Sobre la democracia
Jean-Luc Nancy
 

 

 

 

Tras las denuncias miopes o medrosas de algunos intelectuales, la autoridad que preside el Estado francés ha querido señalar a «Mayo del 68» como el origen de un relajamiento y un relativismo moral, un indiferentismo y un cinismo social de los cuales serían víctimas la virtud política y un capitalismo supuestamente dotado de escrúpulos. La acusación es tan pasmosa en su propio cinismo y tan ingenua en su mal disimulada astucia, que es inútil detenerse en recusarla. No por ello es menos inquietante, a la vez que significativo, que un cargo tan burdo haya podido siquiera concebirse. Inquietante, a causa de los rigores para los cuales, de tal modo, se nos quiere preparar, y significativo, en razón de su ángulo de ataque: acusar al «Mayo del 68» de inmoralidad es conservar intactos la virtud de una buena política y el escrúpulo de un buen capitalismo, una y otro al servicio de los ciudadanos trabajadores-ahorristas. Pero el profundo movimiento del 68 se dirigía precisamente a la política en sí misma y al capitalismo en sí mismo. Su vehemencia arremetía contra la democracia gestionaria, pero, más aún, en él se perfilaba un interrogante acerca de la verdad de la democracia.
Discernir y prolongar ese esbozo es el propósito de las páginas que siguen.

68-08

Hay una relación muy estrecha y muy profunda entre la evocación del cuadragésimo aniversario del 68 y la efervescencia actual, de la que dan testimonio tantas publicaciones, en torno a la cuestión de la democracia. De hecho, el 68 puso en marcha, sin que en ese momento se llegara a advertirlo verdadera o plenamente, el cuestio namiento de la seguridad democrática, que parecía ser ratificada entonces por los progresos de la descolonización y la autoridad creciente de las representaciones del «Estado de derecho» y los «derechos del hombre», así como también por la exigencia cada vez más clara de una justicia social cuyos modelos no fueran tributarios de los supuestos implicados en el término «comunismo» tal como nos veíamos limitados a entenderlo.
Por esta razón, sólo hay aniversario del 68 en el sentido en que, en efecto, pueden celebrarse los cuarenta años -una madurez aún capaz de ser inquieta y aventurada- de un proceso, una transformación o un impulso que, en ese año del «22 de marzo», no hacía sino emitir sus primerísimos signos precursores y que, en el mejor de los casos, sólo se encuentra todavía hoy en una fase inicial.
No hay, pues, motivo alguno para hablar de una «herencia» del 68, ya nos pronunciemos, de manera bastante ridícula, por su supresión o queramos hacerlo fructificar con lá pretensión de renovar su supuesta primavera. No hay herencia, no hubo deceso. El espíritu no ha dejado de soplar.
El 68 no fue ni una revolución, ni un movimiento de reformas (si bien fueron su consecuencia infinidad de ellas), ni una impugnación, ni una rebelión, ni una revuelta, ni una insurrección, aunque puedan encontrarse en él rasgos de todas esas posturas, postulaciones, ambiciones y expectativas. La propiedad más singular del 68, la propiedad que le ha conferido, como algocompletamente natural, el derecho a ostentar su monograma calendario a modo de patronímico --como antes el 89, el 48 o el 17-, sólo puede identificarse si se hacen a un lado, al menos de manera parcial o relativa, todas esas categorías.
Lo que precedió al 68 y le dio su condición de posibilidad fundamental -las demás condiciones fueron proporcionadas por circunstancias más limitadas: arcaísmos en Francia, pesantez en Alemania, encarnizamiento de Estados Unidos en Vietnam, etc.- fue, para ir directamente a lo esencial, una decepción poco evidente pero insistente, la sensación tenaz de cierta incapacidad de recuperar aquello cuyo retorno triunfal habían creído poder anunciar los días que siguieron a la Segunda Guerra Mundial: precisamente, la democracia.

Lo cual equivale a decir que el 68 no sólo fue posible sino necesario (¡en la medida en que es lícito invocar este concepto en historia!) por el siguiente motivo: aquello de lo cual la Segunda Guerra parecía haber sido meramente una interrupción lamentable -la ampliación de un relativo acuerdo o de una concertación, si no un consenso, del mundo de las naciones democráticas, y el inicio de un derecho internacional- distaba de volver a encontrar su rumbo de crecimiento y de consolidar sus certezas. Al contrario, la incertidumbre socavaba sordamente aquello que quería, al mismo tiempo, concebirse como una gran «reconstrucción» -para utilizar el término que sirvió de lema a la transformación de la CFDT [Confédération Francaise Démocratique du Tra vail]- emblemática del espíritu democrático de la época.

 

Democracia inadecuada


Esa época no se daba cuenta de que, en forma imperceptible, comenzaba a rezagarse con respecto a sí misma. Algo en la historia estaba superando, desbordando o desviando el curso principal de las expectativas y las luchas que prolongaban las de los dos medios siglos transcurridos.
Europa no discernía hasta qué punto ya no era lo que había creído ser, y tampoco, tal vez, en qué medida era incapaz de llegar a ser lo que se esforzaba, sin embargo, por engendrar: «Europa» como entidad espiritual y como unidad geopolítica. La apuesta de la Guerra Fría aparecía como un enfrentamiento entre respuestas a los desafíos de la historia del mundo industrial y democrático: aún se ima,ginaba la posibilidad de otro motivo del curso de las cosas (de un progreso al mismo tiempo técnico y social), un motivo modelado de acuerdo con una u otra visión del hombre y su comunidad, visión por la cual se rivalizaba respecto de «terceras vías» o ideas reguladoras a la vez poscoloniales, postsoviéticas y también como superación de la democracia «burguesa».

De diversas maneras, los Consejos o las Autogestiones, las Democracias Directas o las Revoluciones Permanentes ocupaban un horizonte que1e seguía siendo el de las posibilidades de una acción organizada y hasta orgánica, y de una plazificación o una prospectiva cuyo esquema formal se había incorporado incluso a la concepción del Estado.
Ignorábamos que estábamos saliendo de «la época de las concepciones del mundo» (para retomar, de manera muy deliberada, el título de un texto en el que Heidegger mostraba con claridad, en 1938, el cierre de esa «época») y, por lo tanto, también de las previsiones de un mundo transformado: reformado, renovado y hasta recreado o refundado.
Lo ignorábamos a tal punto que no reconocíamos la magnitud de lo que había pasado y todavía pasaba en nombre de aquello que empezábamos a llamar «totalitarismos», Pues bajo ese término cuya validez se ha discutido tantas veces, y cuyo carácter genérico, al menos, debe seguir poniéndose en tela de juicio, nos habíamos acostumbrado muy pronto -demasiado pronto, demasiado rápido; de hecho, antes de la invención de la palabra- a designar, por un lado, el mal político absoluto opuesto a la democracia y, por otro, un mal que simplemente llegaba de manera inesperada y caía sobre la democracia como si no proviniera de ninguna parte, o bien llegado de un afuera malo en sí mismo (perversidad de una doctrina o locura de un hombre). La idea de que esa llegada inesperada podía deberse a razones y expectativas surgidas dentro de las propias democracias, si bien no estuvo ausente en esa época, no generó una exigencia suficiente de reflexión sobre lo que había hecho caer a la democracia en falta con respecto a sí misma, ya se tratara de la pérdida de una forma alcanzada en algún momento (como se la representan los partidarios de la idea republicana), o bien de una falta constitutiva en una democracia que no sabía, no podía o no quería sacar a luz como verdad el demos que debía ser su principio.
Esta noción de la inadecuación de la democracia (representativa, formal, burguesa) a su propia Idea -y, por consiguiente, a la vez, a una verdad del «pueblo» y a otra del kratein, el poder- había sido expuesta, y en ocasiones de manera muy activa, antes de la segunda e incluso de la primera de las guerras «mundiales». Sin embargo, las más de las veces sólo había llevado a alimentar precisamente los movimientos «totalitarios» o, al menos, a mantener una especie de aura marginal alrededor de uno u otro: era imposíble no sentirse en mayor o menor medida «marxista», aunque fuera en versiones sofisticadas o estetizadas, o bien era necesario sentirse «revolucionarío», aunque fuese de una manera «conservadora» o «espiritual». En todos los aspectos, el pensamiento se apartaba de la democracia, o a lo sumo llegaba a considerarla un mal menor. No obstante, de este modo ella se revelaba inevitablemente como portadora o bien de la mentira de la explotación, o bien de la mentira de la mediocridad, que por lo demás podían muy bien ir juntas. Con ello, la política democrática caía sin resistencia alguna en una doble denegación: de justicia y de dignidad.

Democracia expuesta


Si desde la Segunda Guerra la democracia fue objeto de una reconsideración, no lo fue tanto por sí misma como en oposición -¡cuán vehemente y autorizada a serlo!- a los «totalitarismos», cuyo recuerdo (en el caso del fascismo) y su creciente denuncia (en el caso de los estalinismos) incitaban sin más a darles la espalda. Sin em bargo, ese apartamiento no produjo una toma de conciencia acerca del hecho de que las grandes catástrofes políticas de mediados de siglo no habían sobrevenido por la irrupción de demonios inexplicables. Los esquemas dominantes han seguido siendo los de la barbarie, la locura, la traición, la desviación o la malignidad: las más de las veces se ignoró, de manera más sonambulesca que deliberada, lo que no obstante podía apren derse o inferirse de ciertos análisis (por ejemplo, de Bataille o Benjamin a Arendt o ... Tocqueville).
Digámoslo brevemente: hemos visto que la democracia era atacada, pero no hemos visto que ella misma se expusiera a los ataques y que reclamara tanto ser reinventada como defendida tal cual era. El 68 fue el primer surgimiento de la exigencia de esa reinvención.
Hasta entonces, la izquierda europea se había movilizado por las luchas de descolonización y la búsqueda de diferentes refundaciones (de extrema izquierda o de izquierda social), destinadas a romper con el comunismo que a la sazón se calificaba de «real» y cuya realidad era todo lo imaginable menos comunista. Pero las luchas por la descolonización, al igual que la exigencia de ruptura, enmascaraban a menudo, por sus urgencias y sus fervores mismos, el hecho de que no bastaba con reajustar una visión extraviada o insuficiente. Enmascaraban el hecho de que no podía ser suficiente con rectificar la imagen del buen sujeto de la historia.
En esa misma época, en efecto, se inició una radical transformación del pensamiento, pero del pensamiento en su sentido más amplio y profundo, y también más activo y operativo: el pensamiento en cuanto plano de reflexión de la civilización, de la existencia y de las formas de evaluación. De hecho, fue sin duda en ese perío do cuando se hizo realidad, de un modo diferente del histriónico y siniestro del Tercer Reich, la exigencia nietzscheana de una «transvaloracíon de todos los valores». Y por ello, a pesar de las almas bondadosas, fuimos y seguimos siendo nietzscheanos en este aspecto; es decir, en una palabra: abrimos un camino hacia la salida del nihilismo. Sabemos que es un camino angosto y difícil, pero está abierto.
Fue la salida del nihilismo, pues, lo que se puso en marcha cuando comenzó a dejarse a un lado una confrontación de concepciones y evaluaciones que compartían en secreto (y/o sin saberlo) el hecho de referirse o, en última instancia, parecer referirse sólo a elecciones, opciones todas ellas más o menos subjetivas, en una suerte de democratismo general de los valores. Mas, en verdad, se estaba desplazando todo el régimen de pensamiento que permitía la confrontación de las opciones. En efecto, no se salía sólo de las «concepciones», las «visiones» o las «imágenes» del mundo (Weltbilder). Se salía del régimen general en que la visión como paradigma teórico implica también el trazado de horizontes, la determinación de miras y la pre-visión operativa.
En medio de los estremecimientos profundos de las descolonizaciones -acompañados de la expansión de modelos unas veces socialistas revolucionarios y otras veces socialistas republicanos-, así como de las transformaciones tectónicas del pensamiento y las representaciones, se abandonaba la era de la «Historia», tal como Lévi-Strauss, Foucault, Deleuze o Derrida lo habían diagnosticado muy tempranamente, en el momento mismo en que Sartre se esforzaba con audacia por recuperar con nuevos bríos la noción del sujeto de la praxis social.


Del sujeto de la democracia

 


No en vano existió ese «pensamiento 68» que algunos creyeron y creen aún poder hacer objeto de sus sarcasmos. No se trataba de juegos o fantasías de «intelectuales»: también el sentimiento, la disposición, incluso el habitus o el ethos, penetraban las mentalidades y el espíritu público. Unido a la desconfianza que inspiraba, al menos, determinada representación de los partidos y los sindicatos, ese ethos tendía a desvincular la acción política del marco convenido para el ejercicio o la toma del poder -ya fuera por la vía electoral o por la vía insurreccional- y de las referencias a modelos o doctrinas (pronto se diría«ideologías», en un sentido inédito del término: configuración de ideas, cuerpo de pensamiento, y ya no reflejo invertido de lo real).
De diversas maneras -y, en efecto, de maneras muy diferentes y hasta contrapuestas-, se prescindía del régimen de la «concepción» (concepción del sujeto y sujeto de la concepción, dominio de la acción y acción de dominio, visión y previsión, proyección y producción de los hombres y sus relaciones) para abrir otro régimen de pensamiento: ya no más generación de formas encargadas de modelar un dato histórico preformado en cierto modo por sí mismo -preformado, al menos, por un motivo general del «progreso» y de la posibilidad de inspeccionar el curso de las cosas en nombre de una razón disponible-, sino la exposición de los objetivos mismos (el «hombre» o el «humanismo», la «comunidad» o el «comunismo», el «sentido» o la «realización») a un rebasamiento de principio: a lo que una previsión no podría agotar, pues ello compromete un infinito en acto. 1

1 Por eso, el «comunismo» no debería proponerse como una «hipótesis», tal cual lo hace Alain Badiou -y, por consiguiente, menos aún como una hipótesis política por verificar mediante una acción política presa, a su vez, en el esquema de una lucha clásica-, sino que debería postularse como un dato, un hecho: nuestro dato primero. Ante todo, somos en común. Seguidamente, debemos llegar a ser lo que somos: el dato es el de una exigencia, y esta es infinita.


Jamás hubo, en lo más profundo y más serio de ese tiempo de pensamiento, ningún cuestionamiento o desestabilización del sujeto en beneficio de cierta maquinaria de fuerzas y objetos, como se ha repetido a menudo. Hubo apertura del «sujeto» a lo que Pascal ya sabía muy expresamente de él, ese mismo Pascal que inaugura el tiempo «moderno» -o como quiera llamárselo- al imponerle una fórmula que equivale a conmi nación, promesa y riesgo absolutos: el hombre supera infinitamente al hombre. El «sujeto», en este caso, el «sujeto» supuesto de un ser-con-sigo autoproductor, autoformador y autotélico, el sujeto de su propia presuposición y su propia previsión, este, en efecto -fuera individual o colectivo-, se descubría superado por los acontecimientos.
Ahora bien: ese sujeto estaba en el corazón de la democracia. Representativa, o directa, la democracia aún no ha despejado claramente sus «concepciones» del supuesto del sujeto amo de sus representaciones, voliciones y decisiones.
Por eso, es legítimo interrogarse sobre la realidad última del gesto electoral, así como de la «democracia de las encuestas». Esto no implica que haya que reemplazar sin reparo alguno la representación política por la presentación -Es decir, la imposición- del bien o el destino del pueblo o de los pueblos.
Hoy pueden aparecer muchas ambigüedades con respecto a las autocríticas reales o presuntas de la democracia. Es posible, en efecto, volver contra sí mismos a los principios democráticos y aprovechar una debilidad demasiado notoria para pervertir los «derechos del hombre», como se hace cuando son calificadas de «racismo» las críticas contra determinadas actitudes religiosas, o bien cuando, en nombre de un «multiculturalis mo» políticamente «correcto», se llega ajustificar una subordinación de las mujeres. De manera aún más insidiosa, se puede falsear de raíz la libre expresión sosteniendo la enseñanza y la vida cultural bajo la hipnosis de la superstición. Pero esas amenazas muy reales no deben inducir a las democracias -¡todo lo contrario!- a abandonar su propia lucidez.

Potencia de ser


El 68 tuvo precisamente el mérito de precaverse de la voluntad de presentar y postular una visión, su dirección y sus objetivos. (En lo esencial, tuvo ese mérito en aquello que fue más propiamente «el 68», algo que no es fácil discernir con una mirada que tan sólo sea sociohistórica o, peor aún, psicosociológica).
Una forma de salida de la historia había sido -y ello, ya desde antes de la guerra- recurrir a ideas del «mesianismo» representado como acontecimiento de una ruptura de y en la historia, antes que como advenimiento de un Salvador o de un Justiciero. Un pensamiento del tiempo mismo en la disyunción más que en el encadenamiento, en la secesión más que en la sucesión. Ese recurso fue restablecido recientemente, en particular a partir de proposiciones de Derrida. No reabriremos aquí la discusión sobre las justificaciones que tiene o no el uso del léxico mesiánico: baste con señalar el sentido general de lo que en todo caso habrá funcionado --con respecto a la historia y desde la década de 1920- como el síntoma reurrente de una exigencia -experimentada siempre, una y otra vez- de sustituir toda clase advenimiento por el acontecimiento. El 68 no recurrió en modo alguno al motivo «mesiánico» aún cuando fue debidamente calificado de «sin mesianismo» o «sin Mesías». Pero no está vedado proponerse, por un instante, ver en el 68 una inspiración «mesiánica», en el sentido de que, en lugar de elaborar y proponer visiones y previsiones, modelos y formas, en él se prefirió saludar el presente de una irrupción o de una disrupción que no introducía ninguna figura, ninguna instancia, ninguna nueva autoridad.
Lo que cuenta, en este aspecto, no es el «antiautoritarismo» ni el sentido libertario o libertino que se le atribuye al 68 -no sin razones- para bien o para mal; lo que cuenta es un sentido de esta verdad: que la «autoridad» no puede ser definida por ninguna autorización previa (institucional, canónica, normativa), y sólo puede proceder de un deseo que se expresa o se reconoce en ella. No hay en ese deseo subjetivismo alguno, y menos aún psicologismo, sino la expresión de una verdadera posibilidad y, por lo tanto, de una verdadera potencia de ser.
Si la democracia tiene un sentido, debe ser el de no disponer de ninguna autoridad identificable a partir de un lugar y un impulso diferentes de los de un deseo -una voluntad, una expectativa, un pensamiento- en el cual se exprese y se reconozca una verdadera posibilidad de ser todos juntos, todos y cada uno de todos. Aquí es menester repetirlo una vez más: las palabras «comunismo» y «socialismo» no cargaron por casualidad -cualesquiera que hayan sido las distorsiones a que fueron sometidas- con la exigencia y el fervor que la palabra «democracia», precisamente, no lograba o no logra ya infundir. El 68 se recuerda de manera repentina, en el presente de una afirmación que pretende ante todo liberarse de cualquier identificación.

 

Lo infinito y lo común


La democracia no ha recordado suficientemente que, de alguna forma, también debía ser«comunista», por no ser más que gestionaria de las necesidades y los males menores, privada de deseo, es decir, de espíritu, aliento, sentido. No sólo se trata, pues, de captar un «espíritu de la democracia», sino de pensar, sobre todo, que la «democracia» es espíritu antes de ser forma, institución, régimen político y social. Lo que en esta proposición acaso parezca inconsistente, «espiritualista» e «idealista», conlleva, muy por el contrario, la necesidad más real, más concreta y más apremiante.
Si el contrato de Rousseau tiene un sentido más allá de la limitación jurídica y protectora en que lo encierra su concepto anticuado, es el de haber producido no sólo los principios de un cuerpo común que se gobierna, sino también y ante todo, más esencialmente, los de un ser inteligente y un hombre, como dice la letra de su texto.
El espíritu de la democracia no es menos que eso mismo: la inspiración del hombre, no el hombre de un humanismo medido a la escala del hombre dado -¿y de dónde sacaríamos ese dato?; ¿en qué condición, en qué estatus?-, sino el hombre que supera infinitamente al hombre. Lo que nos ha faltado hasta aquí es la combinación de Pascal con Rousseau. Marx estuvo cerca de unirlos, pues él sabía que el hombre se produce y que esta producción vale infinitamente más que cualquier evaluación mensurable. Y es Marx quien asocia para siempre su nombre -,su nombre propio, no la denominación de «marxismo»- a la exigencia comunista, respecto de la cual, al pensarla así, se entiende mejor, además, cómo pudo resistir y obligar, hasta el punto de ser con fundida con engaños.
Esa exigencia, la del hombre, la de lo infinito y lo común -la misma, declinada, modulada, modalizada-, no puede, por esencia, ser determinada ni definida. Hay en ello una parte de incalculabilidad que es, sin duda, la más rebelde a los requerimientos de una cultura de cálculo general, denominada «capital. Esa parte exige que se rompa también con el cálculo previsional, con la anticipación del rendimiento. No se trata de que esta ruptura deba anular toda anticipación, preparación y consideración de las más justas medidas (en los dos sentidos de la palabra): también es preciso que encuentre su lugar -y su tiempo, su momento-lo infinito de la exigencia. Durante algún tiempo -breve, como tenía que ser-, el tiempo del 68 no fue tanto chronos como kairos: no tanto duración y sucesión como oportunidad, encuentro, ocurrencia sin advenimiento, sin entronización, ida y vuelta de una aprehensión del presente como presencia y copresencia de los posibles. Esos mismos posibles no se definían tanto como derechos sino como potencias: potencialidades menos apreciadas en sí mismas en su «factibilidad» que en la apertura, la expansión de ser que ofrecían en cuanto potencias, y sin tener que quedar sometidas a una realización incondicional, por no hablar de una reificación. Al contrario, lo incondicional debe seguir siendo también, en su absolutidad «irrealizable» participe de la puesta en acción.

 

Partición de lo incalculable


En otras palabras, un más-que-la-obra o un desobramiento importa a la obra de la existencia: lo que ella pone en común no es sólo del orden de los bienes intercambiables, sino también de lo no intercambiable, de lo que carece de valor porque está al margen de todo valor mensurable.
La parte de lo que carece de valor -parte del reparto de lo incalculable y, por lo tanto, estrictamente hablando, imposible de compartir- excede a la política. Esta debe hacer posible la existencia de esa parte; su tarea consiste en mantener su apertura, asegurar sus condiciones de acceso, pero no adopta su tenor. El elemento en el cual lo incalculable puede compartirse lleva por nombre arte o amor, amistad o pensamiento, saber o emoción, pero no política; no, en todo caso, política democrática. Esta se abstiene de aspirar a ese reparto, pero garantiza su ejercicio.
La decepción ante la democracia proviene de la expectativa de un reparto político de lo incalculable. Hemos quedado prisioneros de una visión de la política como puesta en marcha y activación de un reparto absoluto: destino de una nación o de una república, destino de la humanidad, verdad de la relación, identidad de lo común. Todo eso que las glorias monárquicas parecían subsumir y que los «totalitarismos» quisieron reemplazar por una gloria literalmente demo-crática: poder absoluto de un Pueblo identificado en su esencia y su cuerpo viviente, pueblo de los Trabajadores o los Nativos, autoproduccion y autoctonía de un Principio sustituto de los Príncipes de antaño.

Olvidamos así que las monarquías de derecho divino dejaron subsistir en su seno -pero como si estuviera en su flanco en un margen- al menos otro principio de reparto o de subsunción: el de una autoridad y una destinación divinas que nunca se confundieron sin más con la autoridad y la destinación políticas. Aun en el islam hubo distinción entre el orden propiamente teológico y el orden propiamente político. En verdad, la separación de los dos órdenes ya existía en los orígenes griegos de la política, y las religiones cívicas de la Antigüedad no se fusionaban con las iniciaciones, los éxtasis o las revelaciones a los que podían procurarles un lugar. 1

1 Cuando se habla de «teología política», y sobre todo cuando se utiliza el adjetivo «teológico-político», la mayo ría de las veces se produce un efecto de confusión, al distorsionar el sentido que esas palabras tienen para Carl Schmitt, su inventor: se cree designar una alianza e incluso una fusión de los dos registros, una teocracia, en suma, cuando se trata, por el contrario, de una distinción muy clara. (Precisión: el Tractatus theologico-politicus de Spi noza no participa en modo alguno de lo que Schmitt llama«teología política».
Todo lo contrario.)

La política nació cuando ella misma se separó de otro orden, un orden que hoy nuestro espíritu público ya no considera divino, sagrado ni inspirado, aunque sigue sosteniendo esa separación (por medio, una vez más, del arte, el amor, el pensamiento ... ), una separación que podríamos suponer la de la verdad o el sentido. Ese sentido del mundo que está fuera del mundo, como dice Wittgenstein: el sentido como un afuera abierto en el mismísimo centro del mundo, en el mismísimo centro de nosotros y entre nosotros como nuestra parte común. Ese sentido que no concluye nuestras existencias, que no las subsume en una significación, sino que simplemente las abre a sí mismas y, por ende, también unas a otras.
El 68 recuperaba -o volvía a experimentar, de manera inédita- el sentido de ese sentido: junto a la política, pegado a ella, pero también en contra de ella o a través de ella.

 

Infinito en lo finito

El nacimiento de la democracia estuvo signado por el olvido del que acabamos de hablar. Al imaginar que la monarquía asumía la totalidad del destino -de la existencia o de la esencia- de los pueblos, las naciones o las comunidades, la primera reflexión sobre la democracia se condenaba a desilusionarse: si Rousseau se resigna a pensar que la democracia propiamente dicha directa, inmediata, espontánea) sólo sería buena para un pueblo de dioses, es porque cree de manera irrefutable que el pueblo debería ser divino, que el hombre debería serlo; es decir, que el infinito debería estar dado.
Pero el infinito dado no es el infinito de la superación pascaliana. La infinita superación se supera infinitamente a sí misma. No está dada ni por darse. No ha de presentarse en una significación ni bajo una identidad. Lo cual no le impide con todo, ser infinito en acto, infinito actual, y no potencial: no búsqueda indefinida de un fin en en retroceso. perpetuo, sino presencia actual, efectiva y consistente. Esto no quiere decir que sea del orden de lo mensurable, y ni siquiera de lo determinable en general. Es presencia de lo infinito en lo finito, abierto en este (Derrida planteaba lo mismo en estos términos: «La différance infinita es finita»; la différance no era para él «retraso» sino, al contrario, presencia absoluta de lo inconmensurable).
Lo infinito no debería estar dado, y el hombre no debería ser (un) dios. Esta lección -radical, a decir verdad, porque toma al hombre en la raíz, como quiere Marx, una raíz cuyo exceso con respecto al hombre es infinito- es la lección correlativa de la invención de la democracia. Y Marx, en el fondo, no ignoraba que el hombre excede infinitamente al hombre. No meditó sobre ello ni lo formuló en estos términos, pero lo que su pensa miento introduce en forma inevitable es que la producción (social) del hombre por el hombre es un proceso infinito, y en ese aspecto, más que un «proceso», más que una procesión* y un progreso. Marx sabe (aunque no procuraremos mostrarlo aquí) que el hombre «total» es un infinito, que el «valor» en sentido absoluto (ni de uso, ni de cambio) es un infinito, y que la «salida de la alienación» es un infinito. De lo que necesitamos, entonces, es de Pascal y de Rousseau junto con Marx.
No olvidar que el hombre no es dios, que su asunción bajo un absoluto no se presenta, sino que tiene lugar hic et nunc, en una presencia que la «dignidad de la persona» y los «derechos del hombre» no pueden asegurar en modo alguno, aun cuando no haya que separarlos; no olvidar, pues, que lo «común», el demos, sólo podría ser soberano con una condición que lo distinguiera precisamente de la asunción soberana del Estado y de cualquier configuración política: esta es a condición de la democracia. Eso es lo que desde el 68 se nos pide que comprendamos.


* Utilizamos «procesión» en su sentido más elemental -el de la «acción de proceder algo de otra cosa», según la definición del Diccionario de la Real Academia Española en su primera acepción- para mantener la afinidad del procés y el processus del original. (N. del T.)



Distinción de la política

Esto no define una política. Ni siquiera determina de manera suficiente lo que debe ser el campo propiamente político. Pero al menos mantiene a distancia la máxima «Todo es política», que habrá sido sin duda, contra todas las apariencias, una máxima perfectamente neoteológica. Ni todo ni nada, claro está: la política debe comprenderse en una distinción -y una relación- con lo que no puede ni debe ser asumido por ella. No, seguramente, porque deba asumirlo otra instancia (arte o religión, amor, subjetividad, pensamiento ... ), sino porque todos deben tomarlo a su cargo, cada uno según modalidades que deben seguir siendo -es esencial- diversas e incluso divergentes, múltiples e incluso heterogéneas.
La política -que el sueño democrático- socialista pretendía que desapareciera como instancia separada para reaparecer como una impregnación de todas las esferas de la existencia (el joven Marx se expresaba más o menos en esos términos)- no puede sino estar separada. No separada por el apartamiento receloso de los «políti cos», sino separada según la esencia del ser-en-común, que consiste en no dejarse hipostasiar en ninguna figura o significación.
Sobre la base de esta consideración, que parece ante todo distante de la preocupación política podemos perfilar el contorno democrático de esta. Como se comprenderá, ello también implica distinguir la política en los dos sentidos de la palabra considerarla distinta y otorgarle las distinciones que le corresponden; en particular dejar de pretender disolver el ejercicio y los símbolos del poder en un democratismo de indistinción según el cual todo y todos estarían a la misma altura y en el mismo plano. Uno de los signos más amativos del malestar democrático está dado por nuestra incapacidad para pensar el poder de otra manera que no sea la instancia adversa y mala, el enemigo del pueblo, o bien la realidad indefinidamente desmultiplicada y diseminada de todas las relaciones de fuerza posibles. En nombre de la consideración de los «micropoderes», olvidamos el orden específico del poder (político) y su destinación propia y distinta.
Empero, en términos generales, la exigencia emocrática nos enfrenta a una tarea de distinción. Y esa tarea de distinción no es sino lo que puede abrir el camino a la salida del nihilismo.
El nihilismo, en efecto, no es más que la anulación de las distinciones, es decir, la anulación de los sentidos o los valores. El sentido o el valor sólo tienen lugar en virtud de la diferencia: un sentido se distingue de otro como la derecha de la izquierda o la vista del oído, y un valor es esencialmente inequivalente a todos los otros. Lo que trajo aparejada la crítica nietzscheana de los «valores» y la insigne debilidad de las «filosofías de los valores» fue la noción de estos como referencias dadas -ideales o normativas- contra el fondo de equivalencia de los gestos mismos de evaluación. Pero lo que evalúa, distingue y crea el valor es, en primer lugar, la distinción del gesto. Necesitamos este aparente oxímoron: una democracia nietzscheana.


Inequivalencia


Ahora bien: el mundo democrático se ha desarrollado en el contexto -al cual lo liga su origen- de la equivalencia general. Esta expresión -de Marx, una vez más- no sólo designa el enrasamiento general de las distinciones y la reducción de las excelencias en la mediocrización, motivo que ha dominado, como se sabe, el análisis heideggeriano del «se» [«man»] (en el que se puede señalar uno de los callejones sin salida sintomáticos de la filosofía frente a la democracia, y ello sin prejuzgar aquí en nada sobre el análisis exacto que conviene hacer de esta). Designa en primer lugar la moneda y la forma mercancía, es decir, el núcleo del capitalismo. Es necesario extraer de ello una lección muy simple: el capitalismo, en el cual o con el cual, si no como el cual, se engendró la democracia, es ante todo, en su principio, la elección de un modo de evaluación: por la equivalencia. El capitalismo supone una decisión de civilización: el valor está en la equivalencia. La técnica que también se desplegó en y por efecto de esa decisión -siendo así que la relación técnica con el mundo es propiamente y por origen la del hombre- es una técnica sometida a la equivalencia: la de todos sus fines posibles, e incluso, de manera al menos tan flagrante como con el registro del dinero, la de los fines y los medios.
La democracia puede tender así a convertirse en el nombre de una equivalencia más general aún que la referida por Mane fines, medios, valores, sentidos, acciones, obras y personas, todos intercambiables, por no tener ninguno relación con nada que pueda distinguirlos, por estar relacionados con un intercambio que, lejos de ser un «reparto» según la riqueza propia de esta palabra no es más que sustitución de los roles o permutación de los lugares.
El destino de la democracia está ligado a la posibilidad de un cambio del paradigma de la equivalencia. Introducir una nueva inequivalencia que no sea, desde luego, la de la dominación económica (cuyo fondo sigue siendo la equivalencia), la de las feudalidades y las aristocracias, la de los regímenes de elección divina y salvación, y tampoco la de las espiritualidades, los heroísmos o los esteticismos: este es el desafio. No será cuestión de introducir otro sistema de valores diferenciales: se tratará de encontrar, de conquistar, un sentido de la evaluación, de la afirmación evaluadora que le da a cada gesto evaluador -decisión de existencia, de obra, de porte -la posibilidad de no ser medido de antemano por un sistema dado, sino, al contrario, ser en cada oportunidad la afirmación de un «valor» -o un «sentido»- único, incomparable, insustituible. Sólo esto puede desplazar la supuesta dominación económica, que no es más que el efecto de la decisión fundamental por la equivalencia.
A la inversa de lo que muestra el individualismo liberal, que no produce más que la equivalencia de los individuos -incluso cuando se los designa «personas humanas»-, lo común debe hacer posible la afirmación de cada uno, pero una afirmación que sólo «valga», justamente, entre todos y en cierto modo para todos, que remita a todos como a la posibilidad y la apertura del sentido singular de cada uno y de cada relación. Tan sólo así se sale del nihilismo: no con la reactivación de valores, sino con la manifestación de todos en un marco en el cual la «nada» significa que todos valen inconmensurablemente, absolutamente e infinitamente.

La afirmación del valor inconmensurable puede parecer piadosamente idealista. Hay que entenderla, sin embargo, como un principio de realidad. No se entrega a una ensoñación ni propone una utopía, ni siquiera una idea reguladora: enuncia que es necesario partir de ese valer absoluto. Jamás de un «Todo vale igual» -hombres, culturas, palabras, creencias-, pero siempre de un «Nada es equivalente» (salvo lo acuñable, lo que todo siempre puede llegar a ser). Cada uno --cada «uno» singular de uno, de dos, de muchos, de un pueblo- es único con una unicidad, una singularidad, que obliga infinitamente y que se obliga a ser puesta en acto, en obra o en labor. Mas, al mismo tiempo, la estricta igualdad es el régimen en el cual se comparten esas incon mensurabilidades.


Espacio formado para lo infinito


La condición de la afirmación inequivalente es política, en cuanto la política debe acondicionar su espacio. Pero la afirmación misma no es política. Es todo lo que se quiera decir: existencial, artística, literaria, soñadora, amorosa, científica, pensadora, ociosa, lúdica, amistosa, gastronómica, urbanística ... , mas la política no sub sume ninguno de estos registros, sino que les da lugar y posibilidad.
La política tampoco dibuja otra cosa que el contorno, o los contornos plurales, de una indeterminación en cuya apertura pueden tener lugar afirmaciones. La política no afirma: da cabida a las exigencias de la afirmación; no expresa el «sentido» o el «valor»: hace posible que estos encuentren su sitio y que ese sitio no sea el de una significación terminada, realizada y reificada, que pueda reivindicarse como figura consumada de lo político.
La política democrática renuncia a figurarse a sí misma: permite una proliferación de figuras afirmadas, inventadas, creadas, imaginadas, como quiera decirse. Por eso, el renunciamiento a la identificación no es una pura ascesis, no remite a una entereza o una virtud de abstinencia, que podrían pensarse en un marco de resignación, de oportunidad perdida. La política democrática abre el espacio para identidades múltiples y para su reparto, pero no tiene que figurarse a sí misma. Eso es lo que la entereza política debe hoy saber decir.
La renuncia a la identificación mayor -ya se haya manifestado en la imagen de un Rey, un Padre, un Dios, una Nación, una República, un Pueblo, un Hombre o una Humanidad, y hasta una Democracia- no contradice en absoluto la exigencia de la identificación en el sentido de la posibilidad, para todos y cada uno, de identificarse (hoy nos gusta decir «subjetivarse») como dotados de lugar, rol y valor -inestimable- en el ser-juntos. Lo que hace la política, lo que hace el «buen vivir» por el cual Aristóteles la determina, es un «bien» que, justamente, no se determina de ninguna manera, por ninguna figura ni bajo ningún concepto. Tampoco, en consecuencia, por la figura o el concepto de lapolis. Esta sólo es el lugar desde donde (y no «donde»), el lugar a partir del cual -y no obstante sin salir de él, sin salir del mundo que desde todos lados entrelaza las ciudades, las naciones, los pueblos, los Estados-, es posible dibujar, pintar, soñar, cantar, pensar, sentir, un «buen vivir» que esté a la medida inconmensurable del infinito que todo «bien» envuelve.
La democracia no es figurable. Más aún: no es, por esencia, figural. Tal vez sea ese el único sentido que, para terminar, pueda dársele: ella depone la asunción de figuración de un destino, de una verdad de lo común. Pero impone configurar el espacio común de tal modo que pueda abrirse en él toda la riqueza posible de las formas que lo infinito es capaz de adoptar, de las figuras de nuestras afirmaciones y las declaraciones de nuestros deseos.
Lo que pasa en el arte desde hace cincuenta años muestra de modo elocuente hasta qué punto es real esta exigencia. Así como la ciudad democrática renuncia a figurarse, abandona sus símbolos y sus íconos de manera acaso riesgosa, así ve surgir, en cambio, todas las aspiraciones posibles a formas inéditas.
El arte se retuerce en el esfuerzo por dar a luz formas que él mismo querría ver excedidas con respecto a todas las formas de lo que se llama «arte» y a la forma o la idea misma de «arte». Ya se trate del rack o del rap, de la música electrónica, el video, las imágenes de síntesis, el tag, las instalaciones o las performances, o de nuevos intérpretes para formas renovadas (como el dibujo o la poesía épica), todo da testimonio de una febril expectativa, una necesidad de apoderarse de manera novedosa de una existencia en plena trans-formación. Si, como suele decirse, hay «crisis» de la novela, es por que tenemos que inventar un nuevo relato de nuestra historia en lo sucesivo privada de Historia. Y si hay body art -hasta la sangre, hasta el sufrimiento-, es porque nuestros cuerpos desean comprenderse de otro modo. Y el hecho de que eso pase por todos los extravíos posibles no constituye un argumento suficiente, pues también pasa por todas las exigencias, todos los llamados posibles. Hay que ejercitarse en escuchar.
Sin embargo, esto abre a la vez una cuestión renovada sobre lo que la ciudad como tal debe hacer a ese respecto. No tiene que hacerse cargo de la forma o el relato, ni eximirse de ellos. Es un dilema, sin duda, que exhiben de manera penosa las ambigüedades de las «políticas culturales»: ambigüedades de quienes las administran y de quienes las reclaman. No hay respuesta simple, y tal vez no haya «respuesta» en absoluto. Pero hay que actuar, y saber que la democracia no es una asunción de la política en acto.

 

Praxis

Se me dirá: [Usted afirma entonces francamente que, a su juicio, democracia no es política! y con ello nos deja plantados, privados de medios de acción, de intervención, de lucha, mientras se ilusiona con su «infinito» ...
Todo lo contrario. Sostengo, en efecto, que la cuestión política ya no puede plantearse con seriedad si no se considera, como punto de partida, lo que la democracia introduce como una superación de principio del orden político, pero una superación que sólo tiene lugar a partir de la polis , de su institución y de sus luchas tal como se nos pide pensarlas sub specie infinitatis humani generis. Es en ese sentido que hablo de «espíritu» de la democracia: no de «un» espíritu que distinga su mentalidad, su clima, su postulación general, sino del hálito que debe inspirarlo, que lo inspira en efecto si sabemos al menos apropiárnoslo, lo cual exige que logremos sentirlo.
Si la acción política está paralizada, como sucede hoy en día, es porque ya no se la puede movilizar a partir de un «primer móvil» provisto de energía motriz: este ha dejado de existir en términos políticos, y toda la política debe volver a movilizarse desde otra parte. Tampoco existirá otro primer móvil económico, al margen del capi tal y su crecimiento, mientras se siga concibiendo la economía misma como motorizadora de la política y del resto, por efecto de la elección que valoriza la equivalencia al mismo tiempo que la idea de un «progreso» que presuntamente moralizaría la indiferencia de esa equivalencia.
En vista de que esa elección profunda -que se efectuó desde el Renacimiento hasta el siglo XIX- ha agotado sus virtudes y revela este agotamiento, ya no hay «izquierda», aunque siempre haya más razones que las necesarias para enfurecerse y luchar, para denunciar y exigir: exigir el justo, vivaz y bello infinito del hombre, de un hombre más allá de sus derechos. Sin duda, es posible que esa elección se efectúe hoy de otra manera. Es posible que el hombre no desee, en el fondo, otra cosa que el «mal»: no el «buen vivir» de Aristóteles, que exige un complemento siempre renovado a la «vida», una expansión más allá de la necesidad, sino, por el contrario, ese otro complemento y esa otra expansión que pueden llevar a cabo la aniquilación tanto de sí mismo como de los otros, y de lo común así reducido a la común carbonización. Sí, eso es posible, y la era actual de la humanidad nos representa una comunidad de osarios, hambrunas, suicidios y embrutecimientos.
Esta posibilidad misma lleva a una evidencia enceguecedora la reiterada cuestión de lo que aquí llamo «comunismo» en cuanto verdad de la democracia, pues nada es más común que el polvo común al que estamos destinados. Nada, tampoco, realiza mejor la equivalencia y su entropía definitiva. Nada es más común que la pulsión de muerte, y ya no se trata de saber si las políticas tecnológicas de Estado que permitieron Auschwitz e Hiroshima han desatado pulsiones de este orden, sino, antes bien, saber si la humanidad, demasiado agobiada por sus millones de años, no ha escogido desde hace algunos siglos el camino de su aniquilación.
Sin embargo, esa nada es nada sustancial: más que «cosa común» (res publica communisv, es «común en cuanto cosa, cosificada» (como lo es, hasta cierto punto, la «mercancía»). Si lo que queremos es esa nada, tenemos que saber lo que ese querer quiere decir: no que «Dios ha muerto», sino que la muerte se convierte en nuestro Dios.

 

Verdad

Recapitulemos y concluyamos. La verdad de la democracia es esta: no se trata de una forma política entre otras, a diferencia de lo que fue para los antiguos. No es en absoluto una forma política, o bien, y al menos, no es ante todo una forma política. Por eso cuesta tanto hallar su justa o buena determinación, y por eso, también, puede mostrarse homogénea y conforme a la dominación de los cálculos de la equialencia general y de su apropiación (llamada «capitalismo») .
En su inauguración moderna, la democracia quiso ser refundación integral de la cosa política. Quien quiere fundar desciende primero a un lugar más profundo que los propios fundamentos.
La democracia (re)engendra al hombre, declara Rousseau. Abre con nuevos bríos la destinación del hombre y del mundo con él. La «política» ya no puede dar la medida ni el lugar de esa destinación o destinerrancia (Derrida), Debe permitir su puesta en juego y asegurar sus lugares múltiples, pero no la asume.
La política democrática es, pues, política alejada de la asunción. Pone término a toda especie de «teología política», sea teocrática o secularizada. Postula en consecuencia como axioma que no todo (ni el todo) es política. Que todo (o el todo) es múltiple, singular-plural, inscripción en fragmentos finitos de un infinito en acto (<<artes», «pensamientos», «amores», «gestos», «pasiones» pueden ser algunos de los nombres de esos fragmentos).
La «democracia» es así: - En primer lugar, el nombre de un régimen de sentido cuya verdad no puede subsumirse en ninguna instancia ordenadora, ni religiosa, ni política, ni científica, ni estética, pero que com promete por entero al «hombre» en cuanto riesgo y posibilidad de «sí mismo», «bailarín sobre el abismo», para decirlo de manera paradójica y deliberada en términos nietzscheanos. Esa paradoja expresa a la perfección el desafío: la democracia es aristocracia igualitaria. Este primer sentido sólo toma un nombre político de manera accidental y provisoria.
En segundo lugar, el deber de inventar la política no de los fines de la danza sobre el abismo, sino de los medios de abrir o mantener abiertos los espacios de sus puestas en obra. Esta diferenciación entre los fines y los medios no está dada, como tampoco lo está la distribución de los «espacios» posibles. Se trata de encontrarIos, inventarios, o inventar la manera de no pretender siquiera encontrarlos. Pero, ante todo, la política debe ser reconocida distinta del orden de los fines, aun cuando la justicia social constituya sin lugar a dudas un medio necesario para todos los fines posibles. Tomemos un solo ejemplo relativamente simple: la salud. No está dado que la salud deba (ni pueda) estar regulada por la duración de la vida ni por un equilibrio fisiológico regulado, a su vez, a partir de medidas que respondan a un ideal de duración o desempeño ... El significado de «salud» no puede determinarse únicamente en oposición al de «enfermedad», ni en general por lo que para nosotros es la medicina. La medicina, la enfermedad, la salud, tienen valores, sentidos y modalidades que dependen de elecciones profundas efectuadas por una cultura y un ethos anterior a toda «ética» y a toda «política». Una polí tica de la sal ud sólo puede responder a elecciones, orientaciones, que apenas es capaz de modificar. (Por esta razón, el término «biopolítica» se basa en una hipertrofia confusa del sentido de «política». Una «salud» es una idea, una aprehensión de la existencia: es -para decirIo deliberadamente de una manera que se juzgará hi perbólica y arcaica- una metafísica, no una política.
La hipérbole merece desarrollarse: la democracia es en principio una metafísica y sólo después una política. Pero esta no está fundada por aquella: al contrario, no es más que su condición de desempeño. Pensemos ante todo en el ser de nuestro ser-juntos-en-el-mundo, y veremos qué política permite responder a esa idea. Sin duda, siempre es posible relajar los sentidos de las palabras, hacer que «política» sea igual a «metafísica», pero de ese modo se pierde o se enturbia una distinción cuyo principio debe ser consustancial a la democracia. Ese principio le quita al orden del Estado -sin perjuicio de sus funciones propias-la asunción de los fines del hombre, de la existencia común y singular.