Pedro Serrano

CÚMULOS.
LA ESCRITURA DE JUAN ANTONIO MASOLIVER RÓDENAS

 





A Juan Antonio Masoliver Ródenas he tenido la suerte extraña de irlo leyendo a medida que han ido apareciendo sus libros, sin percibir el paso del tiempo ni la acumulación, como si siempre fueran en un presente y cada libro el primero. De golpe, me doy cuenta ahora, su obra está conformada por muchísimas páginas y varios volúmenes de muy diverso tipo, y pareciera que eso hubiese sucedido súbitamente, por encantamiento, o al revés, que desde siempre hubiese estado allí. La experiencia es extraña. Nunca hasta ahora había tenido la sensación de que esos libros se acumularan, de que tuvieran, digamos, un empaque tan literalmente voluminoso. Para mí la obra de Masoliver era, y sigue siendo pero ahora por razones distintas, una acumulación, en donde un libro anterior podía perfectamente situarse después del recién publicado, o éste último leerse antes, o aquél regresar a su sitio desde otra perspectiva, como las conversaciones recurrentes. Supongo que por esta razón desde hace tiempo quería leer su obra como un conjunto. Tenía ganas de verla desplegarse de manera simultánea, de trazar las líneas que forman su dibujo, de buscar las significaciones, potencias, desarrollo y cordaje de lo que a estas alturas es ya una producción cuantiosa, repartida en varios tomos de poemas, crítica y narrativa, reunida en dos editoriales catalanas y una mexicana. Ahora, reflexiono, esa experiencia secuencial es imposible. Porque, como dice en La memoria sin tregua, un libro de 2002, “No hay itinerario. Estamos en el centro de la memoria. Inmóviles. Vibra la luz. Ilumina los recuerdos. Los recorre. Islas. Nubes como veleros. Sombras en el espejo.” Pienso que esta declaración podría haber estado firmada desde su primer libro, y me doy cuenta entonces de que en realidad estamos en otro tipo de terreno, más fangoso y difícil, más envolvente y asfixiante y que no es otro que el territorio de lo siniestro, un espacio poroso en el que más que leer lo externo tocamos nuestros propios sedimentos y nos instalamos en un ambiente pegajoso del que ya no es posible escapar. Como en Gerontion de T. S. Eliot, hemos quedado emplastados, listos “para ser comidos, divididos, bebidos, entre murmullos”. Y entonces, como si nos envolviera una nube revolvente, ese espejismo de una lectura a la vez acumulativa y simultánea se convierte en la realidad, ya no de su obra, sino de nuestra propia experiencia, a la que esa escritura nos ha encaminado, indefectiblemente.


La lectura de su obra es así una experiencia misteriosa, un hollar en lo que esta palabra, lo siniestro, tiene de inquietante y oscuro y necesario, por mundos al mismo tiempo destruidos y vivos que persisten simultáneos, como una desnutrición perenne, en donde lo que pasó sigue rodando. La escritura de Masoliver, en ese sentido, no tiene continuidad, pues no recorre un trayecto ni despliega un orden, sino que va formando volutas y volutas alrededor de un mismo vapor original inasible, a la vez indispensable y fatal: “La anciana de ojos resquebrajados que en la puerta podrida busca el hielo en el sol de la acera, la niña que en el poste de madera lame el orín de los perros, la lascivia desnuda subiendo la escalera”, dice Masoliver en los primeros versos del primer libro que publicó, El jardín aciago, hace un cuarto de siglo y lo sigue repitiendo hace un cuarto de hora. La relectura de su obra ha significado entrar en el latigazo del verano en un jardín espeso de una casa abandonada hace muchos años de un pueblo del Mediterráneo, y descubrir que en realidad es un espacio habitado en el que ya habíamos estado y al que en un abrir y cerrar de ojos apenas recién llegamos, testigos inaugurales de una casa ya conocida que es un corredero de voces infantiles y un jardín cuidado antes incluso de que la primavera asome. Al mismo tiempo, aparece ahí todo lo que el brevísimo abandono de unos cuantos meses de distracción nuestra ha podido acumular: la vegetación exuberante, las maderas carcomidas, los senderos sin razonamiento, las heces tiernas en alguna esquina: “Ahora la casa es una mancha de aire”, escribe en La memoria sin tregua, ya metido en el siglo veintiuno, en una imagen a la vez sólida y etérea, física en dos realidades, y remata en En las rejas del tiempo, en la primera mitad de los años noventa: “Y el jardín se quiebra y bebo barro”. ¿En dónde es que estamos?
Leer a un autor con quien se ha convivido a lo largo de muchos años es hacer un recorrido por su vida que es la vez un recorrido por la nuestra. Uno de sus resultados es ir descubriendo cosas cuya significación resulta clara solamente en perspectiva, y a la vez reencontrar segmentos que han seguido ahí desde la primera lectura. En el caso de Masoliver, cuya carga de significación sigue estando activa, lo que leemos ahora mantiene el mismo poder de fascinación que entonces tuvo, y el resultado es fascinante en un sentido literal, es decir caer en un hechizo. Los tiempos se conjuntan, lo que se leyó hace tiempo despierta de nuevo y la experiencia vital paralela a la lectura de ese momento se reactiva con lo que ahora experimentamos. No sé por qué, pienso en el verso distante y diletante de Vicente Aleixandre: “Cobra pasa despacio mirando hacia otro cielo”, que trabajé precisamente en la época en que conocí a Tono, y pienso ahora que el rastro de la escritura de Masoliver sigue un encantamiento y un cobro parecido. Vivo entonces el hecho de leer como si recorriera mi propia vida, y lo que ésta ha sido o ha dejado de ser queda expuesto de manera inescapable, como refulgencias derivadas, producidas por su obra. “Anclada en el sol está madre cerrándonos la puerta”, dice en El jardín aciago, y no estoy seguro de saber a quién le está sucediendo. La imagen engancha con el inicio de un hermoso poema de Maurice Riordan “La llamada a merendar”, que incluimos Carlos López Beltrán y yo en La generación del cordero, y resuena en imágenes íntimamente mías: “Mi madre se acerca a la puerta y emite su llamada a merendar: tres notas altas. Y la voz lleva y sostiene” dice Riordan. Todo pasa aquí y en otra parte, en un lugar que nos persigue, que ha sido dejado atrás, pero que a la vez continúa ahí, palpable y palpitante, algo que desde fuera llega para abrir espacio precisamente a la escritura en nosotros, es decir a lo siniestro, a la inscripción de una experiencia ajena que se nos añade y se apropia de lo que somos: “Y ahora hablamos de algo que no es ahora, que fue y no será nunca”, explica Masoliver desde Los espejos del mar de 1998, y todo gira alrededor de una puerta ante la que se está a ambos lados, adentro y afuera, desde donde se inicia el movimiento pero también desde donde se oye en la estática cómo se aleja lo que se va y se queda atrás lo que se deja:


¿Dónde duermen los niños?
Duermen en su cama.
¿Dónde duermen las camas de los niños?
Duermen en su casa.
¿Dónde duermen las casas de los niños?
Duermen en su calle.
¿Dónde duermen las calles de los niños?
Duermen en su pueblo.
¿Dónde duerme el pueblo de los niños?
El pueblo de los niños no duerme: está
muerto.


Lo que se cierra y lo que se abre participan de una misma iniciación y a la vez de un mismo resultado, como una serie de transparencias o diapositivas sobremontadas en las que todo se ve simultáneamente, como cuando dice en Los espejos del mar: “Las ancianas de la verja que se orinan en las zapatillas amaron, fueron musas, modelos. Sus nalgas nos cegaban”, y yo veo a esas mujeres en otro lado y en donde estuvieron. En una obra como la de Masoliver, que desde el principio presenta una y otra vez los mismos elementos, reacomodados de manera diferente y reconducidos a significaciones distintas, ese proceso de apertura y cierre abre siempre a nuevas vías de iniciación, no desde el exilio sino desde la avidez de la orfandad, desde el conocimiento que despierta y que se vuelve rastra y escritura, en un interminable caracoleo que siempre regresa a un punto distinto de lo mismo. En En el bosque de Celia, un doloroso libro de amor publicado pocos años antes de Los espejos del mar, en 1995, Masoliver dice: “Y al abrir la puerta del jardín, me encuentro en el jardín de los espejos abrazado a mí mismo, oigo las voces de los juegos, las niñas de las combas y los aros y mi madre en un rincón, sola, llorando la vejez. Y las puertas se borran en el sueño.” En sus poemas, las puertas, los confines, lo cerrado, son elaboraciones de un conjuro de necesario abandono que hace que hasta la escritura cruja. Hay que remontar a su primer libro, Vertedero de Otaca, escrito hacia finales de la década de los setenta, para entender desde donde se escribe siempre hacia ese mismo punto: "el descampado, el lugar del poema”. Y hay que llegar desde ahí a sus últimos escritos para entender que el descampado es habitable.


Conocí a Juan Antonio Masoliver Ródenas en el otoño de 1982. A esas alturas del año ya la oscuridad, la humedad y el frío se han apoderado de Londres. Lo que viene es una “profunda aspiración” en la oscuridad que dura varios meses, hasta que los días empiezan a clarear, hacia fines de febrero y uno empieza a respirar pausadamente, aunque el frío continúe. Un poco antes, durante las lluvias de septiembre en México, David Huerta me había dado dos cartas para unos amigos suyos. Una era para Nissa Torrents, “La hispanista” de un hermoso cuadro de R. B. Kitaj, que en ese entonces era un poco novia de David, y otra para un señor llamado Masoliver. A Nissa yo ya la conocía. Habíamos coincidido alguna vez en el Defe. De ese primer encuentro me quedó una frase suya, casi un estandarte, de esas que se te imponen por la contundencia de su afirmación y lo disparatado de sus premisas, soltada con displicencia bajo las hojas verdes de un trueno en las calles de la San Miguel Chapultepec. Dijo en esa ocasión que en México la gente no camina casi, pues siempre busca aparcar lo más cerca del sitio a donde va. Punto. Un comentario así, aparte de que pueda ser descabellado o acertado, tiene un trazo calificativo sorprendente, que engancha con algo profundamente real, a la vez absurdo e incómodo. Y casi siempre, si se vuelve a pensar, además de su perspicacia, termina por darnos un retrato hablado de quien lo ha dicho. Por esa razón quizás, en ese pequeño detalle creo asir un gesto recurrente de Nissa, a la vez absurdo y aplastante, y se me ocurre que quizás fueran comentarios como esos los que sacaban una y otra vez de quicio a Tono en cada encuentro que tenían, y esto pasaba varias veces a la semana, en un pub de Tottenham Court Road en que se veían, en las inmediaciones del barrio universitario, el Mortimer Arms, un pub en donde, dice Masoliver en La puerta del inglés, “Nissa se inventaba la vida y ocultaba su otra vida verdadera”. El recuerdo de Nissa produce en mí el mismo efecto que su aparición en los libros de Masoliver, como si el acarreo de la escritura rescatara para la vida lo que ya no está, y diera su lugar de nuevo aquí a quien ya no está. Y eso es invaluable. También, por conexión, me hace entender un posible significado en las constantes menciones o recuperaciones que Masoliver hace de mucha gente, tan características de su obra, en donde junto a las grotescas e inmisericordes caricaturas salidas de las Spitting Images británicas de personajes como Clara Janés, Luis García Montero, Miguel García Posada o Francisco Rico, aparecen figuras enternecidas bajo los nombres reales de Luis Maristany o Nissa Torrents. “El viento se lleva la ceniza de Barral y de Nissa y de tantos otros que pueblan los desiertos marítimos”, escribió al final de La puerta del inglés, y yo pienso en ella y veo su pelo corto y blanco (esas cabecitas redondas y plateadas de los catalanes, que diría Margo Glantz en un disparo equivalente al que hizo Nissa sobre los defeños), su sonrisa militante y abierta, diminuta, su calidez resplandeciente y a punto de ser infantil, una modulación de la voz suave y meridiana, pausada y tintineante a la vez. Y descubro así que la larga serie de apariciones de personajes de la vida real que se suceden en los libros de Masoliver, con nombre cambiado o con el propio pero a veces en situaciones distintas a las reales, no tienen otra intención que la de acarrear de nuevo a la vida del libro segmentos afectivos de la suya propia. El poeta David Huerta es David Guerta, por ejemplo, e Ignacio Maldonado, psicoanalista argentino radicado en México, es en otro relato un personaje plantado en la Rambla de Catalunya en Barcelona que conserva sin embargo los dones y dotes de la persona real. “Lo recuerdo todo”, dice Masoliver en uno de sus poemas. Y entonces aparece Tono en casa de Juan Carlos Mena y María Tello en Barcelona, la noche de año nuevo de 1992, furioso porque le acaban de robar la cartera en el aeropuerto de su propia ciudad, aunque casi nunca haya vivido en ella, desesperado por una conjuntivitis que lo hace llevar unas gafas oscuras que no se quita ni de noche, y tristísimo aunque no lo dijera, porque acababa de morir Nissa unas pocas semanas antes, casi súbitamente, y a Tono, en ese momento, el piso vital se le resquebrajaba tanto en Londres como en Barcelona o en Buenos Aires y México, ciudades compartidas con ella. “Malditos los diciembres de mi vida”, dice premonitoriamente en su primer libro, Vertedero de Otaca. Esa nochevieja bajamos él y yo a comprar un postre para la cena y nos metimos en el primer bar que encontramos abierto. Tardamos horas con una cerveza, sin hablar mucho de Nissa y siempre alrededor de ella, y allí mismo compramos el único brazo de gitano que quedaba en la nevera. Al regresar, para justificar el retraso, inventamos que lo habíamos ido a buscar a una pastelería especial que sólo él conocía, la del poeta Foix en el carrer Major de Sarriá, que por supuesto quedaba muy lejos de la manzana de Mallorca, entre Aribau y Enric Granados, donde nos estaban esperando para cenar. Tono se encargó finalmente, muy en su carácter, de echar pestes de todas las fiestas de año nuevo, diciendo que era el colmo que se pretendiera celebrar algo, en una infructuosa lucha por echar a perder lo que él también estaba disfrutando, sin que nadie le hiciera mayor caso, mientras los demás, y hasta él, comíamos uvas, resignado a divertirse. Lo que retrata esta escena de Barcelona no es distinto de la que él recoge en una reminiscencia londinense: “A Nissa la había colgado más de una vez de un árbol, pero al salir del Mortimer Arms la descolgaba y nos íbamos a pasear. O se había descolgado ella por su cuenta, era tan diminuta que podía escapar de cualquier nudo. Como me costaba distinguir sus invenciones de sus verdades, al final optaba por no creerle nada o por mantenerme indiferente. A veces me voy al Mortimer, donde solíamos encontrarnos. Me tomo una cerveza y su recuerdo me hace compañía”, dice acompasadamente, y Nissa y Tono siguen juntos allí, deliberando, delivering. Lo veo sentado, a medio día, con la pierna cruzada, bebiendo su pinta de bitter, esperando o leyendo, hasta que te ve y se levanta a saludarte. O leo sus páginas dedicadas a Barcelona y pienso que también suceden en otro departamento del Ensanche en el que también estuvimos alguna vez, cuyo dueño es un muralista dedicado a hacer miniaturas, y en el que están Enrique Vila-Matas, Helena Uzandizaga y Cristina Fernandez Cubas, apuntalando otro diciembre de los años noventa.


A Nissa fue una de las primeras personas que busqué al llegar a Londres, más por fuerza de voluntad que por otra cosa. Yo vivía entre bailarines y bambalinas, con Concha Icaza, recién dejada la universidad, así que cuando ella me invitó a un seminario que organizaba en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Londres, en Tavistock Square, le dije y me prometí inmediatamente que por supuesto que iría. Iba a ser el inicio verdadero de mi internamiento en los rojos laberintos de esa ciudad, que diría Borges de Swedenborg, pensaba y temblaba. A partir de ahí y desde entonces, por aquel discreto atrevimiento, no he parado de descubrir pequeñas esquinas y mimos, mínimos y humildes secretos de esa ciudad. Soy bastante amedrentado, así que si por mí fuera (o por una parte de mí, muy poderosa pero a la vez impotente para lograr su voluntad), no me movería de ningún sitio ni iría a ningún lado. Para contrarrestarlo, siempre estoy cambiando de casa, de curso, de vida. No por naturaleza, sino por reacción. Me cuesta muchísimo trabajo entrar a sitios nuevos, y más si no conozco a nadie. Precisamente por eso ando siempre metiéndome donde en principio no me toca, descubriendo incongruencias a las que luego termino por pertenecer. Así que me decidí, hice un esfuerzo y fui a la reunión, que no sé porque supongo que era los martes, quizás porque los martes es día de seminarios. Cogí el autobús 16 en Kilburn, que es donde yo vivía, y me fui hacia el barrio de Bloomsbury, del que en cierto sentido apenas me he movido desde entonces, y donde en esa ocasión conocería a muchos londinenses a los que luego me iría encontrando, para bien y para mal, a lo largo de los años. Propiciado en primer lugar por Nissa Torrents, a ella, después de esa ocasión, no fueron muchas más las veces que la vi. Siempre era cálida y siempre me dio gusto verla, pero nunca llegamos a una cercanía mayor. Me la encontraba en alguno de los parques del barrio universitario y caminábamos un rato juntos, desviándonos un poco cada uno de su camino, pero no mucho más. Me preguntaba cómo iba yo, nos contábamos alguna anécdota y nos despedíamos. En alguna ocasión comimos juntos, años después, en el comedor de profesores del University College. Pero ni ella me buscaba ni yo a ella. La vida es así, a veces hace grumos, como dice Tomás Segovia, y entonces crea cercanías y necesidades y otras veces los lazos son más sueltos, como si siempre hubiera oportunidad de retomarlos.


El seminario se hallaba en el segundo piso de una casa victoriana enfrente de un parque. Esa vez habían reunidas unas quince personas. “Académicos”, pensé, y me dio un escalofrío premonitorio, pero ya no había ninguna posible marcha atrás. Nissa me había visto, e inmediatamente se acercó a presentarme a algunos de los seminaristas. Entré a un salón amplio, azul pálido supongo, en un edificio austero, a la vez intimidante y acogedor. Ahí estaba sentado Tono Masoliver, apretado entre muchas sillas, largo y con un desgarbo estilizado, una pierna sobre la otra moviéndose sin parar, feroz y nervioso, con algo de águila risueña. Ahí estaban también sus colegas de entonces, Evelyn Fishburn, que aparece textual en uno de sus relatos, los profesores William Rowe y Jason Wilson, con quienes él había realizado una revista en los años sesenta junto con Anthony Edkins, que también se encontraba ahí y quien ha traducido a Masoliver al inglés con exactitud y maestría. Tuve el gusto de volver a ver Anthony hace poco, leyendo con voz ronca y flexible sus versiones de los poemas de Tono, con el mismo espíritu irreverente que había sido común y que en ellos dos sigue vivo. Nunca supe el contenido de la carta a Nissa, pero lo que le escribió David Huerta a Tono resultó bastante sucinto, casi únicamente una introducción para que él y yo nos conociéramos. Natalia Guinzburg habla de esos gestos discretos como parte de “las pequeñas virtudes” que en un primer momento parecen actos de simple transacción rutinaria y luego marcan la vida, y que le agradezco a David. Quedamos en tomar una cerveza a los pocos días, como quien no le da importancia al hecho, pero por mi parte con la urgente necesidad de que sucediera, y por la suya, creo, con la empatía de quien sabe lo que es llegar a tierra extraña. En uno de esos encuentros me contó que cuando llegó a Londres por primera vez, siguiendo a Chandra, la que sería su primera mujer y madre de sus dos hijos mayores, Yashin e Ilya, como al principio no hablaba casi inglés y entendía menos, en las reuniones su recurso era siempre reírse cuando le decían algo. Hasta que un día su esposa le hizo una seña perentoria pues lo que le estaban contando era la muerte reciente de un marido y él como respuesta soltaba una carcajada tras otra. Supongo que lo contó precisamente porque mi inglés era escaso, muy escaso, y fuera o no cierta, su narración ayudaba, por supuesto. De esa época que yo no conocí son los versos con los que abre Vertedero de Otaca: “en la bombilla encendida, la vecina portuguesa me da tapioca, corren los pezones por el pasillo, flota el abandono, llueve en las cerraduras de los espejos y lloro que son mi casa, mi esposa, mis hijos”. En La puerta del inglés, escrita décadas después, Masoliver declara, al final creo yo casi gozosa, cariñosamente: “yo vivía realmente en el infierno con un ángel feminista que antes había sido un ángel femenino (de fémina, mujer) y antes un ángel sin atributos. La casa se empezó a llenar de polvo, basura, ropa por los suelos, agua en el suelo del cuarto de baño, y yo buscaba un rincón limpio para mí y para mis hijos, que entonces eran dos niños”. Esto, deduzco que sucedía en Crystal Palace, al otro lado del río. Cuando lo conocí, Tono vivía en Fordwych Road, unas veinte calles arriba de mi casa, en el noroeste de Londres. En noviembre, se puede seguir el trazo lento de los plátanos que van tirando sus hojas, y los enormes pubs irlandeses y raídos recorren de una punta a la otra Kilburn High Road. En alguna ocasión nos invitaron a su casa él y Celia Szusterman a Concha y a mí, y cenamos una deliciosa sopa con una nube de caviar en el centro. Tono vivía en una casa como casi todas las de Londres, subdividida para alojar varios departamentos, con una lavadora de ropa en la entrada compartida por todos los vecinos. Alguna vez dejó la ropa olvidada adentro al irse de vacaciones y durante varias semanas nadie la utilizó. Quizás lo recuerdo porque en Londres siempre he tenido que ir a visitar a mi beautiful launderette. En la cocina tenían pegada una portada del Standard, el periódico mítico de la tarde que se vende en cada entrada del metro, con la foto del día en que murió John Lennon. Esa imagen en un periódico ajado pegado con chinchetas a una puerta es una especie de símbolo sesgado de su actitud vital. Fuera de esa vez, y alguna otra muchos años después, ya yo con Alejandra de la Paz, nuestros encuentros en Londres siguieron siendo en pubs, casi siempre él y yo solos. A pesar de ser ambos amigos de Margo Glantz, por ejemplo, no recuerdo habernos reunido con ella mientras vivió en Londres. Algunas veces coincidía con él en otros espacios, pero es en realidad en otras ciudades donde nuestro círculo se fue ampliando, cada vez más y volviéndose cada vez más incluyente.


Supongo que para quitarle un poco de importancia, la primera vez que nos vimos me dijo que él de todos modos iba al pub todos los días, a leer, así que no le costaba nada si ese día en lugar de leer, nos veíamos y charlábamos. Como las frases de Nissa Torrents, este tipo de argumentos a la vez gentiles y displicentes, definen el carácter de Tono, frágil e infinitamente susceptible, hosco y delicado a la vez. No se dislocó una costilla en una pelea al salir del pub, sino el hombro en lucha a muerte con el ángel en una piscina, mientras la cruzaba. A partir de esa vez nos reunimos casi una vez por semana, y en cada oportunidad que se presenta y en todos lados del mundo, esa conversación inagotable, a la vez sabia y divertida, ha continuado. Tono pasaba por mí a la esquina de Brondesbury Villas y Kilburn High Road. En lugar de estarlo ya esperando, como era lo que por mínima cortesía debería haber estado haciendo, siempre era él quien llegaba primero. Yo lo veía desde lejos, alto y con un rompevientos azul contra la lluvia, mientras avanzaba los cuarenta y tres metros que separaban la puerta de mi casa de la escalera, y luego la calle, hasta llegar a la esquina. Él no lo sabía, pero atreverme a salir implicaba un enorme trabajo, y para decidirme daba vueltas absurdas por la casa. En un fragmento de La puerta del inglés en el que Masoliver traza su “historia del miedo”, cuando él tenía seis años, describe mi experiencia en esos días nuevos de Londres: “Dos minutos. Un espacio de cincuenta metros lleno de un miedo oscuro y espeso que la luz y la escasa distancia no consiguen borrar.” La edad no importa. Ese mismo miedo me hacía dilatar la salida y por eso llegaba siempre unos minutos tarde. Hasta que nos saludábamos y el engranaje del mundo comenzaba de nuevo a funcionar. En esas palabras estaba ya fraguado el sentido de mi primer libro, que terminé de conformar en esos meses y que precisamente se titula El miedo. Antes de que se publicara, él fue el primero en ayudar a afinarlo. Cuando llegaba, Tono me saludaba con una sonrisa aplastante y benéfica y luego íbamos en coche por calles “con casas de ladrillos rojos, en la ciudad de las calles circulares”, como dice en La memoria sin tregua, hacia la colina de Hampstead, donde vivió Keats más de un siglo atrás, cuando todos estos eran pueblos separados por brezos. De Keats, Masoliver entendió muy bien que las cosas quedan para siempre como se van dibujando al desdibujarse, como si persiguieran su acabamiento. En el poema con que abre En las rejas del tiempo dice:

Llegar al final del poema
antes de empezar el poema.
Borrar las imágenes
de la narración. Como
el principio y el final
del amor. Como
todo lo que es real
aquí, en la vida
antes y después
de ser escrita.

Íbamos siempre a un pub independiente, que al no pertenecer a ninguna marca tenía una selección de cervezas más interesante que otros. En esa “free house” servían Abott, la cerveza que a él le gustaba, y a la que desde entonces me he aficionado. Para llegar ahí aparcábamos junto a un pequeño cementerio que Tono me señaló al pasar la primera vez que fuimos, como señalaría luego muchas cosas sin decir, y a veces sin saber todavía, que irían a aparecer en su escritura. En las últimas páginas de La puerta del inglés, Masoliver escribe: “Paseo por el cementerio. Me consuela mucho que no esté mi nombre. Y me ofende. Me preocupa. Es un sitio apacible. Paseo entre zarzas, flores y mirlos y lápidas. No veo mi nombre. ¿Estará en otro cementerio? Pero éste es mi cementerio.” Al fondo de ese pub de Hampstead que se llama The Nag’s Head, sobre una pequeña tarima, tomábamos rigurosamente dos pintas y media de cerveza. Desde entonces con él, esa ha sido la medida y ese el ritual. Fue él quien me explicó que “nag” quería decir caballo. A la entrada había un cartel con la cabeza de un caballo de la que cuelga un saco de avena, y el caballo está comiendo de ella, plácidamente. Como el cementerio, sólo después descubrí que los caballos son muy importantes en la escritura de Masoliver. En La memoria sin tregua escribe: “Llevo tres días entre caballos viviendo comején y recuerdos, deseando mal y con dolor, arañando la luz y las orillas con ojos que se abren en el barro, entre caballos que me acosan con sus chorros de orín”. Dos pintas de una cerveza amarga y maltosa, rebosadas con un poco de espuma, siempre en el mismo vaso, para que el jabón de la lavadora de platos se fuera en la primera tanda y en las siguientes la cerveza estuviera limpia. Los pubs suelen tener el recogimiento cálido de las caballerizas, y en ellos los hombres orinan con el entusiasmo de los caballos en orinales catedralicios. Así se ha repetido desde entonces, como si no pasara el tiempo, como si siempre fuéramos los mismos personajes, porque el tiempo no pasa sino que se acumula, como sucede en sus libros. “El tiempo de los escritores es materia de alfarero y alquimista. Buscamos en un agua de hiriente claridad el tiempo de las sirenas gimiendo un amor imposible”, escribe Masoliver Ródenas en Sònia, ya no en Londres sino desde El Masnou. En ese pub conocí adolescentes a sus dos hijos mayores, cuando aún no podían beber, a quienes años después he visto en Barcelona, en un bar de Concell de Cent, precisamente después de una lectura de Sònia Hernández, de quien ese libro toma nombre, título e inspiración. Hace poco he conocido a su nieta Caitlin, una niña vivísima que escuchaba atentamente las palabras de Tono en el Instituto Cervantes de Londres, en un homenaje en el que participaron Paul Preston, Anthony Edkins, Evelyn Fishburn y Nigel Glendinning, viejos amigos y colegas suyos. Después de la lectura cenamos en un café en Sloane Square, porque los pubs a esas horas no sirven de comer, Tono, Sònia y Daniel, su hijo menor, a quien a mi regreso a Londres vi varias veces, cuando por las tardes se hacía cargo de él, y al que a finales de la década de los ochenta Tono llevaba al pub, ya no al de Hampstead sino a uno más cerca de su casa, The Red Lion, al cual se acercaba andando, cuando ya las leyes hacían peligroso conducir después de salir del pub.


Me encamino, después de alguno de nuestros encuentros, a la estación de Hampstead Heath. Al entrar al vestíbulo veo, contra el sol, una escena en la que están, ante la ventanilla, un grupo de amigos. Es 1982 y yo vivo en un paraíso crispado. En esa época yo me movía en un medio totalmente británico y casi exclusivamente dancístico. Las conversaciones semanales con Tono Masoliver eran no sólo un respiro, sino abrevación entusiasmada. Por entonces leí Crónica de la Intervención, la gran novela de Juan García Ponce y La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa. Recuerdo que alguna otra vez Tono llevaba De la gramatología, de Jacques Derrida, libro que yo me había esforzado en leer pocas semanas antes. Los tres planean sobre algunas de estas reflexiones. Estas lecturas pudieron ser simultáneas o estar separadas por varios años. Las menciono porque dan idea de una conversación dilatada que para mí ha sido siempre estimulante y divertida, y de la cual en esa época yo regresaba a mi casa con la dosis exacta de literatura y cerveza necesarias para volver a sumergirme en mis propias enrancias y aventuras. Invariablemente, Tono estaba teniendo que terminar un artículo, como sigue sucediendo en este mismo instante, pues cada una de esas lecturas suyas es hecha con minuciosa ansiedad y cuidado. No pocas veces me dijo que sólo podíamos vernos un rato, precisamente porque estaba metido en la escritura de un texto. De él aprendí que no se puede hablar de un libro que no se ha leído por lo menos tres veces. El día que se haga la recopilación de tantos años y tan vasta crítica vamos a saber con claridad lo que significa su labor en este campo, desperdigada semanalmente, y de la cual los narradores, especialmente, abrevan como si fuera una fuente natural y subsidiaria y no obra de otro escritor, no pocas veces mejor que ellos. De esta labor, por ahora contamos con dos iluminadoras muestras: Las libertades enlazadas, sobre escritores mexicanos, y Voces contemporáneas, dedicado a autores españoles, pero hay mucho más. Cuando lo conocí, Masoliver llevaba años haciendo crítica. Ha pasado tiempo y él sigue haciéndola, en esa tradición anglosajona en que la reseña es consustancial a la escritura propia, y de la que tanto se aprende, tanto a leer como a escribir. Esas conversaciones se dieron durante tres años primero, y luego, a mi regreso en 1987, se volvieron a repetir, como si el tiempo no hubiera pasado. Porque en realidad, nunca ha pasado en las charlas que yo pueda haber tenido con Juan Antonio Masoliver Ródenas. Y desde entonces siguen. Me sigue dando un enorme gusto verlo, y cada conversación es nueva, alegre y puntiaguda. Como señalaba, en otras circunstancias y con la misma razón Jorge Aguilar Mora, los románticos tenían razón y la amistad es un campo de flores azules, al mismo tiempo escaso e interminable.


Uno no se da cuenta en el momento, pero los recorridos con Tono Masoliver, ya sea en el Masnou, en Barcelona o en Londres, o en cualquiera de los sitios en que hemos coincidido, son incisiones en su vida y en su obra. Como ese cementerio del que hablé, o como los caballos, o como el bar Doria del carrer Còrsega en Barcelona, “en esta esquina singular de la Rambla de Catalunya, mirador privilegiado de la ciudad para quien sabe ver y mirar al mismo tiempo”, como lo describe Masoliver en La noche de la conspiración de la pólvora. Como él en varias narraciones, yo también frecuentaba ese bar, y aunque ahora ha cambiado de nombre y decoración, mantiene en sus muros dos acuarelas del bar de aquella otra época, y la esquina sigue siendo fuente de ríos humanos que van de la Diagonal a la Plaça de Catalunya. Tono me lo señaló un día de pasada como parte de su vida, sin hacer mención a su obra, donde es un punto focal. Con respecto a las distintas ciudades que recorren la obra de Masoliver, quiero hacer un comentario marginal, de carácter editorial, que tiene que ver con esos pubs londinenses que yo identifico con él, y como contraste con este bar de Barcelona. En sus libros, por lo menos los publicados por Anagrama, los personajes de Masoliver siempre beben “una jarra” de cerveza, tanto en Madrid como en Londres. La palabra me suena rara, no tanto porque no forme parte de mi vocabulario (yo diría “un tarro”), sino porque en Londres nunca oí que Tono la utilizara. Siempre hablábamos de una pinta de cerveza, si acaso de una “pint”. No sé si la decisión de llamarla así haya sido de Masoliver o de su editor de entonces, Jordi Herralde, pero en cualquier caso es una decisión equivocada, pues produce un efecto de descontextualización del espacio en el que se despliega la narración. Masoliver es muy cuidadoso para no mezclar los muchos espacios que visita, sea Genova, Perugia o París, sitios visitados en su obra porque están en su vida. Leo “jarra”, e inmediatamente siento que estoy en el bar Doria con mi amiga Marita, a principios del siglo veintiuno, o en uno de sus relatos barceloninos, como el que narra cómo lo deja una chica merecidísimamente solo, pero nunca en el Mortimer Arms de Londres, acompañado por sus colaboradores en la Universidad de Westminster, Chepo Valdés o Diego de Jesús, dos amigos suyos del norte de México que recalaron en ese Strand del Támesis y a quienes invitó a dar clases ahí. En fin, sólo quería decir que en Londres no se beben jarras sino pintas, y los bares no se llaman tabernas sino pubs. Cuando aparecen los localismos españoles, cuesta trabajo remontar esas palabras y regresar a un espacio que es a la vez literario y vivencial. Lo opuesto sucede, por ejemplo, en el delicioso y tristísimo relato “La noche de la conspiración de la pólvora”, reunido en el libro del mismo título, en el que Masoliver aprovecha, sin mezclarlas, la coincidencia de las hogueras que se hacen en Cataluña la Nit de Sant Joan, y las que se hacen en la Gran Bretaña en conmemoración del intento fallido de un católico llamado Guy Fawkes por prenderle fuego al Parlamento, para elaborar una historia mágica, de un fellinismo catalán, llena de personajes entrañables, entre ellos y muy principalmente sus padres, que pelean, seducen, juegan y lloran, como lo hacen él y su familia muchos años después, espejo por espejo:

Me acordaba de cómo empezaba a trepar el fuego por las paredes de la hoguera, de cómo las llamas iban envolviendo el muñeco y devorándolo, de cómo se iba desmoronando hasta deshacerse y convertirse en brasas. De nuestros gritos de placer, nuestros cohetes que se confundían en el cielo con otros cohetes, el ruido de las botellas al descorcharse, las exclamaciones al ver cómo se derramaba la espuma del champán, los labios de Elvira, su boca en la mía, la cara de mi padre junto a la oreja de la señora Rosa y él apretándose a sus tetas, mi madre bailando con Ventejo, con su cutis de porcelana y sus labios de un rosa delicado como el de los pétalos de las rosas del mes de María.

He escogido este relato porque es ejemplar en la obra de Masoliver, en el sentido en que en él aparecen los elementos clave de su prosa, como son el fuerte aliento rítmico y la densa carga narrativa, que al conjuntarse producen una escritura espesa, llena siempre de elementos nostálgicos, líricos, fantásticos y memoriosos. Esto sucede tanto en los fragmentos de diarios desdibujados con los que se construyen Retiro lo escrito y La puerta del inglés, y que van de pequeños anagramas ensayísticos a elaborados relatos, muchos de ellos redondas manzanas narrativas que no siempre se pueden comer de un solo bocado, como en los más definidos “cuentos”, acaso simplemente porque llevan título, como los asfixiantes “Historia de un retrete” o “Juegos prohibidos”, o el irónico homenaje a la amistad que muestra su parábola en “Las lanzas”, en la sombra del tríangulo, o en los polvorientos y terribles años de la posguerra española descritos en toda su crueldad en el “El paseo del indiano”, que abre la noche de la conspiración de la pólvora, con personajes como “los hermanos Chinchilla”, unos maleantes que ya habían aparecido en relatos anteriores. Se nos olvida, viéndolo desde las gafas redondas del submarino amarillo londinense, que Masoliver vivió y sufrió y aborreció y abandonó esa España y esa Cataluña: “¿Por qué los chicos de la posguerra parecéis seminaristas o salidos del orfanato del padre Triste?”, dice un personaje en “El maestro viudo”, un cuento desolador de ese mismo libro. En otros relatos lo que se recorre no es el espacio miniaturizado de El Masnou sino la Barcelona escolar de los años cincuenta y principios de los sesenta, emblemáticos de un despertar a la vez juvenil y crítico, que Masoliver comparte con las Ultimas tardes con Teresa de su contemporáneo Juan Marsé. Ejemplos de ello son “La desgracia de María Acacia”, de La noche de la conspiración de la pólvora, que baja de la zona alta de Barcelona hasta la Plaça de Catalunya, acompañada siempre de una mucama pizpireta. La diferencia, sin que esto implique un juicio, es que el universo de Marsé es siempre ese horno de Gracia, y el de Masoliver avanza por diversos derroteros. Como dice en “Persianas cerradas”, del mismo libro, “Sé muy bien lo que me ha traído a esta ciudad. Busco a los amigos que me ofendieron y a los que yo ofendí, quisiera pedir una explicación por última vez y luego darla yo y volver a Londres con la conciencia limpia, qué iluso.” Yo creo que por eso en Barcelona le robaban la cartera. Como la “colla d’innocents” de la canción de Jaume Sisa, también él podría cantar: “Ens foten la cartera, ens enreden i ens diuen que el blanc és negre i el negre és blanc, i tots contents i enganyats”. Pero al final se sobrepone y regresa con gracia. En el relato “La noche de la conspiración”, además del ritmo de la narración que nos lleva como en un baile de verano, Masoliver une dos tiempos históricos y dos geografías a través de un mismo fuego, una doble infancia que incorpora la suya y la de su hijo en un solo desgarramiento y un sentimiento de orfandad en varias generaciones de unos Masoliveres que mezclan todo para no confundir espacios:

Vuelve a sonar el timbre. Son los niños del jardín vecino. Pienso que tal vez se podría recuperar esta noche de Guy Fawkes antes de que termine. Voy al cuarto de Daniel. Abro con cuidado. Me acerco. está durmiendo. Celia me hace un gesto con la mano como pidiéndome que me aleje, que los deje en paz. Y me pregunto qué imágenes han quedado de este día en los ojos del niño, en qué calles nunca recorridas y en qué bailes nunca bailados encontrará la razón de esta tristeza, de esta lluvia de bruma en Fordwich Road, en la casa del padre.

Masoliver ha regresado ahora a vivir al Masnou, con Sònia Hernández, y esta experiencia la explica en el prólogo a su último libro de poemas. “En tornar al Masnou despres de cuarenta anys de ausencia, amb excepció d’esporàdiques visites, sembla inevitable que la memoria i la mort siguin els temes recurrents d’aquest llibre concebut com el desenvolupament d’un cicle vital”, dice en el prólogo de El laberint del cos (es decir “del cuerpo”). Si antes nuestros encuentros eran siempre solos, a partir de su regreso, sea en Barcelona, en el Masnou o en Londres, muchas veces está Sònia con él, y su presencia añade a la diversidad de la charla. Sin su aliento, por ejemplo, difícilmente Tono hubiera regresado a México, ni los reconocimientos que ha tenido, tanto en esa ciudad como en Londres, hubiesen tenido lugar. Hace unos tres años comí con él y con Sònia en el casino del Masnou, espacio privilegiado del padre en sus relatos, un delicioso arroz caldoso, largo, rodante y recordado. Esa desembocadura de un ciclo vital lo comparte ahora con ella, como se ve en el ritmo que mece el libro a ella dedicado: “¿Qué belleza devuelves a las palabras que apenas oigo, al mar que ya no añoro y al que regresaré tal vez contigo?” Aunque Masoliver ha escrito poemas en inglés, italiano y francés, y regularmente los incluye en sus libros, es en El laberint del cos cuando por primera vez escribe un volumen casi totalmente en catalán, a excepción de un poema en italiano, con el cual casi cierra el libro. Después de la afirmación sanísima de sus rodalies en catalán, Masoliver termina, como siempre en su escritura, desdoblando en italiano una persistente ambivalencia originaria: “torno al mio mare e alla mia lingua”. ¿Cuáles son estos entonces?
La memoria y la muerte señaladas en el prólogo de ese libro son temas recurrentes de toda su obra, y El Masnou el inicio de su largo recorrido, donde sucedieron y siguen sucediendo muchas de las historias que aparecen repetidamente en su obra. Alguna vez, parado en las vías del tren cerca de la estación de Génova, viendo los tendederos con ropa multicolor en las casas amarillas que trepan por sus cuestas, tuve la sensación de qué él había visto esa misma escena, antes de bajar e instalarse en esa ciudad, para luego escribirla. Esa misma experiencia de vida de pasada e incrustación en obra que mencioné con respecto al cementerio de Hampstead, la tuve también en la carretera de Teià que sube del Masnou al pueblo del mismo nombre, tierra adentro, eje en la obra de Masoliver y que recorrí con Tono, quien me señalaba su casa, la del indiano, el recorrido a la escuela a través las plazas del pueblo. Aquella vez, seguramente en 2002, él todavía vivía en Londres. Habíamos cogido el tren de rodalies, o de cercanías como al entrar a la estación él me recordó que se había dicho toda su vida, a presentar un libro suyo en una librería del Masnou, sobre la antigua carretera que paralela a las vías del tren lleva hasta Mataró. Masoliver acababa de publicar La memoria sin tregua y a la lectura asistieron también dos de sus hermanas, Pilar la menor, guapa y ágil como la describe en sus libros y Tuta, que opinaba todavía más que Tono sobre todo lo que allí estaba pasando, había pasado y pasaría. Tengo una imagen reciente de él en El Masnou, hace exactamente un año, en el verano de 2008, en un chiringuito o palapa frente a la playa, en la que mientras yo desarticuladamente me ponía el bañador en una playa pública e intentaba al mismo tiempo jugar con mis hijos Nicolás y Mateo en el mar, él estaba tomando una cerveza tranquilamente con Alejandra, un día entre semana, mientras hacíamos tiempo a que llegara Sónia de trabajar y nos fuéramos todos a comer, esta vez no al casino. “Yo también he visto la materia como un sentimiento. Fósiles que son vida”, dice en un poema del libro que presentó en El Masnou unos años atrás, y yo me identifico con esas palabras unos años más tarde.
Cuando a mediados de los años ochenta me reincorporé en México al grupo que hacía Cartapacios, Tono ya llevaba varios años de ser en el Defe una presencia exacta, todos los veranos, en las reuniones de la redacción, que tenían lugar, dependiendo de la época, en casa de Javier Sicilia, o de Alicia García Bergua, o de Ena Lastra, y discutía con Pablo Mora, Ana Castaño y Fabio Morábito, antes de ir con todos, al terminar, a comer unos tacos. Regresaba año con año, como ave migratoria, se hospedaba siempre en el hotel Diplomático y bebía Bohemia, a falta de bitter. Antes de que lo conociera yo, ya era él un contertulio acostumbrado en casa de Augusto Monterroso, quien aprovechaba los momentos en que no estaba su esposa, Barbara Jacobs que todo lo que decía Tito lo registraba en su diario, para contar historias que allí no aparecen. Como él mismo señala, “Monterroso fue una amistad fundamental en mis visitas al Defe. Le conocí antes en Londres, y le veía en México practicamente desde mi primera visita, cuando todavía "flirteaba" con Bárbara Jacobs”. Todos los años, Tono citaba a sus alumnos del Polytechnic of Central London que estaban haciendo una estancia en México, pasaba unos días en Jalapa viendo más alumnos, y regresaba siempre. En Cartapacios Masoliver publicó varias cosas, y su contribución a las reuniones de la redacción eran a la vez festivas y críticas. De nuevo, no era una figura de autoridad sino una compañía animosa y alentadora. En uno de esos viajes lo acompañó su hermano Nito, que vivía en Estocolmo, y que también aparece en sus libros. Su hermano el Notario es una figura más vaga o menos señalada en el cuerpo de su obra. En su última visita del siglo veinte, ya desaparecida Cartapacios, comimos en el mítico restaurante de Salvador Novo en Coyoacán, con un grupo amplio de escritores, y terminamos todos recalando en casa de Margo Glantz, magnífica anfitriona siempre, aunque en esa ocasión ni nos esperaba ni estaba. De todos modos pasamos y nos sentamos todos, muy serios y un poco enloquecidos, en su sala, hasta que Margo llegó, al final, y fue encantadora con ese grupo inhóspito. En aquella ocasión Tono perdió las gafas que lo habían protegido en Barcelona unos años antes, y entonces dejó de visitar la ciudad de México. En “El pueblo de la ciénaga”, un relato incluido en La noche de la conspiración de la pólvora, Masoliver recorre la calle de tres Cruces de Coyoacán, precisamente donde vive y recibe Margo Glantz, y hace un recuento desolado de sus visitas a México, de sus amigos ahí, entre los que están Chema Espinasa, Juan Villoro, Chepo Valdés y Myriam Moscona. En el cuento, todos ellos han escrito sus nombre como cruces en las puertas de sus casas, y el personaje recorre la calle como si fuera Macario Páramo subiendo trabajosa e inversamente la cuesta de una Comala clausurada a la nunca habría de regresar. “Los posibles testigos no regresan. El pueblo de la ciénaga se ha ido alejando hasta desaparecer. El aire se ha llenado de un hedor espeso que ha cubierto el cielo como si fuera ceniza o barro. Muy de tarde en tarde se oye, lejanísimo, un disparo, como si disparasen desde la memoria o desde el olvido.” No sé que habrá visto Tono en aquella última visita antes de la publicación de este libro, al perder sus gafas y tener que atravesar el sol picante de la ciudad de México, enamorado del cielo, o qué lo habrá asustado tanto, pero es un hecho que durante años y años Masoliver no volvió a pisar el Defe. Pero la constancia de su presencia se había quedado ahí, no sólo en los textos que se desarrollan en un país parecido, ni sólo en Cartapacios, sino también en Vuelta, en La Jornada Semanal y posteriormente en Letras Libres. Por fin, en los últimos años, Tono Masoliver ha vuelto a regresar al Defe, esta vez para no perderse, y suele vérsele recorrer interminablemente el circulo infinito del Parque México de la Condesa, llueva o truene, como Dante convenciendo a Sònia de que el número que buscan, un número par en una calle que sólo tiene nones existe, o de que en el último de los casos José María Espinasa va a llegar a rescatarlos.
En Londres, cuando lo conocí, Tono me acogió sin conocerme apenas. Nunca sentí que fuera displicente sino siempre respetuoso e interesado. Una de sus principales características es precisamente esa curiosidad. Si en sus libros Masoliver recorre todos los planos de su pasado, es porque este pasado ha sido la experiencia de alguien siempre interesado por lo que sucede enfrente y por la gente con quien se encuentra. En nuestras citas semanales él hablaba y yo también. Yo lo oía y yo creo que él también me oía. Ha sido el primer lector de mis libros y mi escritura se ha beneficiado de su rigor y de la simpatía de su atención. Y yo, además de haber disfrutado de la lectura de sus libros, el recorrido de lo que él ha ido escribiendo me ha ido mostrando no un camino, que eso es irrepetible, sino una actitud, una manera de atravesar con la escritura la propia vida y la experiencia. Cuando alguna vez hace muchos años alguien sugirió que Masoliver había sido mi maestro, el comentario me extrañó. Nunca lo había visto así, en el aspecto de jerarquía que esta palabra conlleva, sino como un amigo de quien se aprende mucho. Creo que en ese sentido me cuidaba, y eso, tengo la sensación, lo ha seguido haciendo siempre. Si en Londres me invitó al pub cuando me conoció, en Barcelona, casi veinte años después, me acompaño en una lectura de comiat o despedida, y leyó un hermoso texto que ahora abre Desplazamientos. Una de las razones de eso, quizás, se debe a que en nuestras conversaciones no había demasiada confesionalidad. Yo no le contaba mis problemas ni él me utilizaba como escucha de sus recorridos vitales, aunque eso no quiere decir que no se diera perfecta cuenta de por dónde iban mis cuitas. Todas estas cosas yo las he sabido, como literatura y vida, más que de viva voz, en su obra. Como si lo personal fuera algo que no vale la pena poner sobre la mesa sino por escrito. Sí hablábamos en cambio, y todo el tiempo, de literatura, en el sentido amplio de la palabra. Es decir, no sólo de libros, sino también de chismes, de personas, de historias alrededor de lo escrito. Los encuentros con él me permitieron respirar Londres, y a medida que me iba internando en esa ciudad, me fueron ayudando a disfrutar y a gozar de otros aspectos de mi vida allá y ahora.
Cuando nos conocimos, Tono tenía 43 años y yo 25. Por esas fechas él publicó unos poemas en Papeles de Son Armadans, que yo no conocería sino muchos años más tarde. Hay un fragmento de ese libro que quiero citar por la asombrosa coincidencia con un poema de Matthew Sweeney que Carlos López Beltrán y yo incluimos en La generación del cordero. Sweeney dice en “Un olor a pescado”: “Un olor a pescado inundaba el valle y todas las gaviotas vinieron tierra adentro. Los gatos corrían por todos lados, olisqueando. Los hombres reconocían el nivel del mar. Se podía oír a algunos martillando. Las iglesias se llenaron para rezar por viento”. Varios años antes, Masoliver había escrito: “Otaca sigue la invisible curva de la playa, todas las calles dan al mar y al viento, los habitantes huyen, no hay iglesia, no es de nadie este pueblo”. Me gusta ver la síntesis y la efectividad poética compartidas por dos poetas que difícilmente habrán oído uno del otro, aunque ambos, uno catalán y el otro irlandés, vivieran casi toda su vida a poca distancia, en Londres, para regresar, ambos, a tocar las campanas de su pueblo. El primer libro que leí de Masoliver fue El jardín aciago, publicado en 1985. Si la amistad con Tono ha sido central en mi vida, la lectura de ese libro significó uno de los aprendizajes más importantes que he tenido en poesía. Como ya señalé, a mí en realidad nunca me ha gustado moverme. De la misma manera, me cuesta mucho trabajo adentrarme en escrituras extrañas, insólitas o no acostumbradas. Pero esa dificultad algo me ha enseñado. Lo que pasó con la poesía de Masoliver me había sucedido ya con la de Luis Cernuda, con las Hojas de hierba de Walt Witman en la versión de Borges, y con algunos otros. Recuerdo que cuando lo leí le comenté que me había gustado mucho el mundo que allí aparecía pero que me costaba trabajo su versificación. Si menciono a Cernuda y a Withman, se entenderá de qué pie cojeaba yo. Mis lecturas habían sido principalmente en español y en francés, con todo lo que tienen ambas de rigor métrico y de adocenamiento rítmico. Masoliver presenta, desde su primer libro, otras experiencias literarias. En las líneas que cierran La puerta del inglés, describe este aprendizaje y esa enseñanza fascinantes que dan forma a su escritura: “Alguien ha escrito en mi lápida: ‘La puerta del inglés.’ No sé si es Celia, o mis hijos, o mi padre. Quienquiera que sea tiene razón. Esta lápida es la puerta del inglés. El inglés se la abrió a un masnouense al que se le había negado sepultura en su pueblo, sepultura y nombre.” La puerta del inglés, para quien no lo sepa, no es otra cosa que el juego infantil de “uno dos tres por mí”, que en catalán dice mejor: “un dos tres, la porta del inglés”. Cuando le comenté a Tono que me costaba trabajo el orden de sus versos, él me observó con unos ojos que se le hacen a la vez pequeños y fulgurantes, inquisitivos y avispados, y con una nariz que cuando parece que se enoja uno no sabe si le tiembla o se le empieza a enderezar. Si se puede decir que alguien ve con la nariz, en su caso es verdad. Se pasó la mano por la barba, supongo que dio un trago a su pinta de bitter, y no dijo nada. Simplemente se levantó para ir al meódromo, como él llama a los servicios, palabra que he adoptado también. Y aunque la reflexión sobre cuántas veces va uno a mear cuando bebe cerveza aparece mucho en sus libros, la palabra meódromo me parece que no está. El gesto de esa tarde al levantarse también era repetido. Se ponía de pie con un movimiento rápido, a punto de echarse a correr, luego se pausaba, como si todo entrara en calma, ponía una mano en el cinturón, movía un brazo con celeridad y prontitud y se alejaba hacia el meódromo con una agilidad elegante y desparpajada. Unos minutos después regresaba, con una media sonrisa, y con dos pintas de bitter, una en cada mano. Como en cualquier cosa que valga la pena, tuve que pasar por un proceso de acostumbramiento para entrar en el ritmo de sus poemas, de tan inusitados que me resultaban. Como cuando uno se cambia de ciudad, y pasan semanas, y a veces meses, antes de que se estabilicen las calles y sepamos dónde nos hallamos. Pero precisamente por eso, la lectura de su poesía ha sido para mí fundamental, como las ciudades en que he vivido y varias que he visitado. Nadie me enseñó a leerla, sino ella misma. Si en el trato personal, como dije, nunca hemos tenido una relación de maestro y alumno, sino el desarrollo elaborado y desequilibrado de la amistad, su obra sí tuvo una importancia fundamental en mi comprensión de cómo trabaja un poema. Quien lea los míos quizás no encontrará nada explícitamente derivado de Masoliver, pero sin la lectura de su primer libro yo no habría podido entrar como entré en ciertos aspectos de la poesía en inglés, cuya libertad rítmica es fundamental también para mi escritura. Es esta una de las razones por qué no hay nada parecido en España. Pero si su poesía tiene una influencia rítmica originada en el inglés, tiene también, por otro lado, una enorme resonancia temática con la literatura italiana. La mezcla es por supuesto rara, a la vez deliciosa y efectiva, como un savaglione alternado con una sopa inglesa y con el olor tosco de un Priorat. En En las rejas del tiempo, un libro no publicado de manera individual pero incluido en su Poesía reunida, escribe:

Y entonces
al oír las voces catalanas
y al escuchar sus voces
en las casas de calles de ladrillo
y en los tenderetes de las catedrales tembló
mi corazón, regresó
el sol a la arena del veintitrés
de junio en el Neptuno,
los tablones azules de azulete,
la cal ocre, el mar
inmóvil en la luz
de las doce, y las sombras
de casas y de carros
y caballos, y el silencio
en las calles de arena,
hasta que oí las voces
rodeado de hogueras apagadas,
de cohetes mojados por la lluvia,
y al huir me encontré con una casa,
llamé a la puerta
y llamo
y no me abren
y oigo en los toldos
voces
y una mano sin llave
que no veo
y unos ojos llorando
y estoy solo
la noche de San Juan,
aquí, en la alfombra,
esta noche vacía de verano.

Quizás esto explica, junto con la voluntad de escritura, que el trazo que va a de sus poemas a sus narraciones sea inexistente, salvo porque el corte del verso abre hacia otros acantilados, a la vez inconmensurables y continuos. No es que sean intercambiables, o que los poemas se puedan poner en prosa y las ficciones en verso, sino que el tejido sustancial es el mismo. Dependiendo de la temperatura, su escritura adquiere una condición sólida en los ensayos, líquida en la prosa y gaseosa en los poemas. Pero ¿qué decir de los estados burbujeantes, o de deshielo, o de congelamiento, cuando lo que se le ocurre por ejemplo es echar un trozo de pensamiento helado en el agua hirviendo de un poema, o como cuando hace que se quiebre la capa congelada del tono ensayístico con un súbito chorro de orina caliente entre las piernas de las niñas? En “Con palabras de Paz”, un hermoso poema que escribió a la muerte de Octavio Paz, escribe: “brillan las palabras como días estériles en la escalera del tiempo”. En su obra se puede pasar sin transición de una reflexión teórica a un fragmento altamente lírico, y muchas veces la narración se despedaza de repente en una quebrada escritura emocional, o deriva hacia una serie de poemas de clara referencia epigramática, con una sonrisa casi sacada del santoral: “Tulio, en tus inmundos ojos lascivos veo el cuerpo desnudo de mi amada Sònia. ¿Pretendes así atormentarme con mi feroz destino? Te equivocas. Veo su cuerpo y me solazo en él, y si cierras los ojos la fiesta se prolonga hasta que empieza el nuevo día, hasta la hora en que regresa de tu casa a seguir traicionándote.” Y aunque, como él mismo dice, comenzó a publicar tarde, según ciertos parámetros del deber, es claro que todo en él ha girado alrededor de esa cristalización de la vida que es la escritura. Antes de publicar narrativa, ya se había presentado con por lo menos dos libros de poemas, y años antes con varias traducciones, como La playa y otros relatos de Cesare Pavese, o El vertedero de Djuna Barnes, ambas publicadas por Seix Barral. Desde ahí, la obra de Masoliver se despliega en una red de aristas narrativas, críticas, poéticas y traductivas que se involucran unas en las otras para dejar sobre la mesa una obra masiva hecha de proliferación de mendrugos.


Quiero hacer mención de algunos hechos biográficos que nos pueden ayudar a entender lo característico e independiente de su escritura, tanto la ensayística como la narrativa y la poética. El haber vivido en Londres durante varias décadas, de haberse casado allí por primera vez en los míticos años sesenta, de haber tenido hijos pequeños en la década siguiente, de volverse a casar en la segunda mitad de los setenta, de escribir, dar clases y hacer crítica durante todos los años de la Señora Thatcher y todos los de Mr. Blair entre varios ministros británicos, y todo lo que esto acarrea, le ha dado a su desarrollo como escritor unas características especiales, tanto por la distancia en que le situó siempre con respecto al mundo cultural en español como por su incisión en otras realidades. Masoliver coincidió en su llegada con la presencia allá de escritores que luego serían reconocidos en sus respectivos lugares de origen y utilizarían esos años como señuelo e influjo, entre ellos el peruano Antonio Cisneros, el mexicano Héctor Manjarrés, y el español Vicente Molina Foix, y muchos otros que por supuesto no ubico, todos ellos marcados por su estancia en Londres. Pero a diferencia de ellos, en su caso, esta primera estancia juvenil en el mito derivó en una mucho más arraigada, elaborada y rica experiencia continua, lo que creo una distancia estable y una realidad diferente, y que le permitió permanecer moviéndose simultáneamente en un mundo de escritura en español, de crítica en España y México y de vida y trabajo en Inglaterra. Quienes hayan leído sus libros de poemas y sus narraciones, podrán darse cuenta cómo estamos ante un autor no demasiado distante en sensibilidad de un Julian Barnes, por ejemplo. Lo veo en la entrada de la Universidad de Westminster, en Upper Regent Street, flanqueado por Rafael Cadenas y Andrés Sánchez Robayna, a unos pasos de Oxford Circus, después de una lectura de poetas en español que él ayudó a organizar, o lo recuerdo presentando en una sala retacada de gente del Instituto Cervantes de Sloane Square a Octavio Paz y a Charles Tomlinson, en una lectura inolvidable, o en el jardín de otro pub emblemático de Hampstead, The Spaniards, con el escritor Robert Coover. En todos esos ambientes o espacios Masoliver ha sabido moverse, y lo ha hecho con asiduidad y certeza. La particular situación que buscó o encontró le permitió construir una obra desde el principio inusitada y al mismo tiempo inmensamente segura de sí misma. Además, esa estancia extendida le otorgó el trato cotidiano y familiar con muchos escritores, entre ellos dos un poco mayores que él, Mario Vargas Llosa y Guillermo Cabrera Infante, en un ambiente menos astringente que el que se hubiera dado en otros espacios. Ambos también radicados en Londres durante todos esos años, sobre los dos Masoliver ha escrito. El que su propia obra comenzara a aparecer publicada veinte años más tarde que la de ellos produjo, me imagino, una perspectiva asimétrica. Uno más entre esos extranjeros que habían aprendido a hacer de Londres su ciudad, Masoliver convivía con ellos en una natural relación de iguales. Esto le permitía por un lado leer con atención y discernir con cuidado sus aficiones, así como la de muchos otros, y por el otro mantener con ellos una relación cotidiana. De ahí su gusto, por ejemplo, por los escritos breves de García Márquez y su poco aprecio por Cien años de soledad, de la cual tenía que hablar además año con año en la Universidad, y de ahí su atención a escritores menos atendidos en su momento, como Augusto Monterroso y Sergio Pitol, sobre quien también fue el primero en escribir en España. O su inobjetable ojo crítico sobre la realidad literaria de España, de la que ha hecho reseñas durante casi toda su vida, o su conocimiento de muchos escritores mexicanos, de quienes pocos como él han hablado. La particularidad de su propia voz, afirmada en ese jardín arisco, a la vez natural y artificial que es Londres, pudo por eso afincarse en muchos lados. Hay que pensar en todas estas cosas, o en la relación más o menos cotidiana que Masoliver tenía con el ya mencionado Coover, o la que se dio en las veces que coincidió con Octavio Paz, a quien por contraste nunca buscó en México, y con muchos otros escritores que visitaban su Londres, de quienes de uno u otro modo fue anfitrión, para entender lo que significó esa geografía íntima en la construcción de su obra. Y es por eso también que su escritura inaugura espacios que no habían sido visitados. Cuando, en Los espejos del mar dice, casi como si de pasada, “estamos como en la luz está la miel”, descubrimos que a nadie se le había ocurrido antes esa imagen que vuelca del revés la mosca en el ámbar, y que se convierte en su reflejo líquido y goteante, como tampoco nadie había descrito los pueblos del mediterráneo diciendo simplemente, como lo hace él en Sònia, “olas que crujen en la cal”. En ese mismo libro, la descripción de “La virgen de la hornacina”, con unas velas en los senos de cal polícroma acariciando su rostro, termina con la siguiente imagen, casi sacada de Macbeth: “La madera resquebrajada es un rumor de árboles”. Si su escritura es una de las más vivas que hay es porque Masoliver es en realidad un autor londinense.


El orden que propone el aparente desorden de su escritura, que siempre y en cada caso reúne y repite escenas, nombres, personajes, ficciones y desdoblamientos, es el de los cúmulos, nubes que crecen hacia arriba en una aglomeración violenta y continua, formando y deformando situaciones y formas. Hay una pieza de la artista plástica Louise Bourgeois que he tenido en mente durante todo este tiempo dedicado a pensar la obra de Masoliver. Se trata de una escultura en mármol de Carrara llamada “Cúmulo 1”. Me da gusto además la referencia por la cercanía que sé de Masoliver a esa zona de Italia, cercana a Lucca, como se llama otra de sus nietas. Es una pieza delicada y poderosa, de poco más de un metro cuadrado de superficie y medio de alto, formada por protuberancias de forma cilíndrica a las que cubre a medias un manto. El título se refiere a las nubes del mismo nombre que se levantan en el cielo en volutas irrepetibles y continuas, siempre hacia lo alto. Sin embargo, lo que en realidad parecen esas formas que surgen del manto blanco es una alucinada proliferación fálica, ninguno monumental, todos incipientes. Al mismo tiempo, efectivamente, rememoran las formas de ese tipo de nubes, esos cúmulos que se van aglomerando hacia arriba y haciendo figuras que llamaré irracionales, en un segundo desdoblamiento de significación. Quien las observa y se deja llevar por su profusión, se mete en un universo imaginativo que, aunado a lo que físicamente está ahí, se va creando en nosotros mismos, como las figuras que vemos por la noche en las sombras, o como lo que inventamos con lo que vemos. Bourgeois ha dicho que esa pieza no tiene ninguna connotación sexual, y aunque es difícil aceptar esto viniendo de alguien cuya obra está constituida siempre de elementos cargados emocionalmente de referencias sexuales, tiene una vena de razón. Es como si Masoliver dijera que su obra no trata de penes y de culos, palabras que aparecen en cualquier página que abramos de sus libros. Pues bien, efectivamente, ninguna de las dos, ni la de Bourgeois ni la de Masoliver, trata de eso. Lo que en realidad pasa es que su presencia constante en ambos constituye una señal, la cual a su vez lleva hacia otra capa emocional, convocada por esas referencias. Louise Bourgeois es una artista muy cercana a Masoliver en el juego de recuerdos y formas a la vez infantiles y sexuales. Uno ve las piezas de una o lee los textos del otro, y se da cuenta de que no hay nada más intensamente infantil que el sexo, y nada más intensamente sexual que la infancia. Quizás aquí radique parte del éxito, también, se me ocurre ahora de pasada, de un cocinero como Ferran Adrià, con sus esferificaciones, como lo supo ver Jordi Soler en un texto sobre su restaurante. En 1983 Masoliver escribía: “Al empezar la primavera caen los primeros copos de mierda que amarilla es la vida qué repetición en cambio saltan los niños por los acantilados enseñando el culo”. Más de un cuarto de siglo después, y ahora en catalán dice: “Espurnes als ulls de la memoria. Sònia escoltant les petxines a las platges del cel. Cul de nena dolenta.” Todo esto va mucho más allá del deseo simple de querer asustar al lector, al espectador o al comensal.


Es interesante pensar, en un nivel distinto, que tanto Louise Bourgeois como Masoliver son artistas que abandonaron sus referencias iniciales, es decir su mundo infantil, para irse una a Nueva York y el otro a Londres, y desde ahí regresar obsesivamente a ellas. En ambos la realidad no forma una secuencia sino una acumulación, como en los cúmulos. Ambos construyen una obra catastrófica, en el sentido en el que todo se va acumulando aparentemente sin ton ni son hacia arriba, para desde ahí provocar y disfrutar su propia caída. Esto hace que la experiencia infantil se viva de manera simultánea a todas las demás experiencias de la vida, no ocultando lo real sino afirmándose en todas ellas. Por eso, aunque luego regrese tan orondo al universo exaltado, Masoliver es capaz, en uno de sus mejores poemas individuales, de hacer la siguiente descripción inmisericorde:

Despacio me ha llegado
la taimada vejez.
Despacio y la he encontrado
de repente en mi vida. Miro
su sombra en las paredes sucias
que fueron las paredes
de la infancia. En los suelos
de arcilla de los sueños.
En los espejos casi sin azogue.
Sus ojos agrietados.
Sus manos como piedras.
El blanco vello como una maleza
quemada por la luz del tiempo
ya apagado. Y el corazón,
sus telarañas, su mesa
sin servir, sin sillas,
sin manteles. Hojas
muertas en el fango
del cielo. Ha llegado
en el alba gris. Me ha besado
en la boca de madera.
Y sabe susurrar. Pero no oigo.
Sólo oigo el silencio.
Sólo veo las manos
de mi madre muerta,
desgreñada, con sus ojos
de vidrio agrietados
y mi cuerpo en la alfombra
de ladrillos. Y no era
la vejez lo que llegaba.
Era la turbia agonía
de la muerte.

No puedo de dejar de pensar de nuevo en Bourgeois, quien tiene unas esculturas primorosas en Chicago cuyo molde son sus manos de vieja envolviendo las de su nieto en continuidad y resguardo, y que ella describe como un objeto frágil, a la intemperie, protegido por su propia exposición.


En ese sentido, es interesante regresar, desde este poema más o menos reciente, al ritmo que tenía su escritura en sus primeros poemas. Allí, el universo es el mismo que en los últimos, pero la conformación es más holgada y predecible, como si las evoluciones fueran las que se esperaran. Dicho de otra manera, como si en las circunvoluciones del cerebro ya estuvieran formadas las deformadas formas que caracterizan a su obra, pero en el laberinto del oído todavía resistiera el eco de lo escuchado, en donde persiste el aliento del endecasílabo, una forma de difícil desarraigo una vez que se ha insertado o incrustado en la estructura poética de un escritor. Y sin embargo, desde entonces, los poemas de Masoliver buscan cómo escapar de esa forma preestablecida, principalmente gracias al uso de encabalgamientos, o mejor desencabalgamientos, en donde el sentido de los versos tiene una continuidad narrativa o gramatical y otra, muy diferente, versal. En casi todas las citas que he hecho he prescindido de citar los poemas tal y como son, por un afán técnico y expositivo, pero como se puede ver en los momentos en que he copiado textualmente, la atmósfera cargada de los éstos depende muchísimo de los cortes de verso que Masoliver realiza con perturbadora maestría. Acantilados, los describía un poco más arriba. Y esto está ahí desde el principio. Por dar un ejemplo de sus primeros poemas, el verso “húmedos nos enseñábamos las nalgas” tiene un sentido que, dada la continua presencia de orines y nalgas unos al lado de las otras, es congruente en la obra de Masoliver. Y sin embargo tiene otra significación, digamos más ortodoxa, si vemos la línea que le antecede y nos damos cuenta de que también está hablando de los “viñedos húmedos”, una imagen tan real como la otra, sólo que pertenece a otro mundo, también presente ahí. Este mínimo ejemplo puede servir para mostrar como en sus poemas todo es simultáneamente continuidad y desacomodamiento. Otra de las constantes estrategias de Masoliver es el uso de las interrogaciones, que abren siempre a un espacio incontestable, como cuando se pregunta en donde duermen los niños en un poema que cité al principio, o como este poema temprano, en el que vuelven a aparecer los caballos:

“¿o no es acaso el hielo del estanque
el agua en la que te miraba
la piel los ojos de agua
desde donde mirabas?
¿acaso no pasó el caballo sólo
porque no oímos el galope? ¿acaso
no hubo voz en este silencio
palabras que abandonabas en el aire
tibio espejos tintineante donde
me miraba para entenderte?

Si en el plano formal pasa de esa manera, en el de los temas sucede también lo mismo. Por ejemplo, un lugar como “Otaca” aparece en el primer poema suyo publicado y vuelve a aparecer en su último libro. Y no es que todos sean uno o ninguno. Es que la escena infantil regresa y regresa y lo que pasará en un futuro ha sucedido ya, acumulándose y revolviéndose siempre. No por nada las arañas son figuras que comparte también con Louise Bourgeois. En un poema de En las rejas del tiempo, Masoliver escribe: “Madre me araña, me rompe los juguetes, padre se va. Yo estoy llorando en el rincón de las arañas. Estoy solo con todos mis hermanos, duermo en el excremento del torrente de los masturbadores, llamo a mi casa abandonada, llamo a la muerte, roto, detrás, sin agua, aullando.” Como se puede ver, el desgarramiento emocional aflora en una concavidad parecida a la que encierran las patas de las enormes arañas de Bourgeois, a la vez protectoras y monstruosas, cóncavas y simétricas agujas, las patas, “Anfora suspendidas de una bolsa protectora en lo alto. Y adentro, la joya. La estructura del siguiente poema es idéntica a las arañas de Bourgeois:

Ánfora
en el espejo de mis ojos,
perfume desbordado,
cuerpo abandonándose.
Tréboles o hilos
de araña que crecen
en la boca que susurra.
En la lengua que escribe
grafitti obscenos.

En el caso de Masoliver, la continua circunvolución de imágenes doloridas hace que los cuerpos y los espacios sean intercambiables y a la vez insustituibles. En ese sentido, su logro es que ha recorrido muchos universos para estar siempre en todos ellos.


Por eso, se puede decir que todo Masoliver está en cada página que ha escrito. Y ahora se puede entender también por qué digo que su escritura no es repetición. El núcleo poderoso de ella, cuya imaginería es desbordada, está en la relación protección-desolación, descampado-resguardo que la imagen de la araña propone. Bourgeois dice, por ejemplo, que las arañas son para ella símbolos cálidos. Quiero hacer énfasis en esto para regresar a algo ya dicho antes, y poder ver ahora sí con claridad que en Masoliver no es el erotismo el centro de su poesía, como aparece a primera vista, a pesar de tanta profusión de esfínteres, culos, nalgas, orines, ombligos y pechos, todos tan particulares como intercambiables. Saltan, eso sí, literalmente, a la vista, pero en realidad no son más importantes que las escaleras de madera, las copitas de anís, el bastón del padre, la ropa lavándose de la madre, Diego, el amigo y hermano muerto de niño, las fogatas de Sant Joan en Cataluña y las de Guy Fawkes en Gran Bretaña, los hijos que son padres y los padres que son hijos, en una continua red de protección y amor que es al mismo tiempo un itinerario de desgarramientos y abandonos:

Y fue así como fue construyendo su vida: la casa amarilla de las paredes curvas de Otaca; el oscuro piso de la Rambla de Cataluña agobiado por el polvoriento pasado; la casa de las Glicinas de Génova; el palacete de Vía Bartolo, en Perugia; la casa rosada de las colinas de Garda y la casa de las esculturas de mármol verde como los ojos de un lago en Camiglino; la casa del Tigre en la bruma de los mosquitos; la casa de Altea quemada por la luz y el salitre; el cottage de Piddinghoe frente al jardín de las cruces; la de Sandymount en el estrépito de las gaviotas y a merced de la marea; la de Crystal Palace, bailando con los basureros; la de Pembridge Crescent flotando en la marihuana de Steve; la de Avenue House, invadida por las ardillas; la de la Fordwych Road, en la sombra de los plátanos; la casa de los muertos en West Hampstead.

Así también, Masoliver pasa de la narración al poema, del aforismo al romance octosilábico, de la sentencia a la burla grotesca y de la ternura a la mueca. Como en la artista francesa, el paso de lo infantil a la vejez o la muerte es siempre infinitesimal. Y por eso el trayecto vital y el itinerario geográfico de Masoliver son tan significativos. No por un proyecto, sino por continuada cosecha. La escritora galesa Gillien Clarke escribió en un poema titulado “Cofiant” (Confiante), publicado en 1989: “Las casas en las que hemos vivido nos habitan, y la historia se agita en los cuartos de la mente.” Esos versos, aparecidos primero en un libro titulado Letting in the Rumour, son utilizados de nuevo por su autora para abrir un libro reciente, At the Source (En la fuente), en el que describe su vida en una casa de doscientos años de antigüedad a la que ha regresado, con todo su pasado y presente, suyos de nuevo y que, en reflejo, explica quizás por qué Masoliver ha ido hasta El Masnou a realizar un descubrimiento tanto geográfico como amoroso. Por eso en los últimos poemas de Sònia, un libro reposado y centrado, a cada paso nos vamos encontrando joyas. A Clarke, a quien posiblemente no conoce, Masoliver le contesta en este libro: “Entonces hemos llegado al final del cielo y estamos de nuevo en la casa de siempre. Besamos el cielo de tierra y polillas.”


Desde ahí vuelve a desplegarse su vida y su escritura, regresando a los orígenes y simultáneamente volviendo a partir de ellos. “El temps que hem conegut s’oblida, és aire i cendra. El temps desconegut és llum”, dice Masoliver en El laberint del cos, su último libro, y responde desde el primero: “¿Quien llora en el vacío, qué recuerdos crujen, qué paisajes se desperezan?” En medio de esta pregunta y esa afirmación se despliega su obra. Yo no sé si él sabía lo que iba a escribir desde el principio, si cuando escribió los poemas que aparecieron en Papeles de Son Armadans ya tenía planeada toda su obra, desde entonces hasta ahora, pero su despliegue tiene una consistencia atroz, en el sentido de lo ineluctable, indispensable, en el sentido de lo siniestro. Creo que lo que va a ir pasando de ahora en adelante es una imparable afirmación. Esto lo vio con suficiente antelación Jaume Valcorba, uno de los editores con más colmillo, quien ha apostado por él desde los tiempos de Sirmio y quien ahora en El Acantilado ya no lo suelta. La repercusión de su escritura ha tenido que pasar por varios obstáculos, casi todos banales y sin embargo estorbosos, como el hecho de que durante un tiempo muchos sólo lo vieran como crítico y olvidaran, aunque estaban a la vista, sus libros de creación. También influye el hecho de que su obra sea inclasificable, cosa que obviamente es un poco molesta para los críticos perezosos, que sin conjetura alguna ya han cartografiado todo lo que creían que existía. El hecho de que empezara a publicar tarde, de que no formara parte clara de los sucesivos y estériles compendios que se hacen de la poesía en español, y de que su obra sea un todo en que se incluyen tanto cuentos como ensayos y poemas, hace que su asimilación sea incómoda. Su escritura inaugura espacios del español que no habían sido vislumbrados, y tiene el vigor de quien se juega su propio decir en lo que escribe, con un bregar por caminos no intransitables sino intransitados. Por eso es difícil hablar de ella cuando se está acostumbrado a partir siempre de antecedentes y equivalencias. Toca experiencias de la niñez, de la sexualidad, de la ternura y del dolor de una manera a la que nadie está acostumbrado a ver por escrito. Y ha tenido que irse acumulando en una obra ya vasta que, ella misma y sólo ella, da las claves de su interpretación. Dentro de algunos años llamaremos natural a este mundo, y ya nadie se dará cuenta de todo lo que costó insertar esa realidad en nosotros, insertar esa voz en una tradición. “Aquellos crucifijos en la nieve y el incesante ruido de los trenes en el mar, los hormigueros, las luces de la muerte en aquel patio grande del colegio vacío: aquellos niños que jugaban tanto” escribe llenando todo el espacio figurativo posible. Por eso tardó, antes de empezar a publicar lo que desde el principio iba a ser su vida. “Me despido de esta ciudad con los testículos encogidos” decía en su primer Vertedero. Hubo de esperar a que esa caldera propia se aclimatara, estuviera a punto. Desde entonces no ha habido quien lo detenga. La experiencia de leer a un autor simultáneamente, en el ahora y en el tiempo, en el suyo y en el mío, en el de los dos y en el del lector es fascinante. Verlo moverse a lo largo de estos años ha sido un privilegio, y ha permitido la felicidad de situarlo, sin la menor duda, como lo que es: uno de los mejores y más vivos escritores en español. Como él mismo escribió: “¡Ah!, Ahora resulta que estamos escribiendo para los dos. ¿Los dos quién? Yo, ¿y quién?”