La mitología política retrata a la izquierda como la
encarnación de lo nuevo. Por ello, no hay peor pesadilla para la gente
de izquierda que la idea de haber quedado rezagada y no vivir a la altura
de los nuevos tiempos. Se suponía que el socialismo era el adelanto
de una utopía, pero su realidad manifestada que hemos conocido
fue más parecida a una distopía, para usar el término de John Stuart
Mill: “un lugar donde predominan los malos hados” ¿Es la izquierda
un fenómeno del siglo pasado? ¿Quedó sepultada bajo los escombros
del siglo XX como ha sucedido con el socialismo? Yo no lo creo y, sin
embargo, no me cabe duda de que la izquierda arrastra muchos rasgos
antiguos que convendrían enterrar. Esta situación ha hecho pensar
que se están volatilizando los límites entre la izquierda y la derecha,
sobre todo después de la quiebra y desaparición del bloque socialista ¿Cómo entender ahora la supervivencia del “viejo” capitalismo y la
derrota del “nuevo” socialismo? ¿Cómo distinguimos ahora entre lo
antiguo y lo nuevo?
Estas preguntas me recuerdan la añeja querella entre tradición y
modernidad. Hace cuatro siglos Francis Bacon estableció con orgullo
que lo nuevo es lo moderno. Para ilustrarlo, acudió a una metáfora: la
araña y la abeja representan la oposición entre antiguos y modernos.
La primera teje redes a partir de la segregación de su propia sustancia
patrimonial antigua. En cambio, la abeja –que es moderna– vuela
lejos para recabar nuevos materiales. Hoy diríamos que la araña es de
derecha y la abeja es de izquierda.
Jonathan Swift invirtió los términos para exaltar a los antiguos. La
abeja sigue siendo la heroína, pero simboliza a la antigüedad, pues con
sus alas y su zumbido encarna el vuelo poético inspirado; es acusada por
la araña de no ser más que un ente vagabundo sin linaje, ni herencia.
Diríamos que es una proletaria. En cambio la araña es moderna, pues
es científica y matemática, pero la abeja la desprecia porque al construir a partir de sí misma, todo lo convierte en excremento y veneno.
Pareciera que Swift tuvo razón, si traemos las metáforas a nuestra época. La odiosa araña derechista, neoliberal, informática y capitalista
simboliza el triunfo envenenado de la modernidad. La abeja socialista,
que exalta a los antiguos, vuela sin rumbo mientras evoca melancólicamente con su zumbido poético las ruinas de su colmena colectivista
y estatista.
Esta imagen de la abeja socialista, que busca tercamente lo nuevo
en el pasado y en las antiguas ideologías, sólo es parcialmente cierta.
Se aplica a esa parte de la izquierda que, en su vuelo circular, sigue
zumbando en torno de los desechos de la revolución y del socialismo
autoritario. Inevitablemente allí se confunde con otros insectos: las
moscas que bullen sobre el basurero de la historia. Estas moscas no
tienen un vuelo poético como la abeja, ni tejen nada a partir de su
propia sustancia como la araña. Viven de los desechos.
Ciertamente, el tramo final del siglo XX cambió el panorama político mundial. En primer lugar, es un hecho que la araña capitalista tejió una inmensa red global, construida con la ayuda decisiva de los
espectaculares avances científicos y tecnológicos en genética, computación, conductores, etc. En segundo lugar, ocurrió otro proceso del
cual la abeja es tanto o más responsable que la araña: una formidable
expansión de la democracia política en oleadas sucesivas fue barriendo
del mapa de América Latina y de Europa, las dictaduras de diverso
signo. Éstas fueron sustituidas por la democracia, primero en España,
Grecia y Portugal; después en el cono sur latinoamericano, seguido
del bloque soviético, y por último, México, justo antes de terminar el
siglo XX. Estos grandes cambios han colocado a todos los socialistas
del mundo en la incómoda posición de la abeja zumbadora a la que me
he referido y cuyo vuelo se cruza con el de las moscas que se alimentan
de excrementos.
Referiré algunos de los aspectos más relevantes de los nuevos retos
que afronta la izquierda. En su versión más radical se enfrenta a una
erosión brutal de las esperanzas en un progreso que debía conducir al
capitalismo hacia un colapso revolucionario o, al menos, a una gran
renovación encabezada por las fuerzas populares; en contraste se han
levantado a un primer plano las nuevas dimensiones de la política, las
formas culturales de la legitimidad y las exigencias morales. En ello han
sido decisivos los disidentes en los países socialistas que, como Havel,
colocaron en un primer plano las dimensiones morales y artísticas, los
hábitos y las costumbres. Havel señalaba en su obra La inauguración,
escrita después de la invasión soviética a Checoslovaquia, que las
tendencias a la despersonalización y estandarización, supuestamente
propias de las sociedades capitalistas de consumo, ocurrían con mayor
fuerza y adquirían un carácter mucho más grotesco en los países del
socialismo despótico.
Podemos comprobar que la nueva cultura política ha erosionado la idea de revolución, la cual en otra época resultaba tan clara para
la izquierda y servía de bandera para enfrentar a las típicas nociones
derechistas que querían conservar el orden establecido y los privilegios
tradicionales. Paulatinamente, la idea de revolución se fue convirtiendo
en parte de una cultura reaccionaria, es decir, de hábitos que se rebelan
en contra de las nuevas tendencias democráticas. Se dirá, con razón,
que las corrientes socialdemócratas ya habían superado hace mucho la
tradición revolucionaria. Sin embargo, en muchas partes del mundo,
especialmente en América Latina, se mantenía la ilusión de que era
posible un tránsito cualitativo y revolucionario a una nueva situación,
gracias al apoyo directo o indirecto del bloque socialista. Esa ilusión
comenzó a derrumbarse en 1989 y hoy ya no queda mucho de ella. En
México ya ni el subcomandante Marcos quiso llamarse revolucionario,
prefirió ser rebelde.
Mucho antes de la caída del muro de Berlín se podía comprobar que
los procesos revolucionarios habían desembocado en la decadencia y el
autoritarismo. Las revoluciones más recientes, en China, Cuba, Argelia,
Vietnam o Nicaragua habían perdido su aura. En contraste, las transiciones democráticas en España, Grecia, Portugal, Brasil, Argentina,
Chile, Sudáfrica, Rusia, Europa Central y Filipinas –por mencionar sólo
algunos países–transformaron radicalmente el mapa político global. La
marea democrática sacudió incluso a los Estados Unidos y permitió la
llegada a la presidencia de Barack Obama.
Uno de los fenómenos que debe enfrentar la izquierda, y que se
conecta con el franco retroceso de las tesis revolucionarias y estatistas,
es la paulatina marginación de los temas económicos en las preocupaciones de la gente. Ante la imposibilidad de cambios cualitativos en la
estructura económica y en la naturaleza del Estado (cambios “revolucionarios”), la gestión financiera, fiscal o laboral tiende a ramificarse y, sobretodo, a especializarse y tecnocratizarse. Las alternativas políticas
encuentran relativamente poco arraigo en la dimensión económica y
se desplazan cada vez más a planos simbólicos y metafóricos referidos
a las consecuencias culturales y éticas de la administración gubernamental. En América Latina esta tendencia se acentúa debido a la
inmensa corrupción que significa la presencia masiva del narcotráfico
y a las grandes tensiones que genera su represión.
Aunque parezca paradójico, esta tendencia es tan fuerte en los países
del llamado Tercer Mundo –con sus terribles carencias económicas–
como en las regiones más ricas y prósperas del globo. Ello ocurre porque
las experiencias políticas del siglo XX han demostrado que las palancas
fundamentales del desarrollo industrial tienen un carácter más cultural
que económico. Con esto no quiero decir que los graves problemas
del atraso económico se van a resolver con programas culturales y
presentando obras de teatro; sino me refiero a que la sociedad civil
entiende cada vez menos los programas económicos y financieros si no
van acompañados de, por decirlo de alguna manera, una traducción
a términos y símbolos culturales y morales. Este desplazamiento de la
política hacia los territorios culturales es un fenómeno estrechamente
ligado a la gestación de nuevas formas de legitimidad democrática. Es
una indicación de que la abeja podrá encontrar nuevos materiales y
nuevas ideas en los territorios de la cultura. Con ello podría dejar de
confundirse con la mosca, que sólo escarba en los detritus y las esperanzas que se pudrieron.
La abeja que busca orientarse en los nuevos tiempos no encontrará
nuevas alternativas si no deja de libar en flores marchitas. He aquí
cuatro ejemplos que han causado continua irritación:
1º. El drama de la revolución que se convierte en símbolo retarda
tario lo hemos vivido de cerca y no sólo con nuestra Revolución de 1910. El néctar de la Revolución Cubana, muy cercano al corazón de
los socialistas, se ha agriado ante la llegada de un Termidor antidemocrático inaceptable. El apoyo al gobierno castrista no puede ocasionar
en nuestra abeja más que sequedad y esterilidad, aunque se practique
en nombre de la lucha contra un bloqueo que –como todos sabemos–
no hace otra cosa que fortalecer la dictadura, además de contribuir al
empobrecimiento de la población cubana.
2º. Otro mito marchito de los tiempos antiguos se halla ligado a
un culto a la rebelión estudiantil. La exaltación de sujetos históricos
que deben representar el ideal revolucionario –y que ha encarnado
sucesivamente en los proletarios, los campesinos, los marginales y los
estudiantes– ha resultado tan estéril como la figuración esquemática –y
quema posterior en efigie– de enemigos: la burguesía, el imperialismo,
la globalización, el neoliberalismo. Los conflictos y los antagonismos
de nuestra época han alcanzado una complejidad tan grande que ya
no es posible hacer política sin una cultura del matiz.
La izquierda no ha terminado de comprender que en la universidad
ha terminado el ciclo regido por el predominio de la enseñanza masiva,
el populismo académico autoritario y los fantasmas del 68. Este ciclo se
inició en los años setenta, durante el sexenio de Luís Echeverría, y se
ha extendido a lo largo de treinta años. El periodo comenzó y terminó
con dramáticos enfrentamientos; empezó y finalizó con el derrumbe
de rectores autoritarios; inició y concluyó con sendas huelgas, una de
trabajadores y otra de estudiantes.
Creo que para vislumbrar el futuro universitario, así sea en forma
muy borrosa, debemos abandonar las proyecciones realizadas a partir
del modelo de una academia autoritaria masificada, cuyo ciclo culminó
con la más grave crisis por la que ha atravesado la UNAM y que la
paralizó durante diez meses. La mítica imaginación estudiantil terminó en un descomunal berrinche fundamentalista que arrastró a la izquierda
hasta el borde del abismo.
3º. Como es sabido, la otra cara del fundamentalismo es el relativismo. En muchos lugares del mundo el relativismo ha cristalizado
en luchas étnicas y religiosas que, con la bandera multicultural y en
ocasiones con el apoyo de las armas, promueven la instauración de
formas recicladas de separación y reservación de espacios para sectores
minoritarios de origen profesional, comercial, sexual, tribal o indígena.
No me detendré a discutir este problema sobre el que me he extendido
en otros lugares. Sólo quiero advertir que nuestra abeja izquierdista
puede salir embriagada del jardín pluriétnico, del teatro multicultural
y del culto a la violencia simbólica.
4º. Por último, quiero decir que la izquierda corre un serio riesgo
de marginación si se autoexcluye de la transición democrática que
estamos viviendo en México. Desgraciadamente no fue posible una
alianza de todas las fuerzas democráticas cuando se inició la transición
y la izquierda sufrió varios reveses electorales desde entonces. Una gran
parte de la intelectualidad ha incurrido en una seria irresponsabilidad
al no impulsar un orgullo, o al menos un gusto, por el hecho de que
el país logró escapar de las redes autoritarias en que se mantuvo preso
durante casi todo el siglo XX. Gran parte de la intelectualidad –que
en buena medida impulsó con su actitud crítica los cambios democráticos– ha renunciado a colaborar en la construcción de una nueva
cultura política democrática. El miedo se ha apoderado de muchos:
desde luego, pavor ante la inseguridad creciente provocada por el auge
del enfrentamiento contra grupos criminales, un fenómeno relativamente reciente ligado a la transición (y que ya era conocido en países
como Colombia o Brasil); y un terror a ser asimilados a la derecha
que encabezó los primeros gobiernos de la alternancia ha paralizado a quienes deberían impulsar racionalmente un orgullo democrático en
sustitución del patrioterismo autoritario. El impulso racional ha sido
muy débil y por ello demasiados intelectuales se alejan del ejemplo de
Havel y siguen mirando hacia atrás.
Espero que la abeja resista la tentación de clavar su aguijón venenoso
en el proceso de transición democrática que no logró encabezar, pues
podría resultar un episodio suicida, pues es sabido que este insecto
muere en el acto de agresión. Es peligroso que las abejas de la izquierda se comporten como las arañas de la derecha. La izquierda tiene
un inmenso mundo nuevo ante sí, que se ha abierto con la llegada
del siglo XXI. También es enorme el trabajo que tiene que hacer para
comprenderlo, absorberlo y transformarlo en la miel de una nueva
izquierda radicalmente diferente.
Roger Bartra, "La abeja, la araña y las moscas", Fractal 63, Octubre-Diciembre, 2011, año XVI, volúmen XVI , pp 101-108