto que toda ella ha de involucrarse en ese proceso del que es beneficiaria. Hay que recordar, además, que desde la sociedad también hay que asumir ciertas responsabilidades, como las relativas al indiferentismo –combatido desde muy pronto por colectivos como Gesto por la Paz, o denunciado por sociólogos como Javier Elzo– con el que muchas veces se han eludido compromisos cívicos de solidaridad con las víctimas del terrorismo o, simplemente, de apoyo a quienes se veían amenazados o eran extorsionados.
Ampliando la consideración de víctimas, el gobierno vasco, apoyándose en la legislación del Estado, también ha promovido el reconocimiento como tales a otras que no fueran las causadas por ETA o por otros grupos terroristas como en su día el GRAPO o los Comandos Autónomos Anticapitalistas. Bajo tal consideración también se pueden reconocer como víctimas personas que padecieron la violencia del GAL o del denominado Batallón Vasco-Español o que puntualmente sufrieron determinadas actuaciones policiales. Sin embargo, tal ampliación de la consideración de víctimas no debe dar lugar a que tal calificación se aplique a quienes murieron en el curso de acciones de la misma ETA, como miembros de la organización, pues no se trata en tal caso de víctimas inocentes sin más, sino de individuos involucrados en una acción conociendo todas sus posibles consecuencias y que en muchos casos han recibido, por la organización misma y en sus lugares de origen, trato como héroes. Para quienes han sido aclamados como héroes no puede reivindicarse la condición de víctimas, pues se trata de dos modos de reconocimiento absolutamente diversos, si no antagónicos. No tener en cuenta esa distinción categorial supondría además incurrir en un ejercicio de equidistancia que no sería favorable a la reconciliación ni a la democracia.
Historia e intrahistoria: ¿quién escribe el relato?
No es el momento de remontarnos hacia atrás de forma pormenorizada en una historia donde se entreveran muchos cabos: el de la dictadura franquista, el de la transición y la consolidación de la democracia en España, el de una Euskadi que al amparo de la Constitución de 1978 obtiene una amplia y profunda autonomía, el de un nacionalismo vasco con aspiraciones hegemónicas –frecuentemente seguido de cerca por el socialismo vasco– en el seno de una sociedad plural, el de una ETA que nació en un contexto muy diferente del actual asumiendo los otrora planteamientos revolucionarios de lucha armada hasta derivar, mediando escisiones, en un terrorismo brutal, que a la vez fue ajeno a la misma realidad de la invocada Euskal Herria en cuyo nombre se pretendía falazmente justificar…
El caso es que para llegar al abandono definitivo de la violencia a finales de 2011 se tuvieron que concitar una serie de factores de efectos más inmediatos sobre la organización terrorista. Sobre el telón de fondo de la solidez institucional de la democracia española –que tampoco hay que mitificar–, es cierto que la exitosa tarea antiterrorista de las Fuerzas de Seguridad del Estado, actuando dentro de los límites del Estado de derecho –una vez dejadas atrás las negras páginas del GAL – y las actuaciones del poder judicial en la persecución y castigo de los delitos de terrorismo, han debilitado una organización hasta un estado de extenuación en el que se hace imposible su supervicencia. No es despreciable, sino todo lo contrario, la colaboración internacional en la lucha contra el terrorismo, progresivamente intensificada, y mucho menos la pérdida de apoyo social de una organización que ha ido viendo mermada incluso su base de reclutamiento.
A todo lo anterior, que es historia documentable, hay que añadir el protagonismo difuso, si se quiere, pero constante y eficaz, de una ciudadanía que en su conjunto ha ido haciendo frente al terrorismo, estoicamente, sin estridencias, con constancia y admirable respeto a la legalidad democrática. Esa ciudadanía, la de la sociedad española en general y muy en particular la del pueblo vasco, es la que ha ido urdiendo, sirviéndose también de los partidos políticos, organizaciones sindicales, movimientos sociales y personalidades de referencia, una intrahistoria, como decía el vasco Miguel de Unamuno, que con el tiempo ha emergido atravesando la coraza de una historia marcada ya por trasnochados casticismos españolistas, ya por un desnortado casticismo que, en el Norte, quiso presentarse armado. ETA se acogió al terror, en mala mímesis de procesos de liberación nacional de otras latitudes y épocas, para defender supuestas diferenciaciones nacionales tan excluyentes como mitificadas, pervirtiendo de camino los componentes de izquierda que constantemente ha querido hacer valer, y así propugnar una independencia vasca apoyada en la distorsionada visión de los que creen, como escribía el citado don Miguel, que “la patria es el terruño”.
Por fortuna, dando sus frutos esa intrahistoria de una ciudadanía capaz de soportar y sobreponerse al terror, y desembocando la historia reciente en tal debilitamiento de ETA que le lleva a reconocer que ha llegado al término de su fatal recorrido, el problema que se plantea a continuación es, entre otros, cómo asumir lo sucedido y dar cuenta de lo ocurrido. Ello ya es parte del debate político inmediato. De hecho, lo que es una declaración de final –aunque no del todo– de una organización terrorista policial y judicialmente acorralada, políticamente derrotada, a la vez que cuestionada por sus aliados abertzales, es lo que se trata de presentar desde la organización misma como oferta de paz. Entre esos dos polos se situó la declaración, importante a efectos de la necesaria ritualización que había de preceder a la declaración de abandono de las armas, de la Conferencia para la Paz en Euskadi, con su elenco de figuras internacionales involucradas en la misma. Desde entonces, pues, forma parte del debate político cómo entender y describir lo acaecido, cómo establecer su significado insertándolo en una perspectiva de sentido. Tal debate ideológico es el inevitable conflicto de interpretaciones en torno a los hechos, tratando de hegemonizar la versión de los mismos que pueda resultar a la postre dominante. Era una batalla –ésta, sí, meramente dialéctica– previsible, y en la cual hay que entrar con todas las artes democráticas, quizá con la pretensión de restarle fuerza a la conocida declaración de Nietzsche de que “no hay hechos, sino sólo interpretaciones”.
Quienes han estado del lado de la defensa de la democracia y contra la barbarie de un terrorismo sumamente cruel no van a regalar, a quienes han pertenecido a ETA, ningún argumento que, ni por asomo, justifique su trayectoria, y menos sus actuaciones. Ahora bien, se hace patente la dificultad de asumir algo que es más que una derrota, lo cual es más difícil incluso que dejar las armas. Se trata de la dificultad de asumir que la barbarie de quienes han segado vidas humanas no tiene ninguna justificación ética, así como tampoco rentabilidad política alguna. Es algo políticamente análogo a lo que suponía el pedir perdón del que antes hablábamos. Por tratarse de lo que ya se sitúa de lleno en el debate político acerca de quién y cómo se construye el relato de lo sucedido, la cuestión tiene que ver a su vez con lo que una y otra vez ha aflorado en las diatribas acerca de si con ETA se dialogaba o se negociaba, cuestión siempre a expensas de la carga semántica que en tales términos se pusiera. Si como negociación había en juego contrapartidas políticas, desde un Estado democrático de derecho no cabía negociación posible. Si el término se rebajaba en sus pretensiones significativas, se podía hablar de otras cosas, acercando lo que cabía hacer a lo que se quiere decir al hablar de diálogo –por ejemplo, sobre final de la violencia, situación de los presos, o enumeración de cuestiones siempre remitidas al debate ulterior entre fuerzas políticas en el marco de la legalidad vigente y sin interferencia alguna de la violencia, etc. Así, por cierto, es como el gobierno de Felipe González dialogó en Argel en 1989, como el de Aznar lo hizo en Suiza en 1999 y como el de Zapatero lo volvió a intentar también en 2006 en Ginebra y Oslo –en todos los casos sin que el éxito que cupiera esperar acompañara a las conversaciones.
Precisamente la verdad de los hechos, la que de ellos se puede inferir en un análisis político ponderado, lleva reconocer varias sucesos importantes en los últimos tiempos, determinantes en distinto grado de la posición adoptada por ETA el pasado 20 de octubre y la que esperamos que tome en el futuro en cuanto a su disolución. Uno de esos hechos lo constituye el atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid por parte del terrorismo llamado islamista, provocando casi 200 muertos en la estación de Atocha de Madrid. Dejando a un lado la conocida historia de la manera en que el entonces gobierno en funciones del PP actuó en tan trágicos momentos –tratando a toda costa de volcar la culpabilidad sobre ETA – lo cierto es que la magnitud del atentado y la reacción ciudadana posterior pusieron ante la organización terrorista vasca la horrorosa imagen de lo que en un principio se le quiso atribuir sin haberlo hecho. Si a eso se le suma la más intensa cooperación frente al terrorismo desde los atentados de Al Qaeda del 11 S, la situación para una ETA que representaba el último terrorismo en activo de Europa se presentaba como callejón sin salida. El otro hecho destacable fue el atentado de la T4 de Barajas, con dos ciudadanos ecuatorianos muertos, el 30 de diciembre de 2006, con el que ETA puso fin de hecho a la tregua que anteriormente había declarado y dio paso al proceso de paz impulsado por el presidente Zapatero y su gobierno. El ejecutivo socialista, con sólido apoyo parlamentario, aunque teniendo enfrente además a un PP entonces sumamente desleal en todo lo relativo a la lucha antiterrorista, acometió dicho proceso mostrando a las claras la credibilidad de sus intenciones en cuanto a hallar una solución definitiva al dramático problema del terrorismo. Tanto era así que, tras el atentado, fue ETA la que se vio fuertemente deslegitimada, provocando el fenómeno nuevo del alejamiento respecto a ella de la mayor parte de la izquierda abertzale, convencida ya de que sus objetivos se veían obstaculizados por la violencia etarra y necesitaban hacerse valer exclusivamente por las vías pacíficas de los cauces democráticos. Dicha deslegitimación y esa desafección de lo que había sido el entorno que le brindaba cobertura social han acabado siendo decisivas para que ETA se decidiese a escribir sus últimas páginas, aunque quede pendiente cómo entre unos y otros se estructure el relato.
Una conclusión sobre estos hechos y lo que hasta ahora es su desenlace, prescindiendo de los detalles de entrecruzadas historias de notable densidad, es la expuesta por el socialista Jesús Eguiguren, participante en las mencionadas últimas negociaciones con la organización armada, en su reciente libro sobre ellas escrito junto con el periodista Luis R. Aizpeolea –ETA. Las claves de la paz (2011)–. Quien es presidente del PSE-PSOE afirma con muy buen criterio que si, visto todo, el proceso de paz bajo el gobierno socialista de Zapatero fue un “fracaso táctico” –de “oportunidad perdida”, imputable a ETA, lo calificó el también socialista Txiki Benegas en su Diario de una tregua (2007)–, el resultado final, en el ultimísimo tramo de su mandato, ya con el ejecutivo en funciones, muestra que supuso un “acierto estratégico”. Así cabe calificarlo por haber provocado precisamente la comentada deslegitimación de ETA y el inicio de un nuevo caminar político de la izquierda abertzale –clave al respecto el papel, sobre todo, de Arnaldo Otegi–, enviando a la misma ETA nítidos mensajes de por dónde habían de ir las cosas.
El debate abierto: fueros y federalismo en la España autonómica
Una vez que callan las armas, la palabra encuentra vía libre para pronunciarse sin amenazas. El tiempo del debate político se ensancha y la democracia, que tiene en la palabra su aliada constituyente, se expande y profundiza. No cabe duda que en Euskadi, y en España en su conjunto, con el final de ETA la democracia no sólo culminará su asentamiento tras más de tres décadas desde la transición a partir de la dictadura, sino que va a tener un espacio de opinión pública más denso y unas deliberaciones más complejas. Lo previsible es que cobren fuerza en el debate político cuestiones que la mera existencia de ETA tenía en gran parte bloqueadas, a la espera de poder ser debatidas sin pistolas sobre la mesa y, por tanto, con plena libertad de expresión de todos los interlocutores. Nos referimos fundamentalmente a esos temas específicos de una situación política como la del País Vasco, con la fuerte presencia de un nacionalismo de amplia base que, aun con sus diferentes tonos, es compartido por un elevado porcentaje de la población. Entre ellos, los planteamientos independentistas, con los matices que por un lado u otro se les superpongan, se irán poniendo sobre la mesa bajo diversas formas de presentarse: soberanismo, derecho de decidir, autodeterminación… Afortunadamente, desde la izquierda abertzale se han hecho importantes y significativas declaraciones tomando en consideración la pluralidad de la sociedad vasca y la necesidad de que en torno de esas cuestiones de largo recorrido se alcancen consensos más amplios que, por ejemplo, el ganado sobre el Estatuto de Gernika actualmente en vigor.
El PNV se va a encontrar, se encuentra ya, con una fuerza política que le disputa la hegemonía en el terreno nacionalista, con resultados tan impactantes como los anteriormente reseñados de las elecciones generales últimas o como los obtenidos, entonces por la coalición Bildu, en las elecciones municipales y autonómicas, ganando para ésta alcaldías tan significativas como la de San Sebastián/Donisti, hasta ese momento gobernada por el PSE. Esa competencia puede incentivar, incluso, la tendencia más soberanista del PNV.
Por el lado de los no nacionalistas hay que aprestarse a un debate en profundidad sobre esos temas que la violencia obligaba a dejar aparcados. Ahora hay que cumplir con lo dicho acerca de que en ausencia de violencia se pueden defender cualesquiera ideas por vías y procedimientos democráticos. Eso vale también para propuestas de relaciones, siempre dentro de la legalidad y respetando las decisiones democráticas de la ciudadanía, entre la Comunidad Autónoma de Euskadi y la Comunidad Foral de Navarra. En cualquier caso, y muy en concreto por lo que se refiere a los socialistas, deben prepararse para un debate en profundidad y, por tanto, donde haya que aportar buenos argumentos sobre puntos tan delicados. Ello exigirá avanzar en aquello en lo que tantas veces se ha insistido: un planteamiento coherentemente federalista para el Estado español que permita tener y mantener un horizonte político desde el que acometer la profundización en el desarrollo del Estado de las autonomías, precisamente además en una etapa en la que dicho ordenamiento territorial está siendo cuestionado desde la derecha apelando a la crisis económica y a las políticas de austeridad que se imponen para hacer frente a la misma. Dejando aparte ahora la crítica a los excesos de ese neoliberal fundamentalismo de la austeridad al que se ha sumado el gobierno de España, la cuestión es que hay que salvar dicho Estado autonómico a la vez que se impulsa una profundización del mismo que, en coherencia con su misma lógica, ha de ser federalizante.
Desde la realidad jurídico-política de Euskadi, un asunto sobre el que habrá que llegar a nuevas conclusiones para presentar alternativas creíbles y sugerentes frente a los cantos de sirena nacionalistas es el de la conjugación entre derechos históricos, plasmados en las realidades políticas forales, y federalismo como propuesta para el conjunto del Estado en el que se defiende que siga integrado, desde el reconocimiento de sus legítimas diferencias, el País Vasco. Ese es el debate que nos aguarda y el que reclama tanto compromiso de diálogo, como dosis de la mejor creatividad política. Pero en paz y libertad, desde la memoria y la dignidad.