Sergio Pitol, ¿tradición?
En El viaje, segunda parte de la trilogía de ese nombre, Sergio Pitol (1933) abre su libro con una frase directa y una curiosa interrogación, esbozada a manera de tratamiento de choque: “Y un día, de repente, me hice la pregunta ¿Por qué has omitido a Praga en tus escritos? ¿No te fastidia volver siempre a temas tan manidos: tu niñez en el ingenio de Potrero, el estupor de la llegada a Roma, la ceguera en Venecia? ¿Te agrada, acaso, sentirte capturado en ese círculo estrecho? ¿Por pura manía o por empobrecimiento de visiones, de lenguaje? ¿Te habrás vuelto una momia, un fiambre, sin siquiera haberte dado cuenta?”.
Y aunque como siempre su libro dé vuelta sobre sí mismo, concluya relatando una historia del novelista niño en Potrero y rememore como a menudo lo hace la muerte de su madre, en este texto añade un elemento definitivo que altera esa relación persistente: su identificación con un personaje grotesco, aparecido en un libro sobre las Razas humanas, que varios niños de esa época habían visto en la escuela o en sus casas, y una de cuyas fotos ilustra a una criatura de “labios abultados y pómulos salientes, rasgos que le daban un aspecto animal, y ese carácter lo potenciaba un espeso gorro de piel que le cubría hasta las orejas y que yo suponía que era su propio pelo. Al pie se leía, Iván, niño ruso”.
Recuerdo póstumo –en relación con el libro– pero meollo de la narración y revelado, como en las novelas policíacas, al final; relato-madre, organiza y explica una fijación estrecha y muy temprana con la literatura, y revela literalmente, valga el pleonasmo, esa entelequia tan socorrida por él, la de la famosa “alma rusa”, que , para quienes leen sus textos es una evidencia, trazada con caracteres imponentes en cualquiera de los libros de sus grandes escritores: ya sean Tolstói, Gógol o Chéjov, Bulgákov o Bábel, Mandelstam o Ajmátova, Tzvetàieva, Bély, Pilniak o Nabokov. Entelequia convertida en una vivencia de carne y hueso, casi en un troquel, cuando se ha vivido en Rusia y se ha aprendido su lenguaje, ocupación importante para el narrador durante su estancia en Praga donde tomaba lecciones de ruso, conversaba con su maestra y traducía con su ayuda a algunos de sus autores favoritos. Libro del cual me hubiera gustado trabajar varios aspectos, además de su tema aparente. Por ejemplo, la narración de varios sueños delirantes que se integran naturalmente al relato, el del hombre muerto, personaje que en lugar de sangre se nutre de limones poder mantener su condición de fantasma, parodia genial del vampirismo; o su encuentro onírico y cirquero con la muy cursi Catalina D’Erzell a la que acompaña en apariciones escénicas y donde ella es la figura principal y él, el payaso humillado; o ese maravilloso sueño donde surgen de manera incontrolable cientos de avestruces, insistiendo en esa obsesión que Pitol tiene con los pájaros, presente en Nocturno de Bujara y en Juegos florales, para mencionar sólo algunos de sus libros. También me hubiera gustado incursionar en los aspectos políticos, las grandes purgas estalininanas, los asesinatos de escritores o la rígida estructura que aún durante su visita imposibilitaba a los escritores soviéticos para expresarse libremente, o indagar por qué la obra y la vida de Marina Tzvetáeiva le producen al escritor tanta atracción y desagrado al mismo tiempo.
¿Desdén por Praga, dónde fue embajador? No, más bien Praga como ciudad laboratorio, ciudad donde como en cualquier otro lugar del mundo escribe Pitol sus diarios, pero con la diferencia de que en ella prepara y resuelve algunas de sus mejores obras, las que le otorgan a su escritura un giro carnavalesco, siempre presente en su obra, obvia cuando publica sus dos famosas trilogías –la del Carnaval y la del Viaje–, y cuando a la mitad del relato citado nos avisa la razón por la que ha decidido posponer el relato de su viaje a la capital de Georgia, Tbilisi, para concretar un proyecto, ya realizado en un libro terminado muchos años atrás (Domar a la divina garza) y revisitado como base de un nuevo texto para explicar su gestación, justo a mitad del viaje, título a su vez del libro:
Mi acercamiento a todas esas actividades es real, explica el autor, pero al mismo tiempo vive en mí el proyecto de la novela del bajo vientre. Lo reiteré al llegar a Praga, pues me dirigí de inmediato a la estantería donde se encuentra el libro de Bajtín sobre el carnaval y las funciones del bajo vientre en la cultura popular a finales de la Edad Media e inicios del Renacimiento.
Ese deseo de revisar cuanto antes la teoría bajtiniana del carnaval, presentes en El desfile del amor o La divina garza se gesta en Praga (sobre todo en los diarios, semillero genial, así como la Trilogía del viaje) y nos demuestra hasta qué punto la escritura es para él como la respiración, una pulsión fisiológica, pues sin ella no puede sobrevivir, aunque suela afirmar que en su vida la actividad primordial ha sido y será la lectura, dato absolutamente cierto. Marietta, personaje de Domar a la divina garza hace su a-posteriori y melodramática aparición en El viaje en una conferencia que Sergio dicta en Moscú –¡of all places!– sobre Joaquín Fernández de Lizardi –¡of all people!– y su novela El periquillo sarniento, publicada a principios del siglo XIX, de la que lee un fragmento clave que agiganta la escritura transgresora de uno de los primeros novelistas mexicanos:
Otros cuatro o cinco pelagatos, todos encuerados, y a mi parecer medio borrachos, estaban tirados como cochinos por la banca, mesa y suelo del billarcito. Como el cuarto era pequeño, y los compañeros gente que cena sucio y frío y bebe pulque y chinguirito, estaban haciendo una salva de los demonios, cuyos pestilentes ecos, sin tener por donde salir, remataban en mis pobres narices; y en un instante estaba yo con una jaqueca que no la aguantaba, de modo que no pudiendo mi estómago sufrir tales incensarios, arrojó todo cuanto había cenado pocas horas antes….
Januario me hizo seña de que me callara la boca, y nos acostamos los dos sobre una mesa de billar, cuyas duras tablas, la jaqueca que me infundieron aquellos encuerados a quienes piadosamente juzgué ladrones, los innumerables piojos de las frazadas, las ratas que se paseaban sobre mí, un gallo que de cuando en cuando aleteaba, los ronquidos de los que dormían, los estornudos traseros que disparaban y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos me hicieron pasar una noche de perros.
Un fragmento definitivamente escatológico, leído en una conferencia dada por el narrador en la Biblioteca Nacional de Moscú y que despierta el entusiasmo de la ya mencionada asistente a la lectura, Marietta, cuyo marido antropólogo estudia las fiestas del mundo “primitivo” o pagano y quien explica que la mejor fiesta que había conocido “era una fiesta en la selva mexicana en honor a un santo niño cagón”. Pitol ha explicado que la obra de Lizardi presenta ya “un lenguaje que acaba de romper sus ataduras con el idioma jurídico y eclesiástico usado hasta entonces en los libros. Un esfuerzo por buscar el lenguaje adecuado a las circunstancias de la nueva nación”. Manifiesto mi asombro: ¡ese lenguaje liberado, ese lenguaje idóneo, ya lo ha subrayado nuestro autor, es un lenguaje excrementicio que describe justamente un episodio de letrina y, deducimos, el origen de nuestra lengua e idiosincrasia nacionales!
Algo muy semejante le sucede al relator de este texto que comento, definido como uno de los motivos principales que mueven al narrador a explicar en retrospectiva la genealogía de otra de sus novelas y convierte a la vez a este texto en un relato totalmente autónomo, la novela de una novela, a la manera de Thomas Mann –diario de viaje aparentemente, aunque novela por sus propios méritos–, aunque revele asimismo las claves del libro anterior, con lo que se acrecienta el significado que para el narrador tiene la ciudad de Praga: esa Praga mágica, recorrida calle a calle, gozada en cualquiera de sus recovecos, apreciada en su belleza, aunque nunca hubiera antes aparecido en su escritura, escasamente utilizada de manera interpósita como una probeta donde se practicara una alquimia particular con el único objetivo de descubrir una nueva piedra filosofal, la de la propia creación escrituraria:
Cuando el protagonista, feliz y admirado de la enorme vitalidad y sentido histriónico de los georgianos y, después de participar en un banquete pantagruélico, se ve urgido por un deseo de descargar el vientre, descubre para su horror que sólo puede hacerlo en una enorme letrina colectiva compartida por todos los hombres del lugar; allí se concentran los olores nauseabundos, circulan los chistes gruesos, se producen los ruidos del vientre, y se generan tufos insoportables.
Un espectáculo cuyo máximo efecto es, explica Sergio, un atentado contra el pudor:
Desde niño he tenido horror a contemplar este tipo de actividades corporales. Las he seguido evadiendo toda la vida. Enfrentarme a esa sorprendente verbena excrementicia me desquició. Más que el hedor, lo que en verdad me alteró fue la naturalidad con que eran realizadas esas funciones… Lo cierto es que no era un lugar clandestino, ¡todo lo contrario… Por el bullicio que se oía debe ser un lugar muy concurrido!... La pestilencia del antro era intolerable. Temí desmayarme. Busqué a aquel loco Virgilio cacarizo que me había conducido a ese círculo fecal del infierno para pedirle que me sacara inmediatamente de allí, y lo vi feliz, como si hubiera llegado al ágora en un momento cenital, conversando alegremente con unos muchachos y saludando a otros, mientras se desabrochaba los pantalones y se dirigía a uno de los agujeros para defecar…
Los dos episodios, el experimentado por Lizardi y el que Sergio vive en Georgia, contienen varios elementos en común, su carácter colectivo y la falta de pudor de los congregados como una verificación asombrada. No acaban aquí las cosas, ha habido antes una escena premonitoria, el protagonista camina por unas calles aledañas a un hermoso palacio y se topa con un mendigo borracho con los pantalones a medio levantar o a medio bajar y revolcándose en su propia mierda, haciendo de este acto fisiológico uno de los asideros del texto en su perfecta triple aparición estructural, a modo de línea de fuga como la de varias de las pinturas que siempre ha admirado Pitol, por ejemplo el tríptico de Max Beckmann.
El narrador, ya aseado y repuesto de su aventura fecal, va caminando por una avenida muy bella, a principios de la primavera, el campo florecido, los olores maravillosos, y, de repente, otra asociación lo retrotrae a la infancia, a la primera infancia. Y en el flujo de los recuerdos, como en el Arte de la fuga, reaparece la madre, en un momento todavía de felicidad, concretamente ligado a lo excrementicio. Y la mierda, lo sabemos bien, –¿no lo aseguran acaso así los psicoanalistas y, en otros tiempos, los alquimistas?– se convierte en oro. Como la escritura de Sergio Pitol que al combinar los temas más excelsos con las anécdotas más hilarantes, paródicas y escatológicas nos entrega un libro extraordinario, sencillo, sin fisuras y de una complejidad admirable.
Mario Bellatín, ¿ruptura?
Quizá una de las narrativas más inquietantes y poéticas que se producen actualmente en México es la de Mario Bellatín, quien de ninguna manera pretende inaugurar una vanguardia, quizá porque las vanguardias fueron movimientos artísticos inaugurados y con sentido en el primer cuarto del siglo xx . Su ya vasta obra consta de varios textos breves, muy condensados y producidos en un período también corto, como si su autor quisiera quemar etapas y que al comenzar a publicarse engendró reacciones críticas en Perú, en 1992, como consta en las siguientes frases: El “efecto Bellatín” o “Bellatín , vanguardia (¿) tormentosa”. En México, donde está desde 1996, ha publicado numerosos textos como Poeta ciego, El jardín de la Señora Murakami, Flores. Luego Shiki Nagaoki, una nariz de ficción y desde 2002 varias novelas más. Su obra reunida apareció en Alfaguara en 2006 y en Anagrama se han editado varios de sus libros: Damas chinas, Lecciones para una liebre muerta o El gran vidrio.
En Flores, con su obvia alusión a Las flores del mal de Baudelaire, aunque las de este libro sean predominantemente flores de plástico, Bellatín construye un texto a manera de emblema:
Existe, dice, una antigua técnica sumeria que para muchos es el antecedente de las naturalezas muertas, que permite la construcción de complicadas estructuras narrativas basándose sólo en la suma de determinados objetos que juntos conforman un todo. Es de este modo cómo he tratado de conformar este relato, de alguna forma como está estructurado el poema de Gilgamesh. La intención inicial es que cada capítulo pueda leerse por separado, como si de la contemplación de una flor se tratara.
El libro se organiza en torno a un tema recurrente, las malformaciones causadas como efecto de experimentos químicos y, sin mencionarse directamente, la talidomida que produjo bebés mutilados; la acción se desarrolla en Alemania, de manera vaga e incierta, en el contexto de un laboratorio donde se inventan y fabrican los productos causantes de las mutaciones, un laboratorio que bajo el pretexto de la investigación científica provoca daños irreparables a los pacientes y evoca sutilmente la tradición inaugurada por los campos de concentración nazis. En la novela se construye espacios cerrados, recurrentes en los textos de Bellatín: los templos donde se celebran ceremonias secretas, los orfanatorios, los asilos de ancianos, los baños públicos, los salones de belleza, los invernaderos, lugares en los que se ofician extraños rituales, se propicia la contemplación y participan personajes inscritos en una secta por su carácter marginado.
En Salón de belleza, su texto más conocido y del cual se hizo una obra de teatro, Mario Bellatín subraya el efecto de irrealidad, gracias a una prosa exacta que dibuja como si ella misma fuera un bisturí una sala de operaciones o de disección, un acuario, una linterna mágica. Un espacio vacío alucinatorio, contradictoriamente poblado de objetos minuciosos y de seres en trance de morir que acentúan el carácter ritual de la narración, multiplican al narrador y lo escinden en varios personajes que evocan al propio Bellatín, o mejor al narrador, quien en un acto de prestidigitación, presente en todos sus textos, desaparece para dejar en su lugar una atmósfera de belleza y destrucción: la metáfora de la enfermedad, en este caso el sida que nunca se nombra en la novela.
El epígrafe de Flores, supuestamente escrito por un Premio Nobel de Física que lo recibió en 1960, remite de manera ambigua y muy borgiana a datos fidedignos, podrían conformar en cierta forma la biografía del autor, nacido ese mismo año de 1960, y cuyo brazo derecho es ortopédico, un brazo artificial que suple al que le falta:
Recuerdo cuando acudí donde un anciano y reputado médico homeópata. Me llevó mi padre, yo era un niño. En ese tiempo usaba yo una mano ortopédica. El médico la asió para tomarme el pulso. Yo estaba tan intimidado que no hice nada para sacarlo de su error. El honorable médico atenazó con fuerza la muñeca de plástico. Pese a todo, en ningún momento me dio por muerto. Al contrario, mientras iba contando las supuestas pulsaciones le dictaba en voz alta a su ayudante la receta que curaría todos mis males.
El tono confidencial del pasaje se neutraliza rápidamente: la exacta descripción de un defecto congénito y la inscripción de una fecha podrían indicar un dato autobiográfico, pero el Escritor (así también llamado un personaje de otra de sus novelas, Canon perpetuo) no está dispuesto a entrar en el terreno ambiguo, aunque realista, de la autobiografía, terreno tan ampliamente explorado en la literatura por lo menos desde las Confesiones de Rousseau.
Shiki Nagaoki: Una nariz de ficción, fue editada por la editorial Sudamericana, actualmente propiedad del grupo Plaza y Janés, en ese proceso aparentemente definitivo que se va tragando a las editoriales y las hace formar parte de grupos trasnacionales, otro de los efectos del mercado. Varias de las novelas de Bellatín se inscriben, aunque sólo fuera por su título, dentro de la tradición oriental. ¿Por qué, cabría preguntarse?
... el Oriente me es indiferente, declara Roland Barthes en Imperio de los signos, el Oriente me proporciona simplemente un conjunto de rasgos cuyo despliegue, ese juego inventado, me permite privilegiar la idea de un sistema simbólico desconocido, enteramente distinto del nuestro. Lo que puede advertirse acerca del Oriente no son otros símbolos, otra metafísica, otra sabiduría (aunque ésta parezca muy deseable), es la posibilidad de una diferencia, de una mutación, de una revolución en la articulación de los sistemas simbólicos.
Y esa revolución sería, de nuevo para Barthes, el hecho de que Japón dispara o propicia en el escritor justamente la “posición de escritura”, “situación en la que se opera una cierta ruptura de la persona, un trastrueque de las antiguas lecturas, una sacudida del sentido, desgarrado y extenuado hasta constituir un vacío insubstituible sin que el objeto deje jamás de ser significante y objeto de deseo”.
Cita que resume adecuadamente, a mi modo de ver, el umbral donde Mario Bellatín se sitúa para producir sus textos. Una situación elaborada sobre una tradición distinta a la propia que le otorga a su obra otro sentido, el de una reescritura o una traducción, dato subrayado por la inclusión en el cuerpo del libro de los textos japoneses que han dado origen al relato de la vida de Shiki Nagaoki, dato remachado, además, y en reiterada circularidad, por la presencia de los epígrafes provenientes de cada uno de esos mismos textos, es decir, de un anónimo japonés del siglo xiii, en el que está inspirado a su vez el cuento La nariz, escrito en 1916, por Akutagawa Ruynosoke, el clásico autor japonés a cuyo nombre se entrega anualmente en Japón el premio más prestigiado de ese país. El tema del relato remite, como en Flores, a una malformación congénita, a un personaje cuya nariz descomunal –su defecto– se convierte desde su nacimiento en objeto de ficción ¿Experimento autobiográfico? Quizá, si se subraya el efecto que sobre el texto tendrán, desmitificándolo, la parodia, la cita y la traducción como sistema, un sistema codificado que a Shiki Nagaoki, como él mismo lo afirma –y puede pensarse que a Bellatín también–, le permite “hacer circular los relatos de una caligrafía occidental a ideogramas tradicionales, mediante los que es posible conocer la verdaderas posibilidades artísticas de cualquier obra.”
Paradójicamente, vuelvo a insistir, en esto radicaría lo autobiográfico, si puede haberlo, y no en el dato mismo de una malformación genética enarbolada como burladero y como punto de partida del relato. Reitero, lo autobiográfico se instalaría en una propuesta de escritura original, a pesar de que en ella colaboran otras escrituras colocadas en abismo, “la lectura de textos traducidos donde pueda hacerse evidente la real esencia de lo literario que, dice el autor de la novela que comento, de ninguna manera, como algunos estudiosos afirman, está en el lenguaje”. Y el resultado de esa inmersión en las literatura e idiomas extranjeros es un tratado de Shiki Nagaoki, aparecido tardíamente, intitulado Tratado de la lengua vigilada, que revela de manera tautológica su profunda originalidad y su absoluto apego a su propia tradición escrituraria: “Esa devoción sin límites a las prácticas ancestrales, aunque adaptadas a su sistema particular, lo convirtió en un autor poco común en una época en que la gran mayoría de artistas parecía deslumbrada por las recién descubiertas formas de expresión extranjera”.
Nos enfrentamos a un encadenamiento sucesivo de textualidades cuyo signo remitiría a un procedimiento muy practicado en el ámbito de la música, el tema y sus variaciones, en donde se trabaja sobre un tema dado, reproducido y traspuesto con aditamentos que suelen transformar casi totalmente el material de base, conservado sin embargo como sustento del texto, a manera de palimpsesto. Este sistema escriturario descrito minuciosamente en otros textos de Bellatín, por ejemplo en “Buscar el sentido de mostrar fotos tasajeadas”, inscrito en La Escuela del Dolor Humano de Sechouán, ilumina otro de los elementos que conforman el libro, la inclusión de un montaje de fotografías de Ximena Berocochea, con el fingido objeto de realzar o ilustrar los textos, aunque en realidad nos remite a un juego, un artificio, el de producir, entre otras cosas, un efecto de comicidad que desmiente la posible tragedia del protagonista cuyo apéndice monstruoso es más bien objeto de burla que de compasión. Asimismo, la apropiación de sistemas escriturarios y simbólicos que se fundamentan en la cita, culta y oculta, como bien se subraya en el texto que transcribo enseguida, cuyo objetivo, y no el menor, sería igualmente anular el efecto de realidad, la presunción siquiera de que podría existir una literatura realista:
Quizá el aporte más significativo de Lin Pao, el legendario protagonista de este relato situado en Sechouán, fue la pretensión de sistematizar sus conclusiones. Los últimos años de su vida los dedicó a describir las formas de un dolor que para muchos sólo se presenta en su aspecto negativo. Aquel texto fue destruido por las autoridades del Imperio durante los años más duros de la hambruna que asoló la región central a fines del siglo xvi... De la lectura de las telas bordadas que en secreto confeccionaron los seguidores inmediatamente después de la destrucción del manuscrito, llaman especialmente la atención las reflexiones que se producen a partir del estudio de las probabilidades de la Cámara Obscura. En ellas se plantea la duda sobre si la verdadera imagen se encuentra en el instante en que se genera o en sí misma.
El texto pues como desgarradura, fragmento incompleto que intenta comunicar verdades inconclusas, en un afán falsamente detectivesco por determinar los motivos “reales” que han producido ciertos efectos. O como diría Almanzi refiriéndose a Magritte analizado por Foucault: “En esta perspectiva es importante mantener una rigurosa mala fe, una técnica de severa incomprensión”. Se trata de instalar al escritor en una zona ambigua, más bien, instalarlo no en la posición de un escritor sino en la de un “traductor-biógrafo”, en un disparador de ficciones autoreferenciales aunque ficticias: Shiki Nagaoki abandona el monasterio donde ha estado recluso durante cerca de 13 años; cambia de oficio, de monje budista se convierte en revelador de fotos a través de las cuales perfecciona uno de sus descubrimientos primordiales: la naturaleza es sólo aprehensible si se contempla tamizada por una imagen, la que se obtiene de una lente fotográfica, esa traducción de lo real, o mejor, esa construcción artesanal que como la literatura nos sitúa en un enigmático umbral, la apropiación de la irrealidad mediante una complicada técnica, como lo asegura otro de sus relatores omniscientes y, como en todas las obras de Bellatín, revela el profundo interés de su autor, también en varios de los creadores actuales, por hacer coincidir la obra misma con su elaboración, es decir, la obra como el proceso de la creación:
Quizá la única forma de poner fin a esta práctica de aniquilamiento sea precisamente llevando adelante, en otra sociedad, las enseñanzas que el pedagogo Lin-Pao ideó para la Cámara Obscura. La situación por la que pasan actualmente los seguidores del pedagogo necesita de un ojo con una perspectiva distinta que la represente. Sólo de ese modo la sentencia de que nadie puede saber si la foto está en el disparo o en sus resultados puede tener algún sentido.