Tras las denuncias miopes o medrosas de algunos intelectuales, la autoridad que preside el
Estado francés ha querido señalar a «Mayo del
68» como el origen de un relajamiento y un relativismo moral, un indiferentismo y un cinismo
social de los cuales serían víctimas la virtud política y un capitalismo supuestamente dotado de
escrúpulos. La acusación es tan pasmosa en su
propio cinismo y tan ingenua en su mal disimulada astucia, que es inútil detenerse en recusarla. No por ello es menos inquietante, a la vez que
significativo, que un cargo tan burdo haya podido siquiera concebirse. Inquietante, a causa de
los rigores para los cuales, de tal modo, se nos
quiere preparar, y significativo, en razón de su ángulo de ataque: acusar al «Mayo del 68» de inmoralidad es conservar intactos la virtud de una
buena política y el escrúpulo de un buen capitalismo, una y otro al servicio de los ciudadanos
trabajadores-ahorristas. Pero el profundo movimiento del 68 se dirigía precisamente a la política en sí misma y al capitalismo en sí mismo. Su vehemencia arremetía contra la democracia gestionaria, pero, más aún, en él se perfilaba un interrogante acerca de la verdad de la democracia.
Discernir y prolongar ese esbozo es el propósito de las páginas que siguen.
68-08
Hay una relación muy estrecha y muy profunda entre la evocación del cuadragésimo aniversario del 68 y la efervescencia actual, de la que
dan testimonio tantas publicaciones, en torno a
la cuestión de la democracia. De hecho, el 68 puso en marcha, sin que en ese momento se llegara
a advertirlo verdadera o plenamente, el cuestio
namiento de la seguridad democrática, que parecía ser ratificada entonces por los progresos de
la descolonización y la autoridad creciente de las
representaciones del «Estado de derecho» y los «derechos del hombre», así como también por la
exigencia cada vez más clara de una justicia social cuyos modelos no fueran tributarios de los
supuestos implicados en el término «comunismo»
tal como nos veíamos limitados a entenderlo.
Por esta razón, sólo hay aniversario del 68 en
el sentido en que, en efecto, pueden celebrarse
los cuarenta años -una madurez aún capaz de
ser inquieta y aventurada- de un proceso, una
transformación o un impulso que, en ese año del «22 de marzo», no hacía sino emitir sus primerísimos signos precursores y que, en el mejor de los
casos, sólo se encuentra todavía hoy en una fase
inicial.
No hay, pues, motivo alguno para hablar de
una «herencia» del 68, ya nos pronunciemos, de
manera bastante ridícula, por su supresión o
queramos hacerlo fructificar con lá pretensión de
renovar su supuesta primavera. No hay herencia, no hubo deceso. El espíritu no ha dejado de
soplar.
El 68 no fue ni una revolución, ni un movimiento de reformas (si bien fueron su consecuencia infinidad de ellas), ni una impugnación, ni
una rebelión, ni una revuelta, ni una insurrección, aunque puedan encontrarse en él rasgos de
todas esas posturas, postulaciones, ambiciones y
expectativas. La propiedad más singular del 68,
la propiedad que le ha conferido, como algocompletamente natural, el derecho a ostentar su monograma calendario a modo de patronímico --como antes el 89, el 48 o el 17-, sólo puede identificarse si se hacen a un lado, al menos de manera
parcial o relativa, todas esas categorías.
Lo que precedió al 68 y le dio su condición de
posibilidad fundamental -las demás condiciones fueron proporcionadas por circunstancias
más limitadas: arcaísmos en Francia, pesantez en Alemania, encarnizamiento de Estados Unidos en Vietnam, etc.- fue, para ir directamente
a lo esencial, una decepción poco evidente pero
insistente, la sensación tenaz de cierta incapacidad de recuperar aquello cuyo retorno triunfal habían creído poder anunciar los días que siguieron a la Segunda Guerra Mundial: precisamente, la democracia.
Lo cual equivale a decir que el 68 no sólo fue
posible sino necesario (¡en la medida en que es lícito invocar este concepto en historia!) por el siguiente motivo: aquello de lo cual la Segunda
Guerra parecía haber sido meramente una interrupción lamentable -la ampliación de un relativo acuerdo o de una concertación, si no un consenso, del mundo de las naciones democráticas, y
el inicio de un derecho internacional- distaba
de volver a encontrar su rumbo de crecimiento y
de consolidar sus certezas. Al contrario, la incertidumbre socavaba sordamente aquello que quería, al mismo tiempo, concebirse como una gran «reconstrucción» -para utilizar el término que
sirvió de lema a la transformación de la CFDT
[Confédération Francaise Démocratique du Tra
vail]- emblemática del espíritu democrático de
la época.
Democracia inadecuada
Esa época no se daba cuenta de que, en forma
imperceptible, comenzaba a rezagarse con respecto a sí misma. Algo en la historia estaba superando, desbordando o desviando el curso principal de las expectativas y las luchas que prolongaban las de los dos medios siglos transcurridos.
Europa no discernía hasta qué punto ya no
era lo que había creído ser, y tampoco, tal vez, en
qué medida era incapaz de llegar a ser lo que se
esforzaba, sin embargo, por engendrar: «Europa» como entidad espiritual y como unidad geopolítica. La apuesta de la Guerra Fría aparecía
como un enfrentamiento entre respuestas a los
desafíos de la historia del mundo industrial y democrático: aún se ima,ginaba la posibilidad de
otro motivo del curso de las cosas (de un progreso
al mismo tiempo técnico y social), un motivo modelado de acuerdo con una u otra visión del hombre y su comunidad, visión por la cual se rivalizaba respecto de «terceras vías» o ideas reguladoras a la vez poscoloniales, postsoviéticas y también como superación de la democracia «burguesa».
De diversas maneras, los Consejos o las Autogestiones, las Democracias Directas o las Revoluciones Permanentes ocupaban un horizonte
que1e seguía siendo el de las posibilidades de una
acción organizada y hasta orgánica, y de una plazificación o una prospectiva cuyo esquema formal se había incorporado incluso a la concepción
del Estado.
Ignorábamos que estábamos saliendo de «la época de las concepciones del mundo» (para retomar, de manera muy deliberada, el título de un texto en el que Heidegger mostraba con claridad,
en 1938, el cierre de esa «época») y, por lo tanto,
también de las previsiones de un mundo transformado: reformado, renovado y hasta recreado o
refundado.
Lo ignorábamos a tal punto que no reconocíamos la magnitud de lo que había pasado y todavía pasaba en nombre de aquello que empezábamos a llamar «totalitarismos», Pues bajo ese término cuya validez se ha discutido tantas veces, y
cuyo carácter genérico, al menos, debe seguir poniéndose en tela de juicio, nos habíamos acostumbrado muy pronto -demasiado pronto, demasiado rápido; de hecho, antes de la invención
de la palabra- a designar, por un lado, el mal
político absoluto opuesto a la democracia y, por
otro, un mal que simplemente llegaba de manera inesperada y caía sobre la democracia como si
no proviniera de ninguna parte, o bien llegado de
un afuera malo en sí mismo (perversidad de una
doctrina o locura de un hombre). La idea de que
esa llegada inesperada podía deberse a razones y
expectativas surgidas dentro de las propias democracias, si bien no estuvo ausente en esa época, no generó una exigencia suficiente de reflexión sobre lo que había hecho caer a la democracia en falta con respecto a sí misma, ya se tratara
de la pérdida de una forma alcanzada en algún
momento (como se la representan los partidarios
de la idea republicana), o bien de una falta constitutiva en una democracia que no sabía, no podía o no quería sacar a luz como verdad el demos
que debía ser su principio.
Esta noción de la inadecuación de la democracia (representativa, formal, burguesa) a su propia Idea -y, por consiguiente, a la vez, a una
verdad del «pueblo» y a otra del kratein, el poder- había sido expuesta, y en ocasiones de manera muy activa, antes de la segunda e incluso
de la primera de las guerras «mundiales». Sin
embargo, las más de las veces sólo había llevado
a alimentar precisamente los movimientos «totalitarios» o, al menos, a mantener una especie de aura marginal alrededor de uno u otro: era imposíble no sentirse en mayor o menor medida «marxista», aunque fuera en versiones sofisticadas o
estetizadas, o bien era necesario sentirse «revolucionarío», aunque fuese de una manera «conservadora» o «espiritual». En todos los aspectos, el
pensamiento se apartaba de la democracia, o a lo
sumo llegaba a considerarla un mal menor. No
obstante, de este modo ella se revelaba inevitablemente como portadora o bien de la mentira de
la explotación, o bien de la mentira de la mediocridad, que por lo demás podían muy bien ir juntas. Con ello, la política democrática caía sin resistencia alguna en una doble denegación: de
justicia y de dignidad.
Democracia expuesta
Si desde la Segunda Guerra la democracia fue
objeto de una reconsideración, no lo fue tanto por
sí misma como en oposición -¡cuán vehemente
y autorizada a serlo!- a los «totalitarismos»,
cuyo recuerdo (en el caso del fascismo) y su creciente denuncia (en el caso de los estalinismos)
incitaban sin más a darles la espalda. Sin em
bargo, ese apartamiento no produjo una toma de
conciencia acerca del hecho de que las grandes
catástrofes políticas de mediados de siglo no habían sobrevenido por la irrupción de demonios
inexplicables. Los esquemas dominantes han seguido siendo los de la barbarie, la locura, la traición, la desviación o la malignidad: las más de
las veces se ignoró, de manera más sonambulesca que deliberada, lo que no obstante podía apren
derse o inferirse de ciertos análisis (por ejemplo,
de Bataille o Benjamin a Arendt o ... Tocqueville).
Digámoslo brevemente: hemos visto que la
democracia era atacada, pero no hemos visto que
ella misma se expusiera a los ataques y que reclamara tanto ser reinventada como defendida
tal cual era. El 68 fue el primer surgimiento de la
exigencia de esa reinvención.
Hasta entonces, la izquierda europea se había movilizado por las luchas de descolonización y la
búsqueda de diferentes refundaciones (de extrema izquierda o de izquierda social), destinadas a
romper con el comunismo que a la sazón se calificaba de «real» y cuya realidad era todo lo imaginable menos comunista. Pero las luchas por la
descolonización, al igual que la exigencia de ruptura, enmascaraban a menudo, por sus urgencias y sus fervores mismos, el hecho de que no
bastaba con reajustar una visión extraviada o insuficiente. Enmascaraban el hecho de que no podía ser suficiente con rectificar la imagen del
buen sujeto de la historia.
En esa misma época, en efecto, se inició una
radical transformación del pensamiento, pero
del pensamiento en su sentido más amplio y profundo, y también más activo y operativo: el pensamiento en cuanto plano de reflexión de la civilización, de la existencia y de las formas de
evaluación. De hecho, fue sin duda en ese perío
do cuando se hizo realidad, de un modo diferente
del histriónico y siniestro del Tercer Reich, la exigencia nietzscheana de una «transvaloracíon de todos los valores». Y por ello, a pesar de las almas
bondadosas, fuimos y seguimos siendo nietzscheanos en este aspecto; es decir, en una palabra:
abrimos un camino hacia la salida del nihilismo.
Sabemos que es un camino angosto y difícil, pero
está abierto.
Fue la salida del nihilismo, pues, lo que se puso en marcha cuando comenzó a dejarse a un lado una confrontación de concepciones y evaluaciones que compartían en secreto (y/o sin saberlo) el hecho de referirse o, en última instancia,
parecer referirse sólo a elecciones, opciones todas ellas más o menos subjetivas, en una suerte
de democratismo general de los valores. Mas, en
verdad, se estaba desplazando todo el régimen
de pensamiento que permitía la confrontación de
las opciones. En efecto, no se salía sólo de las «concepciones», las «visiones» o las «imágenes»
del mundo (Weltbilder). Se salía del régimen general en que la visión como paradigma teórico
implica también el trazado de horizontes, la determinación de miras y la pre-visión operativa.
En medio de los estremecimientos profundos de
las descolonizaciones -acompañados de la expansión de modelos unas veces socialistas revolucionarios y otras veces socialistas republicanos-, así como de las transformaciones tectónicas del pensamiento y las representaciones, se
abandonaba la era de la «Historia», tal como Lévi-Strauss, Foucault, Deleuze o Derrida lo habían diagnosticado muy tempranamente, en el
momento mismo en que Sartre se esforzaba con
audacia por recuperar con nuevos bríos la noción
del sujeto de la praxis social.
Del sujeto de la democracia
No en vano existió ese «pensamiento 68» que
algunos creyeron y creen aún poder hacer objeto
de sus sarcasmos. No se trataba de juegos o fantasías de «intelectuales»: también el sentimiento, la disposición, incluso el habitus o el ethos, penetraban las mentalidades y el espíritu público.
Unido a la desconfianza que inspiraba, al menos,
determinada representación de los partidos y los
sindicatos, ese ethos tendía a desvincular la acción política del marco convenido para el ejercicio o la toma del poder -ya fuera por la vía electoral o por la vía insurreccional- y de las referencias a modelos o doctrinas (pronto se diría«ideologías», en un sentido inédito del término:
configuración de ideas, cuerpo de pensamiento, y
ya no reflejo invertido de lo real).
De diversas maneras -y, en efecto, de maneras muy diferentes y hasta contrapuestas-, se
prescindía del régimen de la «concepción» (concepción del sujeto y sujeto de la concepción, dominio de la acción y acción de dominio, visión y
previsión, proyección y producción de los hombres y sus relaciones) para abrir otro régimen de
pensamiento: ya no más generación de formas
encargadas de modelar un dato histórico preformado en cierto modo por sí mismo -preformado,
al menos, por un motivo general del «progreso» y de la posibilidad de inspeccionar el curso de las
cosas en nombre de una razón disponible-, sino la exposición de los objetivos mismos (el «hombre» o el «humanismo», la «comunidad» o el «comunismo», el «sentido» o la «realización») a un
rebasamiento de principio: a lo que una previsión
no podría agotar, pues ello compromete un infinito en acto. 1
1 Por eso, el «comunismo» no debería proponerse como
una «hipótesis», tal cual lo hace Alain Badiou -y, por consiguiente, menos aún como una hipótesis política por verificar mediante una acción política presa, a su vez, en el esquema de una lucha clásica-, sino que debería postularse
como un dato, un hecho: nuestro dato primero. Ante todo,
somos en común. Seguidamente, debemos llegar a ser lo
que somos: el dato es el de una exigencia, y esta es infinita.
Jamás hubo, en lo más profundo y más serio
de ese tiempo de pensamiento, ningún cuestionamiento o desestabilización del sujeto en beneficio de cierta maquinaria de fuerzas y objetos,
como se ha repetido a menudo. Hubo apertura
del «sujeto» a lo que Pascal ya sabía muy expresamente de él, ese mismo Pascal que inaugura el
tiempo «moderno» -o como quiera llamárselo-
al imponerle una fórmula que equivale a conmi
nación, promesa y riesgo absolutos: el hombre
supera infinitamente al hombre. El «sujeto», en
este caso, el «sujeto» supuesto de un ser-con-sigo
autoproductor, autoformador y autotélico, el sujeto de su propia presuposición y su propia previsión, este, en efecto -fuera individual o colectivo-, se descubría superado por los acontecimientos.
Ahora bien: ese sujeto estaba en el corazón de
la democracia. Representativa, o directa, la democracia aún no ha despejado claramente sus «concepciones» del supuesto del sujeto amo de
sus representaciones, voliciones y decisiones.
Por eso, es legítimo interrogarse sobre la realidad última del gesto electoral, así como de la «democracia de las encuestas». Esto no implica que
haya que reemplazar sin reparo alguno la representación política por la presentación -Es decir,
la imposición- del bien o el destino del pueblo o
de los pueblos.
Hoy pueden aparecer muchas ambigüedades
con respecto a las autocríticas reales o presuntas
de la democracia. Es posible, en efecto, volver
contra sí mismos a los principios democráticos y aprovechar una debilidad demasiado notoria para pervertir los «derechos del hombre», como se hace cuando son calificadas de «racismo» las críticas contra determinadas actitudes religiosas, o
bien cuando, en nombre de un «multiculturalis
mo» políticamente «correcto», se llega ajustificar
una subordinación de las mujeres. De manera
aún más insidiosa, se puede falsear de raíz la libre expresión sosteniendo la enseñanza y la vida
cultural bajo la hipnosis de la superstición. Pero
esas amenazas muy reales no deben inducir a
las democracias -¡todo lo contrario!- a abandonar su propia lucidez.
Potencia de ser
El 68 tuvo precisamente el mérito de precaverse de la voluntad de presentar y postular una
visión, su dirección y sus objetivos. (En lo esencial, tuvo ese mérito en aquello que fue más propiamente «el 68», algo que no es fácil discernir
con una mirada que tan sólo sea sociohistórica o,
peor aún, psicosociológica).
Una forma de salida de la historia había sido
-y ello, ya desde antes de la guerra- recurrir a
ideas del «mesianismo» representado como acontecimiento de una ruptura de y en la historia, antes que como advenimiento de un Salvador o de
un Justiciero. Un pensamiento del tiempo mismo
en la disyunción más que en el encadenamiento,
en la secesión más que en la sucesión. Ese recurso fue restablecido recientemente, en particular
a partir de proposiciones de Derrida. No reabriremos aquí la discusión sobre las justificaciones
que tiene o no el uso del léxico mesiánico: baste
con señalar el sentido general de lo que en todo
caso habrá funcionado --con respecto a la historia y desde la década de 1920- como el síntoma reurrente de una exigencia -experimentada
siempre, una y otra vez- de sustituir toda clase
advenimiento por el acontecimiento. El 68 no
recurrió en modo alguno al motivo «mesiánico»
aún cuando fue debidamente calificado de «sin
mesianismo» o «sin Mesías». Pero no está vedado
proponerse, por un instante, ver en el 68 una inspiración «mesiánica», en el sentido de que, en lugar de elaborar y proponer visiones y previsiones, modelos y formas, en él se prefirió saludar el
presente de una irrupción o de una disrupción
que no introducía ninguna figura, ninguna instancia, ninguna nueva autoridad.
Lo que cuenta, en este aspecto, no es el «antiautoritarismo» ni el sentido libertario o libertino
que se le atribuye al 68 -no sin razones- para
bien o para mal; lo que cuenta es un sentido de
esta verdad: que la «autoridad» no puede ser definida por ninguna autorización previa (institucional, canónica, normativa), y sólo puede proceder de un deseo que se expresa o se reconoce en
ella. No hay en ese deseo subjetivismo alguno, y
menos aún psicologismo, sino la expresión de
una verdadera posibilidad y, por lo tanto, de una
verdadera potencia de ser.
Si la democracia tiene un sentido, debe ser el
de no disponer de ninguna autoridad identificable a partir de un lugar y un impulso diferentes
de los de un deseo -una voluntad, una expectativa, un pensamiento- en el cual se exprese y se
reconozca una verdadera posibilidad de ser todos
juntos, todos y cada uno de todos. Aquí es menester repetirlo una vez más: las palabras «comunismo» y «socialismo» no cargaron por casualidad -cualesquiera que hayan sido las distorsiones a que fueron sometidas- con la exigencia y
el fervor que la palabra «democracia», precisamente, no lograba o no logra ya infundir. El 68 se
recuerda de manera repentina, en el presente de
una afirmación que pretende ante todo liberarse
de cualquier identificación.
Lo infinito y lo común
La democracia no ha recordado suficientemente que, de alguna forma, también debía ser«comunista», por no ser más que gestionaria de
las necesidades y los males menores, privada de
deseo, es decir, de espíritu, aliento, sentido. No
sólo se trata, pues, de captar un «espíritu de la
democracia», sino de pensar, sobre todo, que la «democracia» es espíritu antes de ser forma, institución, régimen político y social. Lo que en esta
proposición acaso parezca inconsistente, «espiritualista» e «idealista», conlleva, muy por el contrario, la necesidad más real, más concreta y
más apremiante.
Si el contrato de Rousseau tiene un sentido
más allá de la limitación jurídica y protectora en
que lo encierra su concepto anticuado, es el de
haber producido no sólo los principios de un cuerpo común que se gobierna, sino también y ante
todo, más esencialmente, los de un ser inteligente
y un hombre, como dice la letra de su texto.
El espíritu de la democracia no es menos que
eso mismo: la inspiración del hombre, no el hombre de un humanismo medido a la escala del
hombre dado -¿y de dónde sacaríamos ese dato?; ¿en qué condición, en qué estatus?-, sino el
hombre que supera infinitamente al hombre. Lo
que nos ha faltado hasta aquí es la combinación
de Pascal con Rousseau. Marx estuvo cerca de
unirlos, pues él sabía que el hombre se produce y
que esta producción vale infinitamente más que
cualquier evaluación mensurable. Y es Marx
quien asocia para siempre su nombre -,su nombre propio, no la denominación de «marxismo»-
a la exigencia comunista, respecto de la cual, al
pensarla así, se entiende mejor, además, cómo
pudo resistir y obligar, hasta el punto de ser con
fundida con engaños.
Esa exigencia, la del hombre, la de lo infinito
y lo común -la misma, declinada, modulada,
modalizada-, no puede, por esencia, ser determinada ni definida. Hay en ello una parte de
incalculabilidad que es, sin duda, la más rebelde
a los requerimientos de una cultura de cálculo
general, denominada «capital. Esa parte exige
que se rompa también con el cálculo previsional,
con la anticipación del rendimiento. No se trata
de que esta ruptura deba anular toda anticipación, preparación y consideración de las más justas medidas (en los dos sentidos de la palabra):
también es preciso que encuentre su lugar -y su
tiempo, su momento-lo infinito de la exigencia.
Durante algún tiempo -breve, como tenía que
ser-, el tiempo del 68 no fue tanto chronos como
kairos: no tanto duración y sucesión como oportunidad, encuentro, ocurrencia sin advenimiento, sin entronización, ida y vuelta de una aprehensión del presente como presencia y copresencia de los posibles. Esos mismos posibles no se
definían tanto como derechos sino como potencias: potencialidades menos apreciadas en sí
mismas en su «factibilidad» que en la apertura,
la expansión de ser que ofrecían en cuanto potencias, y sin tener que quedar sometidas a una realización incondicional, por no hablar de una reificación. Al contrario, lo incondicional debe seguir
siendo también, en su absolutidad «irrealizable»
participe de la puesta en acción.
Partición de lo incalculable
En otras palabras, un más-que-la-obra o un
desobramiento importa a la obra de la existencia: lo que ella pone en común no es sólo del orden de los bienes intercambiables, sino también
de lo no intercambiable, de lo que carece de valor
porque está al margen de todo valor mensurable.
La parte de lo que carece de valor -parte del
reparto de lo incalculable y, por lo tanto, estrictamente hablando, imposible de compartir- excede a la política. Esta debe hacer posible la existencia de esa parte; su tarea consiste en mantener su apertura, asegurar sus condiciones de acceso, pero no adopta su tenor. El elemento en el
cual lo incalculable puede compartirse lleva por
nombre arte o amor, amistad o pensamiento, saber o emoción, pero no política; no, en todo caso,
política democrática. Esta se abstiene de aspirar
a ese reparto, pero garantiza su ejercicio.
La decepción ante la democracia proviene de
la expectativa de un reparto político de lo incalculable. Hemos quedado prisioneros de una visión de la política como puesta en marcha y activación de un reparto absoluto: destino de una
nación o de una república, destino de la humanidad, verdad de la relación, identidad de lo
común. Todo eso que las glorias monárquicas parecían subsumir y que los «totalitarismos» quisieron reemplazar por una gloria literalmente demo-crática: poder absoluto de un Pueblo identificado en su esencia y su cuerpo viviente, pueblo de los Trabajadores o los Nativos, autoproduccion y autoctonía de un Principio sustituto de los
Príncipes de antaño.
Olvidamos así que las monarquías de derecho
divino dejaron subsistir en su seno -pero como
si estuviera en su flanco en un margen- al
menos otro principio de reparto o de subsunción: el
de una autoridad y una destinación divinas que
nunca se confundieron sin más con la autoridad
y la destinación políticas. Aun en el islam hubo
distinción entre el orden propiamente teológico y
el orden propiamente político. En verdad, la separación de los dos órdenes ya existía en los
orígenes griegos de la política, y las religiones cívicas de la Antigüedad no se fusionaban con las
iniciaciones, los éxtasis o las revelaciones a los
que podían procurarles un lugar. 1
1 Cuando se habla de «teología política», y sobre todo
cuando se utiliza el adjetivo «teológico-político», la
mayo
ría de las veces se produce un efecto de confusión, al
distorsionar el sentido que esas palabras tienen para Carl
Schmitt, su inventor: se cree designar una alianza e incluso
una fusión de los dos registros, una teocracia, en suma,
cuando se trata, por el contrario, de una distinción muy
clara. (Precisión: el Tractatus theologico-politicus de
Spi
noza no participa en modo alguno de lo que Schmitt llama«teología política».
Todo lo contrario.)
La política nació cuando ella misma se separó
de otro orden, un orden que hoy nuestro espíritu
público ya no considera divino, sagrado ni inspirado, aunque sigue sosteniendo esa separación
(por medio, una vez más, del arte, el amor, el
pensamiento ... ), una separación que podríamos
suponer la de la verdad o el sentido. Ese sentido
del mundo que está fuera del mundo, como dice
Wittgenstein: el sentido como un afuera abierto
en el mismísimo centro del mundo, en el mismísimo centro de nosotros y entre nosotros como
nuestra parte común. Ese sentido que no concluye nuestras existencias, que no las subsume en
una significación, sino que simplemente las abre
a sí mismas y, por ende, también unas a otras.
El 68 recuperaba -o volvía a experimentar,
de manera inédita- el sentido de ese sentido:
junto a la política, pegado a ella, pero también en
contra de ella o a través de ella.
Infinito en lo finito
El nacimiento de la democracia estuvo signado por el olvido del que acabamos de hablar. Al
imaginar que la monarquía asumía la totalidad
del destino -de la existencia o de la esencia- de los pueblos, las naciones o las comunidades, la
primera reflexión sobre la democracia se condenaba a desilusionarse: si Rousseau se
resigna a
pensar que la democracia propiamente dicha
directa, inmediata, espontánea) sólo sería buena para un pueblo de dioses, es porque cree de
manera irrefutable que el pueblo debería ser divino, que el hombre debería serlo; es decir, que el
infinito debería estar dado.
Pero el infinito dado no es el infinito de la superación
pascaliana. La infinita superación se
supera infinitamente a sí misma. No está dada
ni por darse. No ha de presentarse en una significación
ni bajo una identidad. Lo cual no le impide
con todo, ser infinito en acto, infinito actual, y no potencial: no búsqueda indefinida de un fin en
en retroceso. perpetuo, sino presencia actual, efectiva y consistente. Esto no quiere decir que sea del orden de lo mensurable, y ni siquiera de lo determinable en general. Es presencia de lo infinito
en lo finito, abierto en este (Derrida planteaba lo
mismo en estos términos: «La différance infinita
es finita»; la différance no era para él «retraso» sino, al contrario, presencia absoluta de lo inconmensurable).
Lo infinito no debería estar dado, y el hombre
no debería ser (un) dios. Esta lección -radical, a
decir verdad, porque toma al hombre en la raíz,
como quiere Marx, una raíz cuyo exceso con respecto al hombre es infinito- es la lección correlativa de la invención de la democracia. Y Marx,
en el fondo, no ignoraba que el hombre excede infinitamente al hombre. No meditó sobre ello ni lo
formuló en estos términos, pero lo que su pensa
miento introduce en forma inevitable es que la
producción (social) del hombre por el hombre es
un proceso infinito, y en ese aspecto, más que un «proceso», más que una procesión* y un progreso. Marx sabe (aunque no procuraremos mostrarlo aquí) que el hombre «total» es un infinito, que el «valor» en sentido absoluto (ni de uso, ni
de cambio) es un infinito, y que la «salida de la
alienación» es un infinito. De lo que necesitamos,
entonces, es de Pascal y de Rousseau junto con
Marx.
No olvidar que el hombre no es dios, que su
asunción bajo un absoluto no se presenta, sino
que tiene lugar hic et nunc, en una presencia que
la «dignidad de la persona» y los «derechos del
hombre» no pueden asegurar en modo alguno,
aun cuando no haya que separarlos; no olvidar,
pues, que lo «común», el demos, sólo podría ser
soberano con una condición que lo distinguiera
precisamente de la asunción soberana del Estado y de cualquier configuración política: esta es
a condición de la democracia. Eso es lo que desde el 68 se nos pide que comprendamos.
* Utilizamos «procesión» en su sentido más elemental -el de la «acción de proceder algo de otra cosa», según la
definición del Diccionario de la Real Academia Española
en su primera acepción- para mantener la afinidad del
procés y el processus del original. (N. del T.)
Distinción de la política
Esto no define una política. Ni siquiera determina de manera suficiente lo que debe ser el
campo propiamente político. Pero al menos mantiene a distancia la máxima «Todo es política»,
que habrá sido sin duda, contra todas las apariencias, una máxima perfectamente neoteológica. Ni todo ni nada, claro está: la política debe
comprenderse en una distinción -y una relación- con lo que no puede ni debe ser asumido
por ella. No, seguramente, porque deba asumirlo
otra instancia (arte o religión, amor, subjetividad, pensamiento ... ), sino porque todos deben
tomarlo a su cargo, cada uno según modalidades
que deben seguir siendo -es esencial- diversas
e incluso divergentes, múltiples e incluso heterogéneas.
La política -que el sueño democrático- socialista pretendía que desapareciera como instancia separada para reaparecer como una impregnación de todas las esferas de la existencia (el joven Marx se expresaba más o menos en esos términos)- no puede sino estar separada. No separada por el apartamiento receloso de los «políti
cos», sino separada según la esencia del ser-en-común, que consiste en no dejarse hipostasiar en
ninguna figura o significación.
Sobre la base de esta consideración, que parece ante todo distante de la preocupación política
podemos perfilar el contorno democrático de esta.
Como se comprenderá, ello también implica distinguir la política en los dos sentidos de la palabra considerarla distinta y otorgarle las distinciones que le corresponden; en particular
dejar de pretender disolver el ejercicio y los símbolos del poder en un democratismo de indistinción
según el cual todo y todos estarían a la misma altura y en el mismo plano. Uno de los signos más
amativos del malestar democrático está dado
por nuestra incapacidad para pensar el poder de
otra manera que no sea la instancia adversa y
mala, el enemigo del pueblo, o bien la realidad
indefinidamente desmultiplicada y diseminada de todas las relaciones de fuerza posibles. En
nombre de la consideración de los «micropoderes», olvidamos el orden específico del poder (político) y su destinación propia y distinta.
Empero, en términos generales, la exigencia
emocrática nos enfrenta a una tarea de distinción. Y esa tarea de distinción no es sino lo que
puede abrir el camino a la salida del nihilismo.
El nihilismo, en efecto, no es más que la anulación de las distinciones, es decir, la anulación de
los sentidos o los valores. El sentido o el valor sólo tienen lugar en virtud de la diferencia: un sentido se distingue de otro como la derecha de la izquierda o la vista del oído, y un valor es esencialmente inequivalente a todos los otros. Lo que
trajo aparejada la crítica nietzscheana de los «valores» y la insigne debilidad de las «filosofías
de los valores» fue la noción de estos como referencias dadas -ideales o normativas- contra el
fondo de equivalencia de los gestos mismos de
evaluación. Pero lo que evalúa, distingue y crea
el valor es, en primer lugar, la distinción del gesto. Necesitamos este aparente oxímoron: una democracia nietzscheana.
Inequivalencia
Ahora bien: el mundo democrático se ha desarrollado en el contexto -al cual lo liga su origen- de la equivalencia general. Esta expresión
-de Marx, una vez más- no sólo designa el enrasamiento general de las distinciones y la reducción de las excelencias en la mediocrización,
motivo que ha dominado, como se sabe, el análisis heideggeriano del «se» [«man»] (en el que se
puede señalar uno de los callejones sin salida
sintomáticos de la filosofía frente a la democracia, y ello sin prejuzgar aquí en nada sobre el análisis exacto que conviene hacer de esta). Designa
en primer lugar la moneda y la forma mercancía,
es decir, el núcleo del capitalismo. Es necesario
extraer de ello una lección muy simple: el capitalismo, en el cual o con el cual, si no como el cual,
se engendró la democracia, es ante todo, en su
principio, la elección de un modo de evaluación:
por la equivalencia. El capitalismo supone una
decisión de civilización: el valor está en la equivalencia. La técnica que también se desplegó en
y por efecto de esa decisión -siendo así que la relación técnica con el mundo es propiamente y
por origen la del hombre- es una técnica sometida a la equivalencia: la de todos sus fines posibles, e incluso, de manera al menos tan flagrante
como con el registro del dinero, la de los fines y
los medios.
La democracia puede tender así a convertirse
en el nombre de una equivalencia más general
aún que la referida por Mane fines, medios, valores, sentidos, acciones, obras y personas, todos
intercambiables, por no tener ninguno relación
con nada que pueda distinguirlos, por estar relacionados con un intercambio que, lejos de ser un «reparto» según la riqueza propia de esta palabra no es más que sustitución de los roles o permutación de los lugares.
El destino de la democracia está ligado a la
posibilidad de un cambio del paradigma de la
equivalencia. Introducir una nueva inequivalencia que no sea, desde luego, la de la dominación
económica (cuyo fondo sigue siendo la equivalencia), la de las feudalidades y las aristocracias,
la de los regímenes de elección divina y salvación, y tampoco la de las espiritualidades, los heroísmos o los esteticismos: este es el desafio. No
será cuestión de introducir otro sistema de valores diferenciales: se tratará de encontrar, de conquistar, un sentido de la evaluación, de la afirmación evaluadora que le da a cada gesto evaluador -decisión de existencia, de obra, de porte -la posibilidad de no ser medido de antemano
por un sistema dado, sino, al contrario, ser en
cada oportunidad la afirmación de un «valor» -o
un «sentido»- único, incomparable, insustituible. Sólo esto puede desplazar la supuesta dominación económica, que no es más que el efecto de
la decisión fundamental por la equivalencia.
A la inversa de lo que muestra el individualismo liberal, que no produce más que la equivalencia de los individuos -incluso cuando se los
designa «personas humanas»-, lo común debe
hacer posible la afirmación de cada uno, pero
una afirmación que sólo «valga», justamente, entre todos y en cierto modo para todos, que remita
a todos como a la posibilidad y la apertura del
sentido singular de cada uno y de cada relación.
Tan sólo así se sale del nihilismo: no con la reactivación de valores, sino con la manifestación de
todos en un marco en el cual la «nada» significa
que todos valen inconmensurablemente, absolutamente e infinitamente.
La afirmación del valor inconmensurable puede parecer piadosamente idealista. Hay que entenderla, sin embargo, como un principio de realidad. No se entrega a una ensoñación ni propone una utopía, ni siquiera una idea reguladora:
enuncia que es necesario partir de ese valer absoluto. Jamás de un «Todo vale igual» -hombres, culturas, palabras, creencias-, pero siempre de un «Nada es equivalente» (salvo lo acuñable, lo que todo siempre puede llegar a ser). Cada
uno --cada «uno» singular de uno, de dos, de muchos, de un pueblo- es único con una unicidad,
una singularidad, que obliga infinitamente y
que se obliga a ser puesta en acto, en obra o en labor. Mas, al mismo tiempo, la estricta igualdad
es el régimen en el cual se comparten esas incon
mensurabilidades.
Espacio formado para lo infinito
La condición de la afirmación inequivalente
es política, en cuanto la política debe acondicionar su espacio. Pero la afirmación misma no es
política. Es todo lo que se quiera decir: existencial, artística, literaria, soñadora, amorosa, científica, pensadora, ociosa, lúdica, amistosa, gastronómica, urbanística ... , mas la política no sub
sume ninguno de estos registros, sino que les da
lugar y posibilidad.
La política tampoco dibuja otra cosa que el
contorno, o los contornos plurales, de una indeterminación en cuya apertura pueden tener lugar afirmaciones. La política no afirma: da cabida a las exigencias de la afirmación; no expresa
el «sentido» o el «valor»: hace posible que estos
encuentren su sitio y que ese sitio no sea el de
una significación terminada, realizada y reificada, que pueda reivindicarse como figura consumada de lo político.
La política democrática renuncia a figurarse
a sí misma: permite una proliferación de figuras
afirmadas, inventadas, creadas, imaginadas, como quiera decirse. Por eso, el renunciamiento a
la identificación no es una pura ascesis, no remite a una entereza o una virtud de abstinencia,
que podrían pensarse en un marco de resignación, de oportunidad perdida. La política democrática abre el espacio para identidades múltiples y para su reparto, pero no tiene que figurarse a sí misma. Eso es lo que la entereza política
debe hoy saber decir.
La renuncia a la identificación mayor -ya se
haya manifestado en la imagen de un Rey, un
Padre, un Dios, una Nación, una República, un
Pueblo, un Hombre o una Humanidad, y hasta
una Democracia- no contradice en absoluto la
exigencia de la identificación en el sentido de la
posibilidad, para todos y cada uno, de identificarse (hoy nos gusta decir «subjetivarse») como dotados de lugar, rol y valor -inestimable- en el
ser-juntos. Lo que hace la política, lo que hace el «buen vivir» por el cual Aristóteles la determina,
es un «bien» que, justamente, no se determina de
ninguna manera, por ninguna figura ni bajo ningún concepto. Tampoco, en consecuencia, por la
figura o el concepto de lapolis. Esta sólo es el lugar desde donde (y no «donde»), el lugar a partir
del cual -y no obstante sin salir de él, sin salir
del mundo que desde todos lados entrelaza las ciudades, las naciones, los pueblos, los Estados-,
es posible dibujar, pintar, soñar, cantar, pensar,
sentir, un «buen vivir» que esté a la medida inconmensurable del infinito que todo «bien» envuelve.
La democracia no es figurable. Más aún: no
es, por esencia, figural. Tal vez sea ese el único
sentido que, para terminar, pueda dársele: ella
depone la asunción de figuración de un destino,
de una verdad de lo común. Pero impone configurar el espacio común de tal modo que pueda abrirse en él toda la riqueza posible de las formas que
lo infinito es capaz de adoptar, de las figuras de
nuestras afirmaciones y las declaraciones de
nuestros deseos.
Lo que pasa en el arte desde hace cincuenta
años muestra de modo elocuente hasta qué punto es real esta exigencia. Así como la ciudad democrática renuncia a figurarse, abandona sus
símbolos y sus íconos de manera acaso riesgosa,
así ve surgir, en cambio, todas las aspiraciones
posibles a formas inéditas.
El arte se retuerce en
el esfuerzo por dar a luz formas que él mismo
querría ver excedidas con respecto a todas las
formas de lo que se llama «arte» y a la forma o la
idea misma de «arte». Ya se trate del rack o del
rap, de la música electrónica, el video, las imágenes de síntesis, el tag, las instalaciones o las performances, o de nuevos intérpretes para formas
renovadas (como el dibujo o la poesía épica), todo
da testimonio de una febril expectativa, una necesidad de apoderarse de manera novedosa de
una existencia en plena trans-formación. Si, como suele decirse, hay «crisis» de la novela, es por
que tenemos que inventar un nuevo relato de
nuestra historia en lo sucesivo privada de Historia. Y si hay body art -hasta la sangre, hasta el
sufrimiento-, es porque nuestros cuerpos desean comprenderse de otro modo. Y el hecho de
que eso pase por todos los extravíos posibles no
constituye un argumento suficiente, pues también pasa por todas las exigencias, todos los llamados posibles. Hay que ejercitarse en escuchar.
Sin embargo, esto abre a la vez una cuestión
renovada sobre lo que la ciudad como tal debe
hacer a ese respecto. No tiene que hacerse cargo
de la forma o el relato, ni eximirse de ellos. Es un
dilema, sin duda, que exhiben de manera penosa
las ambigüedades de las «políticas culturales»:
ambigüedades de quienes las administran y de
quienes las reclaman. No hay respuesta simple,
y tal vez no haya «respuesta» en absoluto. Pero
hay que actuar, y saber que la democracia no es
una asunción de la política en acto.
Praxis
Se me dirá: [Usted afirma entonces francamente que, a su juicio, democracia no es política!
y con ello nos deja plantados, privados de medios
de acción, de intervención, de lucha, mientras se
ilusiona con su «infinito» ...
Todo lo contrario. Sostengo, en efecto, que la
cuestión política ya no puede plantearse con seriedad si no se considera, como punto de partida,
lo que la democracia introduce como una superación de principio del orden político, pero una superación que sólo tiene lugar a partir de la polis ,
de su institución y de sus luchas tal como se nos
pide pensarlas sub specie infinitatis humani generis. Es en ese sentido que hablo de «espíritu»
de la democracia: no de «un» espíritu que distinga su mentalidad, su clima, su postulación general, sino del hálito que debe inspirarlo, que lo inspira en efecto si sabemos al menos apropiárnoslo, lo cual exige que logremos sentirlo.
Si la acción política está paralizada, como sucede hoy en día, es porque ya no se la puede movilizar a partir de un «primer móvil» provisto de
energía motriz: este ha dejado de existir en términos políticos, y toda la política debe volver a
movilizarse desde otra parte. Tampoco existirá
otro primer móvil económico, al margen del capi
tal y su crecimiento, mientras se siga concibiendo la economía misma como motorizadora de la
política y del resto, por efecto de la elección que
valoriza la equivalencia al mismo tiempo que la
idea de un «progreso» que presuntamente moralizaría la indiferencia de esa equivalencia.
En vista de que esa elección profunda -que
se efectuó desde el Renacimiento hasta el siglo
XIX- ha agotado sus virtudes y revela este agotamiento, ya no hay «izquierda», aunque siempre haya más razones que las necesarias para
enfurecerse y luchar, para denunciar y exigir:
exigir el justo, vivaz y bello infinito del hombre,
de un hombre más allá de sus derechos.
Sin duda, es posible que esa elección se efectúe hoy de otra manera. Es posible que el hombre no desee, en el fondo, otra cosa que el «mal»:
no el «buen vivir» de Aristóteles, que exige un
complemento siempre renovado a la «vida», una
expansión más allá de la necesidad, sino, por el
contrario, ese otro complemento y esa otra expansión que pueden llevar a cabo la aniquilación
tanto de sí mismo como de los otros, y de lo común
así reducido a la común carbonización. Sí, eso es
posible, y la era actual de la humanidad nos representa una comunidad de osarios, hambrunas,
suicidios y embrutecimientos.
Esta posibilidad misma lleva a una evidencia
enceguecedora la reiterada cuestión de lo que
aquí llamo «comunismo» en cuanto verdad de la
democracia, pues nada es más común que el polvo común al que estamos destinados. Nada, tampoco, realiza mejor la equivalencia y su entropía
definitiva. Nada es más común que la pulsión de
muerte, y ya no se trata de saber si las políticas
tecnológicas de Estado que permitieron Auschwitz e Hiroshima han desatado pulsiones de este
orden, sino, antes bien, saber si la humanidad,
demasiado agobiada por sus millones de años, no
ha escogido desde hace algunos siglos el camino
de su aniquilación.
Sin embargo, esa nada es nada sustancial:
más que «cosa común» (res publica communisv,
es «común en cuanto cosa, cosificada» (como lo
es, hasta cierto punto, la «mercancía»). Si lo que
queremos es esa nada, tenemos que saber lo que
ese querer quiere decir: no que «Dios ha muerto»,
sino que la muerte se convierte en nuestro Dios.
Verdad
Recapitulemos y concluyamos.
La verdad de la democracia es esta: no se trata de una forma política entre otras, a diferencia
de lo que fue para los antiguos. No es en absoluto
una forma política, o bien, y al menos, no es ante
todo una forma política. Por eso cuesta tanto hallar su justa o buena determinación, y por eso,
también, puede mostrarse homogénea y conforme a la dominación de los cálculos de la equialencia general y de su apropiación (llamada «capitalismo») .
En su inauguración moderna, la democracia
quiso ser refundación integral de la cosa política.
Quien quiere fundar desciende primero a un lugar más profundo que los propios fundamentos.
La democracia (re)engendra al hombre, declara
Rousseau. Abre con nuevos bríos la destinación
del hombre y del mundo con él. La «política» ya
no puede dar la medida ni el lugar de esa destinación o destinerrancia (Derrida), Debe permitir
su puesta en juego y asegurar sus lugares múltiples, pero no la asume.
La política democrática es, pues, política alejada de la asunción. Pone término a toda especie
de «teología política», sea teocrática o secularizada. Postula en consecuencia como axioma que
no todo (ni el todo) es política. Que todo (o el todo)
es múltiple, singular-plural, inscripción en fragmentos finitos de un infinito en acto (<<artes», «pensamientos», «amores», «gestos», «pasiones»
pueden ser algunos de los nombres de esos fragmentos).
La «democracia» es así:
- En primer lugar, el nombre de un régimen
de sentido cuya verdad no puede subsumirse en
ninguna instancia ordenadora, ni religiosa, ni
política, ni científica, ni estética, pero que com
promete por entero al «hombre» en cuanto riesgo
y posibilidad de «sí mismo», «bailarín sobre el
abismo», para decirlo de manera paradójica y deliberada en términos nietzscheanos. Esa paradoja expresa a la perfección el desafío: la democracia es aristocracia igualitaria. Este primer sentido sólo toma un nombre político de manera accidental y provisoria.
En segundo lugar, el deber de inventar la
política no de los fines de la danza sobre el abismo, sino de los medios de abrir o mantener abiertos los espacios de sus puestas en obra. Esta diferenciación entre los fines y los medios no está
dada, como tampoco lo está la distribución de los «espacios» posibles. Se trata de encontrarIos, inventarios, o inventar la manera de no pretender
siquiera encontrarlos. Pero, ante todo, la política
debe ser reconocida distinta del orden de los fines, aun cuando la justicia social constituya sin
lugar a dudas un medio necesario para todos los
fines posibles.
Tomemos un solo ejemplo relativamente simple: la salud. No está dado que la salud deba (ni
pueda) estar regulada por la duración de la vida
ni por un equilibrio fisiológico regulado, a su vez,
a partir de medidas que respondan a un ideal de
duración o desempeño ... El significado de «salud» no puede determinarse únicamente en oposición al de «enfermedad», ni en general por lo
que para nosotros es la medicina. La medicina,
la enfermedad, la salud, tienen valores, sentidos
y modalidades que dependen de elecciones profundas efectuadas por una cultura y un ethos anterior a toda «ética» y a toda «política». Una polí
tica de la sal ud sólo puede responder a elecciones, orientaciones, que apenas es capaz de modificar. (Por esta razón, el término «biopolítica» se basa en una hipertrofia confusa del sentido de «política». Una «salud» es una idea, una aprehensión de la existencia: es -para decirIo deliberadamente de una manera que se juzgará hi
perbólica y arcaica- una metafísica, no una política.
La hipérbole merece desarrollarse: la democracia es en principio una metafísica y sólo después una política. Pero esta no está fundada por
aquella: al contrario, no es más que su condición
de desempeño. Pensemos ante todo en el ser de
nuestro ser-juntos-en-el-mundo, y veremos qué
política permite responder a esa idea. Sin duda,
siempre es posible relajar los sentidos de las palabras, hacer que «política» sea igual a «metafísica», pero de ese modo se pierde o se enturbia
una distinción cuyo principio debe ser consustancial a la democracia. Ese principio le quita al
orden del Estado -sin perjuicio de sus funciones
propias-la asunción de los fines del hombre, de
la existencia común y singular.