Lucia Rodríguez
La acústica del deseo
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Lucia Rodríguez
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El orden –el hombre– pugna contra el desorden, El griego se distinguía del bárbaro a partir de la palabra, de la suposición de irracionalidad en el otro; el límite entre lo que estaba dentro de la polis y lo que no, era el lenguaje. La disputa es la palabra; ésta “divide en dos categorías: aquellos a quienes se ve y aquellos a quienes no se ve, aquellos de quienes hay un logos (…) y aquellos cuya voz, para expresar placer y pena, sólo imita la voz articulada”[2]. El griego tenía derecho de hablar con libertad, era su obligación ser franco; es decir, el ciudadano tenía el poder de la palabra en el ágora. Todo ciudadano podía, entonces, expresar la verdad incluso en contra del monarca, lo dicho por el parresiastés[3], representaba al pueblo silencioso. Parecería en un primer momento que la parresía, como crítica, es una forma de dar voz a los que no la tienen, pues comporta un riesgo para aquel que, en su condición de inferioridad frente al interlocutor, dice la verdad. Sin embargo, para ser considerado un parresiastés, uno debía primero ser un varón y un ciudadano[4], así su discurso estaba vinculado, y más aún, garantizado por la verdad. “Para los griegos, […] la coincidencia entre creencia y verdad no tiene lugar en una experiencia [mental], sino en una actividad verbal, a saber, la parresía”[5]. Hay entonces una equivalencia entre logos y verdad, el discurso es verdadero, pero sólo algunos tienen el privilegio de hablar: aquellos considerados ciudadanos y que reposan dentro de las fronteras de la polis. Así, el “bárbaro” no tiene acceso a la Verdad, su palabra es ruido, es imitación sin lógica, por lo que no tiene lugar en el ágora. El absoluto (verdad) está delimitado por la palabra-logos, por lo que la parresía, perteneciendo al juego democrático griego, no parece una verdadera estridencia. Sin embargo, este orden sí podrá, y será, irrumpido por el desorden contra el que pugna, esta palabra-logos será transgredida por el ruido; la voz “bárbara” rompe las estructuras lingüísticas racionales, pues están escritas en la arena húmeda de una playa desierta. La palabra encierra una paradoja, hace evidente el conflicto entre ley y naturaleza: encierra logos y voz, inteligibilidad y potencia; al tiempo que instaura límites, define, temporaliza y espacia, deja ver el hueco que pretende llenar, hace evidente que sólo es el intento metafórico de cubrir la fisura que provoca la desproporción de la vida[6], pero que hay algo que no capta, que sólo logra puntualizar. Esa negatividad de la palabra es su misma posibilidad; es necesaria la carencia para poder “decir algo”; del todo no podría decirse nada, sólo puede haber palabra en la fractura, en la parte. Ese resto, eso que está más allá de la palabra, más allá del lenguaje, que no se puede decir, paradójicamente, sin ser representable se hace visible a partir de la representación (de la palabra). Tenemos, pues, el punto de convergencia entre Apolo y Dionisos, tenemos que la palabra es voluntad y es representación[7].
Como siempre, las dos potencias helénicas son difíciles de separar, sin embargo, es posible distinguir ambos aspectos en la palabra. Por un lado tenemos la medida, el límite, el lenguaje como aquello que nos da objetos, que ilumina y distingue; y por el otro, la potencia, lo musical irrepresentable, la intensificación de la palabra en donde “lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí”[9], es decir, donde el principio de individuación impuesto por el logos se diluye. A partir de la distinción que Rancière hace entre política y policía, podríamos decir que la voz como logos, pertenece al ámbito de la policía, quien se ha servido de ella para establecer límites, para distinguirse de esa voz que sólo es ruido; ésta es la ley “que define la parte o la ausencia de parte de las partes, […] es una orden de lo visible y lo decible que hace que […] tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido”[10]. Sólo la verdad es digna de consideración, sólo a ella pertenece el discurso. Por su parte, ese ruido sin representación, despojado a la noche del silencio por su falta de inteligibilidad –de luz apolínea–, es vibración, pura fuerza como impulso, como negatividad radical que irrumpe: eso es lo político. El sentido se pone en contradicción, surge el enfrentamiento, la fisura en el lenguaje, la desproporción se torna evidente, y es a partir de este vacío como gemido que se tiene la condición de posibilidad de significar, o mejor dicho, de re-significar, de desplazar los significantes y romper los trazos de la forma, inscribiéndose así un nuevo campo de representación, más allá del límite que la palabra-logos instaura. Lo que permite, pues, la irrupción del ruido, es el desplazamiento del límite, la puesta en jaque del sentido y la posibilidad de instituir un nuevo orden simbólico. He ahí la violencia de la alteridad que se hace presente y descoloca al escucha. Nietzsche inscribe lo dionisíaco en formas temporales, efímeras; para él la pretensión de eternidad es de mal gusto: “Lo que importa –nos dice– no es la vida eterna, es la vivacidad eterna”[11]. El filósofo se inscribe, pues, en el instante, en una temporalidad inmanente, en una noción de la vida como latencia palpitante; por eso le gusta la música, lo sonoro, porque es lo acústico –dice Freud–, lo que instaura el deseo en el sujeto, lo que provoca el desequilibrio emocional. Es decir, es esa voz informe, esa voz como instinto dionisíaco, la que deja ver lo no visible, el deseo que se ha administrado y regulado a partir de la ley, del logos que establece los límites de representación, y que corta o fisura el deseo, provocando un quiebre. Así la música y la voz pertenecen al instante y develan la verdad: la vida como deseo.
Cabe en este punto, mencionar la distinción que hace Duchamp sobre el arte. Por un lado tenemos la física, y por el otro la que está al servicio de la mente; o “el arte entendido como ´expresión animal´ y el arte como ´expresión intelectual´”[13]. La primera remite a lo instintual, a lo corporal como carente de simbolismo, expresión animal del cuerpo; mientras que la segunda es una expresión de ideas, un arte conceptual con perspectiva filosófica, con límites bien definidos. Es el cuerpo vivo frente al cuerpo máquina, el cuerpo dionisíaco y poseído frente al apolíneo y gobernado ¿No es esta distinción la misma que hace Rancière cuando habla de la palabra como logos, que ordena la comunidad, y la palabra como gemido? ¿No se está, del mismo modo, estableciendo una distinción entre el discurso coherente y el ruido imitador? Tenemos el mismo supuesto de lo intelectual-racional, frente a lo animal-irracional. El centro de la disputa sigue siendo la palabra: la disputa entre aquello (o aquellos) que tiene nombre, representación, y aquello(s) que es sólo negatividad… un mugido que escapa al orden de representación de la palabra[14]. Esta negatividad, esto que queda fuera del orden simbólico, será la posibilidad de re-estructurar o re-significar, de rellenar el vacío conceptual con otra metáfora[15], que de nuevo establecerá un “dentro” y un “fuera”: Inevitable vicio de la palabra. Volvemos aquí al punto nietzscheano sobre el instante y la soberanía, la inscripción en una temporalidad inmanente y el develamiento de la vida como pulsiones pues Nietzsche, a propósito de Sócrates, critica el pensamiento extático, al hombre teórico que busca una verdad inmóvil[16], que bien podría ser representada a través de un arte lineal, intelectual, que pretende trazar límites de una vez y para siempre es esa voz como palabra-logos que amenaza con su imperturbabilidad, con quedarse así, estática, dicha de una vez y para siempre. En cambio, el arte instintual, el arte temporal, polémico, es la voz como ruido, aquello que posibilitaría activar el dispositivo político poniendo en contradicción esos “dos mundos alojados en uno solo: el mundo en que son y aquel en que no son, el mundo donde hay algo ‘entre’ ellos y quienes no los conocen como seres parlantes […]”[17]. Oposición entre mundos, eso es la política para Rancière[18].
Es la palabra la que ha instaurado un sentido (imaginario), la que marcó la distinción entre logos y ruido, pero es al mismo tiempo la que produce un malentendido, una distorsión del orden y una especie de restitución del caos, de la naturaleza como aquello que subyace y a lo que en realidad pertenece el hombre. Es evidente que la palabra no es sólo logos, también es lo i-lógico que desestabiliza, que señala lo que se ha dejado fuera; es semántica pero también fonología, es escritura y es voz. La intensidad irruptora del sonido es aquello que pasa a fuerzas por lo simbólico, pero sin agotarse nunca en éste, permitiendo siempre un pólemos, una lucha entre las potencias. Llegamos a lo que es la escena para Nietzsche, aquel lugar donde el deseo pasa por el símbolo (la representación); ahí donde se produce la catarsis a partir de la desproporción entre palabra-logos y ruido-vida. Esto nos lleva a pensar el problema en el teatro griego, en la tragedia, ese lugar donde se da voz al diálogo, ahí donde se juega[20] con él y se le convierte en algo perecedero, efímero y por ello capaz de contener el deseo en instantes. Debemos pues, apuntar en forma breve qué era la tragedia en el mundo griego. En sus orígenes están las procesiones dancísticas religiosas en honor a Baco, las cuales, en el siglo V a.C., dan lugar a un culto de tres días, a una especie de carnaval en el que las pasiones eran desatadas, en el que se daba lugar a la condición orgiástica de los primeros ritos para poder luego restablecer el orden de la polis. Es decir, se daba lugar al deseo para así restituir la ley. Sin embargo, quedaríamos cortos si sólo dijéramos que la tragedia era un ritual carnavalesco; la tragedia es lo que viene a problematizar el mito, a cuestionar lo que Dodds llama conglomerado heredado, eso sin lo que la sociedad no puede seguir adelante, eso que al ser puesto en tela de juicio, amenaza la cohesión social. El poeta pone en escena el pathos humano, hace evidente la paradoja entre destino y voluntad, entre ley y deseo; la voz oracular contra la que el héroe trágico lucha sin posibilidad de triunfo: “Por primera vez el drama convierte en principio informador de su construcción entera la idea del destino humano, con todos su inevitables ascensos y descensos, con todas sus peripecias y catástrofes”[21]. Así, la tragedia es el mito visto desde la óptica del ciudadano. El mito ha entrado en crisis, ya no responde a las exigencias del pueblo griego, que posee un “vehemente anhelo de una nueva norma”[22], su palabra no es ya suficiente y se hace evidente su condición metafórica. La tragedia es, pues, política; primero por su efecto catártico, revelador de emotividad, segundo por su característica irruptora y crítica de las creencias homéricas que estructuraban el pensamiento y el mundo griego. En la tragedia, entonces, aparece la palabra-ruido que carece de sentido para el logos dominante, se hace evidente eso que se ha dejado fuera, el poeta –el artista– apunta aquello que no está dentro de la lógica de la polis. La tragedia es la puesta en conflicto de la palabra, la puesta en escena de la paradoja. El mejor ejemplo parece ser Antígona –que no debemos dejar de lado que es mujer y por lo tanto no se le considera ciudadano– quien a diferencia de su hermana y a partir de sus acciones, pone en duda el orden de la polis, cuestiona toda una red de creencias y afirma su postura, aunque ésta la conduzca a la muerte. Antígona parece ser esa posibilidad de anular el absoluto, de mostrar que hay algo además de lo que el hombre civilizado y apolíneo cree que es la verdad. Tenemos así una violencia irruptora que pretende instaurar un nuevo orden, o mejor dicho, puntualizar la bifurcación de sentidos, mostrando que no hay absoluto, sino mera contradicción. Ahora bien, además de reflejar los conflictos de la ciudad, una de sus características, apuntada por Aristóteles en Poética, es el producir un efecto purgante. Este padecimiento ha de entenderse como la irrupción divina de Dionisos, y es la intensidad de la voz y la música –el coro– lo que produce el quiebre emocional en el espectador, lo que articula el impulso, la condición orgiástica de la vida[23], o en otras palabras: el deseo[24]. Lo importante, pues, más que la inteligibilidad de lo dicho, es la intencionalidad, es la intensidad y la vibración del sonido; éste es el vehículo del dios por el que logra suscitar la emoción. Recordemos que la verdad pertenece al logos, es la condición del habla, del discurso parresiástico, del principio apolíneo de la argumentación, por ello lo importante en la lírica no es la forma, sino la descarga subjetiva, no importa qué dice el coro, sino cómo lo dice. A propósito de ello, Jaeger apunta que a diferencia de la epopeya, la tragedia representa “un enorme aumento del efecto instantáneo que se produce en la experiencia vital de las personas que escuchan”[25]. Es decir, lo importante en escena no es lo visual, sino la escucha y lo que el poder dionisíaco ejerce en el espectador; es aquí donde se da el alejamiento del lenguaje cotidiano que eleva al oyente a una verdad más alta[26]. Por eso las máscaras (prósopon), la música y el coro.
Aquél privilegiado de logos está tan marcado por la palabra, por la ley, que ha llegado a creer que eso es lo único existente, ha entrado en la lógica del ahorro de deseo: no le es permitido estallar en afectividad, siempre está contenido. Sin embargo el coro de sátiros le hace ver que hay algo más; una vez más tenemos que el ruido irrumpe y trastoca el orden establecido. El deseo se ha desplazado a la escena, la representación teatral funge como espejo: restituye el orden de lo ilusorio y hace así más soportable el propio deseo. El espectador va a ver aquello que quiere ver, ahí en la escena, “se le ponen muchos destinos cuya poesía recibe sin sufrir amargura”[28], encontrando a la vez un punto de fuga por el cual libera toda su carga psíquica y emocional. El poeta ha sido capaz de traducir el entusiasmo ditirámbico de las antiguas fiestas en honor al dios del vino, a una representación escénica y lo ha transportado a un otro (actor y espectador). Los sátiros dionisíacos, “que dirigen gritos de júbilo a su dios”[29], rodean al hombre de las butacas, al hombre civilizado, y generan en él el flujo sensible del pathos, provocan su descarga, lo liberan; el cuerpo se vuelve una masa afectiva carente de subjetividad. El cuerpo aquí es un vector de fuerza, un orden de acontecimientos, no de representación. Parecería, sin embargo, que no es posible tener voz sin cuerpo, que existe una relación entre el sujeto que habla y la voz, pero “contrariamente a lo que sucede en la vida, en el teatro no siempre coinciden, y, cosa aún más importante, esa inadecuación tiene consecuencias semiológicas”[30]. En otras palabras, el sonido no siempre tiene representación visual; el telón, por ejemplo, funge como corte para la mirada, pero nunca para el oído, en la escucha no hay posibilidad de corte, el sujeto no puede evitar ser violentado por la voz. La voz se vuelve omnipresente, su fuente está oculta. “La voz acusmática no es más que una voz cuya fuente no se ve, una voz cuyo origen no se puede identificar, una voz imposible de ubicar. Es una voz en busca de un origen, en busca de un cuerpo (…)”[31]. La voz, pues, no tiene cuerpo, carece de representación, es pura potencia que invade al escucha, lo posee. Así, lo acústico es lo deseado, pero al mismo tiempo se presenta como algo angustiante, como algo ajeno. Esto nos remite sin duda al concepto de lo sublime en Kant, experiencia inapropiada para la facultad de representar; el sujeto se enfrenta a la imposibilidad de contener el sentimiento en alguna forma sensible. Se enfrenta a lo irrepresentable: el deseo. Es decir, dejarse llevar por la pura emoción sin representación, perder el límite, el logos como principio de individuación, no es algo fácil de soportar, se rebasan las condiciones de representación y el sujeto queda vulnerable, su razón es puesta en jaque y se enfrenta a la condición violenta de la naturaleza.
La voz teatral aparece aquí como pura afectividad. Es, en términos de Duchamp, arte animal, se inscribe en una relación funcional-afectiva, no racional-útil, como sí lo hace el arte “pensante”. Es decir, aquí la palabra pertenece al orden de lo temporal inmanente, su irrupción, su violencia, quebranta el orden intemporal del logos y, como fuerza, establece la soberanía del instante. Lo efímero logra contener el deseo por momentos, la vida se hace presente en un grito, en un gemido. Ahí, en el grito, la nada y la vida coinciden. Deseo y angustia convergen en un mismo movimiento, lo extraño es lo más familiar, lo temido es lo más deseado; “en la alegría más alta resuenan el grito de espanto o el lamento nostálgico por una pérdida insustituible”[33]. El hombre logra a veces transgredir el límite, pero eso lo deja vulnerable, acceder a la violencia de la naturaleza, al “Uno primordial”, al deseo puro no es algo que la razón soporte en grandes dosis; no es posible romper de una vez y para siempre todo límite e instaurarse en el flujo dionisíaco per se, nadie –ni el artista–puede arrancarse por completo de la realidad[34] y entregarse pasionalmente a Baco[35]; el trazo siempre hace falta, el cuerpo, el límite. El gemido que desestabiliza, terminará siendo logos inteligible y devendrá ley, dejando al mismo tiempo, algo fuera. Siempre habrá esta latencia, este resto, la condición metafórica de la palabra es inevitable. Ahí está la paradoja que la palabra misma hace evidente: la desproporción necesaria entre la vida y la ley.
La voz establece el límite y lo disuelve, establece lo mismo y lo otro; el logos como palabra policíaca delimita el objeto, pero al marcar “lo que está dentro”, deja un residuo no dicho, también marca “lo que está fuera”. Cuando la palabra-logos articula el orden de la realidad, todo aquello que está fuera (ruido, deseo), queda como eso real inaccesible, por eso el artista para Nietzsche es aquel que rechaza el orden de la realidad, el que delira, el loco que irrumpe el discurso con el flujo de la vida: con la risa[37]. Pero incluso el hombre filosófico tiene “el presentimiento de que también por debajo de esta realidad en que nosotros vivimos y somos yace oculta una realidad del todo distinta (…)”[38]. Por eso diremos que la voz, la palabra como paradoja, es la condición de posibilidad de desplazar el límite, de activar el dispositivo político y ensanchar las fronteras de representación; es decir, instituir un nuevo orden simbólico. Bibliografía -Albert Camus, El mito de Sísifo, (Tr. Esther Benítez), Madrid, Alianza Editorial, 1ª reimpresión, 2000. -Donald Kuspit, Emociones extremas. Pathos espiritual y sexual en el arte de vanguardia, (Tr. Ricardo García Perez), Madrid, ABADA, 2007. -Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, (Tr. Andrés-Pedro Sánchez Pascual), Madrid, Alianza Editorial, 1966. -Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, (Tr. Andrés Sánchez Pascal), Madrid, Alianza Editorial, 8ª reimpresión, 2007. -Ginés Navarro, El cuerpo y la mirada. Desvelando a Bataille, Barcelona, Anthropos, 2002. -Jaques Racinière, El desacuerdo. Política y filosofía, (Tr. Horacio Pons), Buenos Aires, Nueva Visión, 1996. -Malden Dólar, Una voz y nada más, (Tr. Daniela Gutiérrez y Beatriz Vignoli), Buenos Aires, Manantial, 2007. -Michel Foucault, Discurso y verdad en la antigua Grecia, (Tr. Fernando Fuentes Megías), Buenos Aires, Paidós, 2004. -Samuel Selden, La escena en acción, (Tr. Patricio Canto), Buenos Aires, Eudeba, 1960. -Tadeus Kowzan, “El signo del teatro. Introducción a la semiología del arte del espectáculo”, en Theodor W. Adorno [et al.], El teatro y su crisis actual, Caracas, Monte Ávila, 1986. -Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, (Tr. Joaquín Xirau), México, FDE, 2001.
[1] Ginés Navarro. El cuerpo y la mirada. Desvelando a Bataille. Barcelona: Anthropos, 2002, pp. 62. Lucia Rodríguez , ¨La acústica del deseo ¨, Fractal n° 58, julio-septiembre, 2010, año XV, volumen XV, pp. 31-46. |