Guadalupe Nettel

La novela mexicana: presa de la violencia

 

 

 

La literatura ¿refleja la realidad? La premisa de Stendhal, según la cual la novela es un espejo, ¿sigue siendo válida a pesar de los excesos a que ha llevado la teoría marxista del reflejo? A fin de entender la literatura mexicana actual, es en todo caso necesario dar un vistazo a la situación social y política del país, por cierto bastante catastrófica. En el panorama latinoamericano, México, que durante varios decenios había mantenido una imagen de estabilidad política y económica, se encuentra hoy entre los países más problemáticos. En materia de tráfico de drogas y de inseguridad, desde hace algunos años ha rebasado la crisis colombiana. En el país existen diversos grupos guerrilleros, algunos de ellos activos, como el Ejército Popular Revolucionario, mientras que los zapatistas se hallan confinados en sus tierras del estado de Chiapas. Los grupos paramilitares y los traficantes de drogas, por su parte, son omnipresentes, y han logrado infiltrarse en el nivel superior de las esferas políticas. Día a día, el periódico Excélsior consigna el número de personas asesinadas por estos grupos armados. El pasado mes de diciembre estábamos en veinticuatro por día, una por hora –más que en Irak–. Constantemente, y cada vez más cerca de las grandes ciudades, la policía descubre docenas de cadáveres con señas de torturas apilados en la calle o colgados de árboles. Han sido noticia de primera plana, en diarios del mundo entero, los casos de víctimas cuya cabeza decapitada aparece en lugares públicos. Uno de los problemas principales es la falta de credibilidad de las instituciones que en principio son responsables del orden público. Los funcionarios policiales, desde el simple agente hasta los mandos superiores, están vinculados a las bandas de narcotraficantes, pero también a las de secuestradores; por lo demás, con frecuencia coinciden estos dos grupos. Lo mismo se puede decir de los políticos que gobiernan el país. Sin embargo, las denuncias y revelaciones constantes en los diarios ya no son motivo de asombro para los mexicanos, que desde hace años han dejado de creer en el Estado de derecho.
Frente a tal situación, la sociedad mexicana ha parado en la decepción y se ha vuelto pesimista, prisionera de la resignación que a la larga siempre reemplaza al sentimiento inicial de rebelión. La gente se explica todo de la manera siguiente: “Nuestro país es así. No importa qué partido esté en el poder. Esto no cambiará nunca.” ¿Cuál podría ser el impacto de semejante constatación en la expresión artística, en particular la literaria? ¿Cómo se traduce en las ficciones que actualmente se producen en México? Es lo que aquí nos hemos de preguntar, sin pretender establecer un panorama exhaustivo, tomando algunos ejemplos de entre los libros y los autores más representativos de la narrativa que se ha hecho eco de esta situación en el curso de los últimos años. Dejaremos de lado también los antecedentes: pues México, claro es, ya ha experimentado periodos de violencia que han repercutido en su literatura; y si no ha conocido una dictadura militar, como la que imperó en Argentina y orientó su producción literaria[1], sucesos como la salvaje represión del movimiento estudiantil en 1968, con su triste cosecha de desapariciones, torturas y asesinatos (cuyo punto culminante fue la matanza del 2 de octubre), han dejado huellas en la literatura nacional, comenzando por el bello libro de Elena Poniatowska, La Noche de Tlatelolco (Era, México, 1970).[2]
Si fuera necesario caracterizar sucintamente, en relación con la cuestión política, a la literatura mexicana reciente, habría que señalar, en contraste con su narrativa anterior, pero también en comparación con la de los países vecinos, su escepticismo total respecto al género humano, su rechazo de las ideologías y su refutación de toda esa narrativa que aún prevalece en América del Sur y que exalta la bondad humana, la valentía y la lealtad a una causa política que puede cambiar al mundo.[3] En México esta especie de discurso no sólo está desacreditado, sino que incluso se le considera repugnante. De hecho, son muchos los que ven el sentimentalismo como algo falso o manierista: como un artificio cursi que no es capaz de conmover a nadie.[4] Toda moral se percibe como un cuento de hadas. Así, las novelas mexicanas recientes ya no contienen casi ningún juicio valorativo; tan sólo el cinismo sigue siendo verosímil, hasta el grado de configurar el tono literario dominante.
Con frecuencia narradas en primera persona, las novelas contemporáneas de México ponen en escena a personajes que gradualmente llegan a participar en actividades delictuosas o a ser testigos oculares de éstas. La figura del resentido que odia a la sociedad y que ve en las clases sociales diferentes de la suya a los responsables de su drama personal aparece cada vez más en las obras del pasado decenio. Antonio Ortuño (nacido en 1976), escritor de Guadalajara, ilustra claramente este género narrativo. Desde sus inicios se le acogió muy bien en el círculo literario mexicano, tanto como en el extranjero. Su primera novela, El buscador de cabezas (Joaquín Mortiz, 2006) narra la historia de Alex Faber, un periodista que trabaja en un diario independiente, y que se deja corromper por un grupo de extrema derecha; a partir de entonces él realiza su verdadera aspiración en la vida: recrearse con los aromas putrefactos aunque intensos de la ignominia. Este personaje, que desde el inicio de la juventud se ha puesto al servicio de hombres poderosos, ve en el auto-escarnio y en el placer diferido de la traición las únicas vías hacia la libertad. Su narración amplifica los rasgos de una parte importante de la sociedad mexicana – el racismo, el desprecio hacia las minorías y la obediencia irracional a ciertos sectores de la Iglesia– a fin de crear una anti-utopía e imaginar qué pasaría si un partido constituido por esta especie de gente ganara las elecciones presidenciales. A la vez llena de rencor y nutrida por los sentimientos de culpabilidad que lo atormentan, su confesión permite analizar desde cerca las motivaciones de un Estado como el que el escritor imagina, versión exagerada apenas del que hoy gobierna el país. Ortuño no perdona ni a los grupos de derecha ni a los de izquierda: a aquellos les reprocha su propensión al asesinato y su aspiración a una humanidad mecánica; a estos, su sentimentalismo ciego y su inconsecuencia. A través de este desfile de máscaras el autor, al parecer, nos quiere indicar que la justicia no existe, que la gracia es arbitraria y que las raras personas que encuentran su salvación no son las que la merecen, sino las que se encontraban en el lugar preciso en el momento justo.
La violencia de este libro no se deriva solamente de la historia que narra; también se halla presente en el lenguaje que Ortuño utiliza para construirla. Lo mismo sucede en su segunda novela, Recursos humanos (Anagrama, 2007), finalista en el célebre premio Herralde. La narración se erige en torno a la venganza que un personaje desposeído emprende contra su jefe inmediato, a quien a la par desprecia y envidia. Antonio Ortuño también ha publicado una colección de cuentos cuyo título, El jardín japonés (Páginas de Espuma, 2007) no da idea de su carácter perturbador. La virulencia que caracteriza al autor aquí aparece en forma más sutil, más refinada, y se sale del contexto mexicano para escenificar una violencia universal. En este libro, capaz de escandalizar a las buenas conciencias, Ortuño describe sin emitir juicios de valor diversas escenas de abuso sexual o de tortura de animales. Estas escenas no constituyen el núcleo de sus ficciones, pero aparecen aquí y allá de modo aleatorio y contribuyen a crear el ambiente de un universo literario abominable y muy personal donde todo puede suceder.
Otro autor interesante es Álvaro Enrigue, nacido en 1969, cuya primera novela, La muerte de un instalador, fue publicada en 1996 por Joaquín Mortiz. Este escritor siempre se ha caracterizado por la excentricidad de su universo literario, cuyos personajes con frecuencia son outsiders que no entienden el mundo que los rodea. Hipotermia (Anagrama, 2006) es un libro a medio camino entre una colección de cuentos y una novela fragmentaria. Aunque se sitúa en una tradición profundamente anglosajona, la de John Kennedy Tool, Kurt Vonegut, George Sanders y David Mamet, el autor explora el tema de la inmigración mexicana en Estados Unidos y reflexiona sobre el rol que el vecino país juega en la construcción de la identidad mexicana. También los personajes de Álvaro Enrigue son seres marginados, reducidos a la condición de parias o de escorias sociales. Inclusive cuando gozan de cierto bienestar, no dejan de sentirse alienados a pesar de ello, ya sea por su condición de inmigrantes, ya porque se consideran unos fracasados, o bien por un defecto de su personalidad que les impide relacionarse con el mundo en un nivel de igualdad.
Integrada por una decena de cuentos, en los cuales retorna frecuentemente un mismo personaje, alter ego del autor, Hipotermia es una obra híbrida por naturaleza: ni mexicana ni norteamericana; ni novela ni colección de cuentos.[5] En ella, Enrigue compara al emigrante mexicano con el tlacuache, mamífero exótico, híbrido y marginal, que solamente sale en medio de la noche a rapiñar gallinas y que juega un gran rol en la mitología indígena americana[6]: “Los tlacuaches viven la mitad cálida del año cerca de un arroyo y la mitad fría en las zonas oscuras de los arrabales. Constituyen el sistema digestivo de los suburbios. […] Grandes y torpes, realizan su tarea con la dignidad artera de los miserables”. Al elegir al tlacuache como emblema tutelar de sus personajes, Álvaro Enrigue contribuye con un nuevo arquetipo a la mitología –plena de símbolos prehispánicos– que los escritores mexicanos han edificado desde tiempos inmemoriales. También se inserta, aunque ésta no sea su intención, en la tradición de Octavio Paz, que en el Laberinto de la soledad abordó por extenso el tema del “pachuco” –esa especie de joven norteamericano de origen mexicano que fue el inventor del argot chicano y a quien Paz vio como el único verdadero eslabón entre ambas culturas–. Cerca del fin de Hipotermia, el personaje regresa finalmente a México. Evidentemente, ya no es el mismo. Ha cambiado su expresión de desconcierto indignado ante el entorno, por una manera más cínica de vivir en el mundo. Este regreso a su país constituye una reconciliación con diferentes aspectos de su vida, tales como la familia y el pasado. Regresa, no con la actitud de quien cierra los ojos ante el horror del mundo, sino de quien acepta la realidad con todas sus vicisitudes y sus aspectos más contradictorios. Más hot que hipotérmicos, los últimos capítulos de esta obra constituyen una abigarrada oda erótico-culinaria de los perfumes y sabores de México.
La relación con Estados Unidos es uno de los temas más fascinantes para los creadores mexicanos. La situación límite en la frontera –la física, tanto como la metafórica– ha convertido a Ciudad Juárez, Monterrey, Tampico y Tijuana, principalmente, en las nuevas capitales del cine chicano, de los colectivos de música electrónica y de la plástica experimental. La literatura no es la excepción. El Norte de México constituye un nowhereland muy sugestivo, un espacio de impunidad capaz de inspirar las historias más escabrosas. Este territorio, además, no sólo les interesa a los escritores mexicanos, sino también a los latinoamericanos como el chileno Roberto Bolaño –a quien muchos escritores y críticos literarios consideran, a pesar de su origen, como el autor de las mejores novelas mexicanas de nuestro tiempo–.[7] En su última novela, 2666, Bolaño aborda por extenso, y con mucha autenticidad, el caso de cientos de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, en la frontera con Texas. Los escritores de la frontera despliegan un universo donde los traficantes de droga y los travestís se suman a una mitología de gringos desencantados, detectives alcohólicos, teiboleras y stripers. Se puede citar, entre todos, a Daniel Sada (Mexicali, Baja California, 1953), David Toscana (Monterrey, 1961), Mayra Luna (Tijuana, 1974), Luis Humberto Crosthwaite (Tijuana, 1962).
Gracias a las raras cualidades que muestra y al carácter inasible de su prosa, éste último ha despertado gran interés en algunos críticos literarios y en los lectores que gustan de los escritores extraños y difíciles de clasificar. Los cuentos de Crosthwaite, que han salido a la luz en obras como Marcela y el rey al fin juntos (Boldó i climent, 1988), El Gran Pretender (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1990), o Instrucciones para cruzar la frontera (Joaquín Mortiz, 2002), describen la vida en la frontera. Sus personajes constantemente comparan su vida con la “del otro lado”, la cual les parece algo irreal desde su punto de vista. Hablan una lengua híbrida, ampliamente conocida como spanglish, mezcla (como lo indica su nombre) del español y el inglés. “Marcela y el rey”, el cuento más famoso de Crosthwaite y acaso también el más emblemático, narra la historia de una cantante mexicana de mucho talento pero desconocida, que durante una de sus actuaciones ve a Elvis Presley entrar en el bar cochambroso donde ella suele cantar, aparición conforme a la leyenda según la cual el ídolo del rock’n roll no ha muerto. El cuento es la historia de amor de estos dos personajes y de su viaje clandestino hacia Estados Unidos. En general, los personajes de Crosthwaite son alcohólicos melancólicos, tiernos y repugnantes, no muy diferentes de su autor, que se define a sí mismo como “dividido entre dos países y dos culturas, vencedor y vencido en la guerra de los cowboys contra los mariachis”. Quintaesencia de la posmodernidad en un territorio que jamás ha conocido la modernidad, el lenguaje de la frontera, híbrido, confinado, nos llega en la forma de un spanglish que jamás es definitivo, que se modifica incesantemente: dando la espalda a las convenciones verbales y lingüísticas del “Centro”, este lenguaje confiere su eficacia y su ferocidad a una narrativa que pone el acento en la violencia.
Las novelas del Norte de México constituyen ciertamente, en conjunto, uno de los fenómenos más interesantes de las letras mexicanas contemporáneas. Su universo ha logrado entusiasmar a los escritores del Centro, quienes desde hace algunos años también ubican sus narraciones en estas tierras de las que no son originarios, pero que los inspiran profundamente. Esto sucede con “Los culpables”, cuento de Juan Villoro (nacido en 1956) en una obra a la que da su título.[8] Esta colección de cuentos pone en escena a siete personajes que se confiesan en primera persona. En el cuento citado, dos hermanos se reencuentran en su hogar de Sacramento para escribir un guión. Su vida es muy diferente. El primero, que desde la infancia había soñado en irse muy lejos de la frontera, en vez de atravesarla, se dirigió al centro de México, en busca de establecerse en el mundo del cine; el otro, que permaneció en Estados Unidos, se ha familiarizado con el tráfico de la región. La historia que pretenden escribir se basa en las experiencias de éste. El problema está en que ambos se sienten ilegítimos y por tal razón no pueden poner manos a la obra. El guionista presiente que a la historia le falta “veracidad” y que no engañara a los productores: sería necesario, le dice a su hermano, que se sintieran más involucrados en el asunto. Éste, por su parte, quiere ocultarle al primero una traición que le ha hecho, pero que finalmente se descubrirá. Las otras narraciones de la colección abordan, de diversas maneras, el tópico de la impostura. Uno de los principales temas del libro es la deslealtad –y las diferentes pasiones que ésta desencadena–. Aquel que engaña –tanto como el que se sabe engañado– experimenta una especie de desdoblamiento. El secreto que oculta lo obliga a vivir como alguien que no es. Se pasa la vida pretendiendo ser el que fue anteriormente. Los personajes se sienten atrapados en profesiones, en identidades nacionales, en relaciones que no se corresponden con sus sueños ni sus aspiraciones. Así, el primer cuento es la historia de un mariachi aburrido de la fama que goza. Por su profesión, representa a todo el folclor popular; pero en su fuero interno detesta “cantar bajo un sombrero de dos kilos, sentirse desgarrado por el rencor en los pueblos sin luz eléctrica”. Incluso su nacionalidad le parece una carga demasiada pesada: “Una vez soñé que me preguntaban: ‘¿Es usted mexicano?’ –¡Sí, pero no lo volveré a hacer!” Este personaje acude a un psicoanalista e intenta sin lograrlo reconciliarse con el mundo. Es entonces cuando empieza a hablar de otro aspecto de sí mismo que no le gusta para nada y que ha sido determinante en su búsqueda del éxito y el reconocimiento: el tamaño de su pene.
Mediante la confesión, los personajes intentan justificarse, y, sin quererlo, terminan por revelar precisamente lo que querían callar: su culpabilidad. Nos encontramos por tanto ante un juego de engaños y de falsas declaraciones, semejantes a las que todos los días aparecen en la primera plana de los diarios mexicanos, fenómeno que los escritores mexicanos describen en términos como: “La realidad se compone de diversas capas de mentiras que se amontonan unas encima de las otras”.[9] Es muy elocuente este viraje en la temática de Juan Villoro. En Los culpables encontramos la ironía, el humor y la inteligencia que caracterizan a este autor, pero no podemos dejar de advertir en sus narraciones una violencia creciente en la que indudablemente campea el aire de la época.
La ciudad, incluso cuando no es una ciudad fronteriza, ni la capital, ciertamente juega un rol importante en la novela mexicana, en que representa un espacio peligroso habitado por chiflados. Guillermo Fadanelli, nacido en 1963, desde sus inicios se ha nutrido de la contracultura norteamericana (particularmente de Charles Bukowski) y ha logrado imponerse como uno de los novelistas del medio urbano de México. La abyección es su tema preferido, la provocación su principal motor y el underground su ambiente predilecto. Lo dicho no sólo se refiere a sus cuentos y novelas, sino también a su propia figura, que él ha construido minuciosamente, hasta el grado de haberse convertido en una figura emblemática de los bajos fondos de la ciudad de México. Este escritor, que se goza en recorrer las cantinas y los bares de mala fama, siempre se encuentra rodeado de groupies, sus jóvenes admiradores: todo hace creer que el público juvenil se siente atraído por el cinismo que él proclama. Su universo es también el del resentimiento, el de la desesperación y de la venganza, salpicados de algunas reflexiones filosóficas que provienen, es evidente, de Schopenhauer. En sus obras –las más conocidas son Lodo (Debate, 2002) y La otra cara de Rock Hudson (traducido al francés en Éditions Christian Bourgois, en 2006)­­–, con frecuencia se presenta la delincuencia, el sexo y la euforia etílica. A contrapelo de esta tendencia, Fadanelli recién publicó una novela intimista de carácter autobiográfico, Educar a los topos (versión en francés por Christian Bourgois, 2008). Allí el narrador describe su transición de la infancia a la adolescencia en un colegio militar donde lo ha inscrito su padre para obligarlo a convertirse en un verdadero hombre. Lo más fascinante en este libro no son las numerosas descripciones de un ambiente militar opresivo que recuerdan a Las tribulaciones del alumno Törless, de Musil, o La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, sino la forma tan eficaz en que se insinúa la violencia. El aspecto más horrible que ésta puede asumir, parece decirnos el autor, es el disfraz del acto amoroso. El violador de menores les ofrece regalos y prodiga gentiles sonrisas a sus víctimas. Asimismo, en esta novela, a pesar de la firme oposición del resto de la familia, el padre del narrador dice que ha enviado a su hijo al infierno porque quiere que sea feliz. Guillermo Fandanelli describe admirablemente las innumerables facetas de la humillación y el abuso de poder que se dan entre los soldados. Sin embargo, más que las costumbres militares, lo que mantiene al lector en vilo es la tensión familiar subyacente en esta historia: una violencia psicológica cuyos estragos son todavía más profundos que los ocasionados por los insultos o los golpes de los camaradas del barrio.
Frente a esta narrativa que se reconoce a sí misma en la violencia o que a lo menos se complace en describirla, existe otra tendencia mucho más discreta y subterránea que extrae sus temas de un mundo intimista y subjetivo. Esta narrativa busca lo insólito y se reconoce en la marginalidad psicológica. El género de lo fantástico, abandonado tras el periodo del famoso “boom latinoamericano”, comienza tímidamente a resurgir, no como un retorno nostálgico al realismo mágico, sino como reacción contra la narrativa de “culpables” y de “transgresores”, donde la descripción con frecuencia asume un valor de identificación. Pero ya que hemos optado por dejar de lado este tipo de literatura que se esfuerza en huir de una realidad que considera abominable e irremediable, a fin de centrar nuestro interés en la que se enfrenta a la realidad y hace de ella el centro de su universo ficticio, nos quedaría por plantear, a manera de conclusión, la cuestión de la actitud ante la violencia que poseen los autores que hemos mencionado. La literatura ¿puede describir la violencia sin incitarla? Esta cuestión es con frecuencia objeto de debate en la actualidad. Aunque en ciertos casos se satiriza la violencia descrita, parecería que en general los autores mexicanos evocados aquí no asumen una posición crítica frente a ésta. Más bien prevalece, como hemos sugerido, una posición de cinismo: ni moral, ni política, esta narrativa extrae su materia de la violencia circundante y la reproduce en la narración ficticia, que se convierte, sucesivamente, en una especie de constatación, fría y objetiva, de la difícil realidad, tal como se manifiesta a lo largo y ancho del país, y, con más crudeza todavía, en las zonas fronterizas.

Traducción: Mariano Ventura

 

NOTAS

[1] Ver D. Balderston et al., Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar, Alianza, Buenos Aires, 1987.

[2] Sobre esta producción, ver G. Sotelo “Literatura del 68” en A. Vázquez Mantecón, Memorias del 68, UNAM/Turner, México, 2007, pp. 235-249.

[3] Ver por ejemplo la producción reciente de Eduardo Galeano o la de Mario Benedetti.

[4] Ver la respuesta de Antonio Ortuño que se cita en el artículo de Pablo Raphael, “Relevos después del neoliberalismo”, Quimera, Barcelona, 2007.

[5] El sociólogo Néstor García Canclini (Culturas híbridas, Paidós, Barcelona, 2001) afirma que las nuevas formas de expresión provienen de la contaminación entre culturas que es propia de nuestra época. Según él, las culturas híbridas –que no hay que confundir con el sincretismo y el mestizaje– no se fundan en la tradición, sino que constituyen su zona de transformación.

[6] Ver A. López Agustín, Los Mitos del tlacuache, Alianza, México, 1990.

[7] Ver Juan Villoro, De esto se trata (Anagrama, México, 2008).

[8] Los culpables obtuvo el premio Antonin Artaud 2007, y apareció traducido al francés en 2009 en Éditions Passages du Nord/Ouest.

[9] La frase aparece en la novela de Martín Solares, Los minutos negros (Mondadori, Barcelona, 2006).