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Cuando el 25 de agosto de 1900 Friedrich Nietzsche murió en la villa Silberblick de Weimar, ya había atraído sobre sí la atención de artistas y literatos de toda Europa. Su reputación como el filósofo que anunció la muerte de dios y que sucumbió a la locura, diez años antes de su propia muerte, era un tema apropiado para los círculos literarios afectos al mito del genio y la locura, los cuales se veían confrontados con el destino de un hombre que había sacrificado su propia vida en aras de su obra y se había identificado con el dios griego Dionisos en su último escrito, Ecce homo, su auto biografía interpretada filosóficamente; y que pretendía salvar a Europa de su ineluctable decadencia al autoestablecerse como víctima anticristiana. Partiendo de su visión sobre el cristianismo y la filosofía platónica, Nietzsche interpretó a la historia de Europa como la de la decadencia y el nihilismo, con lo que se estilizó a sí mismo como un Cristo anticristiano en sus delirantes mensajes de enero de 1889, los cuales firmó como el Crucificado. Esto probablemente hubiera dejado indiferente al mundo intelectual europeo, si en su obra no hubiera trazado el cuadro de su decadencia, con el cual se identificó una generación de intelectuales y literatos en ciernes que, desafiando la idea de una vida segura sustentada por la burguesía, lanzó el lema nitzscheano de “vivir peligrosamente”. Después de su colapso mental en la Piazza Carlo Alberto de Turín el 3 de enero, este pensador, cuyas obras en sus últimos años de lucidez se habían vuelto prácticamente invendibles, se encumbró repentinamente como el tip secreto de los literatos alemanes y, posteriormente, también de los franceses e italianos. Él, que a lo largo de toda su vida había luchado contra el secreto de compasión entendido desde una perspectiva cristiana, se quebró al ver cómo un brutal cochero maltrataba a su caballo. Entre lágrimas y lamentos se arrojó al cuello del animal y se derrumbó. El 4 de enero de 1889, escribió a su antiguo amigo y secretario Peter Gast una tarjeta postal con las siguientes palabras: “A mi maestro Pietro. Cantemos una nueva canción: el mundo se ha glorificado y los cielos se regocijan. El Crucificado”[1]. Ésta y otras notas delirantes motivaron a Franz Overbeck, uno de los mejores amigos y colegas del filósofo en Basilea, a viajar a Turín y llevárselo a una clínica para trastornos nerviosos en esa ciudad suiza. Ahí, el médico anotó: Pupilas diferentes, la derecha más grande que la izquierda, reaccionan con suma lentitud. Estrabismo convergente. Fuerte miopía. La lengua muy pesada, ¡no hay desviación ni temblor! Nervios faciales poco dañados [...] no hay una conciencia clara de la enfermedad, se siente increíblemente bien y animado. Refiere que ha estado enfermo desde hace ocho días y ha padecido con frecuencia de dolores de cabeza. También ha sufrido algunos ataques, durante los cuales el paciente se habría sentido increíblemente bien y animado y, de preferencia, habría abrazado y besado a todo el mundo en la calle[2]. A mediados de ese mes, su madre madre y Overbeck fueron a recogerlo a Basilea para llevarlo a Jena, donde lo internaron en la clínica del profesor Binswanger. El diagnóstico de su enfermedad rezaba “parálisis progresiva”, una denominación discreta para la sífilis. En marzo de 1980, la madre obtuvo el permiso para cuidar al enfermo en un ambiente doméstico y a partir de 1897, cuando ella murió, fue su hermana Elisabhet quien se ocupó de él. Elisabeth Förster Nietzsche se instaló en una casa en Weimar, en la que no sólo cuidó a su perturbado hermano, sino que también reunió sus libros, manuscritos y apuntes. Poco tiempo después cuando el filósofo aún vivía, lo escenificó cual espectáculo, hecho que más adelante habría de constituir el origen de su leyenda. El despegue meteorito de sus escritos –que se inició con la perturbación mental de su autor y que continuó después de su muerte en el año en que viraba el siglo– Nietzsche sólo hubiera podido soñarlo en vida. En cualquier caso, todavía pudo vivir una pequeña satisfacción, cuando el historiador literario danés, Georg Brandes, conocido en toda Europa, hizo el anuncio de una serie de conferencias sobre el filósofo alemán en el que se le comparaba con Strindberg y Dostoyevski. Ya antes Brandes había escrito que de sus libros emanaba “un espíritu nuevo y original”, al que apostrofó como “radicalismo aristocrático” –una definición con la que el pensador muy bien podía identificarse: “Permítaseme decir que estas son las palabras más inteligentes que he escuchado hasta ahora sobre mí”[3]. A partir de 1890 se inicia en Europa el entusiasmo literario por Nietzsche, aunque al principio con una estruendosa malinterpretación de su filosofía. Es el concepto del superhombre el que revolotea por todo el ámbito europeo en las mentes de los literatos del fin de siècle como I´homme superieur, el superuomo, el overman y el superman; como prototipo del macho en esos tiempos de delirio de grandeza civil. Ningún otro filósofo ha inspirado y motivado jamás de manera tan excesiva a los escritores. Cuando estaba aún con vida en su último decenio de perturbación mental, es decir a partir de 1890, se inicia en forma vehemente su recepción literaria en Alemania y Francia, y de ahí el entusiasmo se contagia a Italia e Inglaterra, aunque en esta última su efecto se observa mucho más reservado. Este temprano entusiasmo por el filósofo alemán se vio ampliamente marcado por una total incomprensión del cosmos de sus ideas, lo que entonces también estuvo relacionado con un conocimiento deficiente de su obra. El superhombre fue el concepto principal que los literatos incorporaron para enfrentar con vigor a la decadencia general de la cultura. Su filosofía de la trasvalorización se malinterpretó al principio en forma radical. El nuevo modo perspectivista de ver, entender y valorar fue interpretado de manera puramente materialista; lo que entusiasmaba eran las frases explosivas que Nietzsche hacía denotar bajo los cimientos de la burguesía. Sin embargo, partir de 1900 la comprensión de su obra empezó a modificarse en la ascendente generación de escritores y literatos que habría de marcar en forma decisiva a la literatura alemana y estaba integrada por Gottfried Benn, Stefan Zweig, Hermann Hesse, Rainer Maria Rilke, Thomas y Heinrich Mann, Hugo von Hofmannsthal, Stefan George, Alfred Doblin y Robert Musil. Todos ellos eran niños durante los años en que Nietzsche escribió su obra y jóvenes cuando culminó su vida. En la atmósfera de sus casas paternas veían el mundo contra el cual el filósofo tuvo que afirmarse, del que huyó y con el cual nada lo vinculaba, más que ataduras traumáticas. Fueron formados en escuelas y universidades permeadas por un espíritu fundacional optimista y nacionalista. Todos ellos creían asfixiarse en esta atmósfera. Para ellos este pensador personificaba la liberación de semejante estrechez. Veían la incondicionalidad de su postura como una luz en el camino que les proporcionaba conciencia de sí mismos y valor para la iniciativa propia en un mundo gobernado en forma patriarcal, pues no sólo había proclamado la libertad en los objetivos de la vida, sino que glorificó su capacidad de elevación embriagadora-inmanente y llevó una vida al margen de la sociedad. Alrededor de 1900, todo esto causaba una fuerte impresión en los jóvenes literatos que reafirmaban su individualismo, su apremio de un distanciamiento antiburgués y su necesidad de crear un excéntrico perfil propio. Nietzsche se adelantó en forma sismográfica al movimiento de esta época: anticipó el desplazamiento de la tierra que le sustrajo el piso a la burguesía –en una época, en la que ésta se sentía más segura que nunca–, la desenmascaró de su moral haciendo resonar las formas huecas del status social y destapó brutalmente los tambaleantes cimientos de esta sociedad. Su lucha estaba dirigida contra una capa social trivial. Por eso desde un principio se le adhirieron los hijos rebeldes de la burguesía y los renegados, muchos de ellos marcados por el mismo medio que combatían. El espíritu del mundo literario alemán estaba permeado por las ideas de Nietzsche, las cuales le prometían la superación de la decadencia de su época. Todavía cincuenta años después de su muerte, Gottfried Benn describió la impresión que dejó en él el pensamiento de este filósofo: En realidad, todo lo que mi generación discutía, lo que debatía interiormente, puede decirse inclusive, lo que padecía; puede decirse, también, lo que analizaba a detalle –todo eso ya se había expresado y agotado en Nietzsche, ya había encontrado su formulación definitiva; todo lo demás era exégesis. Su estilo peligrosamente tormentoso y relampagueante, su inquieta dicción, su renuncia a permitirse cualquier idilio y cualquier lugar común, su formulación de la psicología de los instintos, de lo constitucional como motivo, de la filosofía como didáctica– la cognición como afecto, todo esto es su obra. Como se evidencía cada vez con mayor claridad, él es el inigualable gigante de la época posterior a Goethe[4]. Y, sin embargo, este gigante de la historia del pensamiento europeo, al que Benn describe de manera tan elocuente, era un ser atormentado por jaquecas y migrañas que, en todo caso, logró dar a sus enfermedades otro sentido y concebirse a sí mismo como una criatura de la decadencia, a la cual se esforzaba por superar con el mito de la gran salud. Nietzsche estiliza su enfermedad convirtiendo a sus insoportables dolores de cabeza en la condición previa para elevar su propia sensibilidad, la cual, a su vez, constituye también un requisito para el análisis de la decadencia europea y de la crisis de la modernidad: “Nací como una planta cerca del cementerio y, como hombre, en una casa parroquial”[5]. Así se describió a sí mismo a los 19 años en una de sus primeras autobiografías; y, del mismo modo que a una planta, la sensibilidad y la fragilidad también habrían de acompañarlo el resto de su vida. La obra de Nietzsche cuenta con innumerables autobiografías; la última y más famosa de ellas es Ecce homo, que es la interpretación concluyente de su vida y obra, redactada en los meses de octubre y noviembre de 1888, poco antes del inicio de su muerte mental, que era una consecuencia de su padecimiento sifilítico. Esta enfermedad provocó en su vida no sólo las fases de profunda depresión, sino también otras de incontrolable euforia que le conducían entonces a un maniaco frenesí creativo. “La vida como literatura”, con esta fórmula interpretó Alexander Nehamas el rasgo fundamental de la vida y escritura de este filósofo. Según él, sus textos no describían nada, sino que ejemplificaban en forma elaborada y detallada la condición ideal de su figura ideal. Y esto, a su vez, “no sería ninguna otra cosa, más que la figura a la que precisamente representan estos textos: a Nietzsche mismo”[6]. En sus escritos, Nietzsche hizo de sí mismo “una figura literaria”, al igual que Goethe se creó[7]. Su gran innovación, empero, consistió “en haber alcanzado esta meta sosteniendo que, crearse a uno mismo, era lo más importante en la vida”[8]. Nietzsche, según resume Nehamas en sus reflexiones, habría demandado que fuésemos los “escritores de nuestra propia vida”[9] y, en este sentido, él se habría esforzado exitosamente en convertirse en “el Platón de su propio Sócrates”[10]. De ahí vienen la estrecha relación entre la literatura y la filosofía nietzscheana, y el gran entusiasmo de los literatos por nuestro filósofo. Este filósofo, quien en su autobiografía ficticia Ecce homo predica el gran salto a la salud, sabe desde niño lo que es el dolor físico y psicológico. Antes de alcanzar el cuarto año de vida, su padre muere en forma lastimosa de una enfermedad cerebral; una inflamación seguida de un reblandecimiento del cerebro, según rezaba el diagnóstico del médico en la terminología bastante vaga de la época. Debido a este hecho, en las investigaciones sobre este pensador se suele resumir la hipótesis de que éste podría haber tenido un lastre hereditario[11]. Un registro en el archivo médico de Schulpforta apoya esta suposición: “Nietzsche es un hombre recio y saludable, con una mirada sorprendentemente penetrable, miope y afectado con frecuencia por migrañas. Su padre murió joven de reblandecimiento cerebral y fue gestado en una edad avanzada en la época en que [éste] ya estaba enfermo. Todavía no hay visibles signos serios, pero es necesario tener en cuenta los antecedentes”[12]. Por lo tanto, hay que partir de que se le tiende a considerar con una carga hereditaria. Durante una época de su vida, es además sumamente miope, y los dolores de cabeza, que habrían de incrementarse de manera extrema en los años de madurez, se presentan ya en su juventud. Son estos martirizantes dolores de cabeza y trastornos visuales, acompañados de un inicial proceso de sífilis, los que le obligan en 1871 a abandonar su cátedra en Basilea[13]. Se inician entonces los años de peregrinaje entre la Engadina suiza en verano y las rivieras italiana y francesa en invierno, con condiciones climáticas adecuadas para el enfermo que logran disminuir un tanto sus padecimientos. En los años en los que sus dolores físicos alcanzan el nivel más alto, la muerte del padre está continuamente presente. El hecho de que el punto más bajo de su salud cayera en el mismo año de vida en que enfermó y murió su padre, lo utilizó el filósofo para definir uno de los polos de su persona, es decir el “decadente”: Mi padre murió a los 36 años de edad: era delicado, amable y moebido, como un ser únicamente destinado a sucumbir –una remembranza bondadosa de la vida, más que la vida misma. El mismo año en que decayó su vida, empezó a decaer también la mía; a los treinta y seis años alcancé el punto más bajo de mi vitalidad – logro sostenerme, pero sin poder ver tres pasos delante de mí. Entonces –era 1989 – abandoné mi cátedra en Basilea, pasé el verano como una sombra en St. Moritz y el siguiente verano, el menos soleado de mi vida, como una sombra en Naumburg. Llegue al mínimo: durante ese tiempo surgió El caminante y su obra. Indudablemente, en esa época era yo un experto en sombras […][14]. La decadencia es debilidad, falta de resistencia y de energía vital: “las enfermedades, sobre todo las enfermedades nerviosas y cerebrales, son indicio de que falta la fuerza defensiva propia de una naturaleza fuerte”[15], escribe Nietzsche en los fragmentos de 1888, bajo el título “Sobre el concepto Decadence”, para complementar luego estos conceptos de la siguiente manera: “El declive, la ruina, la exclusión no son algo en sí que debiera ser juzgado: son una consecuencia diaria de la vida, del crecimiento en la vida. La aparición de la vida es tan necesaria como cualquier comienzo y avance de la vida: no está en nuestras manos eliminarla. La razón, por el contrario, exige lo que por derecho le es propio […]”[16]. La decadence aparece aquí como un deterioro necesario para la preservación de la vida, posterior a cada crecimiento y que crea otra vez espacio para la renovación y reconstrucción. Pero también existe otra dimensión en este término, que está relacionada con un crecimiento de la sensibilidad. Mediante la disminución de la fuerza de resistencia y la sensibilidad resultante de ésta, la decadencia propicia un refinamiento de la percepción, de la capacidad cognoscitiva y del poder de expresión. Nietzsche habla aquí de rafinesse y, un poco más adelante subraya su sentido de los matices finos, los suances: “Inclusive este arete de filigrana del captar y comprender, esta percepción de los nuances, esta psicología del “atisbar-desde-la-esquina” y, en suma, todo lo que me es propio, apenas lo aprendí entonces y es el regalo propiamente dicho de aquella época, en la que todo se refinó en mí: la percepción misma al igual que todos los órganos de percepción”[17]. “Nuances”, “rafineces”, la lista de estos galicismos que le aportan elegancia al texto alemán podría alargarse aún más. Todos ellos indican individualidad y un sentido refinado del decadente que hay en Nietzsche. Su autobiografía ficticia, empero, no se detiene en el concepto de la decadencia, sino que pone frente al “decadente” un movimiento constante: “ Es decir que, dando por descontado que soy un decadente, también soy todo lo contrario”[18]. Con esta afirmación, Nietzsche emprende la reinterpretación de su enfermedad, su estilización como vencedor imaginario de la decadencia: “Entre otras, mi prueba de ello [tanto de ser decadente como de lo contrario] es que para mis condiciones más graves de salud, instintivamente elegí siempre los remedios adecuados, mientras que el decadente siempre elige los remedios mas dañinos”[19]. Aquí el filósofo hace un salto interpretativo: se crea a sí mismo al volverse escritor de su propia vida y se inventa una gran salud para interpretarla: “En conjunto era yo sano, en lo específico decadente”[20]. Dice y afirma más tarde: “Me tomé a mí mismo en mis manos, me curé a mí mismo: la condición para ello –y todo fisiólogo estará de acuerdo– es que uno esté fundamentalmente sano”[21]. Nietzsche representa a la superación de “las condiciones más graves” como una aportación propia. Más aún: para él, que se define como “en el fondo” sano, la enfermedad tiene inclusive un efecto energetizante y estimulante: “para alguien típicamente sano, la enfermedad puede ser inclusive un enérgico estimulante para la vida, para-vivir-más”[22]. ¿Qué resulta de este proceso de autocuración del decadente en Nietzsche? Las formulaciones se vuelven aquí oscilantes: por una parte, el uso del pasado –“en lo específico era yo decadente”– expresaría que ha superado lo que es “decadente” en él; por otra, predomina el uso del presente en formulaciones como “que soy un decadente– conozco ambas cosas, soy ambas cosas”[23]. Finalmente, en el primer capítulo de Ecce homo describe ya una oscilación periódica a lo largo de varios espacios de tiempo: “La curación significa para mí una demasiado larga serie de años [...] también, desafortunadamente, retroceso, declive, una especie de decadencia periódica”[24]. La salud que prevalece “en el fondo” se convierte así en una capacidad de regeneración, que se contrapone a la escasa fuerza de resistencia del decadente y constituye, simultáneamente, la raíz de su sensibilidad y vulnerabilidad –también filosóficas–, misma que opera continuamente en su contra. Sus formulaciones, que oscilan entre el tiempo pasado y el presente, trazan precisamente el cuadro de una continua autocuración, durante la cual permanece siendo un decadente. Justamente por ello, su autocuración es una reiterada autosuperación. La capacidad de regeneración se convierte en una “voluntad de salud, de vida”[25]. Resulta fascinante y notable que precisamente a partir de este pasaje Nietzsche vuelve a hablar de su filosofía. Una sola frase, breve y nítida –y con ella no hace otra cosa más que dar a conocer las raíces de su pensamiento: “[… de mi voluntad de salud, de vida, hice mi filosofía […]”[26]. Algunos años antes, en la época en que redactó La gaya ciencia, planteó la posibilidad de que el pasar por múltiples estados de salud y de enfermedad podría ser imprescindible para su pensamiento filosófico: Un filósofo que ha recorrido la ruta de muchos estados de salud, y que la recorre continuamente, también ha atravesado por igual número de filosofías: no puede hacer otra cosa más que transformar cada vez su condición en la forma y perspectiva más espirituales –este arte de la transfiguración es justamente la filosofía. […] Constantemente nuestros pensamientos parten desde nuestro dolor y tenemos que darles maternalmente toda la sangre, el corazón, el fuego, el placer, la pasión, el tormento, la conciencia, el destino y la fatalidad que viven en nosotros. La vida –esto significa para nosotros todo lo que somos; transformar también constantemente en luz y flama todo lo que nos atañe, no podemos hacer otra cosa. Y en lo que concierne a la enfermedad: no estaríamos casi tentados a preguntar si ésta, en realidad, no es prescindible para nosotros[27]. En Ecce homo, Nietzsche declara en doble sentido su filosofía, como producto y como expresión de su precaria existencia: Un ser típicamente mórbido no puede sanar y mucho menos sanarse a sí mismo; por el contrario, para uno típicamente sano la enfermedad puede ser enérgicamente estimulante para la vida, para vivir-más. […] de mi voluntad de salud, de vida, hice mi filosofía […] porque hay que tomar en cuenta que en los años en que alcancé mi punto de vitalidad más bajo fue cuando dejé de ser pesimista: el instinto de la autorecuperación hizo prohibitiva en mí una filosofía de la pobreza y del desaliento[28]. En Ecce homo, la novela de su vida que es más bien un comentario de sus escritos, reinterpreta sus enfermedades, las asume sobre sí para, en la cúspide de la decadencia, proclamar el viaje repentino hacia la salud y recuperación. Lo que irrumpe fatalmente es aceptado por el hombre grande y transformado en amor por el destino; amor fati, una posición filosófica que ya había sido introducida en La gaya ciencia, reza en Ecce homo de la siguiente manera: “Mi fórmula para la grandeza humana es el amor fati; no pretender ninguna otra cosa ni en el futuro, ni en el presente, ni en toda la eternidad”[29]. De acuerdo con esta postura, el subtítulo “Uno se vuelve lo que es”, tomado de Píndaro, manifiesta la intención de Nietzsche de mostrar el imperativo interno de su desarrollo personal y reflexivo: “Su singular existencia se convierte en símbolo de la época. Todo ocurre con la pretensión de un gran estilo, para hacer de la vida misma una obra de arte”[30]. Si bien su escrito autobiográfico Ecce homo fue la última narración de su existencia, estilizada como obra de arte, esta tendencia ya se perfilaba en el periodo de La gaya ciencia. En el aforismo 290 de esta obra, la fórmula del autor para la autocreación reza de la siguiente manera: “Uno es necesario –¡dar estilo al carácter propio es un arte grande e infrecuente! Lo practica aquel que tiene una visión completa de todo lo que ofrece su naturaleza como en debilidad, y luego lo integra a un plan artístico, hasta que cada cual se manifiesta como arte y razón, y aún la debilidad cautiva la mirada”[31]. La fórmula de entendimiento “Uno es necesario” pretende fijar la necesidad de conformarse uno mismo, en lugar de creer en el yo como un hecho acabado. Apunta a una estética de la existencia, no en el sentido de una teoría de la belleza, sino en el sentido de la formación. Precisamente a ello corresponde otra cita de este mismo periodo creativo: “nosotros, empero, queremos ser los escritores de nuestra propia vida y, ante todo, de lo más pequeño y cotidiano”[32]. Ecce homo implica con la elección de este título una afrenta deliberadamente anticristiana. Utilizando las mismas palabras con que fue presentado Jesús, el filósofo se presenta a sí mismo; es más, lo sustituye por él mismo. Presenta a un hombre que sufrió profundamente por su época, por sus contemporáneos y por sí mismo –una identificación con el martirizado. Más que como experimento, Nietzsche interpreta su vida en esta obra como un órgano de conocimiento y percepción. En su presentación de un auténtico testimonio de la verdad persiste también una analogía subyacente con Jesús, quien durante su juicio dice a Pilatos: “He venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Y todo el que es de la verdad, escucha mi voz”[33]. Frente a esto, Nietzsche responde con su autointerpretación. Él no pretende haber venido al mundo para dar testimonio de una verdad ultraterrenal. En su lugar, plantea “un acto de la máxima autoconciencia de la humanidad”, que se ha hecho “carne” en su persona: “Pero mi verdad es terrible: porque hasta ahora, a la mentira se le ha llamado verdad –la transvalorisación de todos los valores es mi fórmula, para un acto de la máxima auto conciencia de la humanidad, que en mí se ha hecho carne y genio”[34]. En la autenticidad de sus experiencias cognoscitivas y racionales, según su propia autointerpretación, la humanidad toma conciencia de sí misma y se aparta de las verdades idealistas o religiosas. La existencia, ya no entendida como un valle de lágrimas terrenal, se convierte en un objeto de orientación afirmativa que incluye sufrimiento y dolor: “Fui el primero en ver los verdaderos contrastes: el instinto degenerado, que se voltea en contra de la vida con sed de venganza subterránea […] y una fórmula de la máxima afirmación, nacida de la abundancia y de la exuberancia, un decir sí, sin reservas, inclusive al sufrimiento mismo, a la culpa misma, a todo lo cuestionable y extraño de la existencia misma […]”[35]. Con la fórmula Dionisos contra el Crucificado, Nietzsche se estiliza en el nuevo Dionisos desplazado por los dioses, que quería salvar a Occidente de la decadencia de dos milenios de cristianismo.
Bibliografía
Obras de Nietzsche:
- Nietzsche, F.: Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe in 15 Bänden, ed. por Giorgio Colli y Mazzino Montinari, Munich, 1980 dtv [KSA]. - Nietzsche, F.: Sämtliche Briefe. Kritische Studienausgabe in 8 Bänden, ed. por Giorgio Colli y Mazzino Montinari, Munich, 1980 dtv [KSB]. - Nietzsche, F.: Werke und briefe, Historisch-Kritische gesamtausgabe, ed. por M.J. (Jugendschriften), Munich, 1933-1942, dtv [BAW].
Otras obras citadas:
- Andreas-Salome, L.: Friedrich Nietzsche in seinen Werken, Francfort y Leipzing,1984. - Benn, G.: "Nietzsche nach fünfzig Jahren" (1950), en Gottfried Benn, Gessammelte Werke, (ed.) Dieter Wellershof, vol.1, Stuttgart, 1989, p. 482-493. - Bohrer, K.H.: Der Abschied. Theorie der Trauer, Suhrkamp, Francfort del Meno, 1996, Ästhetische Negativität, Carl Hauser Verlag, Munich 2002, Imaginationen des Bösen. Zur Begründung einer, Ästhetischen -Kategorie, Editionen Akzente, Hauser Munich 2004. - Demandt, A.: Dekadenz als Mythos. Modell und Metapher, en: - -Sonderheft Merkur: Kein Wille zur Macht, Cuaderno 700, Agosto/Sept 2007, p. 709-719, Klett/Cotte 2007. - Frenzel,I.: Friedrich Nietzsche in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten Reinbeck, Rohwolt 1996. - Gerhard, V.: Friedrich Nietzsche, Beck, Munich 1995. - Jünger, E.: "Vorwort zu Strahlungen" (1949), en: E. Jünger, Sämtliche Werke, vol. 2 Stuttgart, 1979. - Köhler, J.: Zarathustras Geheimnis. Friedrich Nietzsche und seine verschlüsselte Botschchaft, Greno, Nördlingen 1989. - Nehamas, A.: Life as Literature, Harvard Univ. Press, Cambridge Massachussets, 1985. - Niemeyer, Ch.: Nietzsches andere Vernunft, Wissenschafliche Massachussets, 1985. - Ottmann, H.: (Ed) Nietzchehandbuch, Metzler 2000. - Türke, Chr.: Der tolle Mensch. Nietzsche und der Wahnsinn der Vernunft, Fischer, Francfort del Meno 1995. - Volz, P.: Nietzsche im Labyrinth seiner Krankheit, Königshausen &Neumann, Würzburg 1990.
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