En la quinta edición del diccionario de la Academia Francesa, publicada en 1798, la palabra francesa « histoire » refiere a un vocablo de género femenino y de número singular que significa narración o relato de las acciones o de las cosas dignas de memoria. Esta definición de la historia como un relato o una narración (récit) abunda en los diccionarios de lengua francesa publicados en los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, la segunda mitad del siglo XIX presenta una definición inédita: “En su acepción más amplia, este término se aplica a todos los hechos que caen en el dominio de la experiencia; el presente y el pasado, todos los fenómenos que se producen en el espacio, todos los cambios que se operan sucesivamente, cronológicamente, se desprenden de esta concepción de la historia.”[1] Ya en 1832 Hegel anticipaba esta complicidad semántica implícita en la palabra alemana Geschichte: “La palabra Geschichte reúne en nuestra lengua el aspecto objetivo y el aspecto subjetivo: significa tanto el relato de los acontecimientos como los acontecimientos mismos; no se aplica más a lo que ha ocurrido (geschehen) que al relato de lo que ha ocurrido (geschichterzählung).”[2] Lo que distingue a la palabra Geschichte es que se trata de un singular colectivo que refiere a una única historia: la Historia. En cambio, die Historien se escribe en plural y refiere a una pluralidad de historias. Como lo ha mostrado ya Reinhart Koselleck en la entrada Geschichte / Historie del Geschichtliche Grundbegriffe, desde la germanización de la palabra latina historia en el siglo XIII, la lengua alemana designaba con la palabra Historie el aspecto subjetivo de la historia – el relato o la narración de lo ocurrido – y con la palabra Geschichte su aspecto objetivo – los acontecimientos mismos del pasado. Hacia finales del siglo XVIII la palabra Geschichte, que deriva del verbo «geschehen» (ocurrir), fusionó ambos conceptos bajo el mismo vocablo (Geschichte).
Ahora bien, ¿en qué consiste esta noción subjetiva de la historia (die Historien o las historias)? La moral y la literatura recuperan todavía esta vieja concepción de la historia y así, por ejemplo, es posible aún relatar una historia sin necesidad de aludir a la Historia objetiva y decimonónica. Por citar tan sólo un par de casos, nada impide relatar la historia de la princesa Micomicona o la historia del Visir Nureddin, de su Hermano el Visir Chamseddin y de Hassán Badreddin. Sin embargo, esta concepción de la historia hoy más o menos confinada en el mundo de la moral y de la literatura, funge como vestigio de lo que en la Europa del Antiguo Régimen no era, si no la única historia existente, sí la concepción preponderante de la historia. Un documento incontestable de la preeminencia de die Historien lo encontramos en el Discours sur l’histoire universelle de Bossuet redactado en 1681. En éste Bossuet se propone escribir un compendio de historias particulares reunidas en una única historia: una historia universal. Todo esto con el objeto de descifrar la relación que cada una de las historias guarda con el resto. Esta conjunción de historias permitiría, según Bossuet, contemplar en una sola ojeada todo el orden de los tiempos: las historias así reunidas compondrían una sola historia que, a su vez, abarcaría toda la historia de la humanidad: desde el Pentecostés hasta la Parusía. Y así, imaginaba Bossuet, uno observa los imperios sucederse los unos a los otros y la religión perpetuarse, en sus diferentes estadios, desde los comienzos del mundo hasta nuestros tiempos.[3] La incapacidad de Bossuet de imaginar la historia en el sentido objetivo y filosófico que le daría el siglo XIX es testimonio de la hegemonía de la historia como relato o narración – la concepción subjetiva de la historia – en la Europa del Antiguo Régimen.
Es justamente esta noción subjetiva de la historia, el relato que las historias cuentan, y que refiere al vocablo alemán die Historien, que la Europa del Antiguo Regimen imaginó durante más de dos siglos, por un lado, como parte integral de la retórica y de la moral y, por el otro, como una expresión de las bellas letras y de la literatura.
I. La historia como retórica y moral
A la historia como maestra de vida, Historia Magistra Vitae, fórmula latina que se remonta a Cicerón, se consagra un papel fundamental en la antigua Facultad de Artes de la Universidad de Paris. Desde el Edicto de Nantes de 1598 y hasta la expulsión de los jesuitas en 1767, los cursos de los colegios se distribuyen en gramática, humanidades (o poética), retórica y filosofía. Es en la clase de retórica que los colegiales leen a los oradores y a los historiadores – Cicerón, Tito Livio, Demóstenes, Tucídides, etc. Sin embargo, el conjunto del saber reposa, como lo dice Rollin, en los ejemplos de los grandes hombres de la Antigüedad Clásica, y sobre los arquetipos de la virtud que hacen de la profana Antigüedad el fundamento de la educación moral. El estudio de las historias no consiste en la búsqueda de la verdad sino en la exposición de los lugares comunes, los loci communis. Eran la bondad y la belleza, como lo habían mostrado los sofistas, quienes secundaban la opinión tanto como la suscitaban. Cincinato era el símbolo del civismo y de la modestia; Demóstenes el de la bravura desprovista de los vicios que conducían a la ruina de las ciudades; y la República Romana el modelo de todas las virtudes. Encontramos a lo largo del siglo XVIII esta concepción ciceroniana de la historia. Así, por ejemplo, Rollin en sus Traités des Etudes define la historia como un estudio de moral y de virtud que tiene por objeto apartarnos de los malos ejemplos y de las costumbres viciosas, y de aproximarnos al mundo del bien y de la templanza. Entre las historias evoca la historia de José, vendido por sus hermanos y conducido a Egipto a la corte de Putifar. Si bien la erudición no es ineludible, sí lo es la instrucción moral, oculta enseñanza dispuesta por Dios en las entrelíneas de la historia. Rollin no limita las historias a los textos canónicos. Así, por ejemplo, la historia universal de Bossuet nos muestra ocultas en la psicología de los pueblos las causas de la ruina y de la gloria de los imperios. Es así que la historia profana ofrece modelos para abrazar la virtud y rehuir el vicio. Es el caso también de la historia de Ciro el Grande, el más sabio conquistador y el más temerario paladín, la cual nos muestra las cualidades que conforman a los más grandes hombres[4]. Todavía a finales del siglo XVIII el abad de Mably evoca esta misma concepción de la historia. En su Etude de l’histoire, dirigido al príncipe de Parma, define la historia como la enseñanza de los arquetipos morales, del ejemplo y del escarmiento, conjunto de viñetas que exhiben la virtud y que ahuyentan al vicio. Como lo anticipaba siglos antes Maquiavelo, la historia también orienta la acción política; el pasado, espejo del futuro, permite anticipar los acontecimientos de los tiempos venideros. Y así en las divisiones de los griegos, en la ruina causada por los excesos de su ambición, se esconden los errores de la Europa moderna.[5]
II. La Historia y la poesía
¿De dónde proviene la antigua concepción de la historia como género literario? Como ya lo ha mostrado Reinhart Koselleck se trata de un doble acontecimiento que, en los siglos XVII y XVIII, fue expresado por dos posiciones contradictorias que mostraban de manera distinta la relación entre la historia y la poesía. La primera consideraba los res factae por encima de los res fictae puesto que, mientras que estos últimos conducían a la mentira, los res factae eran una suerte de espejo de la realidad. Y así, por ejemplo, para el prelado jesuita Pierre le Moyne el fundamento de la historia no es el de ser Magistra Vitae sino el de conducir a la veracidad de los acontecimientos. La segunda posición evocaba la célebre fórmula de Aristóteles. Para éste, como todo escolar del Antiguo Régimen sabe, la poesía es más noble y más filosófica que la historia. La poesía expresa lo que es verosímil y por tanto lo que es universal. La historia, en cambio, no muestra sino particularidades irrepetibles, de manera que no puede conducir a la verosimilitud ni a la universalidad. El surgimiento de la historia como género literario en la Europa del Antiguo Régimen es consecuencia, no del triunfo de alguna de las dos posturas, sino de su acercamiento progresivo: del lado de la historia, su aproximación a lo general; del lado de la poesía su acercamiento hacia lo particular. La historia hizo de su antigua tradición retórica el centro de esta aproximación. Por su parte, la poesía se apoyó, por un lado, en el surgimiento del género romanesco – la novela burguesa – y, por el otro, en la emancipación de la literatura del formalismo de las bellas letras. Esta emancipación obligó a la historia a adaptar su búsqueda de formalismo a las transformaciones ocurridas en la poesía y en la literatura. La historia como género literario es entonces, primero, una recuperación de la antigua tradición retórica de la historia. Sin embargo, en el siglo XVIII, a medida que la literatura se liberaba de los grandes principios y de las rigurosas reglas de las bellas letras, la búsqueda de formalismo en la historia le forzó a adaptarse a la nueva literatura y a buscar en otros sitios – en la filosofía y en la ciencia, por ejemplo – el formalismo que otrora le concedía su tradición retórica.
a. Del lado de la historia
La historia como género literario en el siglo XVII es una tentativa de búsqueda de formalismo que se traduce en el acercamiento de la historia a los principios poéticos de su antigua tradición retórica. No pocos tratados fueron consagrados a este tema en la segunda mitad del siglo XVII. Uno de ellos, redactado por el citado prelado Pierre le Moyne, e intitulado De l’Histoire, ejemplifica la problemática de la relación entre las res factae y las res fictae en la Francia del Grand Siècle. En rigor, se trata de una respuesta a un opúsculo publicado por el pirronista y escéptico La Mothe le Vayer bajo el título Du peu de certitude qu’il y a dans l’histoire. En éste, La Mothe arremete en contra de las pretensiones de certeza de las historias. Las historias, de manera vaga y oscura, traicionan la certeza de la historia misma. Esto es, dado que las historias no se ajustan a una historia singular, y que más bien componen una vasta biblioteca de relatos, la certeza de los acontecimientos permanece incierta. La discordia y la tensión disgregan las historias y militan en contra de la autenticidad del relato. Y no sólo eso: las experiencias pasadas nos permiten vaticinar la futilidad del oficio del historiador, condenado al equívoco, a la ambigüedad y a la mendacidad.[6] La Mothe recupera esta misma noción en su Préface pour un ouvrage historique en el que culpa a la defectuosa humanidad, tan dada a la imprecisión y a la falsedad: la historia, en la medida en que está escrita por los hombres y no por los dioses, permanece del lado del error e incluso de la mentira, de la calumnia y del embuste. A esta problemática deben aunarse las características imperfectas de la condición humana – compartidas por todos los historiadores: tanto Plutarco como Herodoto, tanto Tucídides como Polibio. No sólo la ignorancia y la barbarie, sino el amor, la ira y el recelo. No hay historiador que no esté dominado por sus pasiones, obstáculo ineludible para toda historia con pretensiones de legitimidad.[7] Ahora bien, ¿cuál fue la respuesta del prelado Pierre le Moyne? Arremetiendo en contra del cartesianismo y del pirronismo histórico – el peligro más manifiesto para el cristianismo – se sirve del formalismo estilístico de la antigua tradición retórica, que recupera de Cicerón, para dar al relato histórico su justa validez epistemológica y estética. Le Moyne define la historia como una narración verídica escrita con espíritu, elocuencia y buen juicio, cuyo objeto es la instrucción de los hombres y de los príncipes. La historia es una narración puesto que está obligada a relatar los acontecimientos del pasado; el historiador es así un narrator obligado a deleitar con su elocuencia. Sin embargo, se trata de una narración verídica, distinguiéndose así de la novela y del poema épico, y es justamente gracias a su veracidad que la historia es Magistra Vitae; en efecto, como dice el prelado Rapin, contemporáneo de le Moyne, mientras que la novela no hace sino deleitar, la historia es capaz de instruir.[8] Gracias a su carácter ejemplar, la historia es una filosofía del comportamiento de la que dependen la felicidad del pueblo y la instrucción de los príncipes. El relato verídico de la historia es así superior a la nobleza de la poesía. Sin embargo, para que el relato sea verídico, el historiador debe servirse de las tres bellezas del relato: las transiciones, pues dan al relato gracia y amenidad; las circunstancias, pues de ellas depende la verosimilitud del relato, al colocar la narración debajo de los ojos del lector; y los motivos, pues consisten en remontarse a las fuentes y en explicar los acontecimientos. Ahora bien, la narración puede servirse de arengas – discursos compuestos por el narrator en los que éste exhibe sus virtudes en materia de oratoria y elocuencia, lo que hace del relato una obra de arte. El relato se vuelve así poético, y la historia una poesía libre de las ataduras de la versificación.
b. Del lado de la poesía
La ambigüedad del estatuto de la literatura en el siglo XVIII es consecuencia de una revolución semántica. Se trata, grosso modo, de un interregno entre, por un lado, la literatura como bellas letras – tal como éstas se definen en el Grand Siècle – y, por el otro, de la literatura emancipada del siglo XIX. En el siglo de Luis XV las res litteraria sufren un desplazamiento semántico. La ineludible equivalencia entre literatura y bellas letras, propias del siglo XVII, se vuelve cada vez más rara a medida que nos aproximamos a la Revolución Francesa. El ordenamiento de las acciones, según la fórmula de Aristóteles, y los términos clásicos de la poética – la inventio (la creación del argumento), la dispositio (el montaje de sus partes) y la élocutio (que acorda belleza al texto) – fueron lentamente reemplazadas por una literatura emancipada del formalismo de las bellas letras: la literatura libre. La reflexión poética y filosófica atisbaba así el surgimiento de una nueva poesía: una poesía a la busca de un nuevo estatuto epistemológico y estético. Así, a la vuelta del siglo, la poesía de Schlegel y Novalis, si bien comprendía el conjunto del saber – tanto el arte como la filosofía, tanto la ciencia como la política – no se trataba ya de la misma literatura; si el siglo XVII incluía dentro de las bellas letras tanto las ciencias como las artes, el siglo XIX confundiría en un mismo vocablo (literatura) la totalidad del saber, un vocablo que, sin embargo, no tenía ya la misma significación: el estatuto epistemológico de la literatura ya no era el mismo, la literatura había constituido un nuevo sistema normativo y estético. La revolución en la literatura tuvo como consecuencia un reajuste radical del sistema de representación poética tal como lo definían los tratados del siglo XVIII. A este sistema lo conformaban tres principios poéticos fundamentales. El primer principio era la ficción. Se trataba, en rigor, de una recuperación del precepto, que se remonta a la Poética de Aristóteles, que hacía de todo poema una representación o una imitación de una acción. La palabra estaba así siempre vinculada con la acción - como en un espejo - donde las palabras y las cosas se correspondían las unas a las otras. El segundo principio era el género. De éste se derivaba el imperativo de colocar toda representación bajo un género particular – la tragedia, la comedia, la epopeya, etc. A éste lo definía el sujeto representado y no a la inversa: la acción determinaba la palabra. Ligado a este último estaba el tercer principio: la conveniencia. La conveniencia o afinidad – natural, moral, histórica – permitía la justa representación de la acción gracias a la conveniencia de la representación: del triángulo representativo que formaban los personajes, el público y la acción representada en un espacio de instrucción pública: el teatro o la plaza pública. La nueva poética, de finales de siglo, consistía en una inversión de los cuatro principios poéticos. El principio de ficción fue invertido: las palabras reemplazaron las acciones. El género fue contestado por la igualdad de los sujetos representados y la conveniencia por la indiferencia de estilo. El trastocamiento del sistema poético tuvo como consecuencia el triunfo del género sin género: la novela. Es justamente el primado de este nuevo género que se había vuelto, a la vuelta del siglo, el modelo de la historia como género literario.[9] La historia de esta nueva verdad sospechosa, sin embargo, tenía sus orígenes en una forma literaria cuya historia se remonta a la Antigüedad Clásica: la fábula.
III. La historia y la fábula
La fábula, del latín fabula, que significa discurso o relato, tal como la define La Fontaine, es una pequeña historia que esconde una enseñanza moral bajo el velo de una ficción. Esta definición de La Fontaine, vinculada con la palabra apólogo o apóloga (apologue en francés) fue incorporada a los diccionarios de lengua francesa de los siglos XVIII y XIX. Ahora bien, la fábula, como la historia, tiene también una doble significación. A la definición citada de La Fontaine el Diccionario de la Academia Francesa en su cuarta edición, que data de 1762, agrega esta definición: «La Fábula se utiliza también de manera colectiva para significar todas las fábulas de la Antigüedad Pagana».[10] En este sentido - agrega el diccionario de Jean François Féraud de 1787 - no tiene plural. La fábula es así, como la historia, un singular colectivo – un singular que refiere a una pluralidad: las fábulas de la Antigüedad Clásica. Esta doble significación de la palabra fábula – por un lado, una historia que esconde una verdad y, por el otro, un singular colectivo que refiere a las fábulas de la Antigüedad Clásica – se traduce en una cierta duplicidad, acaso una paradoja, constitutiva del término: por un lado, la ficción, la mentira, la falsedad; por el otro, la verdad, la enseñanza moral, la instrucción. El diccionario de Pierre Larousse de 1872 esclarece esta problemática. Larousse define la fábula como una ficción mitológica o un relato imaginario de un hecho dado por histórico. Cita así las fábulas griegas, las fábulas indias, las fábulas escandinavas, etc. Esta distinción entre la fábula como relato falso y la historia como relato verdadero data del siglo XVIII. Así Voltaire define las fábulas simplemente como la historia de los tiempos primitivos y groseros. Rollin se encontraba en medio de esta transformación cuando decía que la historia que narra Heródoto sobre los comienzos de Ciro el Grande se asemeja más a una fábula que a una historia.[11] Sin embargo, en el siglo XVII, las historias y las fábulas no están tan alejadas las unas de las otras. Lo que caracteriza, tanto a las historias como a las fábulas, no es la veracidad o la falsedad del relato, sino el contenido de la historia, aquello que La Fontaine llama el alma de la apóloga. Para La Fontaine el cuerpo no es el relato sino la fábula misma: el cuerpo es la fábula, el alma es la enseñanza moral.[12] Es así que la fábula no es una mentira sino, muy por el contrario, una verdad fundamental – o, para utilizar el lenguaje de la retórica, un lugar común, un locus communis. Lo que caracteriza a la fábula, en el siglo XVII, no es el de ser un embuste o una artimaña, como la definen los diccionarios, sino que esta ficción esconde una verdad fundamental compartida por el colectivo social. Así, por ejemplo, el propio Descartes presenta su Discurso del Método como una historia o acaso como una fábula. Y esto porque el alma de la fábula esconde una verdad más fundamental que las ecuánimes verdades de las ciencias sólidas.
Ahora bien, ¿cómo definen la fábula los fabulistas del siglo XVII? En su prefacio de 1671 a sus Fables morales et nouvelles Furetière define la fábula como lo más antiguo en el imperio de las letras. Las fábulas, dice Furetière, tienen sus orígenes en Oriente.[13] Están presentes en los hebreos, los indios y los persas antes de que las ciencias llegasen a Grecia y a Italia. El saber se conformaba entonces por las fábulas, pero también por las parábolas, los enigmas y los jeroglíficos. Las fábulas bien podrían ser una manera de ocultar los preceptos religiosos bajo ficciones, de insinuarlos sutilmente en el espíritu de los príncipes. Acaso la verdad desnuda era más peligrosa que la verdad oculta. La fábula, a diferencia de la poesía dramática – que se sirve de la tragedia para ilustrar a los príncipes y de la comedia para instruir a la gente ordinaria – es el único género que instruye tanto al pueblo como a los reyes. Más que una construcción moderna, las fábulas del siglo XVII son una recuperación de las fábulas de los Antigüos, en particular de Esopo y de Fedro. Los modernos se contentaron con traducirlas, tanto en verso como en prosa, y en ornarlas con formas y figuras barrocas. Es sobre todo La Fontaine quien las ha honrado más al traducirlas y ataviarlas, resucitando la Antigüedad Clásica en la lengua de Montaigne. Encontramos también esta noción de recuperación de la Antigüedad Clásica bajo la pluma de Boileau, para quien en las fábulas cada virtud deviene una divinidad, el poeta moderno se deleita en ornarlas y embellecerlas con leyendas y quimeras. Para Boileau el hallazgo radica en una recuperación de las formas y figuras de la Antigüedad Clásica.[14] El verso langiduece sin su adecuada indumentaria; sin ella la poesía repta como serpiente y el poeta no es sino tímido orador, frígido historiador de una insípida fábula. Como en las historias, la tensión entre la verdad cristiana y la verdad pagana debe reconciliarse en nombre de una misma moral, de una misma verdad que se esconde detrás del cuerpo de la fábula. Pero no se trata únicamente de una cuestión estética. La verdad expresada en la enseñanza moral requiere de la belleza de la fábula y, a la inversa, la fábula no es bella sin la verdad que esconde la instrucción moral. Como dice Boileau, sólo lo bello es verdadero y sólo lo verdadero es bello.[15] Es Jean de la Fontaine quien en el prefacio a su primer compendio de fábulas aboga por una connivencia de la belleza y de la verdad.[16] Su justificación la encontraba en la Antigüedad Clásica – las fábulas de los Antigüos introdujeron la ciencia al imperio de los hombres. Esopo, el más sabio de los Antigüos, al introducir los ornamentos de la poesía, cultivó el arte singular de conciliar la belleza y la verdad en una misma fábula. Tenemos así que las gracias lacónicas no están tan alejadas de las musas francesas. Sócrates, quien pensaba, como Fedro, que la fábula era la hermana de la poesía, versificó las fábulas de Esopo, ataviándolas así de las libreas de las musas. Cuando Sócrates fue condenado al último suplicio, según el testimonio de Platón, los dioses le exhortaron a consagrarse a la música. Sin embargo, la única música que encausa al hombre hacia la virtud es aquella en la que la verdad y la belleza conviven en una misma harmonía. Es por eso que, según el testimonio de La Fontaine, no pocos personajes de la Antigüedad Clásica hicieron de Sócrates el primer fabulista, por ser él el único mortal que dialogaba con los dioses. Las apólogas, como las parábolas, eran entonces la manera en que los dioses y los démones proveían la verdad al hombre. O dicho de otra manera, la verdad le hablaba al hombre por medio de parábolas. Es por eso que, como dice La Fontaine, si bien Homero fue proscrito de la República de Platón, Esopo gozó de un lugar privilegiado. En las fábulas encontraba Platón el método para instruir a los jóvenes en el bien y en la verdad, y para acostumbrar al pueblo a la sabiduría y a la virtud. Esta complicidad entre la modernidad y la Antigüedad Clásica permitió, por un lado, una suerte de complicidad entre los dos significados de la palabra fábula (la fábula y las fábulas) y, por el otro, subordinó paradójicamente el cuerpo al alma de la fábula – el cuerpo pasó a ser un medio estético para acceder a una catarsis en la que se conjugaban la moral, la belleza y la verdad.
Si bien es cierto que Aristóteles no admite en las fábulas más que animales, el propio La Fontaine advierte que este supuesto es inexacto. A ciencia cierta ni Esopo ni Fedro lo hacen, y tampoco lo hace, según las palabras de La Fontaine, ningún otro fabulista. En rigor, los animales están presentes en menos de la mitad de las fábulas de La Fontaine; lo que distingue pues a las fábulas de las historias no es una referencia que pasa por los animales – sería un error hacer de ello el origen de la discordia entre las fábulas y las historias. En cambio, lo que caracteriza a las fábulas, particularmente en el siglo XVII, y lo que las aproxima de las historias, es su finalidad - la enseñanza moral, que ningún fabulista debe eludir. Así, por ejemplo, Furetière advierte en el prefacio a sus fábulas haber involucrado además de animales, filósofos, médicos, hombres de ciencia y de saber, pero también plantas y otras alimañas.[17] Este punto es crucial: la presencia de animales y otras personalidades en las fábulas del siglo XVII debe concebirse como una mera expresión del pensamiento alegórico del siglo XVII, tal como lo muestran los debates en torno al alma y la religiosidad de los animales, así como los tratados de fisionomía de la época. Así, por ejemplo, en su De Humana Physognomonia, Giambattista della Porta aboga por una suerte de morfología común (en lo que a rasgos físicos se refiere) entre los hombres y los animales: tanto éstos como aquellos tienen el temperamento grabado en su fisionomía - se trata, al parecer, de una especie de arcáico inconsciente, pero no invisible, sino visible, y labrado en la figura humana. Las propiedades de los animales y sus caracteres, alega della Porta, están grabadas en su fisionomía no menos que el posicionamiento de los astros determina su destino. Lo mismo sucede con los hombres, puesto que éstos no son sino el epítome de lo que hay de bueno y de malo en las creaturas irracionales. Así, según la argumentación de della Porta, cuando Prometeo se propuso crear al hombre, tomó las cualidades dominantes de cada bestia y a partir de ellas compuso una única especie. Fue él el creador de esa singular simbología que llamamos el pequeño mundo (o el microcosmos), y es así que sus fábulas son un lienzo en el cual cada uno de los hombres está retratado[18].
En el siglo XVIII la legitimidad de las fábulas fue contestada por un acontecimiento conceptual. Se trata, al menos en lo sintomático, de la aparición de la palabra alemana Geschichte. Desde mediados de siglo se atisbaba ya el surgimiento de la Historia, germen de la Historia decimonónica, en su variante positivista o filosófica. La fábula, que se identificaba cada vez más con el mundo de las palabras y de las ficciones – y pasando así a ser la historia de los tiempos groseros, según la fórmula de Voltaire – permitió delimitar el campo de la nueva Historia: el campo de la verdadera representación de la memoria y de las cosas. Por su parte, la fábula, rechazando el novedoso mundo de la verdad - de las cosas, del Hombre y su finitud - fue progresivamente liberada para habitar sosegadamente el mundo de lo fantástico, de lo ilusorio y, en fin (por antonomasia), de lo fabuloso.
Ya en 1724 Fontenelle había situado el origen de las fábulas en la ignorancia y en la barbarie de los primeros siglos: le aterrorizaba la concepción de la historia como una argamasa de quimeras y de disparates.[19] El pecado de las fábulas no era su existencia sino su estatuto – el hecho de no considerarlas como lo que son, cosa que equivaldría, según Fontenelle, a leer la novela burguesa del siglo XVIII como un libro de Historia. El contenido ficticio de las historias, de las fábulas, era pues consecuencia de la ignorancia y de la barbarie de los hombres de los primeros siglos. Entre más uno es arcáico y primitivo, dice Fontenelle, imagina más parábolas y prodigios. Sin embargo, las fábulas no carecían de filosofía, incluso en aquellos siglos groseros; esta filosofía consistía en descifrar los enigmas de la naturaleza y de la contingencia con los medios más palpables y más o menos groseros que los salvajes tenían a la mano. Así nacieron los dioses y los ángeles: las falsas divinidades. En el otro extremo del mundo de la representación, y en oposición a las fábulas - compuestas por los efectos fabulosos del mundo salvaje - estaba la Historia, la Historia que abraza la inmensidad de ese gran ordenamiento que llamamos el universo. En rigor, la diferencia entre la fábula y la historia, para Fontenelle, consiste en que la historia está compuesta por una larga serie de acontecimientos dispuestos ordenadamente por la razón – por la filosofía de la razón –, mientras que la fábula, si bien está constituida por acontecimientos, éstos están entrelazados, de manera poco feliz, con la filosofía de los primeros siglos.[20] De esto resulta que la fábula no es otra cosa que una mezcla inusitada y heterogénea de la historia con la filosofía del tiempo. Sin embargo, no se trata de nuestro tiempo, sino de un tiempo que es otro: el tiempo de los Antigüos. Es la composición del relato o de la narración de la Historia la que adhiere a los acontecimientos la filosofía del tiempo al que pertenece. Ahora bien, a pesar de un carácter inédito que anticipa el siglo XIX, la propuesta de Fontenelle no escapa a la vieja tradición que hacía de la historia un género retórico y literario. Así, para Fontenelle, la Historia es una referencia que pasa más por la verosimilitud que por la veracidad; recurre constantemente a las arengas, falsos ornamentos en la narración que, sin embargo, por su verosimilitud embellecen y dan amenidad al relato. Es así que para Fontenelle la verosimilitud, más que la veracidad, es lo que caracteriza a la historia – es gracias a esta verosimilitud que las historias se distinguen de las fábulas. Si las fábulas son, para Fontenelle, historias arcaicas, esto se debe a un desplazamiento del campo de lo verosímil. Así los Antigüos se servían de la presencia de dioses y héroes para ornar sus historias, no porque fueran veraces, sino porque eran verosímiles, y eso bastaba para que las fábulas sean consideradas historias. La capacidad de representación de los acontecimientos del pasado – lo que no es, para Fontenelle, nada extraordinario, pues no es ninguna maravilla conservar la memoria de lo sucedido – fue así un lento y progresivo desarrollo de la razón y de la filosofía. Es gracias al desarrollo del sentido común, pero también gracias a la religión (otro elemento conservador en Fontenelle), que nos hemos deshecho de las fábulas. Estas, sin embargo, se han refugiado en la poesía y en la pintura; es allí donde las fábulas encuentran el secreto de su necesidad.[21]
Por lo tanto, las fábulas – y con ellas las historias – sufrieron un desplazamiento epistemológico: perdieron sus pretensiones de representación y de veracidad, y se refugiaron entre las letras y las palabras en esa episteme particular que sería, desde finales del siglo XVIII, la literatura moderna. La historia es pues, para Fontenelle, un largo y lento proceso de secularización del saber – un progresivo distanciamiento de la ficción y de lo fabuloso – que daría lugar a una verdadera representación del pasado. Esto tuvo como consecuencia una reestructuración de la epistemología de la fábula, la cual abandonaría la moral y la veracidad para situarse del lado de la ficción, de la mentira y de lo fabuloso. En consecuencia, dice Fontenelle, la ignorancia disminuyó poco a poco, y vivimos menos de prodigios, menos de falsos sistemas filosóficos, la historia dejó de ser fabulosa. Es por eso que la fábula es la historia de los tiempos pasados: una vez que nuestra civilización fue capaz de representar el pasado tal como era, la fábula perdió su razón de ser. No hay que buscar pues en la fábula, según Fontenelle, que la historia de los errores del espíritu humano.[22]
El testimonio de Fontenelle indica también un punto de inflexión, en el siglo XVIII, en la relación entre la fábula y la nueva Historia. En adelante sería la Historia quien definiría a la fábula, no nada más como una categoría opuesta a la Historia, sino también como un acontecimiento discursivo anterior a la Historia. La fábula se volvía así histórica: formaría parte de la Historia. O dicho de otra manera, la fábula podría en adelante situarse en el tiempo con un antes y un después. La sucesión que hace de la fábula precursora de la historia – noción asaz común en el siglo XVIII y presente, no nada más en Rousseau sino también en Voltaire (la fábula es más antigua que la historia) – tuvo como gran adversario al ilustre español don Benito Jerónimo Feijoo. En su Discurso sobre el divorcio de la historia y de la Fábula rechaza la noción « vulgar », pero también « ilustrada », que hacía de la historia la hija de la fábula.[23] Esta máxima trivial es perniciosa, dice Feijoo, pues confunde la verdad con la mentira, las palabras con las cosas, y otorga a la fábula una suerte de ilustre nacimiento – la fábula como precursora de la verdad histórica. Esta suposición, según Feijoo, consiste en situar los orígenes de la historia – en particular de la historia sacra – en las fábulas de los antigüos. Así, por ejemplo, Huet veía en la narración fabulosa de Hércules los orígenes de la historia de José, y el español Burtlero hacía de la voz Evoe – repetida durante las festividades de Baco – una evocación de Eva, la primera madre. Para Feijoo, la historia y la fábula son dos formas radicalmente distintas de representación. En realidad, la fábula se vincula más con la moral, la política y la física que con la historia. La historia, por su parte, pertenece al mundo de la verdad divina – está más lejos de los errores de los paganos que la más grande mentira lo está de la más grande verdad.[24] En lo que a la fábula concierne - las fábulas de los paganos - ésta no es sino la representación mística o moral, más o menos crítica y oscura, de los más grandes misterios teológicos y filosóficos. Sin embargo, la ignorancia del vulgo, el primitivismo y la barbarie, corrompieron la fábula haciendo de ella el cimiento de alguna poco feliz teología.
Encontramos también esta historización de la fábula – en el siglo XVIII – en la Encyclopédie de d’Alembert y en el Dictionnaire Philosophique de Voltaire.[25] Para Voltaire las fábulas se inventaron en Asia por pueblos subyugados, pues no es cosa de hombres libres ocultar la verdad detrás de la ficción. Así, para Voltaire, las parábolas son el lenguaje de los pueblos sometidos bajo el yugo de la tiranía. Pero forman también parte del desarrollo natural del hombre – la fábula es naturalmente anterior a la historia, pues tal es la naturaleza del hombre. La fábula es así anterior a la historia, incluso progresivamente anterior – entre mayor es su antigüedad más es también el carácter alegórico de la fábula. Así lo que distingue a la historia de la fábula es el imperativo de totalización del discurso que permite rechazar todo aquello que esté constituido por el capricho de la imaginación. Las fábulas contemporáneas, para Voltaire, siendo éstas anteriores a la Historia filosófica dieciochesca, no son más que una corrupción de las antigüas historias. Voltaire no rechaza la concepción retórica de las viejas historias. Atribuye, sin embargo, toda pretensión retórica, no a la historia sino a la fábula; las fábulas, como las viejas historias, son lugares comunes a los que recurre todo hombre instruido en la virtud y no en el vicio. La historia, en cambio, está desprovista de la razón de ser de las fábulas: la moral. En este sentido las fábulas son superiores a la historia, pues presentan una moral sensible e instrucciones virtuosas, mientras que la historia no es sino una sucesión de crímenes en la que sólo triunfa la infamia. Sin embargo, la generosidad de Voltaire hacia las fábulas debe matizarse. Mientras que la retórica – y con ella los lugares comunes y las verdades morales que revelan las fábulas – cedía ante la primacía del « espíritu filosófico », el estatuto epistemológico de las fábulas sufría una modificación radical. Para Voltaire debemos a la fábula la conjunción de lo útil y lo agradable. Esta, sin embargo, no tiene porte filosófico. Sería triste, no obstante, confiesa Voltaire, echar a la hoguera las obras de Ovidio, Homero, Hesíodo y demás bellos ornamentos. Para Voltaire, pues, la fábula no era ya una referencia que pasaba por la verdad, pero sí por la moral: La historia nos muestra lo que son los hombres, la fábula lo que deberían ser.[26]
La Encyclopédie de d’Alembert no hace sino confirmar los alegatos de Voltaire[27]. Esta presenta dos entradas para la palabra fábula. La primera, dirigida por Louis de Jaucourt, es un esbozo de las sesudas investigaciones del mitólogo y abad Banier, quien divide la fábula – el singular colectivo – en fábulas históricas, filosóficas, alegóricas y morales. Las fábulas históricas son historias veraces pero atestadas de ficciones. Se trata, en rigor, de las historias paganas de héroes y de dioses que, aunque ficticios, componen una historia cuyo fondo reside en el mundo de la verdad y no en el mundo de la ficción. De manera paralela a las fábulas históricas, que ocultan la verdad, las fábulas filosóficas fueron inventadas para enmascarar los misterios de la filosofía. Jaucourt comparte con Fontenelle el supuesto de que las fábulas participan de la filosofía del tiempo. No se trata, sin embargo, de verdadera filosofía: la vanidad de los historiadores, los defectos de la escritura, la falsa elocuencia de los oradores y, en general, la ignorancia de los pueblos paganos impedía que el pensamiento obtuviera la nobleza del espíritu filosófico.
La segunda entrada de la palabra fábula que presenta la Encyclopédie refiere a su otra significación: la apóloga o el apólogo, que pertenece a las bellas letras. Fue redactada por M. Marmontel quien define la fábula como una instrucción oculta bajo la alegoría de una ficción. Para Marmontel la fábula, como la comedia, es el espejo de la sociedad: consiste en citar a los hombres al tribunal de los animales. Marmontel recupera así la perspectiva retórica de la fábula como verdad moral – como verdad útil oculta bajo el velo de una ingeniosa alegoría. La propuesta insinúa a su vez el vínculo ineludible entre fábula y literatura. La verdad no puede ser expresada sino por el genio poético del fabulista. Marmontel refiere así la fábula al lugar en que se cruzan la fábula (la moral), la historia (la verdad) y las bellas letras (la belleza). La verdad nace de la fábula, pero la verdad del mundo no resucita sin la « coloris de l'imagination » dada a la fábula por el poeta[28].
IV. La Historia y la literatura
La consecuencia más sintomática de estas dos transformaciones – por un lado, la aproximación de la historia a la literatura y, por el otro, la emancipación de la literatura del formalismo de las bellas letras – fue, a finales del siglo XVIII, une fusión entre historia y literatura cuya expresión más simbólica fue la novela historia. Como decía Alexandre Dumas en sus memorias, las novelas de Walter Scott cautivaban a finales de siglo a los lectores de Londres y Paris.[29] La historia como género literario en las primeras décadas del siglo XIX, según el testimonio de Stendhal en 1825, surgió de la pluma de Walter Scott. Fue éste quien puso en boga los libros de historia de Thierry y de Guizot. La novela histórica, diría Henri Martin en 1833, era más que nunca el complemento de la historia en su forma tradicional. Como diría Michelet en su Introduction à l’Histoire Universelle, esta fusión de historia y literatura marcaba el triunfo de la nueva literatura en prosa, de ese pasaje del simbolismo mudo a la poesía, y de la poesía a la prosa que constituía el espíritu de la época: el espíritu estrictamente prosaico de la democracia francesa moderna, la nueva forma de pensar, la más libre y la más humana.[30] En el Libelliste Henri Martin, aludiendo a Walter Scott, evocaba el elemento fundamental de la nueva historia: la pintura. Acaso la mejor exposición de la pintura de la historia se encuentra en el prefacio a la Histoire des ducs de Bourgogne de la maison de Valois, escrita por Prosper de Barante en 1826.[31] En ésta Barante arremete en contra del carácter particularmente ingenuo de los narradores franceses. El narrador francés, incitado por la necesidad de colocarse a sí mismo en la escena, agrega algo al relato. Añade, en realidad, todo lo que le rodea, dando así una fisionomía dramática a los acontecimientos que relata y a los personajes que representa. Se trata, como lo diría Michel de Certeau, de la insinuación del tiempo - del color del tiempo o de la época - al interior mismo del discurso. La alteridad del pasado, su carácter raro y diferente, provoca una tensión entre el narrador del presente y los documentos del pasado. Este, como dice Barante, extrae del relato mismo, y del color que se le da, un juicio que muestra al autor superior a su relato y, no sin arrogancia, se regocija ante el espectáculo que presencia.[32] Ahora bien, ¿cómo hace el historiador para pintar la historia? El auténtico saber histórico escapa a quien testimonia el acontecimiento, aquel que testimonia no hace sino relatar lo atestiguado. Lo mismo ocurre con el erudito, quien no hace sino compilar una larga serie de datos y de fechas. Una vez que se ha terminado la larga serie que constituyen los anales de la nación, dice Barante, los detalles que dan vida a la historia han desaparecido, los personajes se han borrado. ¿En qué se distingue pues el historiador del testigo o del erudito? El conocimiento íntimo de lo que se ha visto y de lo que se ha escuchado, dice Barante, la memoria y el recuerdo que imprimen en nuestro espíritu la empatía con las acciones, las palabras y las afecciones de los hombres. Es por eso que la novela, la epopeya y la tragedia son narraciones más vivas que el relato histórico. Lo que separa al historiador del pasado es el color del tiempo, el espíritu mismo de un tiempo. El historiador, dice Barante, traslada los acontecimientos del pasado a una escala moral distinta a aquella en la que sucedieron los acontecimientos. El acontecimiento del pasado se presenta como aislado y enteramente libre, desterrado de su pertenencia al tren ordinario de las cosas. El historiador, según la fórmula de Michel de Certeau, totaliza la rareza del pasado y, como dice el propio Barante, lo juzga y lo traduce al tribunal de un siglo distinto al que pertenece, el relato se hinche de un color diferente al de los documentos del pasado. ¿Qué debe hacer pues el historiador según Barante? Debe pintar en vez de analizar. Sin aquello los elementos se deshechan; la cronología y el mapa geográfico remplazan el aspecto jocoso y pintoresco del pasado, el cual es finalmente desdeñado y actualizado al lenguaje de la época del historiador. Bajo la influencia de Walter Scott, Barante intentará pues restituir a la historia misma el atractivo que la novela historia había suscitado a principios de siglo. Se trata de una historia seria y veraz y, no obstante, viva; no una mera imitación del lenguaje de la época, sino una restitución de su color y una incursión en su espíritu.[33] Se trataba de borrar las huellas del tiempo presente y de hacer del escritor un rostro invisible: renunciar a los gestos del presente y a los juicios sobre el pasado, y mostrar en su lugar el rostro del pasado mismo.
En 1820 Auguste Thierry anunciaba el advenimiento de la Historia como una gran revolución en la literatura: su surgimiento estaba ya insinuado en el orden de nuestra civilización. La facultad de letras de la nueva Universidad de Paris, creada por el decreto del 17 de marzo de 1808, incluiría entre las letras – junto a la poesía, la elocuencia y la literatura griega – un curso de historia antigüa y moderna. Thierry, como lo harían Balzac y Dumas, expresaba en sus Lettres sur l’histoire de France una deuda de reconocimiento a Walter Scott. Es Scott, dice Thierry, quien ha volcado las imaginaciones hacia ese oscuro medioevo del que antes se rehuía con desdén.[34] En la primera carta Thierry evoca la necesidad de un regreso a las fuentes originales y la necesidad de un espíritu científico en los textos literarios. Con Thierry aparece, como lo dice Marcel Gauchet, la disciplina histórica tal como la conocemos.[35] Surgía de dos tradiciones hasta entonces desvinculadas: la erudición anticuaria y la exposición narrativa. Para Thierry, como para Barante, la narración es la parte esencial de la historia, pues la pintura y el relato son inconcebibles el uno sin el otro. ¿En qué consiste la pintura para Thierry? Se trata, primero, de escenificar el pasado, de mostrar los personajes y los acontecimientos de la historia vivos; esta exigencia consiste, en rigor, en rehuir el anacronismo mostrando la fisionomía del pasado, no como una reproducción adulterada, sino como una auténtica resurrección. Finalmente, en su sexta carta, Thierry expone la historia de la escritura de la historia. Tres métodos históricos se han sucedido en la historia de la Francia moderna. El primero, que data de los siglos XV y XVI, consiste en una historia cuasi poética: la historia de las grandes conflagraciones y de las galanterías. El segundo, de comienzos del siglo XVII, es una historia en lengua vulgar y de mayor orden y erudición. El tercero y último, situado en el siglo de Luis XV, es la historia de las densas y morosas reflexiones: la historia así llamada filosófica, el nuevo rival de la historia como género retórico y literario. He aquí los progresos de la historia moderna hacia 1820.[36]
Una vez que la historia se hubo emancipado definitivamente del formalismo de la retórica y de las bellas letras a comienzos del siglo XIX, el discurso histórico – el concepto mismo de la historia – recorrió dos caminos antitéticos. El primero fue un acercamiento a la literatura libre; la novela histórica y la historia como género literario de comienzos del siglo XIX fueron el resultado de este recorrido. El segundo fue una búsqueda perenne de formalismo. Se trata, en rigor, de una respuesta a la consunción de la antigua tradición retórica y al decaimiento del concepto mismo de la Historia Magistra Vitae. El formalismo que hasta entonces brindaban la retórica y las bellas letras a las viejas historias se extenuaba irremediablemente. Hacia finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX se podía atisbar ya el surgimiento de la Historia en su variante decimonónica, positivista o filosófica. En la tercera década del siglo XIX se anunciaba ya el fin de la tradición de la historia como retórica y género literario.
[1] Louis-Nicolas Bescherelle, Dictionnaire universel de la langue française, Paris, Garnier frères, 1856, tomo II, p. 367.
[2] George Wilhelm Friedrich Hegel, Werke, Tomo VIII, Leipzig, Lasson, p. 144.
[3] Jacques Bénigne Bossuet, Discours sur l’histoire universelle, Paris, Firmin Didot frères, 1845, p. 1.
[4] Charles Rollin, Traité des Etudes, Firmin Didot frères, Paris, 1863, tomo 1, p. 299-325.
[5] Gabriel de Mably, « De l'étude de l'histoire », Œuvres complètes, Lyon, Dellamollière, 1792, tomo XII, p. 10.
[6] Pierre Le Moyne, De l’Histoire, Paris, Louis Billaine, 1670, p. 98.
[7] François De La Mothe le Vayer, OEuvres, Dresde, Slatkine, 1970, p. 332-336.
[8] René Rapin, Instructions pour l’histoire, Paris, Sebastien Mabre-Cramoist, 1677, p. 30-57.
[9] Vid. : Jacques Rancière, La Parole Muette, Paris, Hachette, 2005.
[10] Dictionnaire de l'Académie française, Paris, Vve B. Brunet, 1762, Tomo I, p. 705
[11] Charles Rollin, Traité des Etudes, Op. Cit., p. 2.
[12] Jean de la Fontaine, « Préface », Fables, Tours, Alfred Mame et Fils, 1897, p. XIII.
[13] Antoine Furetière, Fables morales et nouvelles, Paris, Louis Billaine, 1671, p. 10-19
[14] Nicolas Boileau, « Art poétique », Oeuvres, Garnier Frères, Paris, p. 201-202.
[15] Ibid, p. 160.
[16] Jean de la Fontaine, Op. Cit., p. X-XI.
[17] Antoine Furetière, Fables morales et nouvelles, Paris, Louis Billaine, 1671, p. 10-19
[18] Jean de la Fontaine, Op. Cit., p. X.
[19] Bernard le Bouyer de Fontenelle, « De l’origine des fables », OEuvres, Paris, Chapagnac, tomo IV, 1825, p. 294-308.
[20] Idem.
[21] Idem.
[22] Idem.
[23] Benito Jerónimo Feijoo, Teatro critico universal o Discursos varios en todo género de materias, Madrid, Real de la Gazeta, 1773, p. 175-183.
[24] Idem.
[25] Voltaire, Dictionnaire philosophique, Oeuvres, Paris, Firmin Didot frères, 1829, tomo XXIX, p. 267-280.
[26] Idem.
[27] Jean Le Rond d'Alembert et Denis Diderot, Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, Paris, Briasson, 1751-1765, Tomo VI, p. 132-138.
[28] Idem.
[29] Alexandre Dumas, Mes Mémoires, Paris, Lafont, 1898, tomo II, p. 362.
[30] Henri Martin, Le libelliste, cité dans Paul Buquet, Henri Martin, sa vie, ses oeuvres, son rôle, Paris, Libraire Centrale, 1884, pp. 60-61.
[31] Prosper Brugière Barante, Histoire des ducs de Bourgogne de la maison de Valois, Paris, Ladvocat, 1826, Tomo I, p. 2-13.
[32] Idem.
[33] Prosper Brugière Barante, Histoire des ducs de Bourgogne de la maison de Valois, Paris, Ladvocat, 1826, Tomo I, p. 41-42.
[34] Augustin Thierry, Lettres sur l'histoire de France, Paris, J. Tessier, 1842, p. 76-84.
[35] Marcel Gauchet, « Les Lettres sur l'histoire de France d'Augustin Thierry », Pierre Nora (Dir.), Les lieux de mémoire, II. 1 La Nation, Paris, 1986, p. 280.
[36] Ibid., p. 54-65.