Es sorprendente que Elena Poniatowska, figura indispensable de la vida intelectual mexicana (autora de un cincuentenar de obras que han sido traducidas a una docena de idiomas, comprometida en forma activa con la vida política, varias veces premiada en su país, así como en otras naciones de habla hispana), sea tan poco conocida en Francia, donde sólo tres de sus libros han sido traducidos. Lo anterior es más sorprendente si se toma en cuenta que nació y vivió en París durante los diez primeros años de su vida y que el francés fue su lengua materna. A su llegada a México, conocería la vida de los niños mexicanos de las clases favorecidas, que pasaban a menudo más tiempo con sus nanas, que –por lo general– se encargaban del aseo, de las comidas y de los paseos, que con sus padres. Fueron esas nanas las que le enseñaron a hablar español, un español con frecuencia muy pintoresco, y fue en compañía de ellas que descubrió numerosos barrios de la ciudad de México y también escuchándolas comenzó a tomar conciencia de la vida de aquellos que no pertenecían a la alta sociedad.
Si Ediciones Era, que publica la casi totalidad de los textos de Elena Poniatowska, distingue entre los que pertenecen a la crónica y los referidos a la narrativa, su lectura revela con bastante rapidez la porosidad de esa frontera entre crónica y ficción, hasta el grado donde lo que opera es el deseo de dar cuenta de la vida, o más bien de las vidas en su singularidad. Si sus novelas más recientes, como La piel del cielo o El tren pasa primero, conceden parte preponderante a los personajes masculinos, son a menudo las mujeres las que han inspirado la obra de Elena Poniatowska. Tres de ellas se encuentran en el origen de los textos que pueden ser considerados biografías, pero que se inscriben en diferentes géneros.
Fronteras de la biografía
Querido Diego, te abraza Quiela[1] se centra en la desilusión amorosa de Quiela (Angélica Beloff), la cual no acaba de comprender que su amante Diego Rivera, que ha partido para México, no regresará y que ella no irá jamás a reunirse con él en ese país que con frecuencia habían evocado juntos. Este texto, bastante corto, se presenta como una novela epistolar que se parece a las Lettres portugaises, en tanto que sólo existen las cartas de la mujer escritas después de la partida del amante, cartas que al parecer nunca reciben respuesta. Hasta no verte Jesús mío[2], escrita luego de numerosas horas de charlas con Josefina Bórquez, mujer pobre e iletrada, puede ser considerada como novela testimonio, género que se expandió con fuerza en los años 70 (se recordará Me llamo Rigoberta Menchú, elaborado por Elisabeth Burgos). Tinísima[3], que reconstruye la memorable vida de Tina Modotti, es el único de estos textos que reivindica explícitamente a qué género pertenece, puesto que la palabra ‘novela’ aparece desde la primera página. Sea como sea, cada uno de estos ‘géneros’ –novela testimonio, novela epistolar o novela sin más– obedece a ciertas normas que, entrecruzándose, acaban por constituir un código de escritura.
Se encuentran así en Querido Diego… ciertas características de la novela epistolar. El sistema de enunciación, que dota los diferentes tiempos verbales de su valor dentro de la realidad (que es diferente del valor que estos mismos tiempos tienen en los textos de ficción), es uno de los elementos que producen este efecto de autenticidad reivindicada por la novela epistolar. Otra especificidad de estas novelas es la fragmentación de la narración, que coloca siempre en primer plano el tiempo de la escritura y vuelve así constantemente presente la situación del personaje que habla. La situación epistolar supone la existencia de un diálogo que modificará la percepción inicial. Incluso cuando no existen cartas de respuesta, donde el silencio viene a ser una forma de réplica, es manifiesto que el “yo” que escribe es siempre un poco diferente del “yo” que había escrito la carta anterior; lo que produce un efecto de lectura en directo, donde el lector llega a tener la impresión de que un pedazo de vida se está construyendo paralelamente a su lectura. El carácter epistolar mantiene así una doble relación con la realidad, puesto que se inscribe en ella, al tiempo que la transforma.
Todo esto se encuentra presente en Querido Diego…, que parece reunir todos los lugares comunes del género epistolar, como el tema de la distancia temporal que hace eco a la distancia espacial, la cual es causa de la separación de los amantes, y así, de la existencia de las cartas. Se encuentra también la caracterización de la carta en su materialidad, así como la puesta en escena de su recepción: “Espero que al tomar esta hoja blanca sientas la vibración en tus dedos y que me veas emocionada y agradecida y siempre tuya”, escribe Quiela a Diego Rivera.
Querido Diego… parece inscribirse en los cánones de ese género, aunque existe una divergencia significativa. Es, en efecto, muy frecuente que la novela epistolar contenga un prólogo donde el autor-recopilador expone cómo ha sido que ha adquirido esas cartas cómo, tras haber titubeado largo tiempo y haber superado numerosos escrúpulos, se ha decidido a publicar esas cartas, tan convencido está de su valor literario y/o documental. Es claro que todo este aparato para-textual no tiene otro propósito que el de convencer al lector de la autenticidad del texto que está a punto de leer. De faltar ese preámbulo, el lector dudará y tenderá a considerar la correspondencia como un texto de ficción, a menos que, sabedor del carácter ‘artificial’ de ese dispositivo para-textual que no tiene otra mira más que incluir al lector en un pacto de lectura, éste acabe por tomar la ausencia del preámbulo como signo de la autenticidad del texto.
Tal es la situación del lector de Querido Diego… que se enfrasca en esa correspondencia sin haber recibido la advertencia previa, y la sensación de autenticidad será tanto más grande cuanto que la mención de los nombres de Élie Faure, de Modigliani, de Apollinaire, o de Picasso (dados por amigos de la pareja) parece garantizar el carácter referencial del texto. Sin embargo, luego de haber leído la última carta, el lector se topa con un epílogo que bien podría constituir el reverso de un prólogo habitual:
Bertram Wolfe, a quien deben mucho estas cartas, consigna en su libro La vie fabuleuse de Diego Rivera que esto fue en 1935; por tanto, trece años después que Angelica Beloff, a instancias de algunos pintores y amigos mexicanos, viajó al país de sus sueños. No trató de buscar a Diego; no quería estorbarle. Cuando se encontraron en un concierto en el Palacio de Bellas Artes, Diego pasó a su lado sin siquiera reconocerla.
Al informarnos de lo que ocurrió con los personajes de esa correspondencia cuya lectura acabamos de concluir, el epílogo aumenta la sensación de autenticidad. En una novela, la vida de los héroes concluye con el libro y nadie sabe qué sucedió con Mariana, la religiosa portuguesa. Pero si este epílogo ancla el texto en la realidad, contribuye asimismo a alejarlo, por cuanto que se afirma que las cartas, en cierto sentido, son ficticias, porque han sido inspiradas por otro libro dedicado a Diego Rivera. Sólo, pues, cuando el lector se convence de la autenticidad del texto de Elena Poniatowska opta por elegir la ilusión, proclamando que la literatura es una larga cadena donde el texto es siempre el reflejo y la prolongación de otro texto. Estudiando cómo el texto de Poniatowska deriva del de Bertram Wolfe se pueden percibir los ecos de experiencias vividas por el autor, lo que incrementa la complejidad de este corto texto, a la par referencial y ficticio, biográfico y autobiográfico, sin que se pueda distinguir de qué vida se trata. Se trata de un libro escrito con cuatro manos (el estudio de las cartas realmente escritas por Quiela y de las que ha creado Poniatowska permite ver quién ha escrito qué), donde es posible a menudo escuchar dos voces; lo cual aleja definitivamente este texto del género literario en el que parecía inscribirse.
Hasta no verte Jesús mío retranscribe la historia oral de Josefina Bórquez, a la que Elena Poniatowska entrevistó las tardes de los miércoles durante casi dos años, entre 1963 y 1964. Esta información debería bastar para llevar a pensar en este texto como producto de la literatura testimonio, si el lector hubiera tenido esa información al momento de iniciar la lectura. Pero ese dato, como todos los referidos al encuentro entre las dos mujeres, a las condiciones de recepción, luego de elaboración y de redacción de este testimonio, sólo se encuentra en las declaraciones o escritos de Elena Poniatowska posteriores a la publicación y al éxito de Hasta no verte… La norma para la novela testimonio es incluir en la misma obra el testimonio y un texto donde el autor expone su proyecto y la forma como ha procedido. Es igualmente frecuente que este tipo de libro incluya fotos del o la protagonista, incluso fragmentos de una transcripción literal del testimonio antes de su retranscripción. A menudo, en la misma página titular aparece el nombre del o la protagonista, ora como título (Yo Rigoberta Menchú), ora en calidad de coautor (como en el caso de la biografía de Gaby Brimmer, redactada por Elena Poniatowska, donde se mencionan ambos nombres). La doble firma subraya el aspecto testimonio del libro, al afirmar la imposibilidad en que se encuentra el o la protagonista de ser el autor del libro que cuenta su vida.
Todos estos elementos, que apuntan a establecer la referencialidad del texto, están ausentes en Hasta no verte… y a esa ausencia conviene añadir la existencia de un título enigmático y la ficción de los nombres de los personajes (en la novela, Josefina Bórquez se convierte en Jesusa Palancares, y Lalo –su hijo adoptivo–, en Perico). La ficción acaba, por lo demás, de llevarse por delante a la realidad, puesto que en numerosas conversaciones y artículos Poniatowska evoca a Jesusa Palancares como personaje real, en lugar de Josefina Bórquez. Más sorprendente todavía es la existencia de un epígrafe firmado por Jesusa. Recordemos dos de las funciones que Gérard Genette atribuye al epígrafe. Por un lado, “lo esencial muy a menudo no es lo que [el epígrafe] dice, sino la identidad de su autor y el efecto de precaución indirecta que su presencia determina fuera de texto”; por otro lado, “mediante él, el escritor escoge a sus colegas y su lugar en el Panteón”. [4]
Jesusa parece, pues, salirse del texto para garantizar la autenticidad de la transcripción realizada por Elena Poniatowska. Pero, esa autenticación sólo es ilusoria, tanto por el carácter ficticio de Jesusa como por lo que dice el epígrafe y que en este caso es fundamental:
Un día usted vendrá y yo no estaré ya; no encontrará más que el viento. Ese día llegará y cuando lo haga no habrá nadie que pueda darle una explicación, y usted pensará que todo no ha sido más que una mentira. Es la verdad: nosotros estamos aquí para lo falso. Lo que dice la radio, ¡mentiras! Mentiras lo que dicen los vecinos y mentira el que yo le vaya a faltar. Si ya no le sirvo para nada, ¡son tonterías que usted vaya a echarme de menos! Y en el taller tampoco me echarán de menos. ¿A quién se figura usted que yo vaya a faltarle si ni siquiera voy a decir adiós?
Se puede leer este epígrafe como una miniaturización del libro: reproduce el discurso oral que se dirige a un interlocutor invisible, subraya el escepticismo de Jesusa frente al mundo que la rodea (la palabra ‘mentira’ aparece en cinco ocasiones) y señala la ambigüedad de la relación entre la testigo y su autora, al tiempo que sugiere que, una vez concluido el libro, Jesusa Palancares dejará de tener interés para Elena Poniatowska. Denunciar todas estas mentiras, ¿no es una forma de sembrar la duda en el lector acerca de la veracidad de los dichos de Jesusa o de la transcripción que hace de estos Poniatowska? La frase “todo no es más que mentira” no puede sino suscitar la suspicacia del lector, que no sabrá a qué género adjudicar este texto. Se inscribe en lo falso, por lo que se refiere a los relatos de vida, el estilo tradicional de los que todo el aparato paratextual (fotos, prólogo, prefacio, notas…), el cual tiende a convencer al lector sobre la autenticidad del texto.
Pero aquí el epígrafe tiene otra función. Cuando un escritor decide inserir un epígrafe en un libro, es evidente que la cita escogida es significativa: la habrá elegido de entre un círculo de escritores a los que este autor admira y con los que quisiera estar relacionado. El epígrafe firmado por Jesusa parecería, pues, indicar no sólo que ésta sabe escribir (lo que cuestionaría la calidad del libro como testimonio de una historia oral), sino también que en la actividad de la escritura, Jesusa es superior a Elena Poniatowska. Esto refleja una de las características del texto; a saber, una especie de intercambio permanente de las posiciones de ambas mujeres, Elena y Jesusa, que son a la par dominadora y dominada.
Si Querido Diego… y Hasta no verte… se pueden considerar como libros bivocales, el caso de Tinísima se antoja diferente. Ya se ha dicho: es el único que reivindica su pertenencia al género novelístico. Esta voluntad de fijación del género puede explicarse por el propósito del libro, que se presenta como el relato de la vida de Tina Modotti, por lo que uno se inclinaría a considerarlo como una biografía. Esta indicación genérica sirve más para decir lo que el libro no es, que para definirlo.
En las charlas que siguieron a la publicación del libro, Elena Poniatowska explicó con mucha claridad que se había negado a llamarlo “biografía” con el fin de resguardarse de eventuales críticas o reproches sobre tales o cuales inexactitudes. La biografía se disfraza de novela al tiempo que deja aparecer rasgos del género que pretende rechazar. Así, la presencia en primera página de una foto de Tina Modotti y, al final del libro, la larga lista de las personas y archivos consultados remiten más a un texto referencial que a uno de ficción. Dígase lo mismo de la inclusión de fragmentos de los periódicos de la época o de cartas realmente escritas por Tina Modotti, que es posible leer en otros libros. A la inversa, el carácter enigmático del título –¿cómo puede Tinísima sugerirle a un lector no conocedor la existencia de Tina Modotti? Y si al lector se le pusiera al corriente, ¿cómo podría interpretar ese superlativo, lo mismo que los diálogos, monólogos interiores y relatos de sueños que parecen arrastrar la obra hacia el lado de la ficción?–
Uno de los logros del libro reside en la interpenetración de esos dos registros, lo ficticio y lo referencial. Es mediante ese vaivén permanente entre realidad y ficción que Elena Poniatowska logra cuestionar los documentos auténticos; es decir, que la ficción permite con frecuencia enfocar la verdad con mayor seguridad que la realidad. En la novela Tinísima, el lector puede quedar sorprendido por la abundancia de fotografías, que uno esperaría encontrar más bien en un texto como Hasta no verte… o en una biografía declarada como tal. Sin embargo, esas fotos figuran sistemáticamente al comienzo de los capítulos, donde suelen ir los títulos, lo que las convierte de hecho en procedimiento redaccional. Las diferentes fotos constituyen también una especie de narración paralela que, en el caso de las tomadas por Tina Modotti, completan su biografía ofreciendo una muestra de su producción artística.
“Hay que destruir el género”
Estas pocas observaciones sobre el género de tres textos de Elena Poniatowska parecen converger en la noción de la transgresión o deconstrucción de los géneros, noción que puede ser interesante colocarla aquí en relación con el problema de la identidad femenina. Pero si estos tres textos, que tienen que ver con la biografía, se caracterizan por un proceso de deconstrucción de los géneros, ¿es posible, con todo, encontrar semejanzas entre las vidas de Jesusa Palancares, campesina pobre de Tehauntepec, llegada a los suburbios de México; Quiela, pintora rusa exiliada en París, y Tina Modotti, italiana inmigrada a México, fotógrafa y revolucionaria? En cierto modo, las tres son extranjeras y cada una ha sufrido un duelo importante que ha sido el fundador de su identidad y hasta refundador de una nueva identidad.
En Hasta no verte…, el verdadero relato biográfico comienza en el segundo capítulo, que narra la muerte de la madre de Jesusa, ocurrida cuando esta era todavía una niña pequeña. El día del entierro, Jesusa se echó sobre la tumba de su madre sin que nadie la viera. Su padre, que acabó notando su ausencia, pidió a los sepultureros que dejaran de llenar la fosa y sacaron a Jesusa, al parecer indemne, aunque ella reconoce que “desde ese día tiene un aire de cementerio en los ojos”. Esa muerte marca el fin de la infancia, cosa que Jesusa expresa diciendo que después de la muerte de su madre no volvió a jugar. Pero Jesusa no sólo ha abandonado su infancia en la tumba de su madre, sino que parece que allí también dejó una parte de su identidad femenina. La ausencia de la madre obligará a Jesusa a construir su identidad femenina sin tener referente femenino con el cual identificarse / oponerse. Vivirá en un mundo esencialmente masculino, dominado primero por la figura del padre y luego por la del marido. Ambos la harán vivir durante largos periodos dentro de bandas revolucionarias donde aprenderá a montar a caballo y a disparar un máuser. Poco a poco se irá identificando con la ideología masculina –a la manera de las víctimas que se identifican con su verdugo–, lo que la conducirá a emitir juicios harto negativos respecto de las mujeres. Pese a estas críticas que repite como un leitmotiv, Jesusa deja entrever ciertos rasgos de feminidad: una pizca de coquetería, una nostalgia del amor que jamás conoció y al que de cierto modo se ha rehusado luego del fracaso de su matrimonio con Pedro Aguilar. Aún influenciada por la ideología masculina, Jesusa conserva lucidez y libertad para denunciar el machismo y la violencia que gobiernan el mundo de los hombres. Al no poderse asumir plenamente como mujer y rehusando someterse al yugo masculino, privada de toda alternativa, Jesusa no puede hallar salida de su soledad salvo en el seno de La Obra Espiritual, especie de iglesia paralela a la que Jesusa se integra después de instalarse en la capital y en cuyo gremio oficiaba de médium en la época de sus conversaciones con Elena Poniatowska.
Tinísima se abre con el relato de una muerte: el asesinato de Julio Antonio Mella, amante de Tina Modotti. Antes de Julio Mella, Tina había estado casada con un francocanadiense que vivía en Estados Unidos, Roubaix de l’Abrie Richey; luego tuvo una larga relación con el fotógrafo Edward Weston y después con un pintor muralista y militante comunista, Xavier Guerrero. La manera de presentar estas diferentes relaciones amorosas es relativamente innovadora, puesto que Tina las ve como etapas de la construcción de su personalidad. En este proceso, Julio Mella parece constituir la última etapa. Con Weston, Tina compartió la sensualidad y una pasión artística, pero no había lugar para el compromiso político, lo que la llevó a romper con él y favoreció su encuentro con Xavier Guerrero. Pero en esa relación con Guerrero no había más lugar que para una militancia rigurosa que asfixiaba sensualidad y actividad artística. Con Mella, Tina descubre “que se puede ser comunista y divertirse”, sin renunciar a las fotos artísticas: con él puede expresar las diferentes facetas de su personalidad que hasta entonces había expresado alternativamente. Debido a esto, experimenta por primera vez una sensación de unidad y la fuerza que esa sensación le procura y, por esto mismo, queda rota cuando la muerte de Mella la remite a un mundo que se rige por otras reglas. Es como si su identidad, recién adquirida, volara hecha añicos. Y tras el proceso en que intenta culparse de la muerte de su amante, Tina viaja hasta la extremidad del país, Tehuantepec, y, más precisamente, Juchitán, especie de paraíso matriarcal. Es allí donde Tina sentirá la sensación física de una segunda gestación: “Es como una vuelta al vientre materno”. Allí tendrá la impresión de autoengendrarse con la ayuda de otras mujeres que “la desnudan, le hacen cosquillas, barren el polvo con su falda, barren sus penas”. Es en Juchitán donde Tina reconstruye y toma la decisión que definirá la segunda etapa de su vida: consagrarse a los demás a través de la militancia. Esta nueva vida será fundamentalmente solitaria, por más que parezca que logra superar la muerte de Mella decidiéndose a formar pareja con Vittorio Vidali. Este verbo ‘decidir’ implica una racionalidad que se opone a la espontaneidad de una unión pasional. Cuando Tina contempla unirse con Vittorio Vidali, invoca razones que nada tienen que ver con el deseo de compartir una historia sentimental.
El caso de Quiela parece algo diferente del de Jesusa y Tina, dado que, por más que tenga que superar la ausencia de Diego Rivera, no se trata, de la muerte de un ser querido. Pero el tema del niño muerto durante la Primera Guerra Mundial a consecuencia de una meningitis no tarda en aparecer en sus cartas. Quiela escribe a Diego, el cual no le contesta y ese silencio la obligará a sobreponerse al pasado y a ponderar lo que fue la vida con Diego Rivera. Esta correspondencia solitaria se transformará en un proceso de toma de conciencia comparable a la labor psicoanalítica. La repetición de los mismos temas es, en este contexto, un fenómeno decisivo. Nos enteramos así de que la primera vez que el niño cayó enfermo unos amigos que tenían casa provista de mejor calefacción se lo llevaron con ellos, lo que tuvo por efecto que Quiela se transformara en una visitadora que iba a ver a su hijo todas las tardes. Pero cuando este tema regresa en otra carta, nos enteramos de que el verdadero motivo del traslado del niño a la casa de los amigos era que los lloros de la criatura sacaban de quicio a Diego Rivera. Y Quiela reconoce que si no acompañó al niño fue porque no quería dejar a Diego solo, no fuera que se olvidara de interrumpir su trabajo para comer. Dicho de otra forma, Quiela renunció a su función nutriz –primera de las funciones maternas– con su hijo, para compensarla en beneficio de su amante. Mas si el lector llega rápidamente a esta conclusión, Quiela tendrá que volver una y otra vez a este episodio doloroso antes de poder reconocer, en la penúltima carta, que siempre prefirió a su amante sobre el hijo. De hecho, a Quiela le cuesta aceptar que Diego sea un hombre responsable de sus actos. Habrá que esperar un estado de desesperación cercano a la enajenación antes de poder pensar y escribir:
Tampoco quiero ser maternal: Diego no es un niño grande; Diego es un hombre que no me escribe porque no me ama y me ha olvidado por completo.
Cuando ella comienza a escribir, no ha realizado el trabajo del duelo por su hijo muerto, lo que le impide hacer el duelo por el hombre que la ha abandonado. No es sino colocando a cada uno en su lugar –al hombre como amante y al niño como hijo– como logrará escapar a la locura de decidir sobre su vida. Comparte con Tina y Jesusa cierta soledad afectiva que optará por compensar con la pintura. Durante numerosos años, la sensibilidad y la actividad artísticas de Quiela han parecido subordinadas a las de Diego Rivera –incluso renunció a la pintura al nacer su hijo– y es la partida de Diego lo que la vuelve al mundo de la pintura. Es notable la exaltación de Quiela cuando cuenta la visita que realizó sola al Museo del Louvre:
Siento que nazco por segunda vez… ¡Tantas visitas contigo y fue sólo ayer que tuve esta revelación!
Estas palabras suenan como una acusación por la opresión que Diego Rivera ejercía sobre ella. Como Tina en Juchitán, Quiela expresa aquí el sentimiento de un segundo nacimiento, de una segunda vida que decide consagrar a la pintura, como Tina hizo con la militancia y Jesusa con La Obra Espiritual. Pero en esta segunda vida, la pintura de Quiela se desmarcará de la que pintaba en su primera vida bajo influencia. Quiela se opondrá a Diego, tanto en el plano formal como en un plano más personal, al escoger hacer de su hijo muerto (tema tabú para Diego Rivera) el tema central de sus cuadros caracterizados por una estética nueva:
Mis formas, estos últimos meses, ya no son geométricas; son, al contrario, redondas y suaves. No puedo romper las líneas rectas como lo hacía antes.
De esas formas redondas y suaves sólo podían surgir rostros de niños: “es mi hijo quien llega al extremo de mis dedos”. Quiela ya no puede considerar la pintura como un juego, cual lo recomendaba Picasso, como Diego Rivera la impulsaba a hacerlo: “Regreso a mi lienzo sin poder jugar teniendo a mi hijo muerto entre los dedos”. Y Quiela, que a lo largo de toda esta correspondencia ha aparecido tímida y poco segura de sí, puede ahora afirmar su satisfacción ante el resultado obtenido: “Pienso que he recibido una vibración secreta, una transparencia rara”.
Los tres duelos que han afectado a estas tres mujeres, en las que Elena Poniatowska se ha interesado como personajes (madre, hijo, amante) que juegan un papel fundamental en la construcción de la identidad femenina. Cada una de las heroínas, tras el duelo que las afectó, ha reconstruido su vida fuera de los campos tradicionalmente atribuidos a las mujeres: la relación amorosa y/o el amor materno. Como para subrayar que se trataba de experimentar una nueva forma de ser mujer, cada una evoca a su modo la idea de un segundo nacimiento, preludio de una nueva vida y considera este segundo nacimiento como un autoengendramiento. Esta segunda vida se encuentra así desconectada del encuentro masculino-femenino que las engendró la primera vez.
Tal proceso tiene esto de subjetivo: que viene a negar la genealogía como factor de identidad. Esto equivale a una suerte de repudio de la figura paternal y, a la par, de la figura masculina.
La mujer no tiene necesidad del hombre para existir, ni en calidad de (pro)genitor ni en calidad de ‘mitad’. Es lo que parecen afirmar las tres heroínas que aceden a la palabra, a la pintura, a la historia luego de la desaparición de los hombres de sus vidas. Este cuestionamiento de la identidad como legado desestabiliza los demás campos de la identidad femenina, al igual que lo hace con el discurso encargado de expresar estas identidades en gestación.
Renunciar a la imagen del Hombre todopoderoso implicaba renunciar a la narración omnisciente, a la observación estricta de las normas narrativas. La transgresión de géneros que se opera en la escritura de Elena Poniatowska se puede leer como un eco de este proceso de deconstrucción-reconstrucción de la identidad femenina. A imitación de sus heroínas, Elena Poniatowska parte del modelo consagrado por la tradición literaria / patriarcal y se percata de que es inadecuado para expresar la identidad femenina. Transgrede, pues, el género que ha elegido, multiplicando los signos referenciales en un texto que proclama su pertenencia a la ficción, suprimiéndolos donde eran esperados, desviando ciertos procederes de la redacción. Heroínas y autora se reencuentran en esta necesario definición de los nuevos modelos y, por esto, el lema de las escritoras, autoras y otras mujeres sabias podría muy bien ser: Delendum est genus [Hay que borrar el género].
Traducción: Manuel Arbolí |
NOTAS
[1] Querido Diego, te abraza Quiela (1ª ed., 1978), Ed. Era, México. (Cher Diego, Quiela t’embrasse. Traduccoón de Jamis Rauda Arles, Éd. Actes Sud, 1993).
[2] Hasta no verte Jesús mío. (1ª ed. 1969), Ed. Era, México. (La Vie de Jésusa. Traducción de Michel Sarre, Éd Gallimard, 1980).
[3] Tinísima, Ed. Era, México, 1980.
[4] G. Genette, Seuils, Editorial Le Seuil, París, 1987, pp. 147 y 149.