Julio Glockner Rossainz*

 

El vuelo interior

Reflexiones en torno al encuentro de
Gordon Wasson con María Sabina

 




El encuentro de Gordon Wasson con María Sabina a mediados del siglo veinte es tan importante como las experiencias de Aldous Huxley con la mezcalina o el descubrimiento del Albert Hofmann de la Dietilamida de Ácido Lisérgico, mejor conocida como LSD, y sin embargo, el mundo intelectual y académico en México, con algunas excepciones, ha ignorado persistentemente tanto la obra de Wasson como la experiencia chamánica de la sabia mazateca. Quisiera referirme a algunas consecuencias de este encuentro distinguiendo dos planos, uno de carácter social y otro interpersonal y subjetivo.
El primero se desencadena a raíz de la publicación en la revista Life y Life en español, en junio de 1957, de un texto de Gordon Wasson titulado: “En busca del hongo mágico” en la serie “Grandes Aventuras” de una de las revistas con mayor circulación en el mundo en esos momentos. Fue así como el milenario ritual de los hongos sagrados se dio a conocer al mundo, entre publicidad de la General Motors, perfumes Myrurgia, llantas Firestone, y al lado de artículos sobre política internacional y lo atrevido de los escotes en la última moda.
Veinte años después, al escribir la presentación del libro de Álvaro Estrada, La vida de María Sabina, Wasson recordaba que al terminar la velada en la que comió hongos ofrecidos por la sabia mazateca, en la que se había sentido, según sus palabras, “sacudido en el meollo de su ser”, pensó que estaba ante un oficio religioso que tenía que ser presentado al mundo “de una manera digna, sin sensacionalismos, sin abaratarlo ni volverlo burdo, sino con sobriedad y veracidad”. Dijo que sólo su esposa Valentina Pavlovna y él podían hacerlo en el libro que estaban preparando. “Pero –escribió Wasson eludiendo su propia responsabilidad- la vulgaridad del periodismo hizo inevitable que cundieran por el mundo entero toda suerte de narraciones envilecidas.” En efecto, el boom periodístico propició la llegada masiva de jóvenes de todo el mundo a Huautla hasta que la policía federal deportó, a finales de los sesenta, a quienes Wasson llamó “turba de balas perdidas que andaban por ahí haciendo de las suyas”. Esta dura opinión no fue compartida por otros estudiosos de la época, como Mircea Eliade, quien veía en el movimiento hippie un genuino interés por la religiosidad de otros pueblos, como el budismo, el hinduismo, el chamanismo y las religiones arcaicas, y un redescubrimiento para Occidente de la experiencia de lo sagrado.[1]
El año en que apareció el artículo de Wasson, 1957, es el mismo en que se publicó la novela En el camino de Jack Kerouac, que estimuló a miles de jóvenes a viajar en busca de una vida simple, en contacto con la naturaleza y teniendo experiencias con sustancias psicoactivas. Aunque Wasson cambió el nombre de la sierra y el de los personajes que figuraban en su reportaje, con el surgimiento del movimiento hippie Huautla se convirtió un uno de los destinos de los jóvenes de la época.
“Antes de Wasson –le dijo Ma. Sabina a Álvaro Estrada- yo sentía que los niños santos (Los hongos) me elevaban. Ya no lo siento así… Desde el momento en que llegaron los extranjeros los niños santos perdieron su pureza… los descompusieron. De ahora en adelante ya no servirán. No tiene remedio.” (p. p. 119,120).
¿A qué se refería Ma. Sabina cuando hablaba de la pérdida de pureza de los hongos? Ella recuerda que cuando era niña los hongos que crecían alrededor de su casa no se usaban en las ceremonias porque ya habían caído sobre ellos las miradas humanas que les restaban fuerza y los volvían impuros: “Había que ir a lugares lejanos a buscarlos -decía- donde la vista humana no los alcanzara. La persona indicada para recogerlos debía guardar cuatro días de abstinencia sexual y en ese lapso tenía prohibido asistir a velorios para evitar el aire contaminado de los difuntos. El aire que rodea a los muertos es impuro. Lo descompuesto es impuro”.
La “descomposición” de los hongos que lamentaba Ma. Sabina se debe a las infracciones rituales que se han cometido tanto en su colecta como en su consumo. “Antes de Wasson –dice Ma. Sabina- nadie tomaba los honguitos simplemente para encontrar a Dios. Siempre se tomaron para que los enfermos sanaran… No faltaron paisanos mazatecos que con el fin de obtener algunos centavos vendieron los niños santos a los jóvenes. Los jóvenes han sido los más irrespetuosos, ellos toman niños a cualquier hora y en cualquier lugar. No lo hacen durante la noche ni bajo las indicaciones de los sabios y tampoco los utilizan para curarse la enfermedad.”
Desde luego que la “pérdida de fuerza” de los hongos de la que habla Ma. Sabina, no se refiere a la merma de sus facultades adivinatorias o curativas en sí mismas y los mazatecos los continúan empleando para resolver problemas de ambos tipos, sino más bien a que a partir del momento en que se utilizan fuera del contexto terapéutico mazateco, con el propósito de obtener un beneficio económico, se inicia una degradación del ritual y en consecuencia un debilitamiento, una descomposición de sus efectos.
La modernidad occidental le planteó a Ma. Sabina un problema socio-cultural que no estaba en condiciones de comprender. Para los jóvenes que iban en busca de dios el asunto consistía, básicamente, en modificar su estado de conciencia, es decir, en vencer la sensación de enajenamiento entre el ego y el resto del mundo, hasta sentirse unido al resto de la naturaleza, la humanidad y el universo entero, en lugar de vivir el vacío que la modernidad provoca. La misma puerta que ella veía cerrarse quitándole fuerza a los hongos, se abría en posibilidades psíquicas y espirituales para otra cultura, pues mirando más allá de las “balas perdidas” de las que habla Wasson estaba él mismo y gente como Robert Graves, Albert Hofamnn y Ernst Jünger, entre los grandes pensadores del siglo XX que experimentaron con psilocibina. La obra de Alan Watts y más tarde la de Carlos Castaneda y Alejandro Jodorowski habrían de propiciar el surgimiento de un neo-chamanismo, al menos como género literario, en la moderna cultura urbana. En México quienes pusieron atención al descubrimiento fueron Fernando Benítez, Álvaro Estrada, Salvador Roquet y Jaime García Terrés principalmente. El trabajo de Wasson es de una calidad tal que Claude Levi-Strauss le envió esta nota al recibir el libro sobre El hongo maravilloso: “Como sus libros anteriores, encontré este sorprendente en dos aspectos: primero, su conocimiento cabal de todos los aspectos del tema y la forma en que agota por completo cada uno; después, la exactitud del razonamiento y el rigor de la demostración. Los casos sobre Xochipilli, la poesía náhuatl, las piedras de hongos, etcétera, suenan absolutamente convincentes. ¿Puedo añadir que la Primera Parte titulada “El presente” está bellamente escrita y es al mismo tiempo profundamente conmovedora? Aunque no soy un mexicanista y por tanto no estoy calificado para alabar todos los detalles de su discusión, me sentí tan arrobado con mi lectura que no pude dejar el libro hasta que lo terminé.” [2]
Cuando Gordon Wasson come los hongos se explora por primera vez la posibilidad de asomarse a la espiritualidad indígena mediante una suerte de efecto de refracción, desde el cual se puede comprender más apropiadamente la cosmovisión de una cultura, experimentando sus procedimientos en sí mismo.

El aspecto íntimo del descubrimiento:

Debieron ocurrir largas series de acontecimientos, ajenos y distantes tanto geográfica como culturalmente, en las vidas de María Sabina y Gordon Wasson, para que el destino, bajo el rostro de la casualidad, los colocara frente a frente. Por un lado un banquero neoyorquino, tan apasionado desde hacía treinta años en el estudio de los hongos y su relación con las culturas que fue el creador, con su esposa Valentina Pavlovna, de la etnomicología; por otro lado una chamana mazateca, poseedora de un profundo conocimiento curativo y adivinatorio proporcionado por una larga experiencia en el consumo ritual de hongos sagrados.
María Sabina quedó huérfana a muy temprana edad, su padre murió a consecuencia de un largo padecimiento que le envió como castigo El Señor de los Truenos por haber quemado un campo sembrado de maíz. Creció en una familia humilde, criando gusanos de seda y cuidando pollos y chivos en el cerro, siempre acompañada de su hermana menor, María Ana. La voluntad de vivir -le dijo a Álvaro Estrada cuando le relató su vida- las mantenía luchando día con día para conseguir algún bocado que aliviara su hambre. Cuando tenía unos seis o siete años presenció la curación de un pariente enfermo. Toda la noche permaneció sentada en un petate, fascinada por el canto del chamán que logró curar a su tío. [3] En medio de la oscuridad logró reconocer los hongos ingeridos por el oficiante, el paciente y sus familiares, eran los mismos que había visto en el monte cuando cuidaba a los animales. Escuchó cómo el co-ta-ci-ne “el que sabe” se dirigía a los dueños del cerro y de los manantiales pidiendo la salud del enfermo en un lenguaje que conectaba al paciente y a su familia con el cosmos entero. Esta experiencia la marcó para el resto de su vida. A los pocos días identificó los hongos de la ceremonia en el monte y los comió con su hermana. Al principio sintieron mareos, se asustaron y comenzaron a llorar. Poco a poco el malestar se disipó convirtiéndose en un estado de plenitud y felicidad: “Fue como un nuevo aliento en nuestra vida. Los hongos hacían que pidiéramos a Dios que no nos hiciera sufrir tanto, le decíamos que siempre teníamos hambre, que sentíamos frío… Después de comerlos oía voces. Voces que venían de otro mundo… Tiempo después supe que los hongos eran como Dios. Que daban sabiduría, que curaban las enfermedades y que nuestra gente hacía muchísimos años que los tomaban. Que tenían poder, que eran la sangre de Cristo”.
La primera experiencia de Wasson con los hongos fue radicalmente distinta. En su luna de miel con Valentina Pavlovna, caminando por un bosque, descubrió que les tenía horror mientras ella, fascinada, los recogió para incluirlos en todo tipo de guisos. Esa diferencia la encontraron después entre sus amigos, a los que clasificaron como micófobos anglosajones y micófilos rusos. Con el paso de los años y la profundización de sus estudios, sobre todo al reparar en las creencias y prácticas religiosas, aplicarían esta distinción a la gran variedad de culturas humanas. Fue así como nació la etnomicología. Los Wasson no tenían un título académico que los avalara como especialistas en los campos en que se introducían; Ella era pediatra y él un banquero que había hecho periodismo, sin embargo, tenían los elementos indispensables para llevar a cabo una investigación: una gran pasión por el tema, una curiosidad insaciable, un conjunto de preguntas bien formuladas y la persistente voluntad de responderlas. A la amplísima consulta bibliográfica que realizaron la acompañó siempre un método poco ortodoxo en el quehacer científico: la amistad. Fue así como la inteligencia, de la mano con la sencillez y la simpatía, hicieron posible que Gordon Wasson pusiera en contacto dos mundos que vivían de espaldas ignorándose mutuamente: el de una comunidad científica altamente especializada y el de los chamanes mexicanos, poseedores de un profundo conocimiento de las propiedades curativas y adivinatorias de los hongos.
En una carta enviada a Wasson en septiembre de 1952, Robert Graves lo puso sobre la pista del consumo ritual de hongos sagrados en México. En la misiva le mencionaba a un profesor de botánica en Harvard, Richard Evans Schultes, quien había investigado algunas fuentes coloniales que mencionaban el empleo ceremonial de hongos en el México antiguo y además había viajado a Huautla de Jiménez para colectar algunos ejemplares. Ese mismo día Wasson habló por teléfono con Schultes y dio inicio una fructífera relación que llevaría, entre otras cosas, al descubrimiento de los enteógenos y otras plantas psicoactivas que están labradas en el cuerpo del Xochipilli que se exhibe en la sala mexica del Museo Nacional de Antropología. La noche del 29 de junio de 1955 fue la culminación de largos años de estudio y anhelante espera de una oportunidad que finalmente se concretaba. Esa noche María Sabina puso en manos de Wasson seis pares de hongos que le permitieron abrirse a una experiencia extática que los mazatecos experimentaban desde muchos siglos atrás.
Durante esa velada la atención de Wasson estuvo concentrada, hasta donde le fue posible, en documentar la experiencia que vivía internamente, al tiempo que daba cuenta en una libreta de lo que ocurría en la ceremonia. Algunos años después escribió lo siguiente: “He tomado con frecuencia los hongos pero nunca para un “viaje” ni con propósitos recreativos. Sabiendo, como yo lo sabía desde un principio, la alta estimación en que los tienen quienes creen en ellos, no debía, no podía profanarlos así.”
Considerando el desprecio con el que Wasson se refiere a los jóvenes de la época que invadieron el pueblo de Huautla en busca de una experiencia mística, se entiende que rechace el término “viaje” para calificar su propia experiencia, sin embargo, de acuerdo al relato de lo que vivió esa y otras noches, y a la valoración que hace de esas experiencias, lo que tuvo fue, despojándolo de todo sentido peyorativo, un viaje, una excursión psíquica, como suele decirse ahora. Además, no podía ser de otra manera, pues como él mismo reconoce, estaba situado en otro ángulo cultural, ya que no pertenecía a los que “creen” en los hongos. Como cualquier hombre de ciencia Wasson no concebía a los hongos como entidades espirituales, y lo dice claramente:
“En la actualidad sabemos, a diferencia del hombre primitivo, que los agentes activos (de estas plantas) son ciertas sustancias químicas con una estructura molecular precisa. El hombre primitivo creyó que eran plantas milagrosas que le hablaban con la voz de Dios. En estos tiempos no podemos aceptar eso, aunque existe la posibilidad de que dichas sustancias químicas de alguna manera abran la puerta a la percepción extra sensorial en ciertas personas.”

Para Wasson el asunto es muy claro: Dios es una reacción bioquímica y el hombre moderno, dada la información de que dispone, no se puede permitir creer que lo que esta ocurriendo durante un ritual de este tipo sea una revelación de carácter divino. Pero ¿qué es lo que le ocurría a Wasson , qué es lo que estaba sintiendo y viendo durante aquellas noches del 29 de junio y el 2 de julio del ´55, según pudo recordar después?
“Al principio vimos formas geométricas: angulares, no circulares, de los mas vivos colores, como las que ornarían telas o tapices. Después aquellas formas se convirtieron en estructuras arquitectónicas… que parecían pertenecer a la arquitectura imaginaria descrita por los visionarios de la Biblia… Teníamos la impresión de que los muros de nuestra humilde morada se habían desvanecido, de que nuestros espíritus, libres de toda traba, flotaban en el empíreo, al impulso de rachas divinas, poseídos por una movilidad sobrenatural que nos transportaba a cualquier sitio con la velocidad del pensamiento. Ahora estaba claro por que en 1953 don Aurelio y otros nos dijeron que los hongos “llevan ahí donde esta Dios”… Las visiones parecían preñadas de sentido… Nos sentíamos en presencia de las Ideas a que se refirió Platón. Al decir esto no queremos que el lector crea que estamos cayendo en una expresión meramente retórica, que queramos atraer su atención por medio de una metáfora extravagante. Para el mundo, nuestras visiones eran y deben quedar como “alucinaciones”. Mas para nosotros en ese momento no eran figuraciones mentirosas o nebulosas de objetos reales, ficciones de una imaginación desquiciada. Lo que estábamos viendo era, lo sabíamos, la realidad única, de la cual las manifestaciones cotidianas son simples bosquejos imperfectos.” (Wasson: 1983, p.40)
En su testimonio, Wasson se balancea entre una racionalidad que niega la autenticidad de las visiones y se decreta a sí misma que deben ser consideradas como “alucinaciones”, es decir, autoengaños y desvíos de la razón, y, por otro lado, una sensibilidad fascinada por lo que está presenciando con todos los sentidos y que intuye que esa es también la realidad, una realidad única, primordial. Hay en él un conflicto entre razón y sensación que termina resolviéndose a favor de la primera.
Esta oposición excluyente no se da entre los chamanes mazatecos. Ellos lo experimentan y lo comprenden como los polos de un mismo proceso, como elementos complementarios, aunque de distinto orden, de una misma realidad. Entre las sociedades tradicionales y las modernas existe un modo muy distinto de concebir y distinguir lo que es real, objetivo e imaginario. La sociedad moderna generalmente identifica lo real con lo objetivo y deja lo imaginario en el terreno de la mera fantasía, de lo inexistente. Es real todo lo que percibimos, sentimos y actuamos conscientemente durante la vigilia, lo demás son sólo sueños, ideas o creencias. La sociedad tradicional, en cambio, tiene una noción más amplia de lo real, que comprende tanto lo objetivo como lo imaginario. El mundo de los sueños o las visiones enteogénicas no es menos real que el mundo de la vigilia, y lo que ahí ocurre es tan decisivo, o más, que lo que sucede estando despierto a plena luz del día. Cuando Aurelio Carreras le dijo a Wasson que los hongos llevan ahí donde esta Dios, no estaba utilizando una figura retórica, sino describiendo una circunstancia real para cualquier mazateco, una experiencia de la cual se sale convencido de que se estuvo Ahí.
Muchos años después de sus experiencias infantiles con los hongos María Sabina, ya viuda de su primer matrimonio, los comió para curar a su hermana María Ana. Esa noche comió treinta pares de “derrumbe” (psilocybe caerulescens) y su hermana tres. Mientras trabajaba en el cuerpo de la enferma dándole un masaje en el vientre, hablaba y cantaba lo que los niños santos la obligaban a decir. Cuando su hermana dejó de quejarse y se durmió aparecieron ante ella unos personajes que le inspiraron respeto. De inmediato supo que se trataba de los Seres Principales de los que hablaban sus ancestros. Los Seres Principales son la personificación de los hongos o santitos y se presentaron agrupados en una mesa revisndo papeles importantes. Ellos le entregaron el Libro de la Sabiduría, el Libro del Lenguaje:
“El libro estaba ante mí –relata Ma. Sabina- podía verlo pero no tocarlo. Me limité a contemplarlo y al mismo tiempo comencé a hablar. Entonces me di cuenta que estaba leyendo el Libro Sagrado del Lenguaje. Mi Libro. El libro de los Seres Principales. Yo había alcanzado la perfección… Desde que recibí el libro pasé a formar parte de los Seres Principales. Si aparecen, me siento junto a ellos y tomamos cerveza o aguardiente, ellos me entregaron la palabra perfecta, el Lenguaje de Dios. Ese lenguaje hace que los moribundos vuelvan a la vida. Los enfermos recuperan la salud cuando escuchan las palabras enseñadas por los niños santos. No hay mortal que pueda enseñar ese lenguaje… Yo soy quien habla con Dios y con Benito Juárez, soy sabia desde el vientre mismo de mi madre, que soy mujer de los vientos, del agua, de los caminos, porque soy conocida en el cielo, porque soy mujer doctora. Tomo pequeño que brota y veo a Dios. Lo veo brotar de la tierra. Crece y crece grande como un árbol, como un monte. Su rostro es plácido, hermoso, sereno como en los templos. Otras veces Dios es un libro que nace de la tierra y al estar siendo parido el mundo tiembla. Es el libro de Dios que me habla para que yo hable. Me aconseja, me enseña, me dice lo que tengo que decir a los hombres, a los enfermos, a la vida. El libro aparece y yo aprendo nuevas palabras…. Sé que Dios está formado por todos los santos. Así como nosotros, juntos, formamos la humanidad, así Dios está formado por todos los santos. Por eso no tengo un preferido, todos son iguales y tienen la misma fuerza y poder… En el altar que tengo en mi casa, están las imágenes de la Guadalupana, la tengo en un nicho. También tengo a san Martín Caballero y a Santa Magdalena. Ellos me ayudan a curar y a hablar. En las veladas palmeo y chiflo, en ese tiempo me transformo en Dios…” (Estrada 1986: p. p. 55, 56, 60, 66, 67, 78)
Para expresar de una manera más adecuada estas resonancias culturales en el trance extático fue que Gordon Wasson, con Carl A. P. Ruck, creó el neologismo enteógeno, que significa “lo sagrado dentro de nosotros”, para sustituir al cada vez más inadecuado de alucinógeno, que desde el etnocentrismo occidental remite a una visión meramente fantasiosa e irreal de la espiritualidad.
Mientras que a Wasson la experiencia enteogénica le dejó la sensación de haber estado “ahí donde está Dios”, pero sabiendo que se debió a un efecto bioquímico pasajero, terminó, en consecuencia, por decidir que se trató de una alucinación; para María Sabina, en cambio, la experiencia enteogénica fue la constatación permanente de que dios está ahí y de que ella forma parte de esa realidad, durante el trance y después de él.
La experiencia de Wasson es interesante como ejemplo de lo que ocurre cuando un hombre moderno, con una visión desacralizada del mundo, se acerca a intentar comprender qué es lo que ocurre en la espiritualidad de un chamán indígena, cuyos conocimientos se sustentan en una cosmovisión sagrada. Y lo que ocurre, me parece, es que estas dos perspectivas pueden aproximarse una a la otra, observarse detenidamente, interrogarse con detalle, pero cada cual encierra una certidumbre que las hace mutuamente incomprensibles. Si esto es así, debemos reconocer que el conocimiento antropológico se enfrenta a una paradoja, que consiste en la pretensión de conocer las creencias de otras culturas, sin que se hayan comprendido los conocimientos que sustentan esas creencias.
Si ahí donde está dios significa la integración plena del individuo en su entorno, que comprende desde la sombra de un árbol hasta el cosmos entero, entonces, habría que preguntarnos si Gordon Wasson, como la mariposa de Chuang Tsu, tiene una alucinación cuando está en un trance enteogénico y lo asalta esa sensación de unidad con el todo, o la alucinación viene después, cuando piensa que en realidad somos entes separados del mundo que nos rodea.


Referencias Bibliográficas:

Álvaro Estrada, La vida de María Sabia, la sabia de los hongos, Siglo XXI, México, 1986.
Gordon Wasson, El hongo maravilloso, Teonanácatl. Micolatría en Mesoamérica, FCE, Sección de Obras de Antropología, México, 1983.
- Gordon Wasson y Roger Heim, Les Champignons hallucinogénes du Mexique, editado por el Museo Nacional de Historia Natural de París en 1958. Publicado en español en Enteógenos y cultura, Espacios, Año XIV, N°20, 1996, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma de Puebla, Julio Glockner y Jorge Olmos coordinadores, traducción de Ricardo Téllez Girón.

[1] Eliade, Mircea, La prueba del laberinto, conversaciones con Claude-Henri Rocquet, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980.
[2] Wasson, Gordon, “De camino a México. Cartas a Jaime García Terrés”, en Biblioteca de México, Nº 19, enero-febrero de 1994.
[3] Como el término chamanismo causa alguna inquietud en sectores de la comunidad académica que no están dispuestos a aceptarlo porque lo consideran ambiguo y externo al mundo mesoamericano, me permito precisar aquí cómo lo entiendo: chamán es toda persona que ha experimentado una muerte y una resurrección simbólicas como signo de una apertura al mundo de lo sagrado. Una persona que ha recibido un mensaje iniciático de las deidades y el don correspondiente, sea a través de los sueños, mediante visiones enteogénicas, disciplinas físicas o el padecimiento de alguna enfermedad. Una persona capaz de mantener un vínculo permanente con la dimensión espiritual que gobierna el mundo y a los seres vivos, incluyendo los humanos, con una finalidad terapéutica, propiciatoria, adivinatoria y sacramental, es decir, es un mediador entre su comunidad y esa dimensión.

 

 

*Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades
Universidad Autónoma de Puebla