…también todos parecían
construirse alrededor de
algo olvidado…”
Clarece Lispector.
La ciudad sitiada.
Como un fantasma, como un sueño, tu presencia se disolvió, rayo de sol que irrumpió por un momento –¿recuerdas el último atardecer frente al mar?– en el panorama de mi paisaje interno sin cobrar realmente peso, frágil huella de luz que, se diría, no tuvo linterna donde arder y cuya sola sombra era aprehensible: un sonreír –a veces, sí, también la carcajada que prometía vuelos; un abrazo cálido que se esfumó lejano; los recuerdos mutuos que a ratos se compartieron jubilosos mas terminaron por callar su recíproca historia; y el juego de acompañarse por las calles, de retratarse, de distraerse, que cayó en el silencio. ¿Qué viniste a buscar ahí donde ambas en vez de hallarnos habríamos de separar nuestros caminos de por sí distintos? ¿Qué no logró abrir franco el portal de los sueños hacia la tierra que imaginamos? ¿O es justo esta separación la que tornará a encontrarnos en un presente pleno?
Te veo sentada al piano, tu figura esbelta, las manos largas, los dedos finos en vilo sobre las teclas, y suspendo la imagen para adivinar en tu rostro intenso el mundo que tiembla bajo tus párpados y te agobia levemente los pómulos y la base rectangular de la barbilla. Desde niña espiaba tus gestos –y no creo haber sido tan minuciosa con mis propios hijos –, y he vivido la irrupción de tus pesadillas incluso en las noches en que ya nos habíamos separado y otros cuerpos dormían a nuestro lado (me pregunto si llegué a olvidar la tibieza de tu piel morena y la hipnótica fascinación que tus senos convocaban en mi igual nasciente pubertad –tienes la piel de origami, de pétalos machacados, suaves y olorosos, el cabello sortijas de azabache te brilla más que los ojos o el milagro de una sonrisa) ignorantes de lo que levantaba al grito de sus profundas magmas infantiles en un súbito terror inexplicable y sin explorar aún– ¿o habrá un cuándo para que la palabra dé a esos miedos un nombre familiar y se conjuren?–, eco que se fue haciendo telón de fondo de otros desamparos que entonces poblábamos con el fantástico espejo de inventarnos un país más allá de las ventanas del dormitorio donde nos encerraban y tras de las cuales contábamos, en tardes de lluvia, las gotas de agua y los autos que cruzaban de uno y otro lado del ancho camellón de tierra y césped que acogía en desbandada a los niños de las calles aledañas y donde, domingo tras domingo, nuestro padre aguardaba la conclusión del ritual de ser peinadas y vestidas y que parecía un pretexto ideal de Ella para exasperarlo (hasta que, en efecto, se fastidió y una buena mañana se olvidó de nosotras). Sí, Ella, nuestra madre, más hermosa que tú o que yo, la mirada esmeril de sus ojos gatunos cortaba fulminante los cristales protectores de nuestras pequeñas mentiras, inocentes robos, dilaciones en estudiar y cumplir con las tareas escolares, con el aseo, con la ceremonia de acostarse a dormir cuando todavía quedaban tantos juegos por jugarse, tantas minucias por compartirse y algún invariable pleito por saldar. Entonces apagábamos la luz –a menudo Ella lo hacía no sin antes tundirnos bien y bonito– y, si lográbamos olvidar la rencilla, a la claridad de la penumbra azul neón que proyectaba un enorme anuncio de aspirinas Bayer suspendido contra la pared del edificio sobre la marquesina de la farmacia en la planta baja, se iniciaba el vuelo hacia Graishland, “la tierra de la gran promesa” donde encarnaban la libertad, el amor, la alegría de vivir, de ser amado, deseadas con fervor (y se cree que los niños no entienden de enamoramientos y esas cosas), a orillas del mar entre palmeras y hamacas, a orillas de paseos amplios y frondosos árboles engalanados con farolas multicolor, coches abiertos tirados por caballos, a orillas de una música cuyos bailes no concluían nunca y cuyas notas, quizá, tamborilean entre tus dedos cuando te sientas al piano o cuando se concentran en la filigrana de las flores que acomodas como aprendiste a hacerlo en Japón, habilidades que nadie nos transmitió a pesar de que Ella era tan laboriosa en las combinaciones de colores, tan artista en el aprecio de una Belleza intangible por tan irreal en esa cotidianeidad conyugal que la había sumergido –y a nosotras de paso– en un chapoteadero de mezquindades sin fin que sólo era posible sobrellevar afuera, en otros mundos –Él, en sus doce horas de trabajo diario y sus partidos dominicales de tenis; Ella, en sus pasiones por la ópera, las tandas de naipes, las películas americanas y el escrupuloso atesoramiento de objetos que, me digo, algún día nos heredará como una manera más de descargar sobre nosotras su vigilante preocupación por el futuro –; afuera, ahí donde se veía a sí misma libre, niña callejera y hambrienta vestida de sueños, de a lo mejor esos mismos sueños que tú y yo andamos aún buscando realizar en alguna ciudad tan lejana y exótica como Kyoto ó Lhasa (¿o es acaso sólo trasladar de un lado a otro, fieles, la nostalgia?); afuera, en otros mundos donde Él sobrevive a los múltiples exilios de judío polaco expulsado de sus sueños que desconocemos pero cuyas voces pueblan con su misteriosa orfandad nuestros insomnios, esas mismas voces que incluso hoy, después de tantos años, nos impidieron escuchar, clara, la voz nuestra que nos unió de niñas (¿por qué pedir lo que sabemos no nos darán, e insistir en una espera ciega y tenaz que nos come el ahora?).
Me pierdo, enhebro, sin proponérmelo, en el laberinto del que queremos huir huyendo de Ellos, entre los pespuntes de nuestra historia que, ya los ves, no es una historia “limpia”, tan precisa y delineada como las imágenes de esas dos niñas que en los cuadros de Paul Delvaux aguardan sin aguardar nada en la estación de tren de un lugar tan mágico y sugestivo como nuestra Graishland; o como las de las fotografías que hace unas semanas nos tomamos a lo largo de tu estancia aquí, en esta tierra “prometida” por Dios a los padres de nuestros padres y abuelos desde los orígenes de otra historia que tampoco nos pertenece pero a la cual pertenecemos aunque no la hayamos escogido y hasta intentásemos, más que olvidar, obliterar totalmente. Curioso: ahora me parece que en esa insistencia en retratarme junto a ti –yo a tu lado, yo contigo, yo cercando tu presencia como ansiosa ya de no terminar sintiéndote fantasmal–, en ese espiar tus gestos, ese inclinarme sobre tu terso rostro dormido en el intento por discernir tus pensamientos, por rastrear los rasgos de nuestra niñez, las líneas que hablan de mis propias líneas, de esas arrugas y expresiones faciales que algunas mañanas me hacen odiar en mi cara la cara de mi madre y los despojos de la indiferencia paterna, estaba queriendo desprendernos de nuestros mutuos pasados, de todos los inmensos años que nos separaron –desprenderte de tus dolores, limpiarte la nostalgia de esa hermana que dejé de ser y sustituiste por una rivalidad ficticia; desprenderme de mis dolores, limpiarme la nostalgia de esa hermana que dejaste de ser y que ni mis hijos lograron sustituir; desprendernos, y tocarnos, presentes, ahí donde no nos conocemos, aquí donde podíamos, inéditas la una para la otra, abrir un nuevo capítulo– con tantas distancias de por medio, malentendidos, cartas extraviadas y silencios impuestos. Curioso: a fin de cuentas hablamos poco y callamos mucho, y por momento permitimos que la elocuencia del recelo tiñera con su sombra lo que se nos ofrecía luminoso, ligero, transparente, un recorrido paralelo tras las huellas ancestrales de nuestra raíz de origen, ya fuera diez metros bajo tierra en los pasadizos a lo largo del Muro Occidental herodiano, o en las antiguas rutas nabateas que fueron sucesivamente romanas, bizantinas, árabes, cruzadas y turcas, o en las solitarias playas mediterráneas recogiendo conchas, caracoles, pedruscos garigoleados por el embate del oleaje y el tiempo. El tiempo, la fugacidad, mi obsesión, el túnel donde se extravía la memoria, el armario donde se acumularon entre juguetes y ropas viejas las pesadillas y los miedos. Túneles, siempre túneles, aun a campo traviesa, aun a cielo abierto, túneles donde reencontrarnos y reencontrar esas raíces heridas que se desmoronan –migajas espinosas y cortantes– en la sangre generación tras generación, y en el desconsuelo común de lo que no se dice quizá para no herir más, quizá por que, al final, la arena dará cuenta de todas nuestras querellas y ningún arqueólogo vendrá a descubrir entre los escombros de nuestras exiguas biografías, y el subsuelo de nuestra Graishland prometida, una Jerusalem subterránea, una Avdat floreciente hundida en el desierto, un oásis de aguas curativas a orillas del Mar Muerto que se seca día a día o unas cuevas que esconden rollos manuscritos. Con tantas palabras como hay para decir las cosas, ¿dónde van a parar las que se quedan calladas?, ¿cómo esgrimirlas sin violencia cuando agreden u ofenden?
Sí, lo sé: mis desplantes de Reina de Corazones, enfática, tajante, te sublevan; tu mudez de Majestad irreprochable es un dardo cuyo blanco esquivo. Ni somos dos caras de la misma moneda, ni es verdad que no cabemos en un mismo espacio. Nos preguntaban si éramos gemelas (mi madre tejiendo para ambas un modelo idéntico –¿qué es un año escaso de diferencia entre parto y parto igualmente difícil?, ¿qué son un siglo tras otro para los estratos que la tierra acumula en la corteza de un cráter, por ejemplo) pues nuestras lunas se ubican en la misma casa del horóscopo y el agrietamiento de nuestras almas viene de la misma abrasión milenaria. Pero no; la melancolía, si bien certera, tiene en cada una sus particulares precipitaciones y torrentes, tempestades y sequías, su propia verticalidad permeable y absorbente. Y sin embargo, pareciera que las peripecias entre Caín y Abel, Isaac e Ismael, Jacob y Essaú, Innana y Ereskigal, Antígona e Ismene, Lea y Raquel, se remedan y repiten infalibles (mis hijos, mis nietas, nuestro padre y sus hermanos que murieron, irreconciliados, nuestra madre y su hermano, distanciados)… ¿Infalibles?
Te imagino sentada al piano, sutil el talle, brazos y hombros frágiles aspirados por un ritmo interior más poderoso que el de las notas en el pentagrama –¿alguna vez Ella te habló de cómo, con su extraordinaria capacidad auditiva, engañó a sus maestros analfabeta de la escritura musical?–, por una turbulencia sorda que los dedos largos traducen al teclado con parsimonia y orden, mansa lluvia de tardes grises que de pronto se resuelve en chubasco y deja un caudal de arroyuelos fluyendo raudos por las hendiduras de no sé qué sueños intransferibles que cruzan la orografía de tu corazón. ¿Rumbo desconocido? ... Navegamos alguna vez, sin duda, en las mismas aguas –la fuente de nuestras decepciones y expectativas es idéntica, pero cada cual se ha saciado de sus salobres y amargas dulzuras mediante vasos distintos y en distinta manera–, sobre la misma embarcación, la vela henchida, el sol radiante, hasta que una cualquiera tormenta súbita se abatió y nos separaron las balsas donde refugiamos nuestros naufragios, los sucesivos hundimientos que empezamos a atesorar como atesorábamos los abigarrados papeles laminados de envolver chocolates, o las estampas de estrellas cinematográficas que cada una coleccionaba en su álbum y obteníamos, a escondidas, con centavos hurtados al desorden de bolsos y monederos celosamente guardados en closets y cajones y de los que Ella olvidaba el contenido aunque, implacable, sospechara siempre la falta de “algo” –esa suspicacia que igual tambalea la confianza que ponemos en los demás, en nosotras mismas, entre tú y yo, entre mis hijos y su madre, esa lenta erosión que configuró la topografía de nuestro mundo infantil y cuyos valles, abismos o cumbres no cesarán de transitarnos el pensamiento y los sueños–, un “algo” preciso sin nombre exacto pero que, en caso de recuperarse, lo adquiriría de inmediato, un “algo” contundente que no era el dinero en sí, pobres monedas con las que pagábamos un deseo adelgazado ya ante el temor de ser descubierto y consecuentemente sancionado sin proporción a su culpa, ni era tampoco su poder adquisitivo, sino un como resentimiento muy fuerte de Ella misma hacia sus propias carencias de niña hambrienta y malvestida, exquisitamente hermosa y desamparada, huyendo se las lascivias callejeras y los injustificados castigos maternos, un como rencor que le carcome los huesos hasta el día de hoy y a nosotras nos reblandece el suelo que pisamos, tanto así que, ya lo ves, tu presencia se me desdibujó al cabo del viaje que emprendiste para venir a encontrarme, en el otoño azul y oroviejo de una Jerusalem que nos ofrendó todos sus cielos cristalinos y un aire tibio excepcional. Sólo tus flores permanecen: lentas y plenas se van abriendo. Y las fotografías, claro, el itinerario visual de una irremplazable serie de momentos únicos, como los regalos que nos ofrecimos, cada hato por separado y con un espacio entre hato y hato. Sí, lleva tiempo humedecer a la roca, conmover la capa reseca de nuestros temores antiguos, las cortezas de abandono y rechazo que recubren nuestro anhelo de apertura.
“Mátame”, te pedí, “mata a la hermana que es tu Esfinge, como hizo Edipo con la suya. No quiero ser tu espejo. No soy tu madrastra ni soy el enemigo que te aguarda emboscado en el camino. Bastante tengo con mis propios acechos interiores” … Después, no quise abrazarte más. Sí, es extraño que para comprender al prójimo tengamos que apartarnos de él; extraño reencontrar siempre el sendero de la infancia y huir de él; curioso –al decir del filósofo– cuán ajenos podemos ser para quienes más habríamos de conocer, para quienes nos habrían de conocer mejor y sin ninguna máscara. Pero así es. Ciertamente, incluso ante nosotros mismos resultamos extranjeros, fantasmales. Tal vez tendrás que perdonarme la manera como te he amado (a pesar de ti misma), enfática, tajante. Tal vez quieras, hermana, en alguna otra oportunidad, compartir la luz del último atardecer que vimos frente al mar y te hizo bajar los párpados para encerrarte, de nuevo, tan adentro, tan lejos, solitaria…
Esther Seligson, “Ella es mi hermana”, Fractal nº 51, octubre-diciembre, 2008, año XIII, volumen XIII, pp. 29-36.