Susan Anima Taubes

El Dios Ausente

 

 

 

I

Al proclamar la muerte de Dios, Neitzsche sembró la semilla de una nueve especie de ateísmo que habría de convertirse en una cuestión trascendental para los pensadores europeos de nuestro siglo, y que encontró su más intransigente enunciación en los escritos póstumos de la santa-mística-filósofa francesa Simone Weil. El ateísmo, una acusación que solía dirigirse contra los escépticos, impíos, o simplemente los indiferentes, ha llegado a significar la experiencia religiosa de la muerte de Dios. La irreligiosidad del mundo en todos sus estratos y categorías se ha convertido, paradójicamente y mediante una dialéctica de la negación, en la rúbrica de Dios, generando un ateísmo místico, una teología de la divina ausencia e inexistencia, de la divina impotencia, la divina no intervención, y la divina indiferencia.

El ateísmo religioso desde el inicio se diferencia del ateísmo secular porque inviste al mundo natural, en el que se han excluido totalmente la divina presencia y providencia, con una significación teológica. Aquel que buscando a Dios no lo encuentra en el mundo, aquel que sufre por el absoluto silencio y la total irrealidad de Dios, sigue viviendo en un universo religioso: un universo cuyo significado esencial es Dios, aunque este significado se encuentre desgarrado por la contradicción y las paradojas más angustiosas. Vive en un universo absurdo, pero cuya irracionalidad es significativa, pues su significado es Dios. Dios, aunque sea concebido negativamente, le da sentido al mundo, lo explica, explica la irrealidad de Dios en el mundo. La tesis más audaz del ateísmo religioso fue formulada por Simone Weil: la existencia de Dios se puede negar sin negar la realidad de Dios.

La ausencia de Dios no es una desgracia temporal producida por la pecaminosidad de una generación, como cuando el profeta Isaías se lamenta de que Dios ha ocultado su rostro y ha abandonado a su pueblo, creyendo que hubo un tiempo en el que Dios se hallaba presente en el mundo y que llegará el tiempo en el que mostrará su rostro nuevamente. Simone Weil ha universalizado la experiencia histórica de la muerte de Dios, sintetizándola en un principio teológico. La inexistencia terrenal de Dios, su silencio, su irrealidad son sus rasgos más esenciales. Para nosotros, la presencia de Dios sólo puede darse en la forma de su ausencia.

La situación que Nietzsche representó mediante la imagen de la muerte de Dios fue el producto de varias revoluciones del pensamiento, cada una de las cuales articuló su particular reto al cristianismo. Estos movimientos se extienden desde la investigación crítica de la historia sagrada cristiana, hasta la definitiva destrucción de la fe en la divina providencia durante la catástrofe moral del siglo veinte. Abarcan la transformación, mediante la ciencia y la tecnología, de la creación jerárquica del universo en un proceso mecánico ciego; la investigación empírica de las religiones del mundo que condujo a la relativización de los dogmas e instituciones del cristianismo; el progresivo socavamiento de la fe, primero por la teoría marxista, que denunció a la religión como una ideología política, y luego por la teoría psicológica y psicoanalítica, que redujo la “experiencia religiosa” a las categorías del behaviorismo y el subjetivismo. La concepción científica del universo y la investigación crítica de la naturaleza del hombre y la sociedad han reducido los “símbolos” religiosos al nivel de funciones útiles o inútiles, peligrosas o terapéuticas.

Sin embargo, el avance del humanismo optimista casi desde su inicio se vio acompañado de aprensiones que debido a la influencia de los sucesos políticos y económicos de los pasados decenios hubieron de madurar como la aguda ansiedad y desesperación que se manifiestan en la generalizada hambre de religión de nuestros días.

Simone Weil no fue ni una apologista de la fe tradicional que intentara defenderla de los ataques materialistas, ni una fugitiva de la vacuidad y confusión del mundo secular que buscara refugiarse en la fortaleza de un marco de referencia religioso ortodoxo. Judía de nacimiento, rechazó el bautismo, eligiendo identificarse con la “inmensa e infortunada masa de impíos”. Intentó afrontar el reto moderno a la autenticidad de la vida religiosa mediante la aceptación, no la impugnación, de los planteamientos de la ciencia empírica. La degradación de Dios en el mundo se convierte en el punto de partida teológico de la vida del espíritu en Dios. Ella descubre la realidad de Dios en los fenómenos que aparentemente dan el testimonio más fuerte en su contra: en el sufrimiento inconcebible de los campos de concentración, en la futilidad del trabajo manual, en la necesidad intimidante de la materia, en la conducta mecanicista de la psique humana. Y ella logra acuñar un vocabulario religioso partiendo de la profundísima experiencia de la ausencia de Dios.

La teología que emerge en los escritos póstumos de Simone Weil está condicionada por la experiencia contemporánea del ateísmo. Pero aunque ella ilumina con la infalible pureza de su intuición la profundidad de la desolación y la inhumanidad contemporáneas, las divorcia de sus causas históricas, formulando como categoría teológica la impotencia de nuestra época. Así, el desarraigo, la desnudez, y la desesperanza del hombre actual revelarían su esencia última.

La desolación no crea la miseria humana, simplemente la revela. Es precisamente en la esclavitud y la degradación del hombre de nuestro tiempo que Simone Weil descubre la imagen cristiana del hombre. Cuando describe sus experiencias en la fábrica Renault, donde trabajó un año a fin de compartir la suerte de los trabajadores, ella dice: “Allí recibí para siempre la marca del esclavo, como la del hierro al rojo vivo que los romanos aplicaban en la frente de los esclavos que más despreciaban. Desde entonces, siempre me he considerado una esclava.”

Fue a través de la experiencia del trabajo industrial, donde la atomización del individuo y la deshumanización del hombre como mero objeto alcanza una de sus cúspides, que Simone Weil por primera vez vislumbró el cristianismo como una respuesta al sufrimiento humano. “Allí de repente se apoderó de mí la convicción de que el cristianismo es preeminentemente la religión de los esclavos, que los esclavos no tienen más remedio que pertenecer a ella, y yo misma como los demás.” En el calvario del fascismo y ateísmo del siglo veinte, los símbolos cristianos recuperan su significancia. Despojado de su humanidad, el hombre una vez más se ve a sí mismo como un esclavo. Simone Weil habla desde el corazón de la experiencia cristiana cuando descubre, en la desnudez y miseria extremas del hombre, su genuina espiritualidad.

Ella vio la grandeza del cristianismo en el hecho de que no busca un remedio sobrenatural para el sufrimiento, sino una utilización sobrenatural del sufrimiento. Su cristianismo, sin embargo, sólo llega hasta la Cruz, la imagen de Dios crucificado y humillado. Y en su Carta a un sacerdote, donde habla de los obstáculos a su conversión a la fe católica, ella repudia, punto tras punto, los principales dogmas de la Iglesia, con respecto a la resurrección, la providencia, la inmortalidad, los milagros, y la escatología.

II

Las meditaciones de Simone Weil se centran en el problema del mal y en el efecto del sufrimiento en el alma. La desolación, en contraste con el simple sufrimiento, representa una erradicación absoluta de todos los elementos de la vida – los sociales y psicológicos, tanto como los físicos. La desolación “se posesiona del alma y la marca de extremo a extremo con su propia marca, la marca de la esclavitud”. Sella al hombre con el desprecio, el asco, y el odio de sí mismo, el sentimiento de culpabilidad y deshonra que el crimen debería producir pero no lo hace. En el análisis que Simone Weil hace del efecto de la desolación en el alma humana hay un despiadado realismo que parece desafiar a cualquier intento de glorificarla. Nos gusta pensar que la desolación ennoblece al hombre, pero en verdad sucede lo contrario, pues la persona desolada no contempla su desolación, “su alma está llena del mezquino anhelo de cualquier pequeño confort”. La desolación degrada a quienquiera que toque y sólo puede inspirar la repugnancia de quienes la perciben.

El modelo del esclavo, no el modelo del héroe o del mártir, determina la idea que Simone Weil tiene de la desolación. Ésta proviene del azar y de un mecanismo ciego; “la desolación es antes que todo anónima, despoja a sus víctimas de su personalidad y las convierte en cosas”. El esclavo emerge como el modelo de la desolación en una sociedad tecnológica cuyo mecanismo ciego le arrebata el sentido al heroísmo y al martirio como posibilidades humanas, y su imagen se encuentra en la víctima impotente, en el trabajador industrial, o en el prisionero de un campo de concentración que no sufren como hombres a manos de los hombres, sino como cosas azotadas por fuerzas impersonales. Es un mundo donde el hombre como tal, el hombre como persona autónoma y como fuente de acción, no existe como ser; la personalidad y el organismo se desintegran por el efecto de una turba confusa de fuerzas; y lo que único que queda por hacer es distinguir dos órdenes de necesidad: la gravedad y la gracia.

La gravedad, término que para Simone Weil encierra el más estricto determinismo cartesiano, gobierna todos los fenómenos naturales; y el alma del hombre, tanto como su cuerpo, está atrapada en el mecanismo del mundo. El comportamiento social del hombre, su imaginación, sus emociones, deseos, creencias – en resumen, todos los movimientos naturales del alma – obedecen a leyes cuantitativas tan rígidas como las que gobiernan a los fenómenos físicos. Por causa de una ley de compensación, el sufrimiento necesariamente se convierte o en violencia o en odio. Cualquier golpe que suframos, ya sea en la forma de un dolor físico o de un insulto, automáticamente se lo comunicamos a alguna persona o algún objeto de nuestro entorno, se lo transmitimos en un sentido tan material como la transferencia de fuerzas que se da en la acción y reacción de los átomos.

La desolación corta uno de los innumerables hilos que nos unen con el mundo. Se produce un vacío en el alma, del que ésta intenta deshacerse, ya sea transfiriéndolo a otra criatura mediante una mala acción, ya sea “llenándolo” mediante un acto de imaginación compensatorio. El horror vacui gobierna esencialmente a la psique. Ésta no puede tolerar ningún tipo de vacío, y su actividad básica consiste en llenar el vacío que continuamente le transmiten otras psiques asimismo resueltas a deshacerse del vacío en ellas producido. Bajo la ley de la gravedad, tanto el perdón como la compasión son imposibles. El reino de las relaciones humanas presenta un campo de fuerzas donde existe una perpetua transmisión de maldad entre los hombres. Si no existiera la acción de una fuerza radicalmente distinta de la fuerza de la gravedad, el hombre no tendría el poder para detener el mal.

Mediante la contemplación de la “mecánica humana”, Simone Weil llegó a concebir la necesidad de la gracia. La posibilidad de un poder que pueda resistir a la acción de la fuerza de la gravedad y soportar el vacío creado en el alma por la desolación, implica la intervención de una fuerza de orden diferente, la acción sobrenatural de la gracia.

Sólo la gracia otorga al alma la fuerza para padecer el vacío, para “seguir amando en el vacío”. No amamos a Dios porque existe; nuestro amor es la prueba y la sustancia misma de su realidad. “Dios está ausente en el mundo, salvo a través de la existencia en este mundo de aquellos en quienes su amor vive”. Por lo tanto, el aceptar y al mismo tiempo negar la existencia de Dios es “un caso de términos contradictorios que son verdaderos. Dios existe. Dios no existe. ¿Dónde está el problema? Yo estoy segura de que hay un Dios, en el sentido de que estoy segura de que mi amor no es ilusorio. Estoy seguro de que no hay un Dios, en el sentido de que estoy absolutamente segura de que realmente no puede haber nada como lo que yo soy capaz de concebir cuando pronuncio esta palabra”.

La idea que Simone Weil tiene del “ateísmo como purificación” va todavía más lejos. Ya que Dios sólo puede estar presente en el mundo en la forma de su ausencia, “tenemos que creer en un Dios que es como el Dios verdadero en todo, salvo que no existe”. Es precisamente en la medida que hemos disociado de nuestro amor a Dios toda idea de consolación (incluso el consuelo de que Dios existe), que nuestro amor existe. Los motivos subjetivos y pragmáticos que la psicología y la sociología modernas han descubierto en todas las formas de la religiosidad no conducen necesariamente a una actitud de cinismo, sino que al contrario sirven para purificar nuestra idea de lo sobrenatural.

Simone Weil critica las doctrinas cristianas de la inmortalidad del alma, la resurrección, la divina providencia, y la esperanza escatológica, como formas de consolación que representan obstáculos para la fe. Mientras que la creencia en Dios, como consuelo, en realidad aísla al alma del contacto con el verdadero Dios, el ateísmo que soporta el vacío de la ausencia de Dios es una purificación. La duda no es incompatible con la fe, pues la fe no es idéntica a la creencia; es “amar en el vacío”; es “lealtad al vacío”.

El ateísta misticismo de purificación de Simone Weil tiene cierta semejanza con la “noche oscura del alma” de San Juan de la Cruz, a quien ella con frecuencia cita en sus escritos. Pero mientras que el místico español describe así la experiencia extática de la muerte del alma antes de su renacimiento en Dios, para Simone Weil la oscura noche de la ausencia de Dios es en sí el contacto del alma con Dios. Cuando ella habla de una “inefable consolación” que llena el alma después de que ésta ha renunciado a todo, incluso al deseo de la gracia, no piensa que el amor sobrenatural sea algo distinto de la aceptación del vacío. Soportar el vacío, sufrir el mal, es nuestro contacto con Dios. Este tránsito del pensamiento de Simone Weil “desde la miseria humana hasta Dios” tiene el sentido de una correlación y no de una compensación. La desolación contiene la semilla del amor divino. “Mediante el sufrimiento redentor, Dios se halla presente en la maldad más extrema. Pues la ausencia de Dios es la forma de la divina presencia que se corresponde con la maldad – es una ausencia que se siente.”

III

El análisis psicológico de la desolación ha revelado la existencia de dos fuerzas irreductiblemente contrarias – la gracia y la gravedad. En el nivel de la interpretación teológica del mal, sin embargo, la gracia y la gravedad se muestran como dos aspectos de la misma realidad divina. El alma que sigue amando en el vacío y acepta la desolación sabe que “este mundo, en la medida que está completamente vacío de Dios, es Dios mismo” y que “la necesidad, en la medida que es completamente distinta del bien, es el bien mismo”. ¿Pero cómo puede Dios, que es la fuente del bien, llevar la máscara del mal? ¿Por qué se ha ocultado Dios tras la pantalla de la creación, de manera que sólo podemos amarlo en la forma de la “inconsolable amargura” de su ausencia? Es ésta acaso la formulación más desesperada de la pregunta que ha obsesionado a la teología desde el momento que en el Creador del mundo se vio a un supremo e infinitamente bondadoso Dios.

Si Dios es el Creador supremo, entonces es el responsable de todo el mal, incluso de los crímenes cometidos por los hombres; si Dios no es el responsable del mal que existe en el mundo, entonces debemos suponer que existe un ser cuyo poder es igual al de Dios. La teología ortodoxa se ha esforzado en mantener la omnipotencia de Dios sin hacer a Dios responsable del mal. Simon Weil sostiene que Dios puede ser supremo e inocente al mismo tiempo porque es impotente. El Hijo de Dios fue crucificado; su Padre permitió que fuera crucificado; estos son los dos aspectos, dice Simone Weil, de la impotencia de Dios.

Dios sufre el mal y lo permite. ¿Pero de dónde surge el mal originalmente? El mal surge del hecho de que hay algo que es diferente de Dios, a saber, el mundo y sus criaturas. Simone Weil se atreve a decir que, como creador del mundo, Dios es el autor del mal y asimismo el autor del pecado. Pero la creación no significa el ejercicio del poder divino, es la abdicación de dios, el sacrificio de Dios. Mediante la creación, Dios renunció a serlo todo.

La creación y el pecado son la misma cosa vista desde perspectivas diferentes. “El gran crimen de Dios contra nosotros es que nos creó; que existimos. Nuestro gran crimen contra Dios es nuestra existencia. Cuando a Dios le perdonamos nuestra existencia, nuestra existencia es perdonada por Dios.” La razón por la que Dios abdicó su poder a favor de una necesidad cósmica, mediante la creación de un universo autónomo, es para Simone Weil un misterio incomprensible. Nosotros debemos aceptar el mundo, aceptar la necesidad y el sufrimiento de los inocentes, porque Dios la ha aceptado. Finalmente, es mediante la aceptación de la voluntad de Dios que nosotros podemos expiar el crimen de nuestra existencia y convertirnos en nada.

La aceptación por el hombre de ser nada es esencialmente la misma que la aceptación del vacío e involucra la acción de la gracia. A la inversa, la aceptación por Dios de no serlo todo, la impotencia de Dios, se manifiesta como el mecanismo de la gravedad. La de-creación es el proceso de desarraigarse, de aceptar y amar la desolación que extirpa en el alma los apegos sociales y vitales. En efecto, el sufrimiento implica la superioridad del hombre sobre Dios, y “la encarnación fue necesaria para que esta superioridad no fuera escandalosa”.

La paradoja de admitir el mal y de sufrirlo hasta el límite como una manera de alcanzar el bien conduce al borde del nihilismo. Pues si la desolación es la prueba del supremo amor de Dios, ¿qué nos impide erradicarnos y degradarnos a nosotros mismos, y hacer lo mismo con los demás? Si fuimos creados para de-crearnos, ¿por qué no elegir el suicidio, o por qué tratar de ignorar o aliviar el sufrimiento de los demás? Si la muerte del ser es algo deseable, si la existencia como tal es algo malo, ¿por qué condenar el asesinato y la destrucción?

Aceptar la desolación, afirma Simone Weil, es aceptar la voluntad de Dios. Por lo tanto, la desolación tiene que ser un castigo impuesto por Dios “mediante sus propios instrumentos”. Los sufrimientos cuyo origen nosotros buscamos en “mecanismos humanos” – la injusticia social, la persecución política, y la explotación económica – son instrumentos de Dios, tanto como las inundaciones, los terremotos, las epidemias; son mecanismos sobrenaturales que le revelan al hombre la miseria de los apegos naturales. “El crimen humano, causa principal de la desolación, es una parte de la necesidad ciega.” Y ya que la desolación extrema siempre comporta la degradación social, el “animal social” es quien, a fin de cuentas, le da a la desolación su sello específico y absoluto.

Cuando rezamos, al decir “Hágase tu voluntad…”, tendríamos que añadir, “con todas las posibles desgracias juntas”, porque sólo en el punto donde el sufrimiento llegar a ser intolerable se rompen los lazos que nos ligan al mundo. Pero Simone Weil nos aconseja al mismo tiempo no buscar la desolación deliberadamente. “No debemos buscar el vacío, pues sería tentar a Dios el contar con el pan sobrenatural para llenarlo.”

Ser violento consigo mismo o con los demás por ende se opone a la gracia. ¿Debemos entonces hacer el bien, impedir el mal, o ayudar a los afligidos? Según Simone Weil, la pregunta como tal es infundada, porque el hombre no puede hacer el bien. Toda acción está sujeta a la ley de la gravedad, y “sólo el sufrimiento, perfectamente paciente y en apariencia inútil” puede detener el mal. La censura del crimen y el suicidio surge únicamente del hecho de que son acciones; no obstante, la naturaleza del bien es pasiva, pues éste refleja la impotencia de Dios. No podemos imitar a Dios mediante la creatividad – esto necesariamente nos acerca al mal – sino mediante la obediencia solamente. Para Simone Weil los actos de caridad son sobrenaturales; más aún, en cierta etapa de la perfección espiritual, no ayudar a una criatura necesitada es tan imposible para el hombre como para una piedra desafiar la gravedad. Sin embargo, la caridad sigue siendo inexplicable en el plano o de la gracia o de la gravedad, y el misterio de la caridad es análogo al misterio de la creación misma: “¿Por qué nos creó Dios? ¿Pero por qué alimentamos a los hambrientos? Comprender el valor de la caridad es tan imposible para nosotros como comprender la bondad de la creación.”

En el misticismo de Simone Weil el acercamiento del alma a Dios se concibe como un escepticismo intelectual, más que como una experiencia extática. Ella no pretende haber oído voces o haber tenido visiones sobrenaturales, y desconfía de los estados de intoxicación espiritual. Las voces y las visiones, afirma, son el resultado de una ilegitima mezcla de la imaginación en el amor sobrenatural; y las vidas de los santos hubieran sido aún más maravillosas sin ellas.

El imaginarse estar en el paraíso es una “horrenda posibilidad”, ya que todo paraíso es artificial y la experiencia mística de la bienaventuranza eterna es simplemente una proyección glorificada de la felicidad terrenal. La auténtica unión con Dios no es una beatitud, sino una crucifixión, pues nos fundimos con Dios en el vacío y la esclavitud, nos fundimos con el Dios crucificado.

IV

Son evidentes a primera vista los rasgos gnósticos del misticismo de Simone Weil. Y sus cuadernos manifiestan ampliamente su familiaridad con las fuentes gnósticas, maniqueas y cataristas. Su intelectualismo en materia de fe, su obsesión con la pureza, su idea de la inmanencia trascendental, y el patetismo de su Dios inexistente la sitúan en la línea de los heréticos gnósticos.

Simone Weil adopta los temas básicos de la gnosis: el Dios ausente, el vacío divino, el orden mundial como un mecanismo predatorio que todo lo abarca y donde el hombre se encuentra aprisionado, el pneuma o parte divina del alma que se opone tanto al cuerpo como a la psique, y la unión dialéctica del ser sobrenatural y el Dios sobrenatural; pero ella elimina el drama escatológico y el marco mitológico. Reinterpreta la gnosis despojándola o “purificándola” de su aura de trascendencia positiva, de sus visiones del esplendor del absolutamente extraño y absolutamente nuevo Dios, de su sentido de genuina liberación de los lazos de la necesidad.

El ausente Dios de los gnósticos, siendo extraño, desconocido, es sin embargo un Dios de deslumbrante esplendor, un Dios de luz y de bienaventuranza: un Dios de vida. Los gnósticos, al igual que los cristianos primitivos, ven la divina chispa en el hombre como la vida. Vida liberada de las cadenas de la carne y la muerte, vida de libertad, una especie de locura y fiebre; un sentimiento de vivificación y éxtasis, y sobre todo, de esperanza en la redención y resurrección en Dios, caracterizan la cualidad del espíritu. Allí donde la gnosis se muestra inconsistente, al confundir la experiencia de la vacuidad de Dios con las visiones del apocalipsis y el triunfo del bien, Simone Weil se muestra racional hasta el amargo final. El amor sobrenatural no es una vivificación del alma: es una especie de muerte. Una vez que entendemos que la verdad está de lado de la muerte, no tenemos derecho a proyectar incluso la más sublime imagen de la vida en el plano de lo sobrenatural o del más allá. La libertad y el sentimiento de exaltación espiritual son las ilusiones de la vida; están inextricablemente vinculadas con el mundo al que debemos renunciar. Por lo tanto, es una futilidad buscar a través de lo sobrenatural “una relajación de las cadenas de la necesidad. Lo sobrenatural es más preciso, más riguroso que el crudo mecanismo de la materia […] Es una cadena encima de otra cadena, una cadena de acero sobre una cadena de bronce”.

El poder y la gloria y el Reino son imágenes de este mundo. Simone Weil acusa a los gnósticos y a los cristianos primitivos de hacer a Dios “más”, y por lo tanto menos, sobrenatural. El evangelio de la Resurrección está todavía manchado del apego a la vida. La prueba de la existencia de Dios no es la Resurrección sino la Cruz. “Hitler podría morir y todavía retornar a la vida cincuenta veces”, dice Simone Weil; “Aún así, yo no podría verlo como el Hijo de Dios. Y si el evangelio hubiera omitido toda mención de la resurrección de Cristo, la fe sería más fácil para mí. La Cruz por sí misma es suficiente.”

La figura de Jesús crucificado, que abandonado por Dios muere sin esperanza de resurrección, no aporta, sin embargo, la imagen de la trágica queja del hombre ante un cielo sordo – una imagen que no deja de tener cierta grandeza humana, pues da a entender que el hombre, gracias a su consciente angustia moral, supera a un universo amoral. La situación contemporánea no se presta a una interpretación trágica; su imagen no es la del héroe que lucha contra viento y marea, siendo derrotado finalmente, sino la de las masas de víctimas impotentes sometidas a torturas sin sentido, vencidas desde el inicio. Su imagen no es la del pecador que voluntariamente transgrede la ley de Dios, sino la de los opresores y la de los oprimidos por igual, como meras víctimas de un mecanismo de impulsos y compensaciones. Su imagen ni siquiera es la del mártir, pues el martirio, como el heroísmo, puede elegirse; pero “uno no puede elegir la Cruz […] La Cruz es infinitamente más que el martirio. Es el sufrimiento más puramente amargo, el sufrimiento penal”.

V

Fue sin duda su profunda experiencia de los abismos del irredimible sufrimiento humano en el mundo contemporáneo, combinada con un realismo despiadado respecto a los efectos de la desolación en el alma de los hombres, lo que condujo a Simone Weil a percibir que cualquier intento de resucitar al Dios muerto no puede ir más allá de la mera retórica romántica. Su intuición de que Dios muere en el alma de los hombres sometidos a torturas y humillaciones ilimitadas la llevó a concebir la religión de un Dios muerto; un Dios que no es que no se manifieste por ser el origen primordial e inagotable de todo lo que puede manifestarse, un Dios que no es que sea trascendental por encontrarse más allá de los límites del tiempo, el espacio, y la necesidad, sino un Dios que no existe, que se vació en el mundo, que transformó su sustancia en el ciego mecanismo del mundo, un Dios que muere en los abismos inconsolables de la desolación humana. Este Dios en última instancia está más alejado del ser viviente y la vida visionaria del espíritu que el mecanismo ciego de la naturaleza, pues aunque la naturaleza puede constreñir y poner en peligro a la vida, este Dios le pide al hombre que renuncie a su apego a la vida totalmente.

Por la vía de una teodicea negativa, Simone Weil interpreta la total ausencia de justicia, misericordia y bondad en el mundo como el signo de la divina justicia y bondad. De esta manera defiende la justicia divina, pero no sin destruir la posibilidad de la justicia humana. Esta teodicea negativa alcanza su formulación más poderosa en la imagen del Dios crucificado. Pues es Dios mismo quien sufre en la carne y el alma de toda criatura sufriente. “Dios es al mismo tiempo una víctima sacrificial y un todo poderoso soberano.” La solución teológica, que representa al asesino y a su víctima unidos en la persona misma de Dios, simplemente oscurece el hecho de que, en realidad, los asesinos son dos, enfrentados uno al otro, divididos por un abismo que separa a los vivos de los muertos y que magnifica el dilema humano dándole dimensiones cósmicas.

No hay solución al sufrimiento de los desvalidos, a las torturas del los campos de concentración, a la lenta muerte del trabajo manual. “Explicar el sufrimiento” dice Simone Weil, “es consolarlo; por ende, no se debe explicar”. Empero, al ver en el sufrimiento soluciones teológicas, de hecho ella se esforzó en justificarlo y racionalizarlo, de manera tan injusta como absurda. Decir que los lamentos del los afligidos alaban a Dios, que la gracia sobrenatural llena el vacío de los desvalidos y los humillados, es a fin de cuentas un insulto tan grave al infernal sufrimiento humano como decir que el sufrimiento de los inocentes encuentra su recompensa en el cielo o sirve para el propósito último de Dios. No hay que inmiscuirse en el sufrimiento humano, y Simone Weil bien lo sabía. El sufrimiento al que ella se refería era el infierno que reduce a los hombres a una masa de carne lacerada y luego a materia inerte, que les roba la capacidad de sentir y actuar como hombres. Simon Weil sabía que no hay solución para este sufrimiento. Sus intuiciones más profundas son aquellas que revelan que la desolación extrema hunde sin remedio al alma más allá de la redención, así como las que muestran que de hecho el sufrimiento, y no el pecado, es la causa de la condenación eterna. Pero aunque vio que el alma muere en los horrendos abismos de la desolación, se negaba a aceptarlo – la sed de redención era prueba suficiente de la realidad del alma – y ella intentó encontrar la vía para fortalecer, entrenar, y preparar una parte del alma para la peor de las desolaciones mediante una serie de experimentos espirituales.

Para Simone Weil lo que está en juego en la cuestión de la realidad de Dios es la supervivencia del alma del hombre, su capacidad para el amor, para la compasión, la gratitud, el perdón, y su jubilosa aceptación de la realidad, incluso en las situaciones de esclavitud, degradación, impotencia, exilio y dolor físico, incluso bajo las más horrendas torturas. Valía la pena renunciar a la vida misma y a todos los apegos a este mundo si se pudiera infundir en el alma petrificada de los afligidos de los campos de concentración una sola chispa de amor. Ella empezó por preguntarse: ¿Cómo cargar esta cruz? Terminó por exaltar la Cruz como la única unión con Dios y como el fin de toda búsqueda espiritual.

Pero los infiernos de los desolados son irredimibles. Esto es lo que Ivan Karamazov quería dar a entender al decir que está más allá del poder de Dios el remediar una sola lágrima de un solo niño. “Debemos decir, como Ivan Karamazov, que nada puede compensar una sola lágrima de un solo niño, y sin embargo debemos aceptar todas las lágrimas y todos los inefables horrores que están más allá de las lágrimas […] Tenemos que aceptar el hecho de que existen sencillamente porque de hecho existen.” Pero la aceptación es tan irrelevante como el rechazo de lo irreparable, de aquello que sencillamente es. El repudio a lo menos trasciende la impotencia del hombre ante el particular hecho irredimible, afirmando que tal hecho no debería ser posible y exigiendo que no se le permita existir. El sentido de esto es que no se trata del permiso de Dios sino de los hombres.

La Cruz, Simone Weil lo sabía, es más que el martirio. Los sufrimientos de los desvalidos, los perseguidos, y los oprimidos no representan un ritual, sino una realidad. ¿Fue su continuo fracaso, a pesar de grandes esfuerzos, en asumir esta realidad lo que la llevó a hacer del sufrimiento un ejercicio espiritual? Porque ella abandonó la fábrica Renault tras la “experiencia” de un año para retornar a su círculo académico y no se perdió en el anonimato de las masas. Tras sufrir un accidente en la Guerra Civil española, aceptó la ayuda de sus acomodados padres, mientras que otros morían y se podrían en los campos. Hitler se encumbró, y ella viajó con sus padres, aunque de mala gana, a Portugal, África del Norte, Estados Unidos, e Inglaterra. Uno no puede dejar de sospechar que, impulsada por un extraño sesgo de honestidad, ella se sintió obligada a confrontar la desolación de manera espuria, en el nivel de la “experiencia espiritual”, ya que no pudo enfrentarla en la realidad.

Es una ilusión romántica el creer que uno puede mezclarse con el pueblo y compartir su suerte sin abandonar la posibilidad de retornar a la anterior vida de seguridad en cualquier momento. La gente del pueblo no tiene otros recursos. Si se quiere compartir la condición de los pobres, hay que mezclarse con ellos de la misma manera como se ingresa en un convento, dejando detrás para siempre la seguridad y los recursos. Si no es así, no se deja de ser un espectador. Pues la desgracia de la suerte de los pobres consiste precisamente en su irremediable estado.

El intento de introducir la contemplación en el sufrimiento físico termina en una especie de esteticismo. La desolación, afirma Simone Weil, revela la miseria esencial del hombre y por ende su espiritualidad. ¿Pero no es esto confundir la capacidad que tiene el hombre para experimentar la angustia moral, con el hecho del dolor físico y el de la degradación social? Parecería que existe una diferencia entre la reflexión metafísica del hombre sobre su condición humana, y la especie de violento tormento físico y dislocación social que para Simone Weil es la desolación. Esta diferencia es bastante crucial, pues si la conciencia que tiene el hombre de sus propias flaquezas puede realmente revelar su grandeza, las torturas de los campos de concentración y la despiadada erradicación de los seres humanos no revelan más que el abismo de la bestialidad humana.

Simone Weil revela con infalible perspicacia cómo la dependencia social del hombre, su necesidad de “nutrición moral”, revela su vulnerabilidad; y para ella la vulnerabilidad del hombre es el pivote donde gira la espiritualidad del hombre, mediante el desapego del dominio social, tanto como del vegetativo. Pero la espiritualidad del sufrimiento humano se arraiga, si es que en algo se arraiga, en la espiritualidad de la existencia humana, las relaciones específicamente humanas cuya destrucción puede mutilar e incluso matar el espíritu del hombre. Las religiones que adoctrinan a sus fieles en el “valor sobrenatural” del sufrimiento explotan la imagen que tiene el hombre de una comunidad humana ideal y su anhelo de crearla, al mismo tiempo que le piden que renuncie a alcanzarla y que se contente con su condición.

La marca específica del sufrimiento humano es que apunta más allá de la inmediatez misma del dolor a una norma ideal que se corresponde con el hombre como tal dentro de una realidad histórica. La cadena de los oprimidos de todos los tiempos abruma al hombre no sólo porque es una carga física sino porque es un mal. El crimen de la religión contra la humanidad ha sido la doctrina de que la esclavitud en cualquiera de sus formas no es un mal sino un hado. Alcanza su más escandalosa expresión en la enseñanza de que el sufrimiento de los inocentes es un signo especial del amor de Dios. De esta manera la religión no sólo sanciona los sufrimientos de los lastimados, sino que paraliza los nervios de una comunidad humana histórica basada en la mutua responsabilidad entre las generaciones.

La pureza de su experiencia de la Cruz y el genuino deseo que Simone Weil tenía de identificarse con los afligidos y los oprimidos hacen que su religión del sufrimiento sea todavía más trágica. Pues su ateísmo místico les ofrece una religión únicamente al precio de que se venden los ojos para no ver a los que se aprovechan de su desolación, y por lo tanto para servir a sus fines.

VI

Simone Weil asimiló tanto la crítica psicológica como la sociológica de la religión. Su análisis de las motivaciones psicológicas y el horizonte social de los primeros cristianos está a la altura de las descripciones de Marx o de Nietzsche y es igualmente devastador. Al mismo tiempo, respondió a la caracterización, por parte de Nietzsche desdeñosa y de Marx indignada, del cristianismo como una religión de esclavos, aprobando sin apologías ni reservaciones la identidad de la esclavitud y la religión. Ella tenía plena conciencia del rol de la compensación en la religión tradicional e intentó desarrollar una teología que de ninguna manera se pudiera reducir a un mecanismo compensatorio evasivo, ya que descansaba en una renuncia total del deseo y en la extinción de la esperanza, a un lado, y en una total entrega a la actualidad brutal, a otro lado. Creía en un Dios cuya realidad era indudable porque se revelaba solamente en el punto donde el mecanismo de compensación se detenía y la atención se fijaba en el punto del sufrimiento.

El fracaso de Simone Weil fue que no vio que las implicaciones sociales de su teología negativa no eran esencialmente diferentes de los de la teología positiva, ya que la crítica sociológica de la mistificación religiosa se aplica al Dios de la impotencia, tanto como al Dios del poder. Parecería, pues, que en fin de cuentas no pudo responder al reto del humanismo iluminado al cristianismo, pues su intento de depurar los símbolos teológicos cristianos, purgándolos del elemento de poder, permaneció atrapado en la dialéctica social de la dominación. La alternativa de la dominación no es la impotencia, es la eliminación de la dominación. La impotencia es sólo un lado de la relación de poder y presupone la relación de la opresión del hombre por el hombre.

La teodicea negativa de Simone Weil presupone un Dios poderoso que voluntariamente abdica a su poder. Detrás del vacío de la divina ausencia se yergue la figura de un Dios todo poderoso que, mediante el acto de retirarse, activa el sombrío mecanismo de necesidad y permite que el mal se encamine en el mundo. Así, en última instancia, las implicaciones humanas de servir al “Dios muerto” o de entregarse al Dios viviente son igualmente ambiguas. Simon Weil ataca al Dios vivo, representado por el Dios de Israel, como una forma de idolatría social. La religión del poder pudo haber sido culpable de idolatrar las aspiraciones de una comunidad en particular; ¿Pero no es culpable a su manera Simone Weil de proyectar en el divino ser la impotencia y desesperanza de una sociedad humana en particular?

Desde el punto de vista del hombre, la teodicea es una ofensa contra la justicia humana; desde el punto de vista de Dios, es una blasfemia contra el divino ser. El libro de Job presenta la más conmovedora formulación del problema de la teodicea y al mismo tiempo su refutación más fuerte. Job creyó hasta el final que el sufrimiento del hombre es injusto y no especuló sobre la utilidad sobrenatural del sufrimiento. Cuestionó la justicia de Dios, y el todopoderoso le respondió desde un remolino que las criaturas del Creador del cielo no le pueden pedir cuentas. La disyuntiva es sostener, como Lucrecio, que los dioses se encuentran tan alejados de los asuntos de los hombres, que en la práctica éstos deben conducir sus asuntos como si aquéllos no existieran.

Traducción de Mariano Sánchez-Ventura