El don existe. Existe, pero como tantas cosas en nuestro mundo, incluso muy importantes, parece invisible. No importa dónde miremos. Allí siempre habrá una mujer cuidando de un bebé, un enfermo o un anciano. En los alrededores, cualquiera que sea la dirección a donde apuntemos, habrá alguien usando la lengua, respirando aire, jugando en la calle o protestando por el ruido. Y conste que podríamos subir el tono y mencionar todo lo que tenga que ver con añorar justicia, gozar paisajes, reclamar salud o disfrutar el silencio. Pero no es estrictamente necesario, pues todos comprendemos la necesidad de una infinidad de cosas para que la vida sea posible.[1] Lo sabemos, pero hay que insistir.
Es absurdo empezar un texto diciendo que cualquiera que sea el régimen, la ideología, la religión o el credo, no importa cuál; la edad, el sexo o la riqueza de cada uno, todos necesitamos del aire, la lengua, el ciclo de los nutrientes, la polinización de las flores, las calles y la luz del Sol para seguir vivos. Y es absurdo, como decíamos, porque todos damos por hecho que eso no va a faltar y que, al igual que la rotación de la Tierra, la tabla de multiplicar o el paraíso para los creyentes, nos estamos refiriendo a bienes que son de todos y de nadie al mismo tiempo. Más aún, a bienes que nos han sido donados para siempre. Sin embargo, todo este hermoso cuadro se tambalea cuando escuchamos que el clima se degrada, el genoma se privatiza, la fecundidad se reduce, el agua escasea, las ciudades se malignizan, los órganos se venden, la intimidad se vulnera y la memoria se sentencia. Desde luego estamos refiriéndonos a bienes comunes, tan necesarios para hacer negocios, como imprescindibles para construir comunidades. Forman parte estructural de eso que nos constituye como humanos y son la base sobre la que fundamos la sociedad.
Está claro que hablamos de una panoplia de entes heterogéneos que no se dejan atrapar fácilmente con términos que pretenden evocarlos en su totalidad. Es difícil, pero no imposible, porque todos tienen en común una característica que cada día es más relevante: son bienes atravesados por una geografía económica poco obvia; están fuera del mercado y muchos de ellos ni siquiera están tocados por eso que llamamos el sector público. No son patrimonializables; unos, porque son inagotables y, otros, porque no son excluibles. La lengua, por ejemplo, no sólo es interminable, sino que aumenta su valor cuanto más se usa. El aire, por su parte, es un don que nadie puede prohibir. En su conjunto hablamos de bienes que son la mejor expresión de la abundancia. No es que pertenezcan a otro mundo peregrino y obsoleto, una simple rémora de utópicos arcaísmos que impregnan nuestro imaginario y, como se dice ahora, insostenibles. Nada más alejado de la realidad que considerarlos pasto para mentes ingenuas y prácticas de salón.[2] Garantizar la vitalidad de todos esos bienes siempre requirió mucho cuidado y mayor ingenio. El aire, por seguir con el ejemplo más obvio, es de todos si no está contaminado, si sigue siendo respirable o, dicho con otras palabras, si todos podemos aún respirar algo parecido. Y lo mismo puede decirse de las calles en nuestras ciudades, de la cultura impresa y de la salud médica. Todos los bienes mencionados se han convertido, y cada día lo serán más, en objetos jurídicos, mediáticos, históricos, científicos o culturales que son una y otra vez mirados, configurados, interpretados y movilizados por todos los medios conocidos, desde el Parlamento y el fanzine, hasta los sindicatos y twitter. Los bienes comunes, en consecuencia, no son solamente el símbolo que alimenta la aspiración a un mundo más justo, sino también una trama de nodos donde convergen lo mejor de nuestras tecnologías y nuestras políticas, porque hace falta mucho talento para ensanchar el horizonte de lo que se puede decir o para garantizar un clima en donde podamos vivir, como tampoco es despreciable lo mucho que necesitamos investigar, escuchar e innovar para que la urbe siga siendo el ámbito de la libertad, la naturaleza de la diversidad, el cuerpo de la afectividad, Internet de la creatividad y la lengua de la pluralidad.
Bienes nacientes: el procomún en expansión
Los bienes comunes, decíamos, son actuales, vitales y extremadamente sofisticados, trufados por los cuatro costados de sabiduría, tecnología y política. Ahora queremos agregarles otra característica substancial: están en movimiento, no paran de crecer y decrecer. Nada es más fácil que explicar cómo todos los días nacen a borbotones puñados de bienes comunes. A nadie importaba que tuviéramos un genoma, pero el día que se hizo accesible para nuestras tecnologías —y no sólo para nuestras palabras o emociones—, comprendimos que se abría un mundo nuevo para los negocios, el conocimiento y, cómo no, para la política. Porque, entre otras cosas, podía ser privatizado y amenazar la vieja (o quizás novísima) convicción de que la herencia biológica era patrimonio de la humanidad. Si podemos llenar el aire de objetos móviles, agentes químicos y flujos electromagnéticos, alguien lo está usando para hacer cosas que, en principio, no siempre serán respetuosas con el bien común. Si se puede patentar una terapia indígena, apropiar una canción tradicional, privatizar un acuífero, esquilmar un caladero, envilecer un cuerpo, violar un correo o atemorizar un barrio, entonces es posible que alguien amenace los bienes de todos en provecho propio. Todos los casos mencionados tienen algo en común: las nuevas tecnologías pueden convertir en agotable lo que era “infinito” o en excluible lo que no podía ser “cercado”.[3] Y así, cosas en las que nadie pensaba están en la agenda de lo cotidiano. No es que fueran bienes olvidados, sino que son emergentes. Es decir, que junto a los bienes ya existentes, hay que incluir los bienes nacientes.[4]
Llegamos a uno de los argumentos principales de este texto: la degradación de un bien implica el debilitamiento de una comunidad. La relación entre procomún y comunidad es estructural, al extremo de que no hay procomún sin comunidad, ni comunidad sin procomún. La noción de comunidad está repleta de connotaciones tan complejas como delicadas y aquí, lo decimos desde el principio, queremos alejarnos tanto como podamos de todas sus connotaciones orgánicas.[5] Nuestras comunidades están formadas por personas que se sienten amenazadas y que echan en falta algo que de pronto, desde que les ha sido arrebatado, consideran clave. Hablamos entonces de comunidades de extraños, emergentes y en lucha. Lo que tienen en común, lo que forzó su cohesión, tiene una doble naturaleza: de una parte, que a todos les aprieta el zapato en el mismo sitio y, de la otra, que han decidido luchar contra lo que consideran una agresión. Hablamos entonces de comunidades de afectados que intentan ser de empoderados y, en el extremo, de afectos. Son los públicos objetivos de Dewey [6] o los públicos recursivos de Kelty.[7] Modelos de organización social que se contraefectúan ante un don expandido: un horizonte social distribuido, experimental y recursivo. Volveremos sobre este punto en un momento.
Tales comunidades de afectados están llamadas a ser comunidades epistémicas, pues su empoderamiento dependerá de su capacidad para apropiarse del conocimiento y las nuevas tecnologías. Para hacerse visibles, para que su mal sea reconocido como tal, tendrá que probar su capacidad para identificar la naturaleza del problema, diseñar las variables que permitan rastrearlo, objetivar el conflicto que denuncian, enmarcarlo en narrativas verosímiles, movilizarlo por las redes pertinentes, cobijarlo bajo el manto de lo jurídico, conceptualizarlo buscando resonancias y acercarlo al lenguaje de los aliados. Nada exige más esfuerzo que hacerse visible, una tarea tanto más hercúlea cuanto más heterodoxa, periférica, minoritaria o marginal, sea la situación de la que parte la comunidad, tras la degradación del bien que les constituye.[8] Las comunidades de afectados, en consecuencia, siempre aspiran a un ensanchamiento de la vida pública por la vía de una modernización epistémica o, en otros términos, mediante la inclusión en el teatro de conocimiento de nuevos actores, otros problemas, distintas evidencias y diferentes agendas. Ahí es nada: gente que, para sacudirse el zapato que les aprieta, quiere un laboratorio desde el cual diseñar un pacto social renovado. Son un frente innegable de innovación social y modernización política.
Las comunidades de afectados son el reino de la heterogeneidad. No puede haber una política para los afectados, sino un haz de políticas que se interceptan, porque hay tantas comunidades como problemas con voluntad de hacerse públicos (visibles) y tantos públicos (colectivos) como problemas reconocidos. Tenemos muchos casos que recordar para entender lo que hacen y lo que queremos decir. Los vecinos del aeropuerto internacional de Mineápolis tuvieron que aprender a manejar los instrumentos para medir ruido, los modelos tecnocráticos que delimitaban las áreas ruidosas de las que no lo eran, como también lo que significaba la noción valor medio, avión estándar y horario de referencia para comprobar que los técnicos que les acusaban de quejicas y de ignorantes estaban defendiendo los intereses empresariales. Comprobaron también que siempre hay varias maneras de abordar los problemas y que, sin menoscabo del rigor ni desprecio alguno a las ciencias del ruido, trazaron otras geografías del bienestar que los jueces no podían ignorar.[9]
Cosas parecidas ocurren al movernos desde los aeropuertos americanos a los regadíos andinos. Los regantes autóctonos, asociados con ongs internacionales, han probado que las formas de gestión tradicional del agua, incluyendo la que se distribuye a largas distancias, son más eficientes y más justas que las que querían introducir algunos empresarios del agua, avaros de riqueza y sobrados de acusaciones sobre la naturaleza despilfarradora de las formas locales de administración. Los campesinos, apoyados en programas de community–based action research que incluían ingenieros y antropólogos voluntarios, hicieron las correspondientes medidas de caudal o calibrado de pérdidas, así como una valoración técnica de la capacidad de respuesta que sus frágiles estructuras hidráulicas tenían para hacer frente a las sequías, los terremotos o la violencia. La respuesta no dejó lugar a dudas. Los movimientos hacia la privatización del agua tendrán que buscar otros motivos en los cuales basar sus pretensiones.[10] Un ejemplo más bastará: sabemos que hay alrededor de un 3% de europeos electrosensibles; es decir, personas que expresan patológicamente cierto rechazo a la proliferación de ondas electromagnéticas que nos circundan. La electrosensibilidad, en su mayor grado, tiene consecuencias nefastas sobre los pacientes y, al parecer, es responsable de ciertas formas de fatiga extrema. Los afectados, sin embargo, se han encontrado con que su patología no era reconocida por los sistemas de salud, lo que les impedía ser beneficiarios de los privilegios y prerrogativas reservados a las personas enfermas, discapacitadas o desempleadas. Los electrosensibles han tenido que luchar para conseguir una bioidentidad y recuperar, en definitiva, su perdida condición de ciudadanos de pleno derecho.[11]
Externalidades postwestfalianas
La existencia de los bienes comunes no garantiza, como vemos, su distribución equitativa. Al contrario, lo que para muchos es un bien compartido, para los menos es un recurso del cual extraer beneficios. Y cada vez que movilizamos un recurso, todo un sistema de coordinación de intercambios se activa para detectar sus bordes, encontrar sus equivalencias y fijar un precio.[12] Así es como funciona el mercado. Pero no todo lo que circula está sometido a tales mecanismos. Hay bienes cuya posesión no está regulada por los dispositivos de la propiedad y que, en consecuencia, no evocan los imaginarios de la exclusión, sino los de la cooperación. Hay mucha propiedad que no es privada. Se puede patrimonializar sin privatizar. Las relaciones sociales no respetan las distinciones sociológicas. Y cuando así sucede, las cosas no valen lo que indica su precio, sino que participan de otros valores, asociados a la justicia social y al arraigo local, que no son externalizados.[13] Las cosas que circulan fuera del mercado viajan con mucha historia, están preñadas de símbolos no desagregables. En ese otro mercado, los bienes circulan sin conformar una comunidad de consumidores o de propietarios.
La economía que regula estos intercambios basa su éxito en la capacidad para atender necesidades. No está orientada al beneficio individual. La posesión de algo, ya sea un objeto, una conjetura o una fórmula, implica su intercambio porque sólo se es dueño de aquello que se comparte. Así sucede en los espacios del software libre, donde nadie puede acreditar la creación de una línea de código más que regalándola, pues en el acto mismo del donar queda registrada la hora e identidad del donante. También de esta forma operan los científicos que obtienen más reputación cuanto más cantidad y calidad tenga lo que comparten y publican. Nadie lo ha explicado mejor que Elinor Ostrom, cuya obra ha probado la enorme y desbordante capacidad de los humanos para trabajar colectivamente y encontrar mecanismos de coordinación de esfuerzos y recursos.[14]
Nuestras tres comunidades de afectados son un buen ejemplo de cómo organizar una economía de recursos orientada a satisfacer sus necesidades. El silencio, el agua y la salud, como mostramos en los casos mencionados, pueden ser bienes escasos y amenazados. Las comunidades ya mencionadas ingeniaron mecanismos de producción de pruebas, de circulación de hechos, de creación de autoridad y de producción de argumentos, basados en la economía de una suerte de don expandido. Crearon un patrimonio compartido de datos, prácticas, conceptos y relaciones que les hizo visibles y les dio potencia. Su identidad pública se constituyó mientras construían su problema y, al mismo tiempo, sus padecimientos se transformaban mientras eran embebidos en los discursos que conformaban su afección. El proceso es recursivo y las comunidades, experimentales. Lo diremos una vez más: las comunidades que estamos tratando están formadas por afectados, y son epistémicas, objetivas y recursivas. Su funcionamiento está regulado por una economía en la cual circulan dones que empoderan simultáneamente a todos los destinatarios, sin mermar para nada las capacidades del donante. La maquinaria es engrasada por unos mecanismos de reconocimiento que hacen más valioso al que más datos aporta o al que mejores argumentos comparte. Y, desde luego, cuanto más fluida sea la circulación, más rápido llegará la solución y mayor bienestar para la comunidad.
El agua es un bien material escaso que, como otros muchos de los que ya hemos hablado, puede ser conceptualizado como common–pool resource. El silencio es inmaterial y, como la ciencia o el folklore tradicional, no se pueden conceptualizar como si fueran bosques o pesquerías comunales. Pueden escasear, si las leyes de la propiedad intelectual permiten el abuso, admitiendo que un bien que contiene las aportaciones de muchos tenga un solo titular. Sin embargo, al silencio le pasa lo mismo que a la biodiversidad o al ciclo de los nutrientes, muy parecido también a lo que le sucede a esos mundos que desaparecen con la gentrificación o la biopiratería: no son reparables o el costo de su restauración es abrumador. La pregunta por el dueño del clima o de la vida barrial tiene respuesta fácil: la comunidad local que dejaría de sobrevivir cuando ya no sean operativos los acuíferos o se destruya la trama urbana local. Una respuesta que resulta más simple de lo esperado y que nos conduce a otra cuestión no menos peliaguda: ¿tiene alguien el derecho a patrimonializar estos bienes? Y conste que no sólo estamos pensando en propietarios privados, sino también en los poderes públicos en todas sus escalas (local, estatal e internacional). Obviamente el Estado, ahora que ya hablamos abiertamente de habitar una era postwestfaliana, es un garante discutible y discutido, eficiente en muchas cosas y decepcionante en otras. No obstante, nuestro tema no es ahondar en la crisis del Estado, sino mostrar la complejidad del problema.
Tecnología y procomún
La literatura sobre el procomún ha necesitado dos décadas para sacudirse el enorme lastre e indiscutible estímulo que supuso la publicación, en 1968, de la conocida tesis sobre la tragedia de los comunes. Lo que G. Harding sostenía es que un bien en el que nadie tiene la capacidad para excluir a los abusivos (free riders) acabará desapareciendo víctima de la ambición individual. Así, eran los derechos de exclusión los que podían garantizar la pervivencia de los pastos, las ciudades y las vías. Y como la propiedad absoluta daba el derecho a la exclusión absoluta, la solución a la tragedia era privatizar. El error de Harding, como explicó Ostrom, fue identificar procomún y libre acceso, pues los hechos probaban que los comunales operativos eran entidades sabias y cuidadosamente gestionadas.
El procomún, ya lo dijimos, no está reñido con las nuevas tecnologías, ni con la gestión, el ingenio y el conocimiento. Más aún, sería imposible imaginar este emergente y expansivo sector sin el concurso de todo el talento que siempre concitó lo colectivo o, dicho con más contundencia, si no es capaz de atraer en su defensa cuantiosos capitales, novedosas tecnologías, activas multitudes y honestos administradores. Se trata de un problema que se hace tanto más agudo, cuanto más global sea el bien al que nos refiramos. Pero, muchas veces las comunidades se movilizan localmente para resolver problemas planetarios, ya sea porque pueden afectar a todos (la degradación de la capa de ozono, el descontrol sobre las nanopartículas o la proliferación nuclear), ya sea porque destruyen bienes de muy alto valor simbólico, como las comunidades indígenas (diversidad de lenguas) o el germoplasma vegetal (diversidad de semillas). En definitiva, lo repetimos, al hablar de bienes comunes también estamos pensando en objetos que deben ser constantemente redefinidos desde muchos ámbitos del saber que recorren todo el espectro de las ciencias, las experimentales y las humanas, las aplicadas y las básicas.
El procomún tiene una naturaleza transversal y está hecho con proporciones variables de lenguajes tecnojurídicos, tecnocientíficos y tecnomediáticos. Pese a todo, no es desarraigable. Los objetos que circulan por las economías del don, los dones, tienen que ser delimitados, cualificados, parametrizados y todas esas operaciones necesarias para acordar el contenido, seguimiento y modificación de conceptos, como el aire respirable, el órgano transplantable, el ruido soportable, el medicamento saludable o el estándar consensuable. Demandan, como vemos, mucha tecnología para ser operativos. Tanta, que no faltan los escépticos que discuten si una concepción tan sofisticada de los procomunes, tan dependiente de instrumentos y protocolos costosos, no será la penúltima estrategia del capitalismo neoliberal corporativo para lograr dos piezas con un sólo gesto: una, apartar a los colectivos de afectados de la gestión de su propia dolencia y, dos, provocar un adelgazamiento mayor de lo público en beneficio de instituciones globales sobre las que es más fácil y barato hacer lobbying. Bueno será no perder nunca de vista semejante perspectiva.[15]
El don expandido
Los dones, decíamos, hay que producirlos. Pero su diseño no se parece al de los objetos que circulan por las economías de mercado. Los mercados demandan objetos capaces de atravesar fronteras, sin ataduras de ninguna especie, como si fueran cosas sin alma, desgajadas de cualquier valor que no sea su materialidad estricta o, más sumariamente, su precio. Un objeto perfecto para el mercado sería el más capaz de cambiar de manos, el menos idiosincrásico y contextual.
En el mercado triunfan las cosas desarraigadas, desancladas, descontextualizadas, desculturalizadas, deshumanizadas y, cuando parecen ser objetos que pertenecen a algún sitio, provienen de una cultura o evocan un sentimiento, es pura apariencia multiculti, una concesión kitsch, otro simulacro pequeñoburgués. En las economías del don, por el contrario, los objetos no circulan para fomentar negocios, sino para fortalecer los vínculos internos. Ningún objeto puede escapar al campo de fuerzas simbólicas que crean las relaciones entre los miembros de la comunidad sin desnaturalizarse, sin dejar de ser lo que verdaderamente les hace útiles, sin transformarse en un esperpento. Les pasa lo que al gospel de discoteca y a la hostia desconsagrada. Los dones entonces tienen alma, son portadores de memoria y de historia. Cada ciclo de intercambio es también uno de empoderamiento.
No es necesario construir un antagonismo estricto entre las dos economías. El don gratuito, ha dicho James Laidlaw, no hace amigos.[16] Sin duda, habrá muchas tensiones, pero no son incompatibles. Lo más probable es que tras la apariencia de feroz enfrentamiento, se necesiten mutuamente. Si aquí hemos acentuado los rasgos que las contrastan es para hacerlas más reconocibles y no para fabricar un conflicto entre irreconciliables. Los enemigos no nacen, se hacen, y cada vez que se teatraliza esta dicotomía, este espectáculo de contradicciones forzadas, habría que preguntarse quién gana y qué se pierde con la representación. Nosotros trabajamos en la convicción de que coexisten y se complementan, sin disfrazar de otra cosa las fricciones cotidianas. Hasta ahora hemos tratado el procomún como un fondo compartido de recursos y por eso hemos enfatizado todas las dimensiones gerenciales, técnicas y cognitivas del bien. Sin embargo, no olvidamos que al mencionar los bienes comunes estamos evocando la noción de don (gift) y sus economías.
Empecemos por lo obvio. Sólo hay economía del don cuando se cumplen tres condiciones: un donante, un receptor y una contra prestación. La forma más simple de decirlo es la que subraya el nacimiento de una obligación social. Esa obligación es la que genera estas economías del exceso, en las que se cumple la doble condición de, por un lado, inaugurar un ciclo interminable de intercambios y, por otro, asentar la regla de que gana quien más regala, mediante esa alquimia mágica que transforma el valor material en valor simbólico. En el don maussiano confluyen imaginarios luminosos que otorgan importancia a los ceremoniales, a la función de la persona (como individuo y como corporación), al papel que tiene la reciprocidad como factor alienante o al peso de cada una de las cosas circulantes simultáneas (objetos, prestigio, capital o derechos). Entonces, ¿qué puede significar hoy darse el procomún, pagar por él, contribuir a su creación, posibilitar su uso, potenciar su despliegue?
Lo que quería Mauss no era hablar de la solidaridad y tampoco describir transacciones positivas, gratuitas y abiertas. El mundo maussiano no es una suma iterativa de relaciones, sino que se forma por el ciclo abierto (interminable, sin clausura, previsible) de obligaciones que impulsan la movilización del don. Recibir obliga a corresponder y sabemos cómo empieza el ciclo, pero nadie puede decir a priori cuándo y cómo termina. Lo que es seguro es que nunca hay que descontar el sacrificio extremo, el vacío absoluto y el exceso por avaricia. La sociabilidad es un endeudamiento que ata a un objeto inalienable. El donante mantiene como suyo lo que acaba de donar: dar nunca es abandonar. En nuestro mundo, tampoco las cosas son pura materialidad y quien va a comprar un coche extiende un cheque para hacerlo suyo, pero hasta llegar ahí inventó mil historias, imaginó cien escenarios, mezcló decenas de sueños, viajó con muchos conocidos. El mercado, lo sabemos, es menos frío que la articulación mecánica de vendedores, compradores y precios. En la mercancía hay, digamos, mucha inmaterialidad poética.[17] Pero, también lo inmaterial tiene sus monstruos, como los llamados derechos de propiedad intelectual: un turbio enjambre de ambigüedades sobre las nociones de autor, mercado, obra y creatividad.[18] Nosotros nos resistimos a pensar que no haya alternativa, que no podamos imaginar esos intercambios con otras narrativas. En este punto es obligatorio mirar la obra de Marilyn Strathern, quien ha sabido encontrar inspiración en Papúa Nueva Guinea para invitarnos a ser testigos de otras formas de desentrañar la creatividad.[19] Un Malanggan es una escultura funeraria que se quema el mismo día que se ofrenda. La hace un artista por encargo de un doliente. Quien la paga, el donante, le explica al artesano lo que quiere, recordando alguna escultura anterior desaparecida y que opera en la memoria colectiva como una especie de patrón reutilizable y resocializable. Tenemos autor, obra, representación, patrono y público, pero el episodio creativo podemos concebirlo de otra manera, prescindiendo de los abusos a donde nos conduce inventar las categorías de autor exclusivo, obra alienable, público pasivo y patrono propietario. Todo en el rito Malanggan es consecuencia de una producción distribuida, fruto de una colaboración entre quienes visualizan un recuerdo pretérito y quienes lo materializan en el presente. La obra no es una copia, ni tampoco un estándar. Su destino es ser rememorada e ingresar al registro de posibles Malanggan o, en otros términos, ensanchar la experiencia. Si el ejemplo mencionado es válido, el don que invocamos, el don expandido, crea una comunidad basada en la naturaleza distribuida de lo que circula y no solamente en el endeudamiento.
Para Mauss, el don crea un antagonismo. Su análisis del potlatch puede ser leído como una disquisición sobre la hospitalidad obligatoria, pues la deuda que se contrae no es voluntaria. En las economías maussianas, los sujetos son arrastrados por obligaciones irrenunciables. Este rasgo de violencia ha llevado a autores como Bataille[20] o Bourdieu[21] a distanciarse, tanto como han podido, de estos espacios desmesurados, donde cualquiera puede esclavizar o hundir la reputación a golpe de regalos.[22] Pero, Mauss no era tan ingenuo como para no ver los infiernos que podían ocultarse tras el altruismo aparente. Y por eso insiste tanto en la naturaleza ética de las economías del don, hasta el extremo de presentarlas como modelo de justicia redistributiva.
La clave es obvia y lo vamos a repetir: lo que circula no es una cosa (cara o barata) o un valor (justo o injusto), sino la comunidad misma. Por eso Mauss llama a la economía del don un sistema de prestaciones totales, pues cada objeto circulante lleva consigo a la persona que lo da, como también los dispositivos y convicciones que permiten la circulación y que vertebran esa hibris en rotación, engrasada en cada ciclo, que conforman los humanos con los no humanos, los objetos con los valores y los entornos con los contextos. Dar para que sobreviva el mundo al que pertenezco, para garantizar su prórroga. Darlo todo es la apuesta perfecta, pues con un gesto terminal se logran dos beneficios: que donar sea redistribuir y que redistribuir sea renacer.
El don expandido permite contraefectuar el procomún. El don expandido, diría Deleuze,[23] permite contraefectuar el procomún. Y es que los bienes comunes sólo existen en el toma y daca que los origina y los sostiene. El bien común es un constructo abstracto, buenista y teledirigido, salvo cuando podemos discutirlo o, más precisamente, cuando tiene sentido para mí, cuando mi conducta le da sentido, cuando, como decíamos, puedo reaccionar a su proclamación, advenimiento o concesión.
Contraefectuar el sida fue diseñar una estrategia para enfrentar todos los determinismos iniciales que lo acompañaban, porque es verdad que, al principio, el sida se hizo efectivo como una condena a muerte contra los gay, lo que afortunadamente provocó una rebelión, una contra–efectuación, que convirtiera a los afectados en protagonistas de su curación. Las comunidades de afectados se hacen visibles en el proceso de contraefectuar lo dictaminado, lo instituido, lo consensuado y, en definitiva, lo impuesto. Entonces, contraefectuar es un gesto que se compadece con acciones del tipo sacar a flote, sacar a primer plano, dar un paso al frente o practicar el claroscuro. Prácticas que comparten la idea clave de lo que queremos decir: hacer visible algo mostrando el contexto de donde sale.
Necesitamos, por tanto, construir una noción de don expandido. Expandido y no necesariamente expansivo, porque lo que buscamos es abrir nuestra imaginación analítica para descubrir nuevas formas de decirlo y nuevas categorías para pensarlo. El procomún no se hará más robusto extendiéndolo a todos los confines mediante la expansión sin límites de las nociones de público, comunidad o justicia social. Un don robusto tiene que ser finito y también expresión de una nueva sensibilidad sociológica.[24] Es expandido por reinventado y no por multiplicado. Lo que queremos es expandir nuestra visión con nuevos instrumentos escópicos.
Por eso tenemos una deuda tan grande con los hackers, por habernos mostrado que es posible y que está descrito.[25] De sus comunidades recursivas, las comunidades de código abierto, hemos aprendido otra característica exigible a la noción de don expandido. Las comunidades de software libre existen mientras haya proyectos abiertos; es decir, siempre que estén en disposición de ser mejorados. Siempre en proceso de reciclaje, revisión y reconstrucción. Están abiertos porque hay gente y máquinas trabajando sobre sí mismos, en permanente estado de reseteo y actualización. Un hacker no es un autor. Su retórica no es la de un atleta del código. No necesita reivindicarse, porque todo está registrado. El hacker trabaja con otra actitud: lo hice porque lo he donado y cada vez que lo demuestro es porque lo muestro o, en sus propios términos, porque lo libero (release).
Pero ¿qué es este don tan en pruebas (en beta, dicen los hackers), tan fragmentario, tan meritocrático e imperfecto que sólo vale si se integra y articula en un proyecto colectivo? Parece abusivo llamar objeto a eso que circula, pues sólo son simples líneas de código, como también se hace raro calificarlas de don o mercancía. Nuestra propuesta es pensarlas como don expandido y convertir en estructural todas esas características tan novedosas como extrañas. Nos referimos a su condición de casi cosa por inacabada, inestable y en continua recodificación, como también a la dificultad para asignarle valor alguno, salvo cuando adquiere su identidad como parte de un todo.
Sólo nos queda un pequeño paso antes de dar por perfilado el concepto de don expandido. Empezamos hablando de obligaciones, continuamos ensayando la semántica de la distribución, acabamos de explorar la insignificancia y estamos listos para reclamar el compromiso. Los dones, lo hemos dicho ya, no pertenecen a nadie, ni siquiera a la comunidad. El valor que atesoran procede de su capacidad para comprometer a todos en la tarea de construir comunidad, lo que es tanto como decir en la tarea de experimentarlos. Experimentarlos en el sentido de compartirlos y ponerlos a prueba. Experimentar los dones significa, entonces, hacerlos circular o, en otras palabras, reinventar la comunidad política que los sostiene y que es sostenida por ellos. Así las cosas, no hay más remedio que admitir que la economía del don expandido tiende a la transparencia, porque sus protocolos y sus prácticas sólo funcionan en abierto y sólo son operativos bajo intenso escrutinio.
Conclusión: tecnologías del don
Mauss deja para el final las extrapolaciones más brillantes y visionarias, mientras trata de encontrar respuestas para quienes desean saber lo que nos enseñan estas economías del don y cuál pudiera ser su lección última. Lo que nos dice, no por esperado, es menos estimulante. Las sociedades son más justas cuando arreglan ciclos de intercambio que corrigen las desproporciones. Enfrentado a las sociedades modernas, Mauss está diciéndonos que el procomún está en plena actualidad si actúa como una fuerza compensadora. En las nuevas economías del don, ésas a las que pertenecemos en medio de la sociedad del conocimiento, hay que abandonar la noción de objeto circulante y dejar de lado la tentación de convertirlo de nuevo en una externalidad, renunciar a conceptualizarlo como algo que existe “ahí fuera”. En el extremo, el procomún es el hijo de la imaginación experimental y colectiva, y padre de la reciprocidad y la transparencia.
El mayor temor es que olvidemos la gran cantidad de esfuerzo y de recursos involucrados en las tareas de contrastar, conectar, restaurar y mostrar. O, en otros términos, que imaginemos esas comunidades creadas por la circulación de dones expandidos como algo gratuito. Lo que sabemos de las comunidades de afectados es que su empoderamiento ha sido un proceso sin cuartel. Recapitulemos brevemente lo dicho hasta aquí. Si no estamos equivocados, nuestra pretensión de evocar el imaginario de las economías del don puede ser muy prometedora con tal de expandir la noción de don y hacerla compatible con las nuevas realidades. Las economías del don son formas de coordinación ideadas ad hoc para regular localmente los intercambios e interacciones en una comunidad que constituye y es constituida por un bien común. Lo peculiar de estos intercambios es que no trafican con cosas, sean materiales o inmateriales, ni con protocolos, sean recetas médicas o códigos informáticos, sino que usan cualquier instrumento a su disposición para que sea la propia comunidad la que esté permanentemente en proceso de autoconformarse, dependiendo del entorno y al servicio de su supervivencia.
Los públicos que las forman no están aislados, dada su naturaleza epistémica, ni son fantasmales, dada su voluntad de reconocimiento. Lo decisivo, lo que les distingue de un club o una empresa, es su habilidad para situarse fuera del mercado, lo que implica interrumpir los ciclos de acumulación individual para inaugurar los de empoderamiento colectivo. En tales circunstancias, nada que circule tiene sentido, si no favorece lo común, si no engrasa la maquinaria redistributiva, si no actualiza la memoria compartida, si no premia al que más regala, si no se reconfigura cada vez que algo se moviliza.
Hablar de economías del don expandido implica saber mucho de dispositivos organizacionales, maquinarias de transacción, sistemas de reconocimiento, artefactos de movilización y mecanismos de retroalimentación. En su conjunto, les estamos llamando tecnologías del don. Desde luego, no son de color rosa, ni vienen de Marte, ni se engrasan con sangre, ni tienen bandera, ni son mejores. Puede que sean baratas, rehusadas, recicladas y humildes. Prototipifican su propio empleo y, por tanto, su modelo de comunidad: distribuida, experimental, recursiva. Algunas tendrán pedigrí mediático y otra aura civilizatoria. Lo único seguro es que no serán neutrales, pues encarnaran valores que favorecen ciertos derechos. No hablamos de los derechos individuales, sino de derechos que favorezcan los lazos comunes y las estrategias colectivas.
NOTAS
[1] La poética del procomún es un género que no conoce desmayo y que es parte substancial de los imaginarios a que da lugar. Siendo inmensa la bibliografía existente, aquí optamos por dos títulos muy conocidos: Lewis Hyde, The Gift. Imagination and the Erotic Life of Property, New York, Vintage Books, 1979 y Jacques T. Godbout y Alain Caillé, The World of the Gift, Montreal, McGill–Queen’s University Press, 1998.
[2] Son muchos los textos que insisten en la actualidad del procomún, así como en su explosión reciente. Ver, por ejemplo, Elinor Ostrom, “Reformulating the Commons”, en Swiss Political Science Review, 6 (1), primavera 2000: 29–52; Ostrom y Charlotte Hess, “Private and Commons Property Rights”, en Boudewijn Bouckaert (ed.), Encyclopedia of law and economics, 2da. ed., V: Property law and economics: 53–74; Hess, “Mapping the New Commons”, ponencia con la que participó en la décimo segunda Conferencia Bienal de la Asociación Internacional para los Estudios de los Comunes en julio del 2008 y Jane B. Holder y Tatiana Flessas,“Emerging Commons”, en Social & Legal Studies, 17(3), 2008: 299–310. Para comprobar esta tesis bastaría con considerar la expansión espectacular de la bibliografía sobre los commons, ver Frank van Laerhoven y Ostrom, “Traditions and Trends in the Study of the Commons”, en International Journal of the Commons, 2007, 1(1): 3–28.
[3] Sobre las condiciones de no rivalidad y no exclusión que caracterizan a los bienes comunes, ver los ensayos incluidos en Inge Kaul, Isabelle Grunberg y Marc Stern (eds.), Global public goods: international cooperation in the 21st century, New York, Oxford University Press, 1999 y Kaul, Inge (ed.), "Providing global public goods: managing globalization", New York, Oxford University Press, 2003.
[4] Ver Kaul y Ronald U. Mendoza, “Advancing the concept of public goods”, en Kaul (ed.), Providing… ibíd.,para una definición política de la emergencia o nacimiento de nuevos bienes comunes.
[5] Entre la inmensa literatura sobre la viabilidad actual de un concepto operativo de comunidad, nos encanta la discusión propuesta en J. K. Gibson–Graham, Postcapitalist Politics, Minneapolis, The Minnesota University Press, 2006.
[6] Noortje S. Marres, No Issue, No Public: "Democratic Deficits after the Displacement of Politics", disertación para obtener doctorado, University of Amsterdam, 2005.
[7] Chris M. Kelty, "Two bits: the cultural significance of free software", Durham y London, Duke University Press, 2008.
[8] Ésta es una de las líneas de fuerza de la obra de Jacques Rancière. Ver, por ejemplo, En los bordes de lo político, Buenos Aires, La cebra, 2007.
[9] Julie Cidell, “Challenging the contours: critical cartography, local knowledge, and the public”, en Environment and Planning A, 40(1), 2008: 1202–1218.
[10] Jeroen Voss, “Understanding water delivery performance in a large–scale irrigation system in Peru”, Irrigation and drainage, 54(1), 2005: 67–78.
[11] Antonio Lafuente, El carnaval de la tecnociencia, Madrid, Gadir, 2007.
[12] Michel Callon, The Laws of the markets, Oxford, Blackwell, 1998.
[13] De nuevo estamos ante un campo que no conoce desmayo, pues la propiedad, lejos de ser unitaria, absoluta y nítida, sigue siendo una categoría heterogénea, fragmentaria y borrosa. Ver, por ejemplo, Chris Hann (ed.), Property relations: renewing the anthropological tradition, Cambridge, Cambridge University Press, 1998; Marylin Strathern, Property, substance, and effect: anthropological essays on persons and things, London y New Brunswick, NJ, The Athlone Press, 1999; Katherine Verdery y C. Humphrey (eds), Property in question: value transformation in the global economy, Oxford y New York, Berg, 2004; Keebet von Benda–Beckmann, Franz von Benda–Beckmann y Melanie Wiber (eds.), Changing Properties of Property, New York, Berghahn Books, 2006.
[14] Por ejemplo, Ostrom, Governing the Commons: the evolution of institution for collective action, New York, Cambridge University Press, 1990.
[15] Ver, por ejemplo, James McCarthy, “Commons as Counterhegemonic projects”, Capitalism Nature Socialism, 16(1), 2005: 9–24.
[16] James Laidlaw, “A free gift make no friends”, Journal of the Royal Anthropological Institute, 6, 2000: 617–634.
[17] Daniel Miller, “Turning Callon the right way up”, Economy and Society, 31(2), 2002: 218–233.
[18] La propiedad intelectual se ha convertido hoy en un lugar de encuentro de infinidad de movimientos y posicionamientos políticos. Es el objeto económico de moda. Por ende, su propia forma jurídica y conceptual arrastra todo tipo de indeterminaciones y polémicas. Véase Strathern, Property... op. cit.; Corynne McSherry, Who owns academic work? Battling for control of intellectual property, Cambrindge, Harvard University Press, 2001; Mario Biagioli y P. Galison (eds.), Scientific authorship: credit and intellectual property in science, New York, Routledge, 2002 o Michael McAleer y Oxley Les, Economic and legal issues in intellectual property, Oxford, Blackwell Pub, 2007.
[19] Por ejemplo, Strathern, The gender of the gift: problems with women and problems with society in Melanesia, Berkeley, University of California Press, 1998, (Studies in Melanesian anthropology 6); y Property... op. cit.. El ejemplo del Malanggan se encuentra en Strathern, “Imagined collectivities and multiple authorship”, en CODE: collaborative ownership in the digital economy, R.A. Ghosh (ed.), Cambridge, Mass, The MIT Press, 2005.
[20] Georges Bataille, La parte maldita. Ensayo de economía general, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2007.
[21] Pierre Bourdieu, Outline of a theory of practice, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.
[22] Schrift ha editado una recomendable selección de textos clásicos, incluidos los mencionados de Bataille y Bourdieu, que nos permiten hacer un seguimiento de las distintas oscilaciones que nuestra cultura ha dado para explorar y entender el don. Alan D. Schrift, The Logic of the Gift. Toward an Ethic of Generosity, New York, Routledge, 1997.
[23] Gilles Deleuze, “Una ontología de lo posible”, conferencia leída en el Museo Sofía Imber, Caracas, el 24 de octubre de 1991, con motivo del Coloquio “¿Y después de mayo del 68 qué? Nuevos márgenes del Pensamiento Francés”.
[24] Sobre el empleo del don como teoría crítica, ver Karen Sykes, Arguing with anthropology: an introduction to critical theories of the gift, London, Routledge, 2005.
[25] Chris M. Kelty, Two bits: the cultural significance of free software, Durham, Duke University Press, 2008.
Antonio Lafuente y Alberto Corsín Jiménez, “Comunidades de afectados, procomún y don expandido”, Fractal nº 57, abril-junio, 2010, año XV, volumen XV, pp. 17-42.