Ricardo Nava

Michel de Certeau y la escritura de la historia:
hacia una erótica del duelo
 

 

"Lo que llamamos espontáneamente historia no es sino un relato. Todo comienza con la presentación de una leyenda, que dispone los objetos “curiosos” en el orden en que es preciso leerlos. Es lo imaginario que necesitamos para que en otra parte repita solamente el aquí. Se impone un sentido recibido en una organización tautológica que no dice otra cosa sino lo presente. Cuando recibimos el texto, ya se llevó a cabo una operación que eliminó a la alteridad y su peligro, para no guardar del pasado, integrados en las historias que toda una sociedad repite en las veladas, sino fragmentos empotrados en el rompecabezas de un presente".
Michel de Certeau. La escritura de la historia




Philip Dick, novelista norteamericano, en una de sus obras, El hombre en el castillo,[1] construye una historia diferente respecto a quién ganó la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos aparece gobernado por las potencias del Eje. De esta novela, la anécdota entre dos de sus personajes que llamó mi atención es la siguiente: Roosevelt fue asesinado. Uno de los personajes le muestra a su amante dos encendedores idénticos. Le indica que uno de ellos es el que llevaba Roosevelt el día que lo asesinaron. Ella no le cree, a lo que a continuación él le indica cuál de los dos es el “auténtico” diciéndole: “toma, siente su historicidad”. Ella, por supuesto no siente nada, a lo que a continuación él le dice: “para que me creas, aquí tengo el certificado de autenticidad”.
¿Qué nos muestra esta escena respecto a la historia, la histori­cidad, el deseo de memoria, en una palabra, la muerte? Por una parte, el deseo de memoria que el presente tiene respecto al pasado, aquello que ya no está, esa pérdida a la que no se resiste, una erótica del duelo; por la otra, la necesidad de experimentar el pasado, esto es, de sentirlo para satisfacer el deseo de memoria. Esta escena, además, permite observar los anudamientos que se tejen en torno a los problemas que anudan a la escritura de la historia: hay un acontecimiento que es pérdida, una huella en el presente que hace de testimonio y la apelación a una experiencia que logre sentir aquello que se ha ido para siempre. En este anudamiento, los hilos que lo tejen constituyen la escritura de la historia, y en su superficie, el poder de apropiación sobre la huella: en la escena descrita, la protagonista no logra sentir el pasado, la historicidad, la muerte, sin embargo, un poder (arkheîon) es el indicio y la prueba de la veracidad del acontecimiento, es decir, hay una institución que certifica la autenticidad; en el caso de la historia: la institución historiográfica.
Estas páginas tienen como objetivo llevar a cabo una reflexión teórica respecto a la pregunta por el lugar que le asignó Michel de Certeau a la historia. Este aspecto ha sido reflexionado en muchas ocasiones y desde distintos ángulos. Aquí me interesa poner el acento en cómo este historiador jesuita construyó algo más que una onto­logía negativa sobre la historia. Trataré de leer, a partir de algunos de sus trabajos, los aspectos que nos permiten comprender por qué la historia puede pensarse como una erótica del duelo y, al mismo tiempo, observar las aporías que se abren en torno a lo propio de la institución historiográfica.
Hay un vínculo entre el epígrafe citado y la escena de la novela que articula el planteamiento del problema que se irá trazando poco a poco: deseo de memoria, huella-testimonio, autenticidad del acontecimiento. Para ello, habrá también que distinguir, en algún momento y con cierta brevedad, la historia de la experiencia de la memoria, y ubicarla en los límites de su exterioridad a partir del pensamiento de Michel de Certeau.
Él ha sido llamado historiador de la alteridad, pensador de la dife­rencia. Sus reflexiones sobre la historia han sido el trazo de la posibilidad de pensar al otro. “Pensar es pasar al otro”. Dosse sostiene al respecto que él llevó a cabo el intento de pasar al campo del otro para practicar una distancia que reintroduce al historiador en una ruta de expectación. Como intelectual exílico buscó siempre hacer un lugar al otro.[2] De ahí que la historia aparezca como la acción que se ejecuta a partir de algo que falta y que hace escribir. Hacer historia es, por tanto, la interminable búsqueda de la otredad que nos funda. Búsqueda marcada por la herida de la ausencia, al decir de Dosse, y desde un paisaje en ruinas. Trabajo interminable, el cual, me parece que De Certeau nos deja al afirmar en varias ocasiones que ese otro no regresará.
Este lugar de la ausencia es el que afectó a De Certeau y que afecta cualquier acto historiográfico. Se escribe por aquello que nos falta y que nos funda. Se hace historia por una ausencia que ronda como espectro y que lanza la actividad historiográfica a la cuestión de la muerte: ese otro que se ha ido para siempre y, que de hecho, se está yendo siempre anticipadamente. Es decir, otro que ha dejado en nosotros cierta cantidad de muerte. Cuando se habla de herida, ésta tiene que ver con la huella y la memoria, con la ausencia que han dejado los muertos y que resulta imposible volver a traerlos al presente tal y como fueron.
En consecuencia, la afirmación que hace Michel de Certeau es contundente: el otro no regresará. Es decir, el pasado es una pérdida irrecuperable. En esta enunciación performativa es donde debe dete­nerse la historia, trastornada por las huellas de la ausencia. Si bien se trata de una historia alterada, no significa que tenga que resguardarse en el silencio. ¿Qué significa pensar históricamente en relación con la muerte?
François Dosse aproxima una primera respuesta: para De Certeau se trata de hacer una hermenéutica del otro, en donde la operación historiográfica consiste en la confrontación inestable entre eso que se le escapa al historiador, eso que está más ausente que nunca y su objetivo: volverla al presente al que pertenece.[3] Es decir, hacer un lugar al otro, pero siempre manteniendo el vínculo con el sujeto que fabrica el discurso histórico. De esta manera hacer historia para De Certeau sería hacer una tumba para la muerte en un acto de un ritual de entierro, de tal forma que la sociedad se dé un lugar a sí misma al darse un pasado. “La escritura sólo habla del pasado para enterrarlo. Es una tumba en doble sentido, ya que con el mismo texto honra y elimina […]. Exorciza a la muerte y la coloca en el relato que sustituye pedagógicamente algo que el lector debe creer y hacer.”[4] Y más adelante afirma que la historia reconduce al muerto o al pasado a un lugar simbólico creando en el presente un lugar que debe ser llenado: “hacer un lugar a los muertos para que haya vivos”.[5]
El planteamiento del problema se abre, por tanto, en su propia dimensión: si hacer historia es otorgar un lugar al otro, gesto que se realiza desde el presente, tumba y ritual de entierro; si la sociedad se da un lugar a partir de sacudir a sus muertos, ¿ambos aspectos implican que De Certeau esté pensando en la noción clásica de trabajo de duelo, como acción historiográfica fundamental? Si hacer historia consiste en llevar a cabo un trabajo de duelo, ¿se trata entonces de una operación que la historia realiza desde el presente como la sustitución de un objeto perdido, propio de todo trabajo de duelo? Si la historia tiene como una de sus funciones simbolizar el pasado para darle un lugar en el presente, habría que detenerse en el análisis de algunas afirmaciones que han sido citadas: “enterrar el pasado”, “hacerle una tumba mediante un rito de entierro”, “honrar y eliminar” y “exorcizar a la muerte que sustituye pedagógicamente algo que el lector debe creer y hacer”. En suma, ¿cómo releer estas afirmaciones de Michel de Certeau en tanto que interrogan por aquello que constituye la operación historiográfica en su aspecto ontológico: trabajo de duelo o duelo imposible? Aquí es donde pensar la historia como una erótica del duelo es también posible desde el pensamiento y las aporías que en esta dirección aparecen en algunos de sus trabajos.

Lo ausente y sus formas de restitución

Habrá que hacer un primer rodeo. Comprender ciertas características de la textualidad decerteauniana que se ha enunciado y que constituye, aquí, una aporía. La pregunta insiste, ahora formulada de otra manera: ¿cómo traer a ese otro pasado al presente y al mismo tiempo conservar la distancia histórica? Por tanto, y en dirección a esta pregunta, ¿cómo entiende De Certeau esta ausencia y las posibilidades de las múltiples formas de restitución? La cuestión de la muerte se impone entonces como el camino a seguir.
Para Michel de Certeau, como lo ha sostenido Alfonso Mendiola, pensar la muerte es posible como aquello que nos habita dentro, en dos momentos que se constituyen como saberes heterológicos: la mística y el psicoanálisis freudiano. La base de este pensamiento, señala Mendiola, es que todo saber en las ciencias humanas se constituye a partir de algo que no puede ser nombrado: la experiencia de la muerte.[6]
Son los místicos quienes al crear una “ciencia experimental de la finitud” en los siglos xvi y xvii, pensaron la muerte desde dentro. Tenían que hacerse nada para que, a través de un camino trazado en la interioridad, pudiesen encontrar a Dios. De esta manera, ambos saberes, el místico y el de las ciencias humanas, se orientan a una misma cuestión: “¿qué es la existencia del hombre enmarcada en la finitud, esto es en la muerte?”.[7]
El segundo momento está instaurado por Freud. Uno de los aspectos inéditos en Freud es justamente la posibilidad de pensar la muerte desde adentro. El psicoanálisis cobra aquí su importancia para la his­toria. ¿Cómo pensar la historicidad de manera radical? Como afirma Mendiola, pensar la historicidad es pensar la muerte. Es sin duda, el psicoanálisis el que introduce la muerte como algo que nos habita dentro. La pulsión de muerte, alojada de manera irremediable en el inconsciente recuerda que la vida sigue su camino de muerte, mucho antes de que ésta ocurra.
De esta manera, pensar la muerte de manera radical, y como se verá más adelante, es una de las tareas articuladas por De Certeau. La muerte no es algo que ocurra desde el afuera. Al ser habitados por esta pulsión, la muerte determina ya, en vida, el límite de nuestro pensamiento. En esto sigue también la pista del Heidegger de Ser y Tiempo: el sujeto es un ser arrojado al mundo, un Dasein,[8] un estar siendo en el mundo. Dasein que, abierto al mundo, se posiciona ante la vida y la muerte desde dos modos particulares de existencia: ser-para-la vida y ser-para-la-muerte. Esta última es una existencia auténtica: aquella que no resiste más al hecho de que la muerte es muerte como inexistencia; mientras que la primera trata de una existencia inauténtica: resiste a la muerte proyectando una vida después de la muerte. Sin embargo, Michel de Certeau elabora un desplazamiento: lleva a cabo un intento por pensar la muerte como aquello que nos habita dentro, en donde los místicos y Freud son esta posibilidad. De ahí que, como afirma François Dosse, Michel de Certeau es como un caminante herido, un viajero alterado, siempre despidiéndose.[9]
Sin embargo y aún con este desplazamiento, para De Certeau la única manera de dejarse ser alterado o poseído por el otro es aceptando la propia muerte. De esta aceptación, no de la muerte del otro sino la de uno mismo, emerge la posibilidad del silencio como condición para escuchar al distinto a uno”.[10]
En este sentido, De Certeau parece encontrarse aún en una noción de la muerte centrada en uno mismo, en una metafísica de la presencia, pues ésta se sostiene, al parecer, en la oposición clásica de presencia/ausencia. La pregunta que nos llevará a observar cómo, aún desde esta interpretación y con lo que el texto decertauriano parece manifestar, se puede concluir lo contrario y ver cómo a pesar de sostenerse en esta idea de la muerte, sostuvo también la idea de una muerte del otro como problema del trabajo del historiador. Dicho en otras palabras, si bien la conciencia de mí propia muerte permite pensar históricamente, la muerte del otro, en tanto irrecuperable para el presente hace de la escritura de la historia un acto de duelo interminable, o más bien, de un duelo imposible.
En varios de sus textos se puede observar cómo la historia implica una relación con el otro, en cuanto que está ausente. Dosse sostiene, por ejemplo, que la escritura de la historia se inscribe en un espacio móvil del pasado, ahí donde ésta da cuenta de una práctica de distanciamiento y opera sobre un objeto que regresa en la historiografía. Esto abre el enigma de una acceso a lo real que tiene una dimensión límite, esto es, que implica la restitución de una figura perdida, como Lacan que asignaba a lo Real el lugar de lo imposible, “en todas partes supuesto y en todas partes faltante”.[11] De esta manera podemos ver cómo en De Certeau el pasado está irremediablemente en posición de los ausentes.
Esto es importante porque desde esta interpretación, la posición de los ausente tiene un lugar dentro del presente, pero no como aquello que perdura esperando ser objeto de atención sino como legible gracias a los cambios de que es objeto a través del presente que lo transforma constantemente desde un conjunto de operaciones y miradas que lo inventan. Así, para De Certeau hay un rechazo de toda forma de hurgar el pasado como una compulsión de repetición del objeto perdido, afirma Dosse. Lo que más bien aparece es la posibilidad de una historia social cuyo objeto es un ausente que se mueve y que sin embargo es un testigo que no puede dar testimonio al ser objeto de interrogación de su otro. De ahí que Dosse y otras interpretaciones sobre las reflexiones de Michel de Certeau sostengan que el pasado tiene el lugar de lo rechazado que regresa subrepticiamente al interior de un presente que lo ha excluido y que aparece como Hamlet: un espectro que acosa al vivo.[12] En este sentido, quizás es más propio afirmar que la escritura de la historia no es tanto una heterología como una espectrografía.


Lo pasado no se guarda, ni se enclaustra, vuelve como diferencia. Lo pasado retorna disfrazado y, así, muestra lo que oculta: un tiempo de ausencias. No se recuerda lo olvidado, se produce un texto cifrado. De allí la importancia de Freud para la historia: presenta un mecanismo fundamental para pensar el olvido y la memoria. Ese retorno no es la recuperación de lo olvidado, es un jeroglífico a descifrar y la evidencia de una pérdida irrecuperable. La repetición no es rememoración de lo igual, sino producción de una diferencia. Esa situación remite a la cuestión del acto: aquel que implica una escritura, una repetición y una pérdida.
Helí Morales, prólogo al texto: Cuando el archivo se hace acto.[13]



Que el pasado retorna como diferencia es el modo de ser de la escritura de la historia, tal y como la articula Michel de Certeau. Un epígrafe siempre viene a trazar, desde el afuera del texto que se escribe, el camino por el que la escritura propia transita en una deriva que aloja un tiempo disponiéndolo en un sentido. Este epígrafe juega aquí como anticipo de un paisaje que se dibuja a la sombra del retorno, de la ausencia y de la pérdida. Lo pasado vuelve disfrazado, y esta escritura también declara el tiempo de ausencias de aquello que no puede ser nombrado, puesto en palabras precisas, y que, sin embargo, arriesga enunciados en el intento de pensar históricamente.
La escritura de la historia es la pregunta por el otro que la funda, esto es el pasado. En este sentido es que el epígrafe anterior sitúa aquí esta reflexión: el pasado vuelve como diferencia para anunciar lo que oculta: un tiempo de ausencias. La historia como una erótica del duelo, porque desea al otro ausente.
Un último rodeo funcionará aquí como la posible tesis de este texto. Pues rodea la pregunta y no es necesariamente una respuesta, a lo mucho la posible tesis arriesgada que diseminará más el problema. Una teoría del duelo viene, por necesidad, a ocupar un lugar para entender cómo De Certeau piensa esto, no sólo desde Freud sino también a partir de Lacan. Esto permite abonar en dirección a dis­tinguir el discurso histórico de la memoria, ahí donde esta última se nos hurta en la paradoja donde el deseo es aquello que la circunscribe al tratarse de la historia como un acto de duelo imposible.
“La vida es una muerte que nos lleva tiempo.” Emily Dickinson


Pensar la ontología de la historia como una erótica del duelo en tiempo de la muerte seca, es posible a partir de la lectura del libro de Jean Allouch.[14] Éste sitúa, o más bien, corrige arriesgadamente, la clásica teoría del duelo freudiana. Se tratará ahora de leer a Michel de Certeau en otro contexto. Un contexto que en términos de temporalidad le es ajeno, pero que posiblemente permitirá entender aquello que De Certeau deja de cierto modo oscuro. Quizás hacerlo decir algo más de lo que dijo. Jean Allouch escribe una nueva teoría del duelo en 1995. De Certeau escribe fuertemente durante los setenta. Sin duda, un abismo separa a ambos autores, sin embargo algo les es común, lo cual permite leerlos juntos para comprender por qué la historia puede ser una erótica del duelo en tiempos de la muerte seca. Ese punto común es la lectura de Jacques Lacan.
La noción “trabajo de duelo” viene a menos desde el momento en que Allouch la ubica problemáticamente como el resultado de una lectura parcial del libro de Freud: Duelo y melancolía. Freud, dice, no tematizaba tanto el duelo como la melancolía. Es decir, lo que Freud tenía como objeto de su clínica en este libro no era el duelo sino la melancolía, y como un caso de melancolía, usó el duelo.[15]
La noción de “trabajo de duelo” se sostiene en el hecho de que, quien está de duelo debe llevar a cabo un trabajo, esto es, seguir ciertos pasos que lo lleven a dejar de desear al ausente interiorizándolo y asimilándolo como objeto de deseo. De esta manera, el objeto perdido viene a ser sustituible. El sujeto sólo cambia el estatus del objeto a partir de sustituirlo por otro. Es en ese momento que se efectúa un buen trabajo de duelo que lleva, al que está de duelo, a superar la pérdida y le evita caer en estados de melancolía. “El psicoanálisis tiende a reducir el duelo a un trabajo; pero hay un abismo entre trabajo y subjetivación de una pérdida.”[16]
Allouch ilustrará su crítica y el problema de esta diferencia con la siguiente cita de Shakespeare:

“My heart is in the coffin there with Caesar” […] La versión del duelo propuesta aquí se sostiene entre dos lecturas posibles de esta frase. Lectura uno: “Sufro de que mi corazón esté en ese ataúd, no está en su sitio, porque me ha sido arrancado por la muerte”, esté es el que está de duelo; lectura dos: “Y bien, sí, ahí está, y lo abandono en ese sitio que, ahora lo reconozco, es verdaderamente el suyo”.[17]
Aquí es donde se pueden situar las frases “honra y elimina”, “exorciza la muerte”, “ritual de entierro”, “tumba”. La historia busca hacer algo con la memoria en un presente que la inviste desde un lugar social y ciertas operaciones. ¿Qué es exorcizar a la muerte, hacer un ritual de entierro, cavar una tumba, en una palabra, la muerte que asedia? Se puede afirmar, por tanto, que el pasado es irrecuperable y, sin embargo, retorna espectralmente. Hacer historia es hacer heterografías, pero más propiamente, la escritura de la historia sólo puede funcionar como una espectrografía.
A partir de recuperar una lectura que Lacan realiza de Hamlet, Allouch muestra la imposibilidad del trabajo de duelo como sustitución del objeto perdido. Jean Allouch cuestiona la noción de “trabajo de duelo” como la identificación con el objeto perdido. Freud estaría in­merso aún en la verdad del romanticismo.[18] Una de las argumentaciones de Allouch que cuestiona la posibilidad de la sustitución del objeto perdido es que, en Duelo y melancolía, la idea de objeto sustituible es una perversión, pues en los Tres ensayos de teoría sexual Freud disocia la pulsión sexual de su objeto, y ésta es la condición necesaria para la tesis de la sustitución de objeto. Freud lo hizo, no a partir de su experiencia clínica, que mostraría, como en otros de sus textos, lo contrario; lo hizo basándose en lo que acababa de ser establecido en su época dentro del catálogo científico de las perversiones. “¿Es ésa razón para proponer que un amigo, que un hombre, que una mujer, que un padre, que una madre, que un hijo también se reemplazan –aun cuando se añada que tal sustitución de objeto exige un determinado trabajo?”[19] La sustitución de objeto no funciona en los casos que ponen en duelo. El objeto no es nunca identificable. Esta idea de sustitución de objeto no hace más que tratar el duelo como si al que está de duelo se le ofreciera la oportunidad de una segunda vez, una nueva oportunidad al deseo cuando acaba de perder su objeto.
Para Allouch, el duelo según Lacan, no es algo que éste haya trabajado directamente. No consagró ninguna conferencia sobre el tema, lo cual permite a Allouch tomar al sesgo hacia Lacan para derivar un cambio en la teoría del duelo a partir de la introducción del ternario simbólico, imaginario, real.[20] Este ternario ofrece, dice Allouch, medios para po­nerlo de relieve en la teoría del duelo y la melancolía. A través de la interpretación lacaniana de Hamlet, Lacan innova en la función del duelo. Lo hace a partir de esclarecer la relación de objeto. Dicho en otra forma, articula el objeto y la relación de objeto. El argumento, en síntesis, es el siguiente: que la pérdida del objeto no puede experimentarse como una pérdida antes de que el amado sea amado como un objeto total.[21] Una antinomia: “1. no hay duelo posible allí donde el objeto no está constituido, y 2. ¡no habría duelo que efectuar allí donde el duelo sería completamente posible ya que el objeto habría estado constituido!”[22] Dicho de otra forma, tendría que haber sido poseído totalmente para que hubiese posibilidad de duelo, como trabajo de duelo, como objeto sustituible.
Allouch justamente escribe sobre el objeto explicando a Lacan de la siguiente manera: Lacan da un estatuto simbólico a la repetición (en la diferenciación kirkergardiana de reminiscencia y repetición). No hay objeto sustitutivo a razón de que en la repetición la cuenta… cuenta. Ya que por más que uno se esfuerce en hacer de nuevo un objeto, objeto de sustitución, quedará el hecho mismo de la sustitución como diferencia eliminable: la segunda vez nunca será la primera. Nunca se goza de un objeto o relación con objeto, se trata de un trastorno en la relación de objeto.[23]
Nuevamente, aquí el problema de la muerte no es mi muerte sino la del otro, porque éste está vivo. Allouch afirma, en este sentido, que Lacan decía que no hay angustia ante la muerte sino solamente angustia de vida, ante la vida que sería una vida deseante. Que el deseo expone y que el deseo incluye la vida.[24] El objeto de duelo es, por lo tanto, insustituible. La pérdida es pérdida irremediable. El duelo no es cambiar de objeto, al contrario, es modificar la relación con el objeto. Dejar ir al otro no es un trabajo, ni interiorización del otro en mí. De esta manera se observa que el duelo es siempre un duelo imposible.
Aquí es preciso, por tanto, situar la similitud entre Lacan, Michel de Certeau y Jacques Derrida respecto al duelo. Para este último hay un desplazamiento en torno a la imposibilidad del duelo, del sentido y del encuentro con el otro. Desplazamiento que va de las heterologías hacia las heterografías, en donde en efecto, la muerte nos habita dentro, pero como duelo anticipado, o más propiamente dicho como un duelo imposible, en tanto que no se trata de interiorizar al otro asimilándolo en la mismisidad, sino manteniéndolo en la memoria y en la espera en toda su dimensión de alteridad.[25] Para Derrida, por tanto, esta dimensión de la muerte indica que el duelo es lo imposible. “¿Qué es un arribante? Y ¿qué quiere decir ‘esperarse’, ‘esperarse uno mismo’, ‘esperase el uno (la una) al otro (a la otra) –(en) la muerte’?”[26]
En una relación, ambos presuponen que uno de los dos sobrevivirá al otro, por tanto, en vida, la muerte está anticipada. O como De Certeau afirma: la vida es un constante andar despidiéndose. No hay duelo posible. No se puede asimilar a otro ni interiorizarlo. Hay que mantenerlo, en ese duelo imposible en su alteridad, como un radicalmente otro. Singular recordar aquí la interpretación de Allouch, más arriba, de la frase de Hamlet: “Y bien, sí, ahí está, y lo abandono en ese sitio que, ahora lo reconozco, es verdaderamente el suyo”. [27]
En consecuencia, llamar a la ontología de la historia de Michel de Certeau erótica del duelo en tiempo de la muerte seca cobra su relevancia y se esclarece desde estos presupuestos. De Certeau puede pensar el hecho de que la historia sea la búsqueda interminable por la otredad que nos funda (deseo) y un acto de duelo imposible, que honra y elimina, a partir de comprender cómo, de algún modo, Lacan está presente en la enunciación. Es decir, aunque Allouch no había escrito esta crítica al trabajo de duelo, basta con suponer que De Certeau había leído y tenido clara la cuestión de la no sustitución de objeto en Lacan. Que De Certeau afirme a la historia como el deseo del ausente radical, implica que asume de antemano la imposibilidad de recuperar o sustituir la pérdida. Para él, la historia trata con una pérdida irrecuperable, en donde el pasado es el Otro que se ha ido para siempre.
Así, la escritura de la historia no puede pensarse ontológicamente como la sustitución del objeto pasado perdido, de tal modo que el libro de historia viniese a funcionar como sustitución de un pasado perdido y recuperado por la actividad del historiador. Dicho de otra forma, el libro de historia no sustituye la pérdida del pasado ni la identidad perdida. Es sólo una diferencia, un tiempo de ausencias. A cada paso, la historia retorna solamente disfrazada, vuelve como diferencia. Más bien, el libro de historia testimonia la ausencia y la imposibilidad de recuperar el pasado. Visto lacanianamente, no sustituye un pasado perdido que devuelva la identidad. El pasado es pérdida, y pérdida irrecuperable, lo cual no nos exime a los historiadores de desear recuperarlo. El deseo, esa angustia ante la vida, es el motor del oficio de la historia. Pero una cosa es creer que mediante representaciones del pasado recuperamos, sustituimos el pasado, y otra es asumir que las representaciones del pasado sólo son una diferencia, en donde precisamente no hay pasado recuperable, sino sólo simulacros de sociedad posible.
Por último, la ontología de Michel de Certeau tiene que ver con la explicitación de que la historia es también una práctica productora y conquistadora del otro.[28] Al moverse, explica Mendiola, en la frontera entre el deseo y la ciencia, pretende decir lo que el otro es, aunque éste ni siquiera lo imagine o lo anticipe. La escritura de la historia toma la alteridad como una hoja en blanco sobre la cual escribe su historia, y como bien señala De Certeau, a propósito de la imagen de Jan Van der Straet: “El conquistador va a escribir el cuerpo de la otra y trazar en él su propia historia. Va a hacer de ella el cuerpo historiado –el blasón– de sus trabajos y de sus fantasmas.”[29] Aquí se junta, tanto el deseo que tiene el saber científico por el Otro como el deseo del otro, quizás, en el sentido lacaniano de que lo que se desea a fin de cuentas es el deseo del otro. Sin embargo, con lo que se ha visto, esa alteridad es inaccesible de manera inmediata. Se requiere de un trabajo específico que lo devuelva a lo Mismo, que lo haga inteligible. Trabajo imposible sin duda. La historia como erótica del duelo imposible pretende decir al Otro, atraparlo, aprehenderlo, y sólo puede devolverlo como una diferencia, como lo que sólo se inventa a partir de la mirada de la ciencia. Ella observa en un intento de asimilación que borra la alteridad y la tapiza de restos de lo Mismo (técnicas científicas, teorías y modelos interpretativos).
Para este último, la muerte como límite del pensamiento no tiene que ver con algo que llegará como desde afuera, y tampoco como algo que habita dentro en tanto una pulsión de muerte. Para Derrida, la cuestión de la muerte tiene que ver no con mi muerte sino con la muerte del otro.[30] Me parece que De Certeau tiene una posición similar a la de Derrida, quien afirma que la muerte del otro no anuncia una ausencia, una desaparición sino el final del mundo en su totalidad, el final de todo mundo posible, “y cada vez el final del mundo como totalidad única, por lo tanto irremplazable y por lo tanto infinita.”[31] Y si bien a menudo, como señala Derrida, la muerte se piensa como un límite, como una frontera, la imposibilidad de hacer la historia de esa frontera, de esa llegada es una aporía. Hay que partir de Heidegger ciertamente, de su analítica del Dasein, pero desplazándolo o, más bien, llevándolo a su límite: “¿Me está permitido hablar de mi muerte?” Un discurso sobre la muerte, afirma Derrida, comporta, entre muchas cosas, una retórica de las fronteras: los límites de la verdad. Infinitamente finitos, la aporía de la muerte, donde más que mi muerte, es la muerte del otro.[32]

[1] Philip K. Dick, El hombre en el castillo, Ediciones Minotauro, Madrid, 2002.
[2] François Dosse, “De Certeau: un historiador de la alteridad” en Perla Chinchilla (coordinadora), Michel de Certeau, un pensador de la diferencia, Universidad Iberoamericana, México, 2009, pp. 14 y 15.
[3] Ibid., pp. 17 y 18.
[4] Michel de Certeau, La escritura de la historia, Universidad Iberoamericana, México, 1993, p. 117.
[5] Ibidem.
[6] Alfonso Mendiola, “Hacia una antropología histórica de la creencia”, en Perla Chinchilla (coordinadora) Michel de Certeau… op. cit., p. 43.
[7] Ibidem.
[8] Martin Heidegger, Ser y Tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2002 (nueva traducción de Jorge Eduardo Rivera), 497 pp. Aquí, Rivera sostiene que la palabra Dasein había sido traducida por Gaos como “Ser-ahí”, apelando más al sentido de existencia. Si bien significa literalmente existencia, Rivera, quien prefiere dejarla sin traducir, afirma que Dasein indica existencia exclusiva del ser humano, que directamente el sentido del abrirse del ser humano, indirectamente implica una irrupción del ser humano, abierto y en el mundo. Por eso Dasein implica también la idea de un estar siendo en el mundo (p. 30; 454, subrayado mío).
[9] François Dosse, Michel de Certeau. El caminante herido, Universidad Iberoamericana, México, 2003, 635 pp.
[10] Alfonso Mendiola, “Hacia una antropología histórica de la creencia”, op. cit., p. 49.
[11] Françoise Dosse, “De Certeau: un historiador de la alteridad”, op. cit., p. 23.
[12] Ibid., p. 24.
[13] Juan Alberto Litmanovich, Cuando el archivo se hace acto. Ensayo de frontera entre dos, psicoanálisis e historia: Michel de Certeau y Jacques Lacan, Ediciones de la Noche, México, 2000, p. 13.
[14] Jean Allouch, Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca, École Lacanienne de Psychanalyse/epeele, México, 2001, 445 pp.
[15] Ibid., pp. 11-15. En esta introducción se plantea en líneas generales el problema, tal y como lo expongo aquí.
[16] Ibid., p. 9.
[17] Ibid., p. 10.
[18] Ibid., pp. 141 y 42.
[19] Ibid., p. 164.
[20] Ibid., p. 204 y ss.
[21] Ibid., p. 208.
[22] Ibid., p. 209.
[23] Ibid., p. 213.
[24] Ibid., p. 214.
[25] Las cuestión abiertas para pensar la alteridad a partir de la no asimilación de lo Otro a lo Mismo han sido un punto central en las reflexiones de Gilles Deleuze (Diferencia y repetición, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2006, 460 pp.); Michel Foucault (Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México, 1999, principalmente planteado en el prefacio); Emmanuel Lévinas (La huella del otro, Taurus, México, 2000, 117 pp.); Una reflexión constante en los trabajos de Jacques Derrida (Adiós a Emmanuel Lévinas. Palabra de acogida, Editorial Trotta, Madrid, 1998, 154 pp.; Políticas de la amistad. Seguido de El oído de Heidegger, Editorial Trotta, Madrid, 1998, 413 pp. y La hospitalidad, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2000, 155 pp., entre otros); Mónica Cragnolini ha elaborado esta idea a propósito de lo que ella llama una “melancología” de la alteridad (Derrida, un pensador del resto, Ediciones La Cebra, Buenos Aires, 2007, pp. 97-112 ).
[26] Jacques Derrida, Aporías. Morir –esperarse (en) <<los límites de la verdad>>, Ediciones Paidós, Barcelona, 1998, p. 77.
[27] Jean Allouch, op.cit., p. 10.
[28] Alfonso Mendiola, “La inversión de lo pensable. Michel de Certeau y su historia religiosa del siglo XVII”, Historia y Grafía, núm. 7, Universidad Iberoamericana, México, 1996, p. 38.
[29] Michel de Certeau, La escritura de la historia, op.cit., p. 11.
[30] Jacques Derrida, Cada vez única, el fin del mundo, Pre-Textos, Valencia, 2005, pp. 11-13; “Se ruega insertar”, Aporías, op.cit., hoja suelta.
[31] Jacques Derrida, Cada vez única… op.cit., p.11.
[32] Jacques Derrida, “Se ruega insertar”, Aporías… op.cit., hoja suelta, y p. 17.