En la isla de Utopía hombres y mujeres trabajaban seis horas diarias en la agricultura y los oficios artesanales, con la garantía de que todos compartirían el producto porque no existía la propiedad privada. Si la situación lo permitía, la jornada laboral incluso podría reducirse, dedicándose más tiempo a la educación y el recreo.(1) El dictum de Tomás Moro, según el cual el trabajo era el eje sobre el que gira la sociedad, donde existía además la posibilidad de regularlo, recorrió casi quinientos años de historia, hasta que la era de la globalización lo sepultó.
La regulación del trabajo ha sido la idea-fuerza del movimiento obrero, el síntoma palpable del progreso social. Pero, cuando pudo, el capital removió todo tipo de trabas para dominar plenamente el mundo mercantil. Desde la Revolución francesa hasta la sociedad posindustrial, el péndulo de la disputa laboral se movió en torno a esto. Como toda relación de fuerza es dinámica y quien concentra mayor poder es quien puede inclinar las cosas hacia su lado, hoy, desafortunadamente, el polo del trabajo es débil como nunca, situación tal vez equiparable a la de la primera Revolución industrial, y la posibilidad de imponer reglas no
parece visible. Ahora, también, apremia diseñar nuevos instrumentos y estrategias para equilibrar un poco más el balance de las fuerzas y distribuir el poder social de mejor manera.
IndustrIa y trabajo
Los modernos, tomando en consideración los componentes de honor y orgullo reunidos por la artesanía gremial, asociaron al trabajo tanto con la virtud, como con la utilidad. Para ellos ya no era solamente el elemento clave de la reproducción social, sino un reducto de los mejores sentimientos humanos, de la inclinación moral hacia el bien obrar.(2) Clarens, la comunidad ética construida por Rousseau, constituyó un ejemplo a escala de lo que debería ser toda la sociedad: reinaba la armonía entre las personas y las clases, las pasiones tomaban un curso virtuoso y sosegado, no existía abundancia pero tampoco faltaba nada, el tiempo libre se dedicaba al cultivo del espíritu, y cada quien sabía qué le correspondía, pues los acuerdos económicos, guiados por un benévolo paternalismo, eran justos y transparentes:
Con todos estos obreros se hacen siempre dos precios. Uno es el de rigor y derecho, el precio corriente del país al que uno está obligado por contratarles; el otro, un poco más fuerte, es un precio de buena voluntad, que se les paga según se esté contento con ellos; y casi siempre sucede que el trabajo que realizan para conseguirlo vale más que el salario que se les da, ya que monsieur de Wolmar es íntegro y severo, y no deja que degeneren en costumbre y abuso las instituciones de favor y de gracia.(3)
De haber existido Clarens, su armonía interna ocasionalmente habría sido rota por la escasez o crisis de subsistencias, el gran flagelo de la sociedad preindustrial. Entonces, el orden paternalista desnudaba sus fisuras, y propietarios y clases populares se enfrascaban en la batalla diaria por el pan. Cualquiera que fuera el resultado, la única certeza era que el conflicto reaparecería, pues el libre mercado promovido por
los patrones y la economía moral de la multitud (esa plástica categoría histórica que debemos a Thompson) nunca consiguieron avenirse.(4) Bien sabemos de la victoria del primero, aunque en momentos de crisis profunda (v.g. el año II de la Revolución francesa), la economía moral tomaba revancha.
La Revolución industrial resolvió el problema de la escasez, pero generó el del desempleo. En adelante, la lucha por la subsistencia ya no sería únicamente en contra de los patrones, sino también entre los propios trabajadores. El cambio tecnológico permitió un desarrollo sin precedentes de las potencialidades económicas de la sociedad,(5) pero en el corto plazo hizo descender el nivel de vida de los obreros. Incluso los historiadores económicos, más atentos a las cifras que a las personas, admiten que su efecto positivo (más productos a menor costo) no lo experimentó de manera inmediata la población: tuvieron que pasar más de cincuenta años para que esto sucediera.(6)
Los primeros damnificados por la nueva organización de la producción fueron los artesanos porque a la amenaza del paro se sumaron la perdida de la autonomía, la degradación de los oficios y la caída del ingreso. Este retroceso social tuvo consecuencias importantes: al menguar la autonomía, el proceso productivo escapó de sus manos, aumentando su dependencia del capital; con la descalificación de los oficios, desapareció el tesoro acumulado durante siglos y, en adelante, cualquier trabajador medianamente capacitado podría ocupar su lugar.(7) Esto, aunado a la incorporación de mujeres, niños e inmigrantes al trabajo fabril, y al aumento de la capacidad productiva, deprimió los salarios. Salvo para espíritus fuertes, la pérdida del status normalmente provoca la baja de la autoestima. Si valen las comparaciones históricas, los artesanos de principios del siglo XIX posiblemente experimentaron una desolación semejante a la de los trabajadores calificados de nuestro siglo vendiendo baratijas en la vía pública.
Los artesanos adoptaron el asociacionismo para contender con los cambios en la esfera productiva, pero el régimen revolucionario francés y la monarquía británica lo prohibieron durante decenios: en Francia, con el argumento de que ésta suponía revivir las extintas corporaciones; para Inglaterra las razones estaban de más. Desde la clandestinidad forzada por las circunstancias, la primera gran revuelta contra la sociedad industrial fue la de los ludditas (1811-1817), más conocida por la destrucción de los telares mecánicos que por la tentativa de realizar una revolución social:
En distintos momentos sus demandas incorporaron un salario mínimo legal; el control de la “explotación” de las mujeres y los jóvenes; el arbitraje; el compromiso, por parte de los patronos, de encontrar trabajo para aquellos trabajadores cualificados que hubiesen perdido su puesto de trabajo debido a la maquinaria; prohibición de la producción de ínfima calidad; el derecho a la organización legal de trade unions.(8)
El paisaje agrario no pintaba mejor. La introducción de trilladoras mecánicas en los campos ingleses desató gran presión sobre los asalariados rurales, quienes quemaron graneros y máquinas para disuadir a dueños y arrendatarios de despedirlos o reducir sus ingresos. Furtivamente, el anónimo, temible y noctámbulo capitán Swing ajustaba las cuentas.(9)
Con la Revolución industrial emergieron también nuevos conceptos para tratar de aprehender esas inmensas transformaciones en el trabajo y la vida de las personas, esa aceleración del tiempo histórico representada por la época moderna.(10) Industria y clase, entre otros, se incorporaron al repertorio de los hombres de letras afanados en captar las claves del cambio. La industria, antes referida a un atributo humano específico, a una capacidad o inclinación, resemantizó su significado para incorporar ahora las actividades e instituciones manufactureras y productivas, de tal manera que la destreza del artesano, fundamento de su orgullo, se transfería a la máquina. De actividad virtuosa, el trabajo se transformó en fuente de explotación, y el honor fue sometido por la alienación: los productores ya ni siquiera eran dueños de su consciencia. Alrededor de 1815 surgiría el concepto de clases trabajadoras.(11)
La legitimidad ideológica de la burguesía en ascenso residía en haberse hecho a sí misma a través del trabajo y el ahorro. De hecho, en su autocomprensión, se miraba opuesta a la nobleza, la clase parasitaria del antiguo régimen que no había ganado nada con el esfuerzo diario, pues todo lo poseía desde la cuna. Después extendería el argumento para explicar por qué los pobres no progresaban: no trabajaban o aho-rraban insuficientemente, dilapidando en la taberna la semilla de la prosperidad futura. Las clases trabajadoras, también llamadas clases peligrosas, fueron objeto de políticas específicas para prevenir una propensión al crimen que entonces se consideraba biológicamente determinada por el medio.(12)
En los Estados Unidos, las normas civiles funcionaron para asegurar el control de los trabajadores otorgando a los patrones un poder discrecional sobre sus empleados. Las leyes contra la vagancia posteriores a 1860 virtualmente criminalizaron el desempleo, la prisión por deudas fue una espada amenazante sobre los pobres urbanos desde que comenzó el siglo (situación que no mejoró gran cosa en las décadas siguientes al privatizarse la asistencia a los pobres), además de que cualquier intento por obligar al patrón a ceñirse a las disposiciones de los trabajadores sindicados era sancionado por los tribunales como extorsión, pues para éstos “los principios básicos de la república requerían la defensa de la iniciativa individual en la vida económica, contra cualquier interferencia, tanto gubernamental como social”.(13)
Junto con la dominación del capital sobre el conjunto de las relaciones humanas, la sociedad industrial trajo la tiranía del reloj. Y no sólo eso, vinculó el tiempo con el trabajo por medio de un concepto cada vez más extendido en la doxa económica y en el habla común: la productividad. Hipostasiada en la sociedad posindustrial, la productividad es ahora la calificación misma de su eficiencia, la condición de posibilidad del progreso. El tiempo del campesino, regido por las estaciones del año, el amanecer y la puesta del sol, y por los compromisos con la Iglesia y la comunidad; el tiempo del artesano, que unía el trabajo con la vida, y donde la labor podía interrumpirse constantemente, serían sustituidos por el horario, los turnos y el reloj checador.
La mecanización de los procesos productivos, las cadenas fabriles, y el lúgubre sonido de las sirenas, acabó por consumar la escisión entre el trabajo (productivo) y el ocio (improductivo). Esto hizo girar a la ecuación social hasta invertirse, dado que las clases ociosas reclamaban ya a las productivas el desperdicio del tiempo, el ocio, la diversión y el abandono del trabajo:
Esta forma de medir el tiempo encarna una relación simple. Los que son contratados experimentan una diferencia entre el tiempo de sus patronos y su “propio” tiempo. Y el patrón debe utilizar el tiempo de su mano de obra y ver que no se malgaste: no es el quehacer el que domina sino el valor del tiempo al ser reducido a dinero. El tiempo se convierte en moneda: no pasa, sino que se gasta.(14)
La lucha en torno del tiempo fue una reivindicación fundamental del movimiento obrero de finales del siglo XIX, cuando los trabajadores se dieron cuenta de la indisociable relación entre el tiempo de trabajo y la explotación del capital. La conmemoración del Día del Trabajo nos lo recuerda puntualmente.
Cuando aumentó la productividad con la introducción de máquinas, técnicas nuevas y la disciplina laboral, los procesos productivos reconfiguraron su organización cobrando mayor relevancia la cuestión de la distribución de los beneficios. El cooperativismo owenita, el sistema serial de Fourier, el industrialismo sansimoniano y la “utopía científica” de William Morris intentaron recuperar el control social sobre el proceso productivo que se volvía en contra del trabajador. Owen, oponiendo la solidaridad a la competencia, y la propiedad colectiva a la individual; Saint-Simon, vislumbrando la formación de un parlamento continental donde estuvieran representadas ampliamente las clases productivas; Fourier, reconciliando el placer con el trabajo, colocando a la asociación al mando de la actividad económica, preservando la naturaleza:
Para Fourier el trabajo bien ordenado habría tenido como consecuencia que cuatro lunas iluminasen la noche terrestre, que el hielo se retirase de los polos, que el agua del mar no fuese más salada y que los animales feroces se pusiesen a servicio de los hombres. Todo ello pone de manifiesto un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en condiciones de aliviarla de las criaturas que duermen latentes en su seno. (15)
En la última gran utopía social del siglo XIX, Morris procuró liberar al trabajo artesanal de los imperativos mercantiles y reorientarlo hacia el uso. Tomó el modelo de la sociedad medieval, donde estaba ausente la distinción entre el artista y el artesano. Fueron el Renacimiento, potenciando el individualismo en las artes, y el capitalismo, con la producción en masa para el mercado, quienes acabaron por provocar esta ruptura. Por si fuera poco, el último volvió intolerable el trabajo y, al proletario, un medio para la acumulación de riqueza, transformando al campo en almacén de desperdicios industriales y reserva ilimitada de mano de obra barata. En consecuencia, la sociedad del porvenir debería garantizar a todos el trabajo, el tiempo libre, la creatividad, la calidad de vida y el placer en la actividad diaria. El trabajador no sería ya un apéndice prescindible de las máquinas, sino éstas lo emanciparían de las faenas más arduas.(16)
Sindicalismo
Bobbio documentó la tensión entre liberalismo y democracia (uno no es consecuencia del otro y por tanto no se implican inevitablemente), pues el Estado liberal “históricamente se realiza en sociedades en las cuales la participación en el gobierno está muy restringida, limitada a las clases pudientes”. Asimismo, “un gobierno democrático no genera forzosamente un Estado liberal” y, de hecho, “el Estado liberal clásico hoy está en crisis por el avance progresivo de la democratización, producto de la ampliación gradual del sufragio hasta llegar al sufragio universal”.(17) Los trabajadores, y las clases populares en general, tuvieron que dar grandes y sangrientas batallas, en las que las más de las veces pusieron las víctimas para lograr la representación política, el sufragio, el derecho de asociación, salario y condiciones de trabajo dignos. No fue por, sino con frecuencia en contra del liberalismo como pudieron alcanzarlo pues, al menos históricamente, cuando entran en juego no sólo abstracciones sino actores concretos con intereses particulares, no fue tan natural e inmediata la conexión entre liberalismo y democracia:
Los valores universales de la burguesía revolucionaria —libertad, justicia, igualdad, etcétera— promovieron a la vez su propia causa y pusieron —a aquella burguesía— en un grave aprieto cuando las demás clases subordinadas empezaron a tomarse en serio estos imperativos.(18)
La Revolución francesa había otorgado derechos políticos exclusivamente a las clases propietarias o “ciudadanos activos”, en tanto que la “Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano”, del 26 de agosto de 1789, dejaba intacta la esclavitud en las colonias. No parece accidental, aunque sí arbitrario, que la restricción de los derechos políticos de las clases trabajadoras corriera al parejo de la anulación de los derechos de asociación, reunión, coalición y huelga, de acuerdo con la Ley Chepalier del 14 de junio de 1791. Todavía hacia 1830, se consideraba al proletario un individuo carente tanto de propiedad como de derechos políticos, y al sufragio censitario una reminiscencia aristocrática que había de abolirse.(19) La huelga fue reconocida por el Estado francés en 1864; veinte años después, el derecho a la sindicación.
La Sociedad de Correspondencia de Londres planteó desde su fundación en 1792 la reforma parlamentaria que permitiera votar a los trabajadores manuales, en tanto que la extensión del sufragio fue demanda capital de la “Carta del Pueblo” de 1838 (sus seis puntos tenían que ver con las elecciones),(20) cuya fuerza “residió en su identificación del poder como fuente de la opresión social y en su capacidad de concentrar en un objetivo común el descontento de las clases obreras sin representación”.(21) No fue a través de la incorporación a la vida pública como se intentó contener a los trabajadores en los Estados Unidos, sino por medio de una policía uniformada que comenzó a operar en Nueva York en 1844, modelo adoptado posteriormente por otras ciudades.(22)
Con las revoluciones románticas de 1848 el discurso asociativo cundió en Europa. Mientras El Manifiesto comunista llamaba a la emancipación de la clase trabajadora, la minoría socialista en el gobierno de la segunda república francesa pugnaba por incorporar el derecho al trabajo dentro del sistema de garantías, montar talleres públicos, implantar el sufragio universal, extendiéndolo también al sexo femenino.(23)
A partir de 1868 inició la constitución de federaciones sindicales. Gran Bretaña, España, Alemania y Hungría tomaron la delantera. En relación simbiótica con éstas, comenzaron a formarse partidos socialistas, que tardaron en incorporarse al sistema político. En cualquier caso, las luchas laborales y las batallas por el sufragio quedaron imbricadas:
En 1890 la democracia electoral todavía era rarísima en Europa, y la reivindicación del sufragio universal no tardó en añadirse a la reivindicación de la jornada de ocho horas y las demás consignas del Primero de Mayo. Curiosamente, la reivindicación del voto, aunque pasó a ser parte integrante del Primero de Mayo en Austria, Bélgica, Escandinavia, Italia y otros países hasta que se consiguió, nunca formó parte ex oficio de su contenido político internacional como la jornada de ocho horas y, más adelante, la paz.(24)
Antes de comenzar la guerra, en Finlandia, Suecia, Alemania y Territorios checos, los respectivos partidos socialdemócratas lograron votaciones superiores al 30%. El Partido Socialdemócrata Alemán (spd), cuya membresía superaba considerablemente a la de los demás, contaba con poco más de un millón de afiliados. En los Estados Unidos, la vigorosa industrialización posterior a la Guerra Civil atrajo a una nueva ola de inmigrantes, entre ellos a intelectuales y profesionales alemanes, quienes fundaron el Socialist Labor Party en 1877, de donde saldría el Socialist Party of America (1901), encabezado por el líder sindical Eugene V. Debs.(25) Para 1905 constituirían la Internacional Workers of the World.
Durante el siglo XIX predominó en América latina el asociacionismo de carácter mutualista. Tanto la débil industrialización como el régimen gremial, que perduro hasta la época de la independencia, contribuyeron para que las cosas fueran así. La Sociedad de los Artesanos de la Paz (1852), la Sociedad Tipográfica de Santiago (1853) y la Sociedad Particular de Socorros Mutuos (1853), de la ciudad de México, figuraron entre las primeras asociaciones mutualistas. En 1872, también en México, se fundó la primera organización nacional de trabajadores conocida como El Gran Círculo de Obreros de México.(26)
Hacia el fin de siglo, despuntó el sindicalismo latinoamericano en la minería, agroindustria, puertos, ferrocarriles y sector público. Mientras en el México prerrevolucionario surgieron poderosos sindicatos de industria en las ramas económicas de punta: la Unión Mexicana de Mecánicos, en 1900; la Alianza de Ferrocarrileros Mexicanos, en 1907; la Sociedad Mutualistas de Despachadores y Telegrafistas, en 1909; la Unión de Conductores, Maquinistas, Garroteros y Fogoneros, en 1910. Dos décadas después, aparecieron las centrales obreras: la Confederación General del Trabajo (cgt), en 1930 en Argentina; la Confederación de Trabajadores de México (ctm), en 1936; la Confederación de Trabajadores de Chile (CTCH), en 1938.
Centrales Sindicales
País
Gran Bretaña
España
Alemania
Hungría
Austria
Territorios checos
Bélgica
Dinamarca
Suecia
Noruega
Bulgaria
Países bajos
Italia
Argentina
México
Chile
|
Año
1868
1888
1891
1891
1893
1897
1898
1898
1898
1899
1904
1906
1906
1930
1936
1938 |
Organización
Congreso de Sindicatos
Unión General de Trabajadores de España
Comisión General de Sindicatos Libres
Consejo Sindical
Consejo Sindical
Consejo Sindical
Federación General de Trabajadores Belgas
Confederación Sindical
Confederación Sindical
Confederación Sindical
Unión General de Trabajadores
Federación de Sindicatos
Confederación General de Trabajadores de Italia
Confederación General del Trabajo
Confederación de Trabajadores de México
Confederación de Trabajadores de Chile |
Fuentes: Eley, Un mundo que ganar, p. 75; Zapata, Autonomía y subordinación en el sindicalismo latinoamericano, p. 40.
También en Latinoamérica el derecho de asociación y la extensión del sufragio estuvieron interrelacionados. Dada la precariedad económica en que vivían los trabajadores, además del modelo autoritario de no pocos regímenes de la región, las reivindicaciones sociales y políticas articularon frecuentemente las luchas del movimiento obrero organizado. Sin embargo, a diferencia de su par europeo, su acción no devino en la formación de partidos socialdemócratas en el subcontinente, incorporándose como representante de los trabajadores en el sistema de relaciones industriales, y dentro del sistema político como interlocutor del Estado, particularmente en los distintos populismos.(27) Esta posición de relativa fuerza ganada mediante un pacto corporativo, permitió a sus agremiados acceder a los beneficios del Estado de bienestar, privilegio nada menor en sociedades tan inequitativas y desiguales como las nuestras.
Si el sindicalismo fue en los últimos ciento cincuenta años la estructura organizativa que permitió a los trabajadores recuperar parte del control del proceso de producción, cedido al capital con la Revolución industrial, proteger y mejorar sus condiciones de vida mediante la contratación colectiva, y negociar cuestiones estratégicas con los patrones y el Estado, la huelga constituyó el instrumento de presión fundamental. En ambos planos (organización y acción colectiva), los obreros situados en posiciones estratégicas dentro del sistema de relaciones industriales, esto es, quienes ocupaban los eslabones de la cadena de los cuales dependían muchos otros, dentro y fuera de la empresa, eran los que marcaban las pautas de la lucha y la negociación.(28)
Las imágenes del trabajo asociadas con el surgimiento del movimiento obrero moderno ya no eran la de la apacible Clarens, dentro de la cual toda la comunidad trabajaba por el bien común, sino las del agitado Montsou, llenas de odio y discordia por la explotación acentuada del trabajador degradado a proletario. Ahora, el instinto de supervivencia suplantaba a la virtud y luchar parecía tan difícil como indispensable para “los hombres [que] empujaban, un ejército negro, vengador, que germinaba lentamente en los surcos, creciendo para las cosechas del siglo futuro…”(29) A partir de 1890, la fiesta del trabajo se instauró honrando a los caídos en la guerra de clases:
De hecho, es una fiesta más universal que cualquier otra excepto el 25 de diciembre y el 1 de enero, y ha dejado muy atrás a sus rivales religiosas. Pero surgió de la base. Le dieron forma los propios obreros anónimos que, por medio de ella, se reconocieron a sí mismos como una sola clase, a pesar de las barreras del oficio, de la lengua, incluso de la nacionalidad, cuando decidieron que una vez al año se abstendrían deliberadamente de trabajar: harían caso omiso de la obligación moral, política y económica de trabajar.(30)
¿El fin de una era?
Aunque dentro del capitalismo el desempleo es una condición estructural, nos adentramos en una nueva forma civilizatoria caracterizada por arrojar del mercado laboral a innumerables brazos para engrosar las filas de los “excluidos”. Los incluidos ayer, excluidos hoy, con la maldición de Adán, ganaron obedientemente el pan con el sudor de su frente y, aun refrendándola, no tienen hoy la oportunidad siquiera de cumplir la voluntad divina:
¿Cuándo tomaremos conciencia de que no hay una, ni muchas crisis, sino una mutación; no la de una sociedad, sino la mutación brutal de toda una civilización? Vivimos una nueva era, pero no logramos visualizarla. No reconocemos, ni siquiera advertimos que la era anterior terminó.
Globalización, posmodernidad, sociedad del conocimiento, sociedad posindustrial y sociedad de las altas tecnologías, son algunos de los nombres dados a este quiebre epocal, a esta suerte de poshistoria te matizada por Francis Fukuyama en 1989:
Estos últimos años se han caracterizado por un milenarismo invertido en que las premoniciones del futuro, ya sean catastróficas o redentoras, han sido sustituidas por la convicción del final de esto o aquello (el fin de la ideología, del arte, o de las clases sociales; la crisis del leninismo, la socialdemocracia o del Estado de bienestar, etcétera): tomados en conjunto, todos estos fenómenos pueden considerarse constitutivos de lo que cada vez con mayor frecuencia se llama posmodernismo. (31)
Con la globalización, la concentración de capital, en los conglomerados de empresas y países, creció aún más y “el mundo en desarrollo” está más depauperado que antaño y, por tanto, sus posibilidades de salir del viejo horizonte histórico de la necesidad (en sentido hegeliano) son cada vez más remotas. Incluidas las economías avanzadas, algunas de las cuales sufrieron un proceso de desindustrialización, han crecido las disparidades sociales con el desmantelamiento del Estado de bienestar en los lugares donde existía; la crisis ecológica se agravó y el consumo de bienes de un segmento de la población cada vez menor procrea la pobreza de una masa creciente: el Tercer Mundo se instaló en el Primero.(32)
Los inmigrantes carecen de la ciudadanía, igualándose con sus antepasados trabajadores decimonónicos. La mayoría de los pobres, que desde la Revolución industrial estuvieron concentrados en el campo, para 1990 poblaban ya las ciudades, los nuevos cordones de miseria por todos lados extendidos. Dentro de estas áreas urbanas hiperdegradadas, la clase trabajadora informal, como la llama Mike Davis, alcanza la escalofriante cifra de mil millones de personas, convirtiéndose en la clase social que más rápidamente crece en el planeta. (33)
Liberado de cualquier atadura, el capital ha colonizado todos los reductos sociales:
La norma ahora es el dinero; pero como el dinero no tiene ab solutamente ningún principio ni identidad propia, ni es ningún tipo de norma en absoluto. Es absolutamente promiscuo, y se irá alegremente con el mejor postor. Se adapta infinitamente bien a la más singular o extremada de las situaciones y, al igual que la reina, no tiene opiniones propias sobre nada. (34)
La nueva palabra clave, para utilizar la expresión de Reymond Williams, es desregulación. Desregulación prácticamente de todo (financiera, del mercado, del trabajo, etcétera), en el entendido que se trata de un instrumento promotor de la eficiencia, la optimización de los recursos y, naturalmente, del bien común: a menos Estado mayor libertad, reduciéndose su intervención únicamente a dar certeza jurídica a la propiedad.
Cuando pudieron, los patrones impulsaron la desregulación del mundo del trabajo (reduciendo el periodo de aprendizaje de los oficios, abriendo las estructuras gremiales, rechazando el asociacionismo) siempre y cuando no se tratara de hacer efectivo el derecho a huelga, al que se opusieron durante la expansión del capitalismo liberal, pidiendo cuando menos su regulación: léase más Estado y menos libertad… de los trabajadores.
¿Pero qué es regular? Del latín regulare la palabra tiene fundamentalmente dos significados: poner en orden y ajustar a una regla. En ambos, está la idea de control y de norma y, si asumimos que no estamos en la libertad salvaje, supone el sometimiento a un poder (el Estado en el sentido contractualista, garante del pacto social).
Dada la experiencia de las primeras fases de la industrialización (jornadas laborales inhumanas, bajos salarios, trabajo infantil, enfermedades profesionales), documentadas justamente por los inspectores enviados por el Estado, los trabajadores demandaron la regulación de las relaciones laborales (tabulación salarial, fijación de la jornada, descanso, jubilación) y, en coyunturas excepcionales, buscaron además la autogestión de las empresas a través de consejos obreros. Cuando pudo, el polo del trabajo tradujo el aumento de la productividad en nuevas regulaciones que, al coincidir con ciclos de prosperidad económica,
redundaron en mejores retribuciones, la disminución de la jornada laboral, o en ambas cosas:
Las importantes ganancias en productividad de la primera etapa de la Revolución industrial, en el siglo XIX, tuvieron sus efectos en importantes reducciones en las horas de trabajo, que pasaron de las 80 a las 60 semanales. De igual modo, en el siglo xx, a medida que las economías industriales efectuaban la transición de las desde las tecnologías basadas en el vapor hacia las basadas en el petróleo y la electricidad, los regulares incrementos en productividad llevaron a un posterior recorte de las horas trabajadas por semana, que pasaron de las 60 a las 40. (35)
Este aumento del potencial productivo y las posibilidades futuras que se le veían en una década todavía gobernada por la esperanza, condujo a Herbert Marcuse a declarar el “final de la utopía”, en la medida que las ilusiones de progreso y bienestar de los modernos resultaban plenamente realizables en la actualidad. La tecnología, como en su momento pensara Saint-Simon, posibilitaría el reino de la libertad.
Retrocediendo en la línea del tiempo, el trabajo alienado y embrutecedor observado por Marx, cedería el asiento de la historia al trabajo apasionado y festivo imaginado por Fourier.
Sin embargo, salvo victorias locales en la Europa unificada, como la jornada laboral de 35 horas implantada por el socialismo francés, por cierto cada vez más asediada por las presiones para reducir los costos de producción, el tiempo de trabajo se ha incrementado a partir de la década de 1980 con la utilización masiva de las Nuevas Tecnologías (nt) asociadas con la informática. Hace unos años, en los Estados Unidos, aproximadamente el 25% de los trabajadores de tiempo completo laboraban semanalmente 49 horas o más, como ocurría en la década de 1920. Las mujeres alrededor de 80 horas, si consideramos tanto el empleo asalariado como el trabajo en el hogar. (36)
Países emergentes como China, recurren a las extensísimas jornadas laborales que caracterizaron los inicios de la industrialización, además a formas de trabajo forzado que parecían históricamente superadas. Familias enteras de indígenas del sur mexicano se enganchan tempo ralmente en los tecnificados campos agrícolas de las entidades norteñas a cambio de remuneraciones bajísimas, pagadas a destajo, y exentas de cualquier tipo de protección legal. Esto por no mencionar las violaciones cotidianas a la legislación nacional realizadas en empresas como la multinacional Wal-Mart, al ocupar a menores sin prestación laboral alguna. En el límite de la precariedad, para ellos la “moderna esclavitud” del proletario, representada por el salario, parece una edad de oro irrecuperable.
Dentro del mundo del trabajo, la desregulación redujo el control que conservaban los trabajadores sobre el proceso productivo, socavando los derechos adquiridos (v.g. el régimen de pensiones), y acrecentó el trabajo precario a expensas de los puestos fijos, dejando un área cada vez mayor al margen de los beneficios sociales y de los esquemas de seguridad social. La flexibilización laboral completó el triángulo, al potenciar el efecto acumulado de los otros cambios (menos control=a menos derechos). Pero no sólo eso, también permitió la contratación por horas, en detrimento de la regulación por jornada que venía del siglo XIX, e introdujo otra jerarquía dentro del orden laboral con los contratos de “primer empleo” o temporales, una especie de reencarnación posmoderna del aprendizaje gremial.
Otro aspecto de esta nueva jerarquización del trabajo reside en la diversificación experimentada por las empresas, con el propósito de abaratar costos y tener respuestas flexibles a las oscilaciones del mercado. La incorporación de las nt a la esfera productiva refrendó su control centralizado del trabajo, no obstante que las firmas se movieran en distintos registros. Esta dualización permitió conservar las grandes empresas con una mano de obra estable y bien pagada, trasladando la incertidumbre, la precariedad y los bajos salarios a firmas subsidiarias que realizan procesos complementarios. (37)
Resulta obvio que todos estos cambios en la industria debilitaran a los sindicatos. De un lado, porque su base tradicional la conforman los trabajadores estables, los cuales vieron disminuidas sus posibilidades de control con la desregulación; por el otro, dada la pulverización del escalafón laboral en múltiples categorías, formas de contratación e ingresos, vinculadas con la fuerza de trabajo variable y volátil procreada por la flexibilización. De hecho, un segmento importante de ésta por años se alterna entre la precariedad y el paro, sin lograr acceder a puestos permanentes. En Latinoamérica, con la crisis económica de la década de los años 80 y la subsiguiente privatización de las empresas públicas, principal bastión de los trabajadores organizados, bajó la tasa de afiliación sindical, multiplicándose la cesantía y el sector informal. (38)
Este panorama sombrío del mundo del trabajo es el del nuevo milenio. Para que sobreviva la sociedad, hombres y mujeres deberán de seguir trabajando, esperemos cada vez en jornadas más cortas y mejor pagadas. Esto es ineludible. Pero lo es también el descentramiento político y social de la clase obrera industrial, así como el agotamiento del sindicalismo y de los instrumentos tradicionales de resistencia, negociación y lucha. (39)
La gran paradoja que el presente ofrece al pensamiento crítico es que, de acuerdo con la predicción de Marx, el capitalismo penetró todos los resquicios sociales e individuales, completando su colonización de la naturaleza y del inconsciente, a través de la comunicación de masas y de las nuevas formas de trabajo alienado. (40) Como planteó agudamente hace poco un programador de páginas web:
Cuando me descubro trabajando en sueños, observo que actúo de forma alienada, pensando de una manera que es extraña en mí; trabajando fuera del proceso laboral formal a través del proceso espontáneo del pensamiento. ¿Quién puede decir que este proceso no asumirá su lugar como lengua nativa, una alienación que absorbe por completo aquello que aliena? (41)
Dentro del “trabajo intangible” de la cibernética es prácticamente imposible recurrir al “tortuguismo” como táctica de sabotaje al capital, porque la integración del trabajo no obedece a la antigua cadena productiva fordista, sino a la “programación ágil y extrema”. Parece que únicamente la enfermedad (real, simulada o imaginaria) puede sustraer temporalmente al trabajador de la mecánica del proceso de producción. “Pero si la enfermedad es lo único que tenemos –dice un experto en programación—, ofrece poca esperanza para una resistencia significativa”. Al mismo tiempo, el capital e está despojando de su materialidad al separarse del “’contexto concreto’ de su geografía productiva”. (42)
En contrario a la prospectiva marxiana, la clase obrera industrial perdió relevancia dentro de la totalidad social. Seguramente, el trabajo no desaparecerá, pero el movimiento obrero habrá de reinventarse para recuperar un lugar en la sociedad del futuro. En este trayecto, deberá encontrar nuevas formas de agregación donde puedan desarrollarse los lazos de solidaridad indispensables en la defensa del interés común y generar coaliciones sociales que ahora parecen impensables para hacer efectivos los derechos sociales, uno de las cuales, como atisbaron los hombres del 48’, es el derecho incuestionable a trabajar, a poseer una vida digna y disfrutar del tiempo libre, condiciones que posibilitan el ejercicio de todas las demás garantías. Mientras tanto, al igual que el alfarero de La caverna, los trabajadores y sus productos dependerán exclusivamente de las veleidades del mercado dispuesto en cualquier momento a desterrarlos de su imperio: “No quiero angustiarlo” —le dijeron— “pero creo que a partir de ahora sus lozas sólo interesarán a los coleccionistas, y ésos son cada vez menos”. (43)
Notas
(1) Tomás Moro, Utopía, 1952, 9ª ed., prólogo y traducción de Pedro Voltes, Espasa-Calpe, México, 1990, p. 82. “La forma utópica es en sí misma una meditación representativa sobre la diferencia radical, la otredad radical, y sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social, hasta el punto de que uno no puede imaginar ningún cambio fundamental de nuestra existencia social que no haya arrojado visiones utópicas…” Fredric Jameson, Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción, Akal, Madrid, 2009, p. 9.
(2) Fernando Díez, Utilidad, deseo y virtud. La formación de la idea moderna del trabajo, Península, Barcelona, 2001, p. 214.
(3) Jean-Jacques Rousseau, Julia o la nueva Eloísa, prólogo y traducción de Pilar Ruiz Ortega, Akal, Madrid, 2007, p. 490. En el individuo moderno la virtud no constituye la principal virtud, pues se desea “darle el sentido a la vida mediante la libertad”. Agnes Heller, Teoría de la Historia, Fontamara, México, 1984, p. 70.
(4) Véase E.P. Thompson, Costumbres en común, Crítica, Barcelona, 1995, cap. 4.
(5) Tom Kemp, La Revolución industrial en la Europa del siglo XIX , Martínez Roca, Barcelona, 1987, p. 22.
(6) Thomas S. Ashton, La Revolución industrial 1760-1830, 1950, 3ª ed., FCE, México, 2008, p. 183; Phyllis Deane, La primera Revolución industrial, 1968, 2ª ed., Península, Barcelona, 1988, p. 39; Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, 1977, 2ª ed., 2 vols., prólogo de Joseph Fontana, Crítica, Barcelona, 1989, I, p. 219.
(7) Benjamin Coriat, El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa, 1982, 2ª. ed., Siglo Veintiuno, México, 1985, p. 28.
(8) Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, II, p. 127.
(9) Eric J, Hobsbawm y George Rudé, Revolución industrial y revuelta agraria. El capitán Swing, 1978, 2ª. ed., Siglo Veintiuno, Madrid, 1985, cap. 12.
(10) Reinhart Koselleck, historia/Historia, introducción y traducción de Antonio Gómez Ramos, Trotta, Madrid, 2004, p. 80.
(11) Raymond Williams, Cultura y sociedad 1780-1950. De Coleridge a Orwell, Nueva Visión, Buenos Aires, 2001, pp. 13-14.
(12) Peter Gay, Schnitzler y su tiempo. Retrato cultural de la Viena del siglo XIX, Paidós, Barcelona, 2002, p. 203; Louis Chevalier, Laboring Classes and Dangerous Classes in Paris During the First Half of the Nineteenth Century, Princeton University Press, Nueva Jersey, 1973, p. 5.
(13) David Montgomery, El ciudadano trabajador. Democracia y mercado libre en el siglo XIX norteamericano, Instituto Mora, México, 1997, p. 70.
(14) Thompson, Costumbres en común, p. 403. Énfasis propio.
(15) Walter Benjamin, Conceptos de filosofía de la historia, introducción de Hannah Arendt, traducción de H.A. Murena y D.J. Vogelmann, Terramar, Buenos Aires, 2009, p. 71.
(16) Thompson, William Morris. De romántico a revolucionario, Alfons el Magnànim, Valencia, 1988, p. 632.
(17) Norberto Bobbio, Liberalismo y democracia, FCE, México, 1989, p. 7.
(18) Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, Paidós, Barcelona, 1997, p. 86.
(19) William H. Sewell Jr., Trabajo y revolución en Francia. El lenguaje del movimiento obrero desde el Antiguo Régimen hasta 1848, Taurus, Madrid, 1992, p. 132; Albert Soboul, La Revolución francesa, Orbis, Barcelona, 1985, p. 61; Pierre Rosanvallon, La consagración del ciudadano. Historia del sufragio universal en Francia, Instituto Mora, México, 1999, pp. 234-235.
(20) Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, I, p. 4; G.D.H. Cole, Historia del
pensamiento socialista, 8 vols., FCE, México, 1957, I, p. 145.
(21) Gareth Stedman Jones, Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa, Siglo Veintiuno, Madrid, 1989, p. 157. Todavía en esos años, “los demócratas eran vistos, por lo común, como peligrosos y subversivos agitadores del populacho”. Williams, Cultura y sociedad 1780-1950, p. 14. Énfasis suyo.
(22) Montgomery, El ciudadano trabajador, p. 88.
(23) Maurice Agulhon, Historia vagabunda, Instituto Mora, México, 1994, p. 56; Jesús González Amuchástegui, Louis Blanc y los orígenes del socialismo democrático, Siglo Veintiuno, Madrid, 1989, p. 278; Jonathan Beecher, Victor Considerant and the Rise and Fall of French Romantic Socialism, University of California Press, Los Angeles, 2001, pp. 204-205. Las elecciones, sin embargo, colapsan el sueño de la república del trabajo, pues emerge “una mayoría conser vadora y se desencadenan de hecho, aquí y allá, la cólera y el motín obreros”. Yves Lequin,“Para una antropología política de los obreros franceses a finales del siglo XIX ”, en Javier Paniagua, José Antonio Piqueras y Vicent Sanz, eds., Cultura social y política en el mundo del trabajo, UNED/Fundación Instituto Historia Social, Valencia, 1999, p. 157.
(24) Hobsbawm, Gente poco corriente. Resistencia, rebelión y jazz, Crítica, Barcelona, 1999, pp.
143-144.
(25) Geoff Eley, Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000, Crítica, Barcelona, 2003, p. 70; Alfred Fried, ed., Socialism in America. From the Shakers to the Third International. A Documentary History, Doubleday and Company, Nueva York, 1970, p. 12.
(26) Carlos Illades, Hacia la república del trabajo. La organización artesanal de la ciudad de México, 1853-1876, El Colegio de México/UAM, México, 1996, pp. 103 y ss.
(27) Francisco Zapata, Autonomía y subordinación en el sindicalismo latinoamericano, FCE/El Colegio de México, México, 1993, pp. 37 y ss.
(28) John Womack Jr., Posición estratégica y fuerza obrera. Hacia una nueva historia de los movimientos obreros, FCE/El Colegio de México, México, 2007, p. 57.
(29) Émile Zola, Germinal, 1994, 6ª ed., edición y traducción de Mauricio Armiño, Austral, Madrid, 2005, p. 504.
(30) Hobsbawm, Gente poco corriente, p. 147. Énfasis suyo.
(31) Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós, Barcelona, 1991, p. 9. “El posmodernismo es escéptico ante la verdad, la unidad y el progreso, se opone a lo que entiende que es elitismo en la cultura, tiende hacia el relativismo cultural y celebra el pluralismo, la discontinuidad y la heterogeneidad”. Eagleton, Después de la teoría, Debate, Barcelona, 2005, p. 229.
(32) Perry Anderson, Los fines de la historia, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 133; Forrester, El horror económico, p. 46.
(33) Mike Davis, “Planeta de ciudades miseria. Involución urbana y proletariado informal””, New Left Review, 26, 2004 [edición en español], pp. 21 y 24.
(34) Eagleton, Después de la teoría, p. 28.
(35) Jeremy Rifkin, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, prólogo de Robert Heilbroner, Paidós, México, 1996, p. 262.
(36) Herbert Marcuse, El final de la utopía, 1968, 2ª ed., Planeta/Ariel, Barcelona, 1981, p. 17; Rifkin, El fin del trabajo, pp. 263, 275.
(37) Mikel Aizpuru y Antonio Rivera, Manual de historia social del trabajo, Siglo Veintiuno, Madrid, 1994, pp. 390-391.
(38) Ibid., pp. 391-392; Zapata, Autonomía y subordinación del sindicalismo latinoamericano, p. 42; Rolando Cordera, “Decepcionante la democracia mexicana”, entrevista de Israel Covarrubias, Metapolítica, vol. XIII 69, noviembre-diciembre 2009, p. 32.
(39) “En la evolución de las sociedades desarrolladas, el fenómeno central es la disolución de pautas como la conciencia de clase…” Julio Aróstegui, La historia vivida. Sobre la historia del presente, Alianza, Madrid, 2004, p. 317.
(40) Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, p. 81. Luis Villoro considera que todavía la matriz cultural indígena guarda una relación particular con la naturaleza “y sus ritmos vitales son la comunión con lo otro, con el no-yo, opuesto al individualismo occidental”. Luis Villoro, Tres retos de la sociedad por venir: justicia, democracia, pluralidad, Siglo Veintiuno, México, 2009, p. 69.
(41) Rob Lucas, “Soñando en códigos”, New Left Review, núm. 62, 2010, p. 122, p. 125.
(42) Ibid., p. 122; Jameson, El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983- 1998, prólogo de Perry Anderson, Manantial, Buenos Aires, 1999, p. 188.
(43) José Saramago, La caverna, Alfaguara, Madrid, 2000, p. 28.
Carlos Illades , "Las batallas perdidas del trabajo ", Fractal 63, Octubre-Diciembre, 2011, año XVI, volúmen XVI, pp 53-76.