Rodrigo Negrete
Un Elogio Ateo del Libro del Génesis
Para Emma Prieto Argüelles
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Rodrigo Negrete Un Elogio Ateo del Libro del Génesis Para Emma Prieto Argüelles |
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Como bien sabemos a Dios le extendieron su certificado de defunción en el siglo XIX por partida doble: primero de manera implícita con la explicación darwiniana del origen de las especies por el expediente de la selección natural que deja en claro que no hay una necesidad axiomática [1] de un demiurgo creador y luego de manera explícita con el famoso veredicto de Nietzsche que de pasada anuncia el fin de la metafísica como razón de ser de la filosofía y quizás de manera más cruda lo que será el siglo XX, cuando las ideologías, convertidas en religiones políticas, habrán de pelear encarnizadamente por el puesto vacante del Dios destronado. Es claro que no nos liberamos impunemente, y tanto la idea de Dios como su derogación siguen cobrando facturas. El hecho de que haya sido una hipótesis fallida como lo ven algunos no nos libra de que su ausencia tiene y tendrá vastas consecuencias, angustia que se refleja, por ejemplo, en Dostoievski a lo largo de toda su obra y quien prefigura una intuición contemporánea: no son verdades excluyentes la muerte de Dios y que no sobreviviremos a nuestra conciencia de semejante vacío. Esa sospecha sin embargo ha pasado a un segundo plano en los últimos años porque en el traumatizado mundo post 9-11 el debate se ha situado más bien en si la idea de Dios y de la Fe están poseídas más por una pulsión de muerte y de revancha que otra cosa. En la actualidad se ha reencendido una polémica cuyo primer plano no es muy distinto al que se inauguró con la ilustración entre los defensores de la fe y quienes la impugnan, pero ahora con artillería todavía más pesada y proyectiles de más alcance. Un nuevo impulso deicida y antirreligioso está encabezado hoy en día en el orbe angloparlante por la tríada Dawkins, Hitchens y Harris, a quienes el horror de fanatismo religioso brutalmente ilustrado por los acontecimientos terroristas, el avance de la derecha evangélica en los Estados Unidos del que la era Bush no dejó de ser un síntoma[2], más la necedad grosera del creacionismo con su agresiva ofensiva en cuanto a los contenidos de la educación pública en los Estados Unidos, han dado motivos de sobra legítimos para volver a atizar el avispero haciendo uso, no sin gracia, de un recurso literario muy querido de la ilustración como lo es el panfleto, revitalizándolo y honrándolo en más de un sentido. El género requiere que se estilicen los argumentos y que ganen en potencia al costo de dejar a un lado los matices y, como usualmente sucede, la forma termina atrapando a los autores y al debate mismo: así la fe religiosa es para ellos poco menos que un arma de destrucción masiva y el creacionismo el síntoma más claro del proceso degenerativo de la Fe en el hemisferio occidental: uno al que 150 años de producción científica enteramente se le resbala, pues insiste sin empacho que el Libro del Génesis contiene la descripción del origen del cosmos y del mundo, cual si enunciara verdades del mismo nivel y concreción que la redondez de la tierra o la sucesión de planetas en el sistema solar. En este ensayo prefiero situar la posibilidad de debate en el otro plano, menos estridente y además sin la promesa de que ganarlo nos hará felices. Me parece que Jung planteó a los herederos de la ilustración un reto distinto que aún no han entendido o del que no se han percatado. Reconociendo que las grandes narrativas religiosas son ya ineficaces, el punto ahora es que la irrelevancia de Dios puede no ser una liberación, sino una pérdida neta de significado. Dicho en otras palabras, el otro debate se inscribe en la discusión de si los mitos nos enriquecen o si por el contrario nos sofocan y empobrecen. Carl Gustav Jung fue incluso más allá, pues teniendo en claro un sentido de equilibrio de la psique, intuye que mientras el racionalismo cultural más le niega a ésta sus necesidades, más vulnerable o propensa la vuelve a sobrecompensaciones irracionales. Tal vez Jung tenía sobre todo en mente la divinización del poder político en la que desembocó ese hijo bastardo de la ilustración que fue el marxismo-leninismo, pero en este mundo posterior a la caída del muro de Berlín cabría preguntarse si las adicciones y las erupciones de violencia homicida en escuelas y espacios públicos serían nuevos ejemplos de premonición jungiana en esas sociedades dominadas, casi en su totalidad, por los imperativos calculadores del mercado, el éxito y la tecnología. Como dijera Italo Calvino, mientras más ciencia hay en casa, más fantasmas emanan de las paredes. Por su parte Max Weber agudamente vislumbraba que los imperativos híper racionales del burocratismo y la planeación en la medida en que van invadiendo progresivamente espacios de la vida social, familiar e individual, se compensan con conductas y comportamientos cada vez más infantiles. El yuppi o el tecnócrata como ejemplos de hábiles niños arrogantes que nunca han madurado y con capacidad considerable para hacer daño; la irresponsabilidad rampante en la gratificación inmediata que presupone el mundo de la publicidad y el consumo o sencillamente ciertas formas de diversión y entretenimiento del adulto de hoy en día que serían ridículamente pueriles para el adulto de ayer ilustran el punto weberiano: a mas racionalismo menos gravitas en cultura e individuo. Toda una mentalidad de parque temático para sobreponerse al despoblamiento de mitos o desencantamiento del mundo: forever young. Toda esta problematización parece del todo ajena a los nuevos e ingeniosos panfletarios de la promesa científico-tecnológica: ante las vicisitudes el cura o el vicario piden resignación y el político rebelión, mientras el científico y el ingeniero buscan que desaparezcan si no por arte de magia, sí por mera proeza tecnológica. No es que por otra parte la promesa tecno científica esté ayuna de filosofía: por momentos pareciera abrazar la divisa evangélica según la cual la verdad nos hará libres. La dificultad en todo caso es que verdad y razón no tienen porqué ser sinónimos o la primera no tiene porqué quedar implicada en la segunda. De hecho la respuesta clásica del tradicionalismo filosófico que encarnaría Joseph de Maistre frente a la ilustración sería que los hombres no estamos a la altura de verdades últimas, ni remotamente: a las verdades genuinas les queda chica la razón humana. Por curioso que parezca y dicho sea de paso, la respuesta no presupone por necesidad misticismo alguno. No deja de ser irónico que frente al híper darwinista Richard Dawkins sea posible esgrimir un argumento evolucionista para actualizar en el siglo XXI la posición del ultramontano De Maistre: la razón humana surgió de la lucha por la sobrevivencia y para resolver problemas concretos y en ese sentido la fue moldeando la selección natural. Aún y cuando algunos de los by products de este proceso doten al intelecto así configurado de alas para volar más allá de la solución de problemas primigenios, detonadores de la eclosión de la conciencia, no hay ninguna garantía –salvo alguna de carácter metafísico- de que la razón humana explique el cosmos, la vida o incluso la naturaleza última de la sociabilidad humana y sus instituciones fundamentales[3]. Nuestro intelecto no evolucionó por eso y para eso. Si toda explicación es en última instancia para satisfacer el intelecto humano, simplemente nunca podremos saltar nuestra propia sombra[4]. Llegado a este punto el debate no debe verse meramente entre, por un lado, el ímpetu científico que por naturaleza siempre rompe barreras y por el otro las objeciones filosóficas a ese vendaval que cada más influye y arrastra por igual a cultura y sociedad. Esto es así porque el problema es que todos tienen una filosofía, incluyendo los científicos, sólo que en ellos es implícita, y por lo mismo rara vez son plenamente conscientes de su discurso, de modo que cuando es de mala calidad no vislumbran sus implicaciones. En todo caso la diferencia entre el científico y el cientista es que éste último hace de esa mala filosofía un manifiesto, un programa y una agenda. Es cierto por lo demás que hay científicos a secas, científicos cientistas y sólo cientistas. Richard Dawkins probablemente se ubique en la segunda categoría y el filósofo Daniel Dennett[5] sea un ejemplo de la tercera. Como quiera, tal parece que el cientismo se apresura a establecer una conexión automática entre verdad y significado, algo no muy lejano del todo del mantra acuñado por el Círculo de Viena en los años treinta según el cual “el sentido de un enunciado es su método de verificación”, aunque quizás postulándolo de una manera más burda y repitiendo sus mismos errores. En su momento no fue del todo difícil rebatir las pretensiones del verificacionismo, porque resulta más que claro que muchos logros culturales tienen significado aún cuando el asunto de cómo verificarlos no venga al caso en absoluto o sea algo beside the point. ¿Acaso no tiene sentido o significado la ficción literaria? Concedamos que la verdad de la ciencia no sea un constructo cultural sino que nos dice algo ineludible sobre los hechos del mundo. Lo que hacen los cientistas al subsumir el sentido de las cosas en el territorio de la verdad tiene por correlato el proclamar que lo ficticio carece de sentido o, en todo caso, que en modo alguno puede aspirar a uno absolutamente esencial. ¿La ciencia finalmente es la que dice lo más profundo acerca de nosotros que el arte o la ficción? ¿Acaso un cráneo de homínido es lo que cabría interrogar en Hamlet? Los cientistas al igual que los fundamentalistas religiosos confunden la falsedad o verdad de una narrativa con la falsedad o verdad de lo que expresa o de lo que es síntoma: toda la disputa se lleva a un solo plano cuando en realidad hay más de uno. Que la narrativa del Libro del Génesis se ha derrumbado es algo fuera de toda duda: en tanto verdad cosmológica no hay manera de darle sustento. Es innegable también que la producción científica de los últimos 150 años ha creado una crisis en las religiones que han abrazado a esta narrativa y que hablan en el nombre de una verdad revelada en el pasado. Cualquier justificación del Libro del Génesis como alegoría o simbolismo equivale a un tibio llamado a seguir venerando un relato inverosímil: cualquier intento por pretender que su desmentido como narración del origen del mundo, de la vida y de la humanidad no tiene ningún efecto alguno en el edificio de las religiones organizadas suena asimismo a llana negación de un hecho inocultable. Si el libro del génesis es sólo un relato entre otros, el conocimiento antropológico e histórico también acierta cada uno un golpe fatal en la medida en que amplían nuestra perspectiva de la experiencia humana del mundo. El lugar prominente del Génesis puede no obedecer a otra causa que a la superioridad tecnológica de la Cuenca del Mediterráneo y de Occidente sobre las demás culturas del planeta en una coyuntura específica de la Historia Universal, lo que permitió establecer sus mitos sobre el origen como la narrativa dominante. La relevancia del Génesis tal y como la conocemos provendría de una mera correlación de fuerzas y no de un supuesto valor intrínseco de esa narrativa sobre otras cosmogonías alternativas. Pareciera entonces ser la conclusión que si el Génesis es un relato totalmente descaminado del origen del mundo no puede ser más que una ficción entre otras: dicho de otra forma, su sentido no puede ir más allá que el que pueda tener la buena o mala literatura folklórica. Sin embargo cabe otra posibilidad que hace una gran diferencia: si bien no es una cosmogonía válida, el Génesis tampoco es reductible a una mera literatura porque entraña un testimonio de algo realmente experimentado por la humanidad, aunque no tenga que ver con jardín del Edén alguno: la cisura entre lo humano y lo natural, en otras palabras, el nacimiento de la conciencia como el fuego que reúne y quema a nuestra especie. Propongo que la primera razón por la que la Historia del Génesis tiene una validez única o distintiva es por ser testimonio de un desgarramiento realmente fundacional. También marca un momento clave: la intuición de que el nacimiento de la conciencia como especie difícilmente puede ser compatible con la noción de la plenitud y la felicidad. El Génesis se escribe una vez que sabemos que nos ha ocurrido lo que a ninguna otro ser en la tierra: tenemos la lucidez del conocimiento y consustancial a él un sentimiento de culpa, de ser incompletos y de haber caído. En suma es un momento decisivo de la psique humana que por primera vez se percibe peligrosa e inestable por una fractura irreversible. En ese contexto el tabú de la sexualidad se entiende bajo una nueva luz porque es esa zona de encuentro y colisión entre lo humano y lo animal: algo que amenaza colapsar la diferencia que para mal o bien nos define, peligro que por primera vez se recrea y escenifica bajo la forma de una narración. Que nos debemos a la cultura (evocada en el relato con el imperativo de obedecer reglas) al tiempo que estamos condenados a ella, pudiera ser el primer destello decisivo de nuestra conciencia como especie. El segundo punto a resaltar entonces es la intuición de la fragilidad e inestabilidad propia de la cultura, el riesgo de extraviarnos sin reintegrarnos ni a la naturaleza ni al orden humano: acaso la más peligrosa de nuestras posibilidades. El Génesis por primera vez pudiera expresar el temor y desconfianza del hombre no sólo hacia un peligro externo sino hacia sí mismo, a su propia e inacabada naturaleza y de ahí el veredicto condenatorio, aún y cuando se exprese en un lenguaje que habla de peligros externos como la serpiente, pues todavía no se tiene ni una gramática ni un léxico del mundo interior. No deja de ser interesante que con el avance del conocimiento científico tanto la idea de la singularidad de la especie humana como la de Dios colapsen simultáneamente. Copérnico y Galileo mandaron el primer aviso de que no ocupamos lugar especial alguno en el Cosmos y Darwin que tampoco lo tenemos en el mundo natural. Somos una especie más, cincelada por la selección natural como las otras y seguramente también destinada a la extinción y a su sustitución ¿Qué nos dice pues este colapso simultáneo? La respuesta es que el origen del mundo del que nos habla el Génesis es en realidad el origen de la psique humana. El Génesis es el libro de ese doloroso alumbramiento como consecuencia no de la creación de un universo físico sino de un universo moral. Sólo en ese universo se puede dar una relación especial y singular: si desaparece esa relación, porque todo se retrotrae a un lenguaje natural, desaparecen al mismo tiempo los polos de esa relación. Un mundo moral como sabemos no es uno centrado en el ego sino un mundo referido a los Otros. Pero el genio judío para lo abstracto termina creando una hipóstasis esto es, una transformación de un concepto en otro, vía extrapolación, tomando la idea de los Otros como entes morales -que en conjunto ejercen el poder social de la aprobación y la desaprobación- y llevándola hasta un punto de fuga, hacia la idea de un Dios único: el radicalmente OTRO con respecto al cual cada ego ha de buscar su justificación última. Se llega al OTRO a partir de una energía mental no muy diferente de la que los matemáticos han utilizado para concebir sus propias abstracciones. Pero por fascinante que sea una operación mental en esa dirección, ello por supuesto no significa que el ente concebido sea algo fáctico: uno no se topa con un número transfinito en un jardín. Las obligaciones hacia los otros se tornan en obligaciones hacia el OTRO radical. El universo moral nace cuando el ego sabe no sólo que hay otros referentes con los que debe justificarse, sino cuando se sabe casi nada frente a ese OTRO. En ese momento se tiene el punto culminante del desplazamiento y sustitución del ego como origen y centro del mundo de la psique. Con el radicalmente OTRO sólo se puede establecer una relación puramente moral basada en la observancia de algo igualmente, extremo y abstracto, algo incondicionado: una prohibición total. Así mientras que con otros seres humanos se establecen varios tipos de vínculos o relaciones -entre ellas las morales- con la hipóstasis de la idea del Otro ante quien el ego se justifica (Dios) y con quien sólo puede haber una relación moral extrema, se establece asimismo la hipóstasis de la obligación en su lenguaje más radical, que es la idea abstracta de lo absolutamente PROHIBIDO o también la idea última del sacrificio que ilustra Abraham. Es así que nace la idea del Dios legislador que mandata y quien dominará todo el Antiguo Testamento. La paradoja que se genera es que el otro concreto, cotidiano y real, esto es, el prójimo, pasa a un segundo plano; al mismo tiempo la noción misma de ley se vuelve un fetiche, objeto de adoración. El judaísmo es la religión de la rendición del hombre no ante toscos ídolos y burdas representaciones, sino ante abstracciones incondicionales: EL OTRO, LO PROHIBIDO Y LA LEY. Es así que el Nuevo Testamento tal vez puede entenderse como una rebelión ante abstracciones opresivas: se retoma el punto de partida que es el prójimo, para tener una relación cercana menos con un Dios legislador que con uno al que puede llamársele Padre. ¿Qué otra cosa es el Nuevo Testamento sino un intento –literal- de humanizar a un Dios abstracto, distante y severo? Pudiera pensarse que el Nuevo Testamento triunfó y fracasó al mismo tiempo en su rebelión porque nunca renunció del todo al viejo molde en donde fue incubado. De ahí que necesite de tantos y tantos teólogos para conciliar un itinerario del hombre que partió del prójimo hacia una idea de Dios y que luego intentó hacer el viaje de regreso sin renunciar a sus abstracciones supremas y sin poder decidir que es más real, si los otros o el supremo OTRO. Me atrevo a aventurar que la transformación de Jesús de Nazaret –el Jesús histórico- en Jesucristo –el Jesús de la Fe, que es hombre y Dios al mismo tiempo- es justamente un intento de conciliación entre lo abstracto y lo no abstracto; en resolver de algún modo en cuál vínculo –el del hombre con sus semejantes o el del hombre con Dios- radica nuestro significado último. Es por lo anterior el cristianismo entraña con toda claridad una tensión básica que se resolverá en dirección a la ética secular y probablemente de no haber tenido esta herencia y este drama subyacente la cultura Occidental no hubiera marcado una diferencia en la Historia Universal, por ejemplo con respecto al Islam. También ese punto de unión entre lo divino y lo humano en alguien que no fue ni Faraón, ni Rey ni tampoco Emperador, abrió la posibilidad de concebir la dignidad de la especie toda y no sólo de sus castas doradas. Con ello se dio un paso más hacia la secularización democrática al no divinizarse a nadie que detentase un poder político. Bajo esta luz incluso la idea de Dios judeocristiana probó no ser un mero lastre en el camino hacia la secularización. De hecho fue un balance y correctivo necesario. Tal vez Nietzsche no estaba del todo errado al detectar en el judeocristianismo algunos elementos autodestructivos en su pasión sin límite por los desposeídos y la sal de la tierra. Lo que aquél llamó una moral de esclavos que, llevada a términos puramente seculares, podía volverse contra el impulso civilizatorio. Si releemos la tragedia Rusa antes de la Segunda Guerra Mundial como una experiencia espiritual fallida o en todo caso degenerativa podemos encontrar algo de esto. En ese caso el rompimiento de esa tensión entre la obligación hacia el prójimo y hacia lo divino a favor de lo primero, en la matriz cultural que incubó a la Revolución Rusa, terminó por poner la agenda salvífica en las manos de hombres de carne y hueso y ese fue el principio del desastre. El bolchevismo detonó un proceso regresivo de deificación del poder y el poderoso: en términos psicológicos y humanos encabezó un retorno a las estructuras mentales del Imperio Asirio y también a sus bases materiales: un régimen inhumano que se alimentó del amor a la humanidad. La Revolución Rusa nos recuerda que también del judeocristianismo derivaron experimentos seculares fallidos porque en verdad la tensión y balance interno de este último es más que delicado. Con el fracaso de las utopías del siglo XX al menos volvimos a entender de nueva cuenta que los hombres no se salvan a sí mismos: su primera agenda -y acaso también última- es convivir civilizadamente. No hay que olvidar tampoco que, siguiendo a René Girard[6] el cristianismo principalmente pone en escena una crítica de la violencia, del todo inédita al menos en el hemisferio Occidental. Me atrevo añadir que el cristianismo dio también una salida a una tensión que invadía de incoherencia al mundo antiguo: el hambre de gloria y dominación –herencia de los ideales homéricos- y la necesidad de paz cosmopolita consustancial al impulso civilizatorio que demandaba al menos su formulación como un discurso válido en sí mismo, más allá de que guerra y conquista sigan su curso a lo largo de los siglos. Igualmente visibilidad le dio a emociones y valores que probablemente sólo se entendían y circulaban en el mundo femenino, abriendo al menos la posibilidad de dar un lugar a ese mundo que ninguna otra religión pudo reconocer de manera similar. Tal vez el judeocristianismo se agotó en su narrativa y en sus modalidades de religión organizada demanda demasiado de la mentalidad del hombre moderno como para obtener de él una Fe sincera: en todo caso es una fuente de desgarramiento y de división interna en más de un sentido. Sin embargo hay razones para pensar que sin su base espiritual y su tensión interna el ideal democrático secular como lo conocemos no se hubiera gestado. Una vez más hay que pensar en las enormes diferencias en la trayectoria histórica de Occidente con respecto al Islam como para sospechar que el legado religioso de aquél no dejó de jugar un papel fundamental. Por supuesto la gran pregunta ahora es si el ethos democrático-liberal es filosófica y culturalmente auto sostenible, más allá del impulso que hiciera posible su gestación. Si ese ethos resulta de una simbiosis difícil e inestable pero simbiosis al fin entre lo secular y lo no secular, la decadencia de este último debería provocar alarma más que celebración entre los secularistas. Abusando del teorema de Gödel uno podría pensar en el ideal democrático/ liberal como un sistema de valores y enunciados en el que al menos uno de ellos no puede ser definido endógenamente por dicho sistema, sino por uno externo a él, siendo que ese otro metasistema axiológico pudiera tener un sedimento religioso. Pero regresemos al Libro del Génesis. Aparte del nacimiento de la psique como resultado de la conformación de un universo moral y de la conciencia de fractura irreversible entre el orden humano y el natural, campean dos temas esenciales que configuran a la experiencia humana y posiblemente decidan su destino: uno es el del conocimiento y su naturaleza ambigua y el otro, por supuesto, es el tema del deseo por el cual vivimos y morimos. El árbol del conocimiento es nuestro liberador y nuestro peligro. A estas alturas del siglo XXI pocos descartan de antemano que la humanidad pudiera sucumbir como consecuencia de algunas de sus creaciones y por el poder que otorga el conocimiento a una especie de psique inestable, con no pocas pulsiones de violencia y dominación primitiva. Es cierto y comprobado que las religiones también detonan violencia, pero no dan un poder de efectividad similar, ni tampoco tan concentrado en tan pocas manos como para producir un desequilibrio análogo: las llaves del poder científico- tecnológico en su vertiente y potencial más destructivo realmente están en manos de muy pocos individuos y no es fantasía de cómic el pensar que al menos habrá uno –con o sin bata blanca- que no resista el vértigo de semejante poder. En cuanto a la naturaleza problemática del deseo poco hay que añadir. La forma como deseamos tiene un alcance sin paralelo en el mundo animal: una vez más es algo que nos distingue y nos pierde. Así pues nada en el Antiguo Testamento es un asunto light o pintoresco: está enteramente permeado de un pesimismo rampante con respecto a esta nuestra especie entregada a sí misma. No por nada exclamó un asombrado Cioran que esa tribu analfabeta del desierto, cuya tradición oral se plasma en el Génesis, ya había acuñado una visión completa de lo que somos y nuestro laberinto. Algo que la humanidad post moderna no ha superado con mucha más lucidez. Así el principal reproche que se le puede hacer al panfleto cientista de hoy en día -del cual “The God Delusion” de Richard Dawkins es epítome- es que en modo alguno el único contraste relevante sea entre el método científico y el mito desmentido: entre el acierto y el error. Quizás el problema de las religiones consista en que siempre han identificado temas decisivos pero que han tratado de abordar con herramientas inadecuadas o narrativas susceptibles de entrar en fase de rendimientos decrecientes. Pareciera que lo contrario le sucede a la Filosofía Analítica contemporánea, la cual ha sofisticado sus herramientas para expurgar de metafísica al lenguaje y los argumentos al tiempo que es estructuralmente incapaz de plantearse grandes temas, urgentes y decisivos. Las religiones acaso padecen de muchas taras pero la desubicación no es una de ellas: localizan al menos problemas que tarde o temprano tendremos que enfrentar mientras que el cientismo ni siquiera se ha percatado de ellos o de su potencial corrosivo. Es por esto que las religiones en general y la judeocristiana en particular han sido experiencias válidas del proceso de maduración de la conciencia humana: sólo se puede avanzar aprendiendo de su drama y sus encrucijadas y no tratándolas solo como contenedores, con filtraciones contaminantes, de creencias en proceso de descomposición.
NOTAS: [1] No está de más señalar que primeramente fue la crítica kantiana a la teología –con dedicatoria especial a la tomista- la que repara que de un mero juego de categorías no se puede desprender un juicio o un conocimiento fáctico: los silogismos no producen conocimiento, más bien le suceden. No descubren: formalizan. Son más útiles para detectar inconsistencias que un método para desentrañar lo real. Prescindiendo de lo empírico, un puro manejo e interrelación de conceptos termina en un pantano de aporías. Ese es el sentido de La Crítica de la Razón Pura. La lucidez de Kant en cuanto a que la existencia empírica de algo no se establece por axiomas, parte de una profunda comprensión de la radical diferencia entre realidad, conocimiento y argumento. Distinción que después Hegel (“lo real es racional”) se encargó de abolir - pues no en otra cosa consiste su famosa dialéctica- lo que llevó a la filosofía alemana por un derrotero delirante del que no se recuperó nunca. Ciertamente es la filosofía analítica, que termina echando raíces en el mundo anglosajón, la que, a su modo, retoma la agenda crítica de Kant. El hallazgo darwiniano es obviamente independiente de la filosofía kantiana, pero complementa maravillosamente su punto. Cada vez que la ciencia encuentra o desentraña un nuevo mecanismo en la naturaleza, la necesidad de la intervención divina retrocede o se minimiza. Así de la misma manera que no se puede saltar de la idea de Dios a la realidad de algo (Kant), no se puede saltar de la realidad de algo a la idea divina (Darwin). [2] La derrota de Bush sumado a la crisis económica y las medidas contracíclicas tomadas por la nueva Administración Federal en Estados Unidos parecen haber llevado a la derecha ideológica a un giro radical y populista en el denominado Tea Party Movement; una franquicia agresivamente anti Washington –sobre todo ahora que no tienen la presidencia- con una incendiaria retórica derogatoria del presidente Obama, y de toda élite sea esta política, económica o intelectual, optando sin pudor por un giro siniestro y demagógico, fascinado con teorías de vastas conspiraciones que recuerdan vivamente los movimientos fascistas reactivados por la gran depresión con todo y el ingrediente racial y predeciblemente antiinmigrante. En esta vertiente americana del fascismo, la identidad religiosa-comunitaria juega un papel decisivo en la recuperación mítica de la identidad nacional y comienza a propagarse como el fuego por las ciudades medias y pequeñas de mayoría blanca. Así pues estamos atestiguando más bien la gestación de un anarco fascismo, si cabe el término. Un movimiento con todos los ingredientes y psicodramas de los que la ideología se alimenta salvo la creencia de que el Estado centralizado es un instrumento privilegiado para llevar a cabo la agenda. El separatismo, la atomización comunitaria son más bien el credo por ahora, así como el uso impúdico de la Biblia como uno de sus documentos político- fundacionales. Ciertamente nada bueno habrá de salir de aquello y la alarma de emergencia encendida por los herederos naturales de la ilustración frente a todo esto no puede ser más que justificada y no sólo por un conocimiento mínimo de la historia, sino por mero sentido común. [3] La idea de que el hombre puede reinventarse totalmente a sí mismo y por extensión pueda hacer lo propio con su entrono cultural y social subyace tras las filosofías existencialistas, especialmente aquéllas que pugnaban por un radicalismo a la altura de ese presupuesto metafísico de nuestra nada y por lo mismo de sus posibilidades infinitas. Curiosamente otro punto de incómodo encuentro entre la agenda darwiniana de la denominada psicología evolutiva (Steven Pinker) y el conservadurismo católico, es que el ser humano en modo alguno es un cascarón al que se le pueda dar cualquier contenido o un material enteramente maleable. El proceso evolutivo mismo, path dependent, impide que los factores meramente sociales y culturales determinen por entero la naturaleza humana o que se le pueda reinventar en virtud de un nuevo contexto, idea esta última que alimentó la hubris revolucionaria desde Rousseau a Pol Pot. Más allá de esto hay otras implicaciones ¿el hombre puede comprenderse enteramente a sí mismo o a su propia sociabilidad y por lo mismo rediseñarse y rediseñarla? En el debate por ejemplo sobre los matrimonios homosexuales difícilmente la iglesia podrá esgrimir argumentos contundentes en el plano jurídico, histórico o político. Sin embargo su objeción filosófica se entiende en términos de que la secuencia pareja- matrimonio-familia sean reinventables o enteramente moldeables. Son en cierto sentido los supuestos de los social no un contenido más, o uno entre otros, de la existencia social. Esos supuestos de sociabilidad no necesariamente responden a la razón humana tal y como la conocemos en su estado actual. El debate de fondo, como en lo de las células madre y otros asuntos, es que debe haber un límite a lo que podemos o no hacer. Una noción filosófica en sí válida, pero destinada a la polémica y al fracaso cuando se tratan de precisar en donde deben trazarse esos límites que retroceden más y más. [4] Ciertamente la hubris cognitiva que profetiza una inminente Teoría del Todo no se debe a Richard Dawkins sino al más imprudente, arrogante y celebrado de los científicos de filosofía cientista que es Stephen Hawaking. No deja de ser interesante que sea la física la que se haya topado con la más contra intuitiva de todas las áreas del conocimiento como lo es el mundo cuántico, el cual ilustra lo desconcertante que es el microcosmos para una lógica como la nuestra que evolucionó en el mesocosmos (el macrocosmos es la escala de la astrofísica, ámbito de la teoría de la relatividad general). Hay quienes sostienen que la física cuántica no es algo que se puede entender sino algo de lo que se pueden derivar ciertas reglas bien definidas como el principio de incertidumbre o el QED (quantum electro dynamics) que tienen sentido de cara a las posibilidades de manipulación, más que en sí de comprensión del fenómeno. [5] Marx y Engels pudieran ser el ejemplo clásico de cientistas: proclamaron el haber identificado las leyes fundamentales de la historia pero en realidad contaminaron la economía política de David Ricardo de metafísica alemana y de la obsesión por la economía y su materialidad hicieron, a su vez, una metafísica de la historia. En esto último estriba su originalidad, que no su mérito. [6] Ver René Girard: “Ví caer a Satán Como el Relámpago”, acaso la última obra que nos deje este genial antropólogo y hermeneuta. Un libro tan lúcido como desconcertante: a contracorriente de todo el Zeigeist de nuestro tiempo, asunto en que por lo demás Girard nunca ha sido tímido en absoluto. En más de un sentido ofrece al cristianismo una salida que lo mantenga vivo no sólo como un discurso, sino como una narrativa válida en un mundo en que la Fe ya no es posible.
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