I
Amuleto (1999) es el relato de Auxilio Lacouture, una inmigrante uruguaya en ciudad de México, que sobrevivió escondida en un baño de mujeres al allanamiento de la unam por parte de las fuerzas militares y que devino en la sangrienta matanza de Tlatelolco en 1968. Su narración es el testimonio de una mujer, la “madre de la poesía”, que a partir de la experiencia de la resistencia comprende (y vislumbra) el crimen y el sacrificio de una generación de poetas. Este relato es la versión ampliada de una de las tantas entrevistas-testimonios que ocupan la segunda parte de Los Detectives salvajes (1998) y que dan pistas sobre los poetas Belano y Lima, así como de la historia de una generación de escritores.
Si Cesárea Tinajero es la madre de la poesía mexicana al ser el referente literario de los últimos poetas vanguardistas mexicanos (los real visceralistas), Auxilio Lacouture, (auto)denominada “madre de la poesía mexicana” (11) y habiendo escrito también algunos pocos poemas, no es (ni pretende ser) la autora de una propuesta estética que buscarían continuar los poetas jóvenes. Su “maternidad” no tiene el sentido de origen ni herencia (de un programa estético), sino de asistencia, cuidado, “auxilio”, defensa y amor por la poesía y sus poetas.
Grínor Rojo (2003) repara en la sintomática “angustia o ansiedad de las influencias” que padece la generación de poetas de Los Detectives salvajes respecto de sus predecesores. La teoría de la conformación poética de Harold Bloom (1973) como la historia de las rupturas de los “nuevos poetas” respecto de sus “padres” literarios a fin de conformarse en “poetas fuertes” (viriles, auténticos, masculinos), legítima y viable posiblemente hasta los residuos de las últimas vanguardias (la llamada “tradición de la ruptura” de Octavio Paz, 1974), se evidencia en este caso plenamente a través de su síntoma fundamental, “la angustia a la influencia”, que Rojo adjudica a la poesía y figura de Cesárea Tinajero. El pequeño gran detalle de este cambio de género, del padre fuerte y autoritario a una madre con un solo poema publicado que además “no tenía nada de poética” (Bolaño 1998: 602), lo resuelve Rojo a partir de las teorías de la identidad latinoamericana propuestas por Guzmán (1984) y Montecino (1991), cuya particularidad consistiría en la ausencia del padre[7]. Pero pese a esta llamativa explicación (y más aún aquella que vincula la figura de Cesárea a las “diosas madres”), los “padres literarios” no están ausentes ni del mundo de Los Detectives salvajes ni del de Amuleto. Por el contrario, los poetas históricos como Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Nicanor Parra, Pablo Neruda son todos padres fuertes de los cuales los nuevos desean liberarse, angustia que no pareciera generar Cesárea Tinajero (una de las pocas figuras femeninas y ficticias), cuya poesía es desconocida y se la busca desesperadamente. Si bien es cierto que Cesárea es muerta por manos de sus seguidores y este matricidio trae como resultado el desprendimiento de un espacio (México) y el término de la propuesta estética vanguardista que es visible en la materialización de una obra como Los detectives salvajes, me parece que la sustitución (o adición) del modelo masculino (freudiano y bloomiano) por esta “madre de la poesía”, se desarrolla y extiende en el libro que le sigue, Amuleto y que me interesa analizar en este ensayo como la afirmación de filiaciones literarias vinculadas a lo femenino, materno y fraterno más que a rupturas generacionales paternales.
Erich Fromm relee el mito de Edipo (una de las bases teóricas de la propuesta de Bloom) a través de la trilogía de Sófocles (Edipo rey, Edipo en Colono y Antígona) y descarta la importancia del incesto propuesta por Freud priorizando “la rebelión del hijo contra la autoridad del padre en el seno de la familia patriarcal” (1975: 221). Siguiendo los resultados de la investigación de Johann Jakob Bachofen sobre el matriarcado (1861), Fromm reinterpreta el mito como el enfrentamiento entre los devotos de un matriarcado ya perdido y sustituido por el sistema patriarcal reinante en la sociedad griega de Sófocles, pero que luchan aún contra los principios de autoridad, jerarquía y obediencia al padre. Este matriarcado habría sido el antiguo sistema social que, por fundarse en la promiscuidad sexual, el único vínculo indiscutible (en cuanto a los principios de consanguinidad) habría sido la madre, recayendo la autoridad sobre ella para ejercer el mando del grupo familiar, social e incluso religioso a través de las diosas-madres. Desde acá, todos los seres humanos serían iguales en tanto hijos de la Madre Tierra, es decir, igualmente amados y protegidos:
la familia matriarcal tiene aquél carácter universal con que se inician todas las formas de evolución y que caracteriza la vida materna en contraste con la espiritual, la imagen de la Madre Tierra, Démeter. El seno materno puede dar hermanas y hermanos a todo ser humano, hasta que con el desarrollo del principio patriarcal, esta unidad desaparece y es sustituida por el principio de jerarquía (…). El mundo matriarcal se caracteriza por la ausencia de desavenencias internas, por un deseo de paz (…) (226).
Tanto Edipo, como Antígona y Hemón, representarían la oposición a la autoridad masculina y paterna, que, desde la lectura de la trilogía completa, dice Fromm, el “derrotado no es, finalmente, Edipo sino Creonte. Y con éste, son derrotados el principio de autoritarismo, del dominio del hombre sobre el hombre, del dominio del padre sobre el hijo, del dominio del dictador sobre el pueblo. Si aceptamos la teoría de las formas matriarcales de sociedad y de religión, parece indudable que Edipo, Hemón y Antígona representan los viejos principios del matriarcado, de la igualdad y la democracia, en contraste con Creonte, representante del dominio y de la obediencia patriarcales” (239-40).
Si el rechazo a la autoridad paterna es el principio clave de la teoría generacional de Bloom, el cuestionamiento a la autoridad obedece al deseo de sustituirle y no de negar su ideología (como propone Erich Fromm). En los personajes de Amuleto, en cambio, pareciera existir, según Auxilio Lacouture, un incipiente cambio de mentalidad entre las generaciones de poetas donde conviven aún los jóvenes afectados por el tradicional miedo a la castración literaria y aquellos que comienzan a superar el deseo de derrocar al padre fuerte. Así, entre los primeros, Auxilio aclara que “la denominación 'poeta joven' o 'joven poesía' o 'nueva generación' se empleaba básicamente para referirse a los jóvenes mexicanos que intentaban tomar el relevo de Pacheco” (55) y agrega que en “el fondo ellos tenían que estar necesariamente en contra de todos” (56). Pero, citando precisamente a José Emilio Pacheco, Auxilio Lacouture defiende la relación de las filiaciones en lugar de las rupturas, recordando la reflexión y pregunta del “maestro” acerca de lo que hubiera sucedido en la historia de la poesía latinoamericana si Rubén Darío no hubiera muerto tan joven y Huidobro hubiera alcanzado a conocerlo: “Porque, digo yo, Darío le habría enseñado mucho a Huidobro, pero Huidobro también le habría enseñado cosas a Darío. La relación entre maestro y discípulo es así: aprende el discípulo y también aprende el maestro” (57). Incluso, dice, “Darío hubiera aprendido más y hubiera sido capaz de poner fin al modernismo e iniciar algo nuevo que no hubiera sido la vanguardia pero sí una cosa cercana a la vanguardia (…) y el propio Huidobro tras su fructífero encuentro con Darío hubiera sido capaz de fundar una vanguardia más vigorosa aún, una vanguardia que ahora llamamos la vanguardia inexistente y que de haber existido nos hubiera hecho distintos, nos hubiera cambiado la vida” (58).
Sin embargo, la propuesta filial de una tradición que propone Lacouture –donde todos los poetas le “parecían nietos de López Velarde, bisnietos de Salvador Díaz Mirón” (26)– es rechazada por “los jóvenes machitos atribulados, los jóvenes machitos mustios de las noches del DF” (26) que “trataban angustiosamente de ser ingeniosos o irónicos o cínicos” (26) y “seguían hablando (mal) de los poetas de México a los que les iban a dar en la madre” (28).
A pesar de ello, Auxilio, interesada y atenta a las nuevas generaciones poéticas, visualiza, como ya decía, un cambio entre los poetas jóvenes que están contra Pacheco y los que le siguen, los “jovencísimos” que llama “de la alcantarilla”. Ambos grupos son los que frecuenta Arturo Belano antes y después de su viaje a Chile, en 1973, para colaborar con la revolución, de la que vuelve convertido en “héroe” para Auxilio o al menos transformado tras haber vivenciado el horror y el crimen. Sus nuevos amigos poetas, según Lacouture, “parecían salidos del gran orfanato del metro del d.f. y no de la Facultad de Filosofía y Letras” (69):
(…) una generación salida directamente de la herida abierta de Tlatelolco, como hormigas o como cigarras o como pus, pero que no había estado en Tlatelolco ni en las luchas del 68 (…). Y yo no fui inmune a su belleza (…). Pero me di cuenta (al mismo tiempo que temblaba al verlos) de que su lenguaje era otro, distinto al mío, distinto al de los jóvenes poetas, lo que ellos decían, pobres pajaritos huérfanos, no lo podía entender José Agustín, el novelista de la onda, ni los jóvenes poetas que querían darle en la madre a José Emilio Pacheco, ni José Emilio (…) nadie podía entenderlos, sus voces que no oíamos decían: no somos de esta parte del DF, venimos del metro, de los subterráneos del DF, de la red de alcantarillas, vivimos en lo más oscuro y en lo más sucio, allí donde el más bragado de los jóvenes poetas no podría hacer otra cosa más que vomitar (70).
Así, los novísimos o jovencísimos poetas de la alcantarilla no necesitan matar ni al padre ni a la madre literaria cuando han nacido huérfanos (sin patria), producto de los horrores de la historia: la matanza de Tlatelolco, las luchas del 68 y las dictaduras latinoamericanas. Más aún, los resultados de los autoritarismos, totalitarismos y fascismos del siglo xx, los distancia de las generaciones precedentes y sus discursos, así como de cualquier deseo por asumir algún tipo de poder y autoridad. Sin la capacidad de comprender el “lenguaje” de las generaciones que los anteceden no hay posibilidad de oponerse a la herencia cultural ni constituirse en “poetas fuertes”, al menos en el sentido de querer y poder plantear una respuesta estética a las variantes literarias anteriores. La conformación poética, el nacimiento de una nueva estética, parece generarse esta vez en la comunidad y hermandad de un grupo generacional, a partir de la unión entre vida y literatura (donde las vidas se acerquen a la poesía y la literatura retrate lo poético de la vida), todo ello a costa del sacrificio de una generación.
II
Auxilio Lacouture narra entonces desde la experiencia de reclusión y encierro, de resistencia y terror, que vive o sobrevive en el baño de mujeres de la universidad durante casi 20 días. Desde esta percepción revisa el pasado, el presente (alrededor del año 76) e incluso el futuro, que es capaz de predecir como una historia del horror y sacrificio. Su imprecisión en las fechas y en las secuencias temporales se aclara en un solo evento: la matanza de Tlatelolco que marca un antes y un después en la historia de Auxilio[8] (aún cuando vuelva muchas veces a episodios anteriores a este evento, pero vistos desde los ojos del 68) y que se proyecta, desde su visión, a la historia de una generación. De la misma manera que la experiencia de Belano en Chile (el golpe militar, su reclusión carcelaria y la cercanía de la muerte y el crimen) define el cambio de su personalidad y de sus inclinaciones poéticas. Ambos, sobrevivientes a los asesinatos y autoritarismos de Estado, escriben desde dicha experiencia, lo que transforma a Auxilio en la biógrafa empática de Belano, su alter ego femenino, el reverso compasivo que se acerca a la historia desde la sensibilidad de una madre y que organiza un discurso sin pretender darle linealidad ni sucesión al tiempo y al espacio: “Quiero decir: me puse a pensar en mi pasado como si pensara en mi presente y en mi futuro y en mi pasado, todo revuelto y adormilado en un solo huevo tibio, un enorme huevo de no sé qué pájaro interior” (35). Desde el regreso cíclico al baño de mujeres, vuelta que se va haciendo cada vez más recurrente y vertiginosa, describe a los personajes (reales e imaginados) de una generación: Elena, una mujer que se enamora de un italiano perseguido por la policía mientras espera su visa para entrar a Cuba y entrevistar a Fidel Castro; Lilián Serpas, poeta mexicana que ha decidido vivir del arte junto con su hijo pintor; Remedios Varo, a la cual no conoció, pero imagina visitándole en su casa; los melancólicos poetas de la generación del 27, Pedro Garfias y León Felipe, a los cuales les ayuda con algunos trabajos domésticos; los jóvenes poetas mexicanos; Arturo Belano y su familia. Muchos de ellos son inmigrantes que han huido de las guerras y dictaduras de sus países (Varo, Garfias, Felipe, Belano), los otros son los artistas-mendigos que han optado por sobrevivir de sus creaciones y “hacer de sus vidas un arte” (122).
Auxilio comienza su relato anunciándonos que ésta “será una historia de terror. Será una historia policiaca, un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta. Soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la historia de un crimen atroz” (11). De acuerdo al género, sólo al final de la novela nos revela cuál es ese crimen y para ello, como decía, organiza una historia a partir de las vidas de algunos personajes, de su memoria y de las revelaciones que ella tiene en sueños y alucinaciones, volviendo siempre a su lugar de enunciación (su trinchera, como le llama): “Yo tenía recuerdos. Yo vivía encerrada en el lavabo de mujeres de la Facultad, vivía empotrada en el mes de septiembre del año 1968 y podía, por tanto, verlos sin pasión” (43).
III
Pero así como Auxilio nos advierte que su historia no parecerá un relato de terror porque lo cuenta ella, la “madre de la poesía”, desde esta perspectiva tampoco habrá rupturas ni parricidios poéticos, sino intentos de filiar y hermanar. Dicha poética la desarrolla Auxilio a través de varias entradas: historias de personajes, mitologías griegas y aztecas.
De esta generación de jóvenes (los antipachecos y los de la alcantarilla), su poeta preferido es Arturo Belano y por tanto el ejemplo de esta “nueva sensibilidad” que intenta retratar –“Arturo siempre había sido un niño de la alcantarilla” (70)–. Como ya he dicho, ella propone que Belano habría cambiado al regresar de la dictadura chilena, instalándose para sus amigos en la “subcategoría de los tipos duros”, “aquellos que han visto de cerca la muerte” “y eso, en la jerarquía de los machitos desesperados de América Latina, era un diploma, un jardín de medallas indesdeñable” (71). Por ello su amigo Ernesto San Epifanio, un representante de los poetas “jovencísimos”, le pide que lo ayude a defenderse del hombre que controlaba la prostitución masculina en la colonia Guerrero y que lo tiene amenazado de muerte. El gran poder que tendría “el rey de los putos” sobre San Epifanio es atemorizar y Belano –según su amigo– habría superado el miedo: “Cuando Ernesto lo dijo yo no vi la cara de Arturo pero adiviné que el gesto que tenía hasta entonces, ligeramente extraviado, se descomponía sutilmente con una arruguita casi imperceptible, pero en la que se concentraba todo el miedo del mundo” (75). A pesar de ello, o por eso mismo, Belano acepta ayudarlo esa misma noche: “… en esa hora incierta de la madrugada Arturito Belano aceptaba su destino de niño de las alcantarillas y salía a buscar a sus fantasmas” (76). Como Juan Dahlmann en “El Sur”, Belano se enfrenta con el rey de los putos, en este caso, con sorprendente éxito. Transformado en héroe, no sólo defiende a su “hermano” poeta sino que rescata a un joven enfermo y esclavizado por el Rey de los Putos, Juan de Dios, evitando su condena de muerte.
Otra historia que apela a la complicidad entre hermanos, al punto del incesto, es el mito de Erígone y Orestes que le relata Carlos Coffeen, el hijo pintor de Lilián Serpas, a Auxilio. Le advierte a su oyente que éste es el relato de la venganza de Orestes, la que llama “una hecatombe espiritual”. Le explica, a su vez, que el término “hecatombe” designaba el sacrificio simultáneo de 100 bueyes, de modo que los “participantes se mareaban en medio de tanta muerte (…). Pues la venganza de Orestes es algo similar, dijo Coffeen, el terror del parricida, dijo, la vergüenza y el pánico, lo irremediable del parricida, dijo” (119). Así, habiendo asesinado a su madre Clitemnestra y a su amante Egisto, Orestes, convertido en rey, se encarga de expulsar y exterminar a los seguidores de Egisto. En ello descubre una descendiente de ambos asesinados, Erígone, a la cual viola y que posteriormente convierte en su amante. Preñada ésta, Electra le recuerda que su hijo llevará sangre de Egisto y que para ser coherente con su proyecto debiera también exterminarle. Orestes se deja convencer por su hermana, pero antes de mandarla asesinar decide pasar una última noche con ella. En la intimidad termina confesándole su plan y le propone dejarla huir con un guía: “Si te quedas aquí te mataré, dice. Los dioses me han trastornado. Habla de su crimen, una vez más y habla de las Erinias y de la vida que pretende llevar cuando todo se aclare en su cabeza e incluso antes de que todo se aclare en su cabeza: vivir errantes, él y su amigo Pílades, recorriendo Grecia y convirtiéndose en leyenda. Ser beatniks, no estar atados a ningún lugar, hacer de nuestras vidas un arte” (122). Orestes percibe la desconfianza de su amante y logra conmoverse por el temor que él causa en ella. Así “pudo pensar seriamente en salvaguardar a Erígone de los peligros que la acechaban en la humeante Argos y que se componían, básicamente, de su locura, de su furor homicida, de su vergüenza, de su arrepentimiento, de todo aquello que Orestes llamaba el destino de Orestes y que no era otra cosa que el camino de la autodestrucción” (123). Después de hablar toda la noche, Erígone se deja convencer por Orestes. “Desde una torre Orestes la vio alejarse de la ciudad. Después cerró los ojos y cuando los abrió Erígone ya no estaba en ninguna parte” (124).
A partir de esta historia, Auxilio experimenta un extraño estado de somnolencia con constantes alucinaciones y revelaciones. En estos sueños se ve hablando con su ángel de la guarda sobre las cumbres de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, congeladas ambas en los hielos de estos glaciares. El paisaje es comparado con las pinturas de David Caspar Friedrich (abismos, desolación y precariedad sobre estas grandes extensiones de tierra) y las del Dr. Atl, quien trabajó mucho tiempo pintando el valle (de la ciudad de México) y estos dos volcanes. Un valle deshabitado que Auxilio había entrevisto anteriormente en un sueño relacionado con la dictadura chilena y Arturo Belano, que reconoce en la última o penúltima pintura de Remedios Varo y que es lo único que alcanza a vislumbrar cuando llega tarde al parto de la Historia (otra de sus visiones). Los médicos le habían anunciado la urgencia de llegar a tiempo al quirófano
porque el parto de la Historia no puede esperar, porque si llegamos tarde usted ya no verá nada, sólo las ruinas y el humo, el paisaje vacío y volverá a estar sola para siempre aunque salga cada noche a emborracharse con sus amigos poetas (…). Cuando llegábamos al quirófano la visión se empañaba y luego se trizaba y luego caía y se fragmentaba y luego un rayo pulverizaba los fragmentos y luego el viento se llevaba el polvo en medio de la nada o de la Ciudad de México (129).
La imagen del valle deshabitado (o arrasado) se reitera en la novela como una premonición y se presenta también bajo la forma de un “cementerio olvidado” (77) o un aeropuerto sin aviones (127). A ello se suma la connotación apocalíptica de destrucción y fin de mundo, con la diferencia de que desde esta concepción mítica o cíclica que desarrolla Auxilio la destrucción y desolación se reitera y revive innumerables veces en la Historia.
Por otra parte, la mención a los volcanes alude a una leyenda azteca de dos amantes: Popocatépetl que debe ir a luchar a las guerras floridas para lo cual se casa con su enamorada Iztaccíhuatl antes de partir. Mientras él está en la guerra, Iztaccíhuatl recibe la falsa noticia de que éste ha muerto. Su pena es tan grande que se suicida. Al regresar Popocatépetl y encontrarse con su amada muerta, la extiende sobre un monte, hoy llamado “mujer dormida” y él se acuesta a su lado con una llama encendida. Los montes son cubiertos tras los años por tierra y materia hasta convertirse en dos volcanes.
Si Arturo Belano se había transformado en “veterano de las guerras floridas” en su rescate de Juan de Dios (76), la imagen se refuerza sobre la historia de este antiguo guerrero que se sacrifica por amor (en correspondencia con su amada) y fortalece más aún con las últimas visiones de Auxilio desde los volcanes hacia el valle: “una multitud de jóvenes, una inalcanzable legión de jóvenes que se dirigía a alguna parte” (151). Ve marchar a estos jóvenes hacia el final del valle cortado en un abismo, cantando una canción de guerra y de amor. Ellos estarían unidos sin compartir un proyecto colectivo, manteniendo su individualidad, pero hermanados por amor, generosidad y valentía, dice Auxilio:
Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer.
Y ese canto es nuestro amuleto (154)
A partir de acá se aclara la concepción poética y literaria que sugiere Auxilio. Una escritura que debe conservarse como un amuleto (en el sentido de poder transformar y mejorar la vida) porque rescata, de esta memoria histórica y mítica, el valor de la hermandad y el amor en tanto deseo y placer, porque, como dice Auxilio, “hay que tener ganas para hacer el amor” (43)[9].
Así, esta hermandad entendida como amor y espejo, se observa en las parejas Belano-San Epifanio, Orestes-Erígone, Popocatépetl-Iztaccíhuatl y asimismo en la relación Auxilio-Belano, en la medida que ella es el espejo literario de su poética generacional, la que refleja, desde una perspectiva maternal y femenina, los fundamentos literarios que los “jóvenes machitos latinoamericanos” no se atreverían a reconocer. Es desde la mirada de una mujer latinoamericana: pobre, compasiva, empática, sensible y comprensiva, que puede ser presentada y comprendida esta poética de la “intemperie latinoamericana” (42). Se trata, por lo demás, de una relación que puede observarse en toda la narrativa de Bolaño a través de parejas como Belano-Lima, Belano-O’Ryan, Belano-Wieder, que sugieren una poética que lejos de ser autónoma, se complementa con el hermano, el cómplice, el opuesto y el femenino.
IV
Frente al modelo predominante de derrocamientos y parricidios, donde las nuevas generaciones se sitúan victoriosas en el poder, la camada de poetas post-Tlatelolco no aspira a ocupar los sitiales de sus predecesores y se refuerza en los mitos citados y el sugerido por Auxilio a través de su mención a Cronos[10]. En cuanto a la figura materna, la relación también pareciera estar vinculada a la historia de Cronos, es decir, a la noción de una madre “originaria” como “madre-tierra”. Así, si Orestes se ve enfrentado al camino de la autodestrucción y la errancia después de su asesinato, porque como advierte Carlos Coffeen “quien ha matado a su madre no puede amar a nadie” (120), el destino de Lima y Belano tras la muerte de la “madre literaria” en Los detectives salvajes se transforma igualmente en la vagancia por distintos lugares del mundo. El asesinato de la madre en ambos casos está directamente relacionado con el autodestierro, con la pérdida o abandono de esa madre-tierra. En el caso de Belano ya había ocurrido una primera pérdida al regresar a México después del horrible fracaso de la revolución chilena, su primer autodestierro y a ello se suma su salida ilegal de México, junto a Ulises Lima, después de matar casualmente a Cesárea Tinajero y la consecuente persecución policial. Matar a la madre y perder la tierra sugiere una nueva poética, la de la orfandad, la de la alcantarilla, la de la hermandad.
Auxilio Lacouture, la “madre de la poesía”, no es ni origen, ni referente literario, sino una figura protectora, la madre “auxiliadora” de la poesía, que ampara a sus poetas y estimula la producción y el sentido de ella: “¡Todos iban creciendo amparados por mi mirada! Es decir: todos iban creciendo en la intemperie mexicana, en la intemperie latinoamericana, que es la intemperie más grande porque es la más escindida y la más desesperada” (42-3). Desde la certeza que las vidas pueden ser poéticas –como la propia Auxilio que vive de ocupaciones gratuitas y de la comunión y asistencia a los poetas de la bohemia mexicana, o como Lilián Serpas, quien según una de las voces que le habla Auxilio “es la verdadera madre de la poesía y no tú” (100) y que Auxilio reconoce como “la peor madre que la poesía mexicana podía tener, pero la única y auténtica al fin y al cabo” (109)[11] ya que más radicalmente que ella se atrevía a vivir de su arte–, Auxilio apoya y estimula el amor entre Elena y el italiano, auxilia a Belano con su navaja cuando se enfrenta al “Rey de los putos” y asiste a Lilián en su romance al entregarle el mensaje a Coffeen. Desde la concepción de una poesía vinculada a la hermandad, solidaridad, complicidad, amor, placer y deseo, se opone al autoritarismo y a la autoridad[12], a los abusos y a la melancolía, un impulso o sentimiento que cree necesario erradicar destruyendo los objetos que fomentan la nostalgia en los poetas del 27: “Si no el infierno, allí (en esos objetos) hay pesadillas, allí está todo lo que la gente ha perdido, todo lo que causa dolor y lo que más vale olvidar” (17).
Confía también en la permanencia de la poesía del siglo XX hasta bien avanzado el siglo XXII, soñando profecías sobre escritores reencarnados en otros personajes y libros famosos que volverán a ser releídos en sus nuevos contextos. Hace un listado del canon de la poesía, el que no muere ni cambia mayormente, sino que es cíclicamente revisado y actualizado de la misma manera en que se actualizan los mitos de origen griego y azteca en esta novela. En este sentido, si la Historia es “un cuento corto de terror” (60), la vida de la poesía es eterna: “La poesía no desaparecerá. Su no-poder se hará visible de otra manera” (134).
Bibliografía
Harold Bloom, La angustia de las influencias, Monteávila, 1991.
Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Anagrama, Barcelona, 1998.
, Amuleto, Anagrama, Barcelona, 1999.
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Jorge Guzmán, Diferencias latinoamericanas, Universidad de Chile – Instituto de Estudios Humanísticos, Santiago, 1984.
Andrea Kottow,“Der literarische Kanon als Vexierspiel im Werk Roberto Bolaño”, Strukturen: Konstruktionen – Dekonstruktionen – Rekonstruktionen. Shaker Verlag, Achen, 2006.
Sonia Montecino, Madres y huachos: alegoría del mestizaje chileno, Cuarto Propio – CEDEM, Santiago, 1991.
Octavio Paz, Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, Seix Barral, Barcelona, 1974.
Grínor Rojo, “Sobre Los detectives salvajes”, en Patricia Espinosa (ed.), Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño, Frasis, Santiago, 2003, pp. 65-75.
Ana Traverso, “Donde nace la poesía”, Fractal nº 56, enero-marzo, 2010, año XIV, volumen XV, pp. 141-158.