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En sus páginas no existen alusiones ni se menciona a los mellizos de Éfeso, tampoco a los de Siracusa ni a ningún otro personaje de Una comedia de errores; sin embargo se estaba suscitando una: algunos de los que se consideraban conocedores del género se referían a él como libro de poemas, incluso no faltó quien ebrio de audacia provinciana sostuvo: “eso no es poesía”. Ese era ya el sexto libro de Horacio Salas (Buenos Aires, 1938), quien anteriormente había dado a conocer en poesía: El tiempo insuficiente (1962), La soledad en pedazos (1964), El caudillo (1966), Memoria del tiempo (1966) y La corrupción (1969).[2] Mate pastor es un largo poema narrativo, cuya estructura se articula con una serie de pausas que seccionan el relato, creando la ilusión de que las distintas partes, como si se tratara de una novela, puedan ser leídas como capítulos, fracciones de un mismo objeto. Salas recurre a su memoria y experiencia; los elementos autobiográficos se funden con hechos protagonizados por otros individuos en distintas latitudes, los acontecimientos locales se mezclan con los ecos de aquellos que sucedieron y suceden en otros rincones del planeta, integrándose en su discurso poético en el que el pasado y el presente viven un perpetuo cruzamiento. Este texto extenso, algo poco frecuente en la poesía argentina de las últimas décadas que se ha inclinado mayormente por el poema breve, tiene un antecedente en su bibliografía. Si no respetamos estrictamente el orden cronológico y realizamos un pequeño salto en el tiempo, podremos observar que en El caudillo, publicado cinco años antes, recurre a un procedimiento similar. En este libro que recoge un conjunto de textos de índole epopéyica y que también puede ser considerado un poema unitario, el poeta licúa su voz en la de su personaje, no sin advertirnos antes desde la portadilla: “ Como no existe el bronce riguroso/ y la historia –sabemos- es incierta,/ debo inventar en mi memoria al Chacho”. En la evocación que realiza de la figura del general Ángel Vicente Peñaloza y su sufrido via crucis por los llanos de La Rioja, la voz del presente es aplicada al pasado; sin embargo, la intención no es revisar la historia ni colocarse fuera de los márgenes de su causalidad para recrearla, no existe la voluntad de resucitar a Cartago; la idea central gira en torno de la recuperación de una imagen histórica para integrarla metafóricamente a nuestra tradición poética y tensionar, como lo hace en otras oportunidades, ciertas proposiciones culturalmente sancionadas y aceptadas socialmente. En El caudillo, según León Benarós: “…Salas transita el ejemplo rector de Borges, que abrió sendas con aquel poema en que Francisco de Laprida conjetura su verdadero destino, mezclando su sangre a la tierra americana, que le da una insospechada y alta dimensión de su ser. Desde ese ‘Poema conjetural’, y desde antes del también poema borgiano en que el general Quiroga va en coche ‘al muere’, el magisterio de Borges ha encontrado largos ecos. Pero Salas, sin desconocer el nexo posible, asume con verdad su propia voz, y entre sus excelencias debe destacarse lo sostenido del tono, la coherencia, la intensidad de sus poemas…”. Estas líneas, que en su momento lo presentaron desde la contratapa, destacan la presencia de Borges, asfixiante en esos años, y además reconocen en el por entonces joven autor una voz propia. Voz que por otra parte parece haber hecho suya una opinión de Walter Benjamin expresada con cierto énfasis en Tesis sobre la filosofía de la historia: “Toda imagen del pasado que no es reconocida por el presente como una de su propia incumbencia, nos amenaza con su irremediable desaparición”, palabras que Salas considera cuidadosamente cuando ingresa en el resbaladizo terreno de la historia. Pero a diferencia de Borges que en poemas como “Isidoro Acevedo”, “Alusión a la muerte del Coronel Francisco Borges (1833-1874)”, “Página para recordar al Coronel Suárez en Junín”, “Acevedo”, “Los Borges” y “Coronel Suárez”, se impone la tarea de re-escribir su genealogía, Salas se propone articular el pasado históricamente, reconocer imágenes pretéritas, rescatarlas en momentos en que el conformismo reinante las pone en peligro en el ámbito difuso de nuestra memoria colectiva. En los 60 en la Argentina se renovaría una vez más la maldición de 1930; son años extraños y crueles en los que conviven una larvada violencia política y los happenings del Instituto Di Tella. Es éste un período en el que una melancolía de origen moral comienza a extenderse como un sarcoma en el espíritu de los argentinos. A fines de esa década, Salas da a conocer un volumen cuyo título es sintomático: La corrupción. Dice en “Los viejos”: Soy casi un prisionero de la muerte. Me conformo con releer antiguas revistas, testigos de los años de adolescencia que reviven en mí los recuerdos dormidos, los paisajes que el tiempo ha derrotado. No tengo más que un archivo de sucesos. He vivido la historia que los jóvenes bucean en los textos, pero el olvido traiciona mis ojeras. Largas noches de insomnio acumulan los rostros, las casas derruidas, los persistentes sueños que ya no me atrevo a continuar. Mis hijos han crecido de mis brazos y luego los hijos de mis hijos, mientras el tiempo fue deteriorando mis sentidos. Hace ya muchos años que comprendo que la muerte está en mí, que se apodera de mis menores gestos, que me mancha las manos y la frente, que me prohibe parte de la vida. Los jóvenes me soportan extrañados de este irónico azar que me sustenta. No sin temor me acuesto cada noche. La mañana es una alegría insólita, un sabor que no puedo compartir. Supe del desaliento, del amor, de los sueños; he visto a la muerte ensañarse con mis viejos amigos; me doblegó la impudicia de las enfermedades; conozco la crueldad del dolor, la oscuridad, la resignación y el miedo. Sin embargo –secretamente-, no quiero convencerme de que mis pocos días sólo son la certeza de la muerte. No obstante el clima de la época, ésta es una etapa de gran actividad para Salas, quien ejerce el periodismo en distintos medios gráficos y en la televisión e incursiona, además, en el ensayo. En 1968 publica La poesía de Buenos Aires, una antología de los poetas de la ciudad que incluye, y ésta no es una decisión menor, a varios letristas de tango.[3] Ese mismo año aparecerá Homero Manzi, en el que reafirma su relación con el tango y su poesía, y, en 1970, se edita Vicente Barbieri y El Salado, trabajo sobre un autor influenciado por el romanticismo que hace uso de formas poéticas tradicionales y a quien muchos críticos le otorgan cierta representatividad entre los integrantes de la promoción del 40.[4] Al año siguiente dará a conocer el ya citado Mate pastor, texto que puede ser considerado un punto de inflexión en su obra, el calibrado definitivo de sus instrumentos de percepción. A partir de él, podemos realizar un doble paneo: hacia el pasado y hacia todo lo que sobrevendría posteriormente. En él la voz se afirma, desarrolla sus propias particularidades, tics y desdoblamientos. El poeta ya no actúa como un flanêur que mira con asombro y registra sus observaciones. Asume una nueva actitud, merodea por las calles, camina los barrios, se detiene en los cafés, escucha con mayor atención, les pone el oído a los sonidos, el tono y las inflexiones de su lengua en su medio ambiente: la ciudad. Mate pastor sale al encuentro del público en un momento en que los principios activos de la prosodia, aquellos que constituyen lo que denominamos el tono, están siendo sometidos a revisión por distintos poetas. Alberto Girri, quizás uno de los autores más preocupados por la construcción de una nueva retórica, para quien las palabras desplegaban un brío atolondrado y falso para hacérsenos concretas, sostenía en Diario de un libro (1972): “…Que el tono se aproxime al del discurso normal […] discurso corriente transformado en poema”. Alfredo Veiravé a su vez les recomienda a los jóvenes poetas que expresen: “…su propia, íntima canción, la que suena en la cabeza […] la melodía que llevás, el estilo que te pertenece.” Salas sintetiza ambos criterios y su resultado es una escritura que nos recuerda la confesión de Baudelaire en el prólogo de Pequeños poemas en prosa: “¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, bastante flexible y bastante conmovida para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia?” Lo que nos lleva irremediablemente a la forma. Lo que llamamos verso libre tiene en la actualidad una edad más que centenaria. En 1886 la revista parisina La Vogue, dirigida por Gustave Khan, difundió Marina y Movimiento de Arthur Rimbaud y algunas traducciones de Hojas de hierba realizadas por Jules Laforgue. Ezra Pound en 1913 ya había redactado y publicado en la revista Poetry su manifiesto del Imagismo, en el que en lo que concierne al ritmo especifica: “se debe componer en la secuencia de la frase musical, no en la secuencia del metrónomo”. El verso libre establece los cimientos de una corriente poética que rechaza los modelos cerrados, y en la que el contenido es sometido a una revaloración, asumiendo éste una nueva preeminencia. El poeta cifra su empeño en el enunciado, en sus sueños y visiones. Los poemas serán modelados por sus emociones. En Verso proyectivo (1950) Charles Olson para quien “la forma no es nunca más que la extensión del contenido”, lo define como un verso que nace en la respiración del hombre que escribe y sostiene que es “la línea la que habla por el corazón”, a diferencia de la sílaba que lo hace desde la razón. Éste es el sendero seguido en la segunda mitad del siglo xx por aquellos que intentan dar cuenta de una nueva sensibilidad, dotándola de un discurso poético lo suficientemente abarcativo de una modernidad que en la ruptura halla su esencia. Esta tendencia que se afirma definitivamente en el panorama poético luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, sentirá, en muchos casos, un relativo desprecio por los términos “poético” y “poéticamente”. Los integrantes del Movimiento Beat, particularmente Lawrence Ferlinghetti y Allen Ginsberg, los consideran malas palabras; para ellos lo concreto es lo verdaderamente poético: “El detalle exacto sin bordados adicionales. De esto se trata precisamente la ética de los beats”.[5] Desde ese momento los excesos de la sensibilidad poética y el sentimentalismo que los representa, pesarán en la mentalidad contemporánea como un valor negativo. En esta atmósfera, que en más de una manera le resulta funcional a su estrategia, Horacio Salas desarrolla una poética que no dudará en aprovecharse de los tópicos en cuestión para expandir los enfoques y el campo visual de su propia tradición. Su visión personal, en un tiempo en que la poesía se enfrenta a la brutalidad de lo real, persigue nuevas perspectivas y ampliar sus registros. El poema ya no se resignará a las comodidades de lo universal, indagará meticulosamente en las particularidades del espectro temático que le brinda el mundo circundante, “... la concepción abstracta / de la experiencia privada en su punto más alto de intensidad / universalizándose, eso que llamamos poesía”; afirmó T.S. Eliot en Nota acerca de la poesía de guerra.[6] La voz con su timbre singular será su verdadera máscara, la que comenta la historia, manifestando opiniones y convicciones propias o ajenas; todo es válido, el objetivo lo justifica: la inclusión del otro. No habla para entretenernos, todo lo contrario, aferrada a los pliegues del silencio, comprende que el universo sólo será inteligible desde la locución de la palabra. Recurrirá a diversos procedimientos para erigirse sobre la página, siendo el más notorio la intertextualización. De esta manera penetran en el territorio del poema, en un contrapunto dialógico, los ecos de Quevedo, Borges, Molina, Girri, Ginsberg y Vallejo, viejas pintadas en muros descascarados, escenas de películas, fragmentos de la marcha peronista, el grito de un hombre sobre la mesa de tortura y letras de tango. En Salas, la presencia del tango es recurrente; quizás sea ésta la forma más directa de declararse un adepto incondicional, desde el campo poético, del género musical representativo de la ciudad argentina más cosmopolita de nuestro territorio, posiblemente el producto más acabado de la cultura nacional. Esta postura lo diferencia decididamente de muchos de los poetas de los 60. En el prólogo de la antología El ’60 poesía blindada, Ramón Plaza, en una apreciación retrospectiva de la música de Buenos Aires, deja testimonio de los sentimientos que ésta despertaba en los poetas jóvenes de la época: “La mayoría se fascinó con lo coloquial, con lo conversacional. Se interesaron profundamente en la poesía que emanaba del tango, tratando de desentimentalizarla pero no en el tango precisamente, pues éste para casi todos, era un deshecho (sic) en degeneración, una materia que debía transformarse de adentro hacia fuera”.[7] En 1975, Salas publica una serie de entrevistas, Conversaciones con Raúl González Tuñón, que escarba el terreno de la poesía urbana y cumple la función de redescubrir para los jóvenes el trabajo del autor de A la sombra de los barrios amados, que había fallecido el año anterior.[8] Con un artículo que aparece en el suplemento del diario Clarín con motivo de la edición de Quien habla no está muerto, de Alberto Girri, obtiene el “Premio de Crítica Literaria” establecido ese año por la Editorial Sudamericana. En este breve ensayo, Salas sesgadamente brinda algunas pautas de su búsqueda y anhelos: “Pero el hilo del laberinto está en el poema de Wittgenstein: ‘Quizá en lo irrebatible, en lo que no puede demostrarse / no puede decirse, ser dicho, / está la clave’. Una clave que es finalmente la de toda la poesía, la de la lucha constante entre las palabras y el silencio, entre lo supuestamente irrefutable y aquello que se intuye más allá de las fronteras de la razón, donde se mueven ‘signos sonoros que por los oídos andan / sin dueños, como rodando, disponibles y expectantes, / ignorantes de sus pautas de significados, de donde obtenerlos; / y su persistencia, insaciable, para adherírsenos, un yo / instalado en el otro yo, / vigilando por encima de nuestro hombro’.”[9] Palabras que no sólo constatan el amplio abanico de sus intereses y también ciertas coincidencias con una experiencia disímil, sino que además nos develan los alcances impuestos a la práctica de la apropiación en el paciente armado del corpus de su discurso poético. La Argentina de esos años, muerto Perón, se debatía al borde del abismo; diversas facciones conjugaban el verbo de la muerte e intentaban imponer sus definiciones ideológicas con plomo y explosivos, mientras entre bambalinas los dueños del poder disponían el futuro institucional del país. El 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas, apoyadas por un amplísimo sector de la sociedad que reclamaba orden, inaugurarían el período más oscuro de la historia argentina. Miles de muertos, una guerra inútil y la deuda externa que han marcado a fuego el destino de la República, son los hitos por los cuales se recordará el período que culminaría en 1983. Salas, quien había comenzado a recibir amenazas contra su vida antes del golpe militar, decide, frente a la falta de garantías, abandonar con su familia el país, radicándose en Madrid en mayo de 1976. Ese año se publicaría en Buenos Aires su La generación poética del 60.[10] El exilio no fue una etapa dulce de su existencia; para subsistir realiza distintas tareas: instalador de carteles de publicidad en las rutas para una empresa petrolera, traductor, escritor fantasma y periodista a destajo. El oficio lo llevó a colaborar con importantes revistas culturales y trabajó en Cuadernos Hispanoamericanos donde dio a conocer ensayos, artículos y notas. En 1978 publica su ensayo La España barroca y meses más tarde, luego de ocho años de aparente silencio poético, su nombre integra con Gajes del oficio el catálogo de la colección “Nos queda la palabra” de Ediciones Taranto de Madrid, donde lo acompañan Félix Grande, Gonzalo Rojas y Ángel González.[11] En Gajes del oficio incluirá textos escritos entre 1970 y 1978, que acompaña con una nota aclaratoria en la que señala que los poemas reunidos: “No nacieron pensando en un libro; se dieron aisladamente, como borrosos reflejos de la realidad. De ahí que se reiteren obsesiones, imágenes y temores que me han acompañado en estos años de un lado y otro del Atlántico”. Estos reflejos pueden ser traducidos como interpretaciones; Salas nos convence de que una de las funciones primordiales de la poesía en tanto actividad autónoma de la imaginación, debe ser la de expresar al mundo. Los poemas están atravesados por la desazón producida por la pérdida del ámbito de la lengua materna: “...y al preguntar la hora en el teléfono / no responde esa vieja pariente 113 / sino una voz impersonal ajena...”; asimismo están habitados por el dolor y la muerte que planea como un ave carroñera sobre América Latina. Podemos considerarlos culturalistas en el sentido de que aluden reiteradamente a episodios diversos de la civilización y de la historia del hombre y su condición. Los textos publicitarios que promocionan los productos de las grandes empresas transnacionales le serán instrumentales, por ejemplo en “Salmos, xxxvii, 28”, para trazar irónicos paralelos de estas organizaciones y de los espejismos que irradian. “Mientras era conducido en un viejo Renault por / las calles de Lyon / atravesado por el dolor que le producía el ojo que / acababan de vaciarle con el taco de una bota / Michel Rosier intuía que sus compañeros / acaso los mismos que había oído aullar en la rue de Clécy / salvarían a Francia castigarían a esos otros franceses / que aún a regañadientes cumplían las consignas de Laval / porque de esa forma decían alimentaban a sus hijos / eran recibidos / por los vencedores asistían a la Ópera reían con / viejos chistes / en los cabarets de Marsella / No es solamente como me siento como manejo / Es también cómo me siento cuando llego / Fairlane. La gran manera de llegar”. El poema se arma como un rompecabezas, pero los sucesos o piezas del objeto se integran en un premeditado desorden temporal, a la manera de Ezra Pound en su Canto 100,[12] el tiempo secuencial es pulverizado, aniquilado; argumentando como lo haría Cavafy que las proposiciones contradictorias están gobernadas por la ley de la repetición. Resuelto el destino de la dictadura por la derrota de Malvinas, Salas se reencuentra con su ciudad, hecho que parece haber sido anunciado con la edición de Que veinte años no es nada (1982) una selección de su obra poética y el primer libro publicado en la Argentina luego de su obligada ausencia.[13] En 1983 llega a una Buenos Aires encendida por la esperanza de la inminente salida democrática. Retoma su actividad periodística y pone al aire un programa radial llamado “Dar la nota” (1985-1989), de neto contenido cultural y con un formato novedoso que hizo historia en el medio. El retorno, simbolizado por el genio de Alfredo Le Pera en la voz de Carlos Gardel, tiene para los argentinos, y muy especialmente para los porteños, el sabor de la victoria. Dulce o amargo, el regreso a “La Reina del Plata”, sólo es comparable a la vuelta al pago o a “la casita de los viejos”; es la acción de ponernos en contacto nuevamente con nuestras raíces, moldeadas por el habla de un monstruo cosmopolita que observa desde los márgenes una imagen deformada del mundo. La mudanza de Horacio Salas desde una capital europea a Palermo, uno de los barrios más emblemáticos de los 47 que componen la capital (recordemos a Carriego y Borges), es también la recuperación de un territorio, de un ámbito en el que ajusta una vez más el ritmo de su respiración y el tono de su voz, factores determinantes del estilo. Luego de su arribo termina de corregir los originales de Cuestiones personales, que será publicado en Buenos Aires en 1984 (Premio Municipal de Poesía) y reeditado en Madrid al año siguiente.[14] En él “La literatura teje ese tapiz no personal, sobre la hechura de innúmeras versiones precedentes donde se ha dicho todo y el texto se borra y se reescribe, acaso escolio del anterior. En este eterno retorno que explica la fantasmagoría del presente, somos sombras enigmáticas, como los objetos y los destinos trenzados en infinitas causas secretas, ignorantes móviles de inagotables posibilidades para el porvenir. Así como los hombres somos una continuación levemente alterada del pasado en la tierra y convivimos en el presente con nuestro conjeturable e inconcebible futuro, las formas literarias reeditan viejas destrezas, las comentan y las homenajean o refutan y se heredan y se legan de manera vicaria”.[15] En Cuestiones personales confirma la técnica constructiva del poema en el que continuará amalgamando elementos diversos y contrapuestos, sirviéndose de un amplio menú: mitos culturales, fotografías, textos ajenos, deporte, cine. El ojo del poeta anda por el mundo y sus culturas apropiándose de todo aquello que le resulte relevante; no obstante ello, ha de replicar a la absorción de ese todo con una dicción ya inconfundible. Esto pone de manifiesto aspectos paradojales de su génesis: estos textos que fueron escritos en gran parte en Madrid, ratifican una visión del universo que en los dominios de una lengua común es apuntalada por la diferencia, rasgos connotativos que surgen de nuestro propio paisaje y geografía cultural. Cuestión que James Joyce pone en la boca de Stephen Dedallus en A Portrait of the Artist as a Young Man, luego de que éste se entrevistara con el director del colegio jesuita en Dublín, un inglés converso: “El lenguaje que hablamos le pertenece antes a él que a nosotros. Qué diferentes suenan las palabras, hogar, Cristo, cerveza, amo, en sus labios y en los míos. Su lengua, tan familiar y tan extranjera, es siempre para mí una lengua adquirida. Yo no he fabricado ni aceptado sus palabras. Mi voz las mantiene a distancia. Mi alma se inquieta en la sombra de su lenguaje”.[16] La cita no es arbitraria ni pretende ser una boutade. El trabajo de Salas tiene muchos puntos de contacto con escritores y poetas de diferentes literaturas postcoloniales que a partir de 1945 se inspiraron en Joyce para acelerar un proceso de inversión de la mirada en el que se niega la pretensión, tan extendida en la metrópoli y la periferia, de considerar a las naciones emergentes y su cultura como efecto de los deseos de los países centrales. Se trata de una respuesta a los guardianes celosos de su tradición que ante cualquier atisbo de insurrección lingüística, remiten al rebelde a la biblioteca de sus clásicos. Esta circunstancia, que se repite a través de los tiempos y de la que existen infinidad de ejemplos, halla uno casi perfecto en una frase de Thomas Macaulay: “un solo estante de una biblioteca europea tiene más valor que toda la literatura nativa de la India y de Arabia”.[17] En este contexto, invertir la mirada requiere que la revisión de la historia y el análisis de la cotidianeidad se hagan en lo que H. A. Murena denomina una “clave local”.[18] Se trata de someter nuestra incipiente tradición literaria -cuya trama está atravesada por una serie de entrecruzamientos de los que participan distintas tradiciones poéticas- a una nueva lectura. Este ejercicio, un claro acto de traducción, está subordinado a ciertas condiciones. Walter Benjamin[19] pensaba que la falla de la mayoría de las traducciones del siglo xix se debía al excesivo respeto del traductor por las convenciones de la lengua de destino y el temor de que la lengua de origen perturbara su sintaxis. Por lo tanto, este recorrido, si tiene aspiraciones de releer el campo de lo heredado, debe desembarazarse de la actualización de esos prejuicios: los recortes que impone el periodismo cultural -reemplazados cíclicamente cuando el supuesto canon y sus objetos de culto se disuelven en la memoria- y la aprensión a que los signos aún vitales del pasado estallen en la voz del presente. Este mirarse a uno mismo a través de los otros y de un devenir cultural es una característica que fija o radicaliza un rumbo definitorio de la poética de Horacio Salas. La modulación de un decir que en el nosotros halla las razones de su existencia, emparentado carnalmente con los compases y las letras del dos por cuatro, que durante su exilio español se le cruzaban de maneras hasta entonces insospechadas, y que nos son devueltas en imágenes plenas de brillo y efecto, como se da en el recordado “Anclao en Madrid”: Mientras tomaba mate en el estudio de Velázquez llegó Quevedo sacudiéndose los copos de la última nevada y confirmó lo que pensábamos los grabados eróticos de Picasso -dijo- me resultan auténticamente afrodisíacos. Después muerto de frío Levantó el volumen de un disco del Polaco Y nosotros quedamos en silencio Garúa... tristeza... Hasta el cielo se ha puesto a llorar. En 1986 se distribuye la primera edición argentina de El tango, que lleva un ensayo preliminar de Ernesto Sábato, y en 1990 aparecerán Poesía argentina del siglo xx y El otro, a la fecha su último libro de poemas.[20] En el prólogo nos confía que advierte: “...que el libro está salpicado de preguntas y que se encuentran pocas de las metáforas que en otros tiempos parecían protagónicas. Sólo espero que nuevos chaparrones me permitan responder con los años a algunas (me bastaría un puñado) de las indagaciones que aún no puedo contestar”. Estas palabras que expresan el anhelo de hallar respuestas, se niegan a sí mismas, afirman su contrario cuando leemos: “¿De algo de lo que ocurra / de lo que está ocurriendo / de lo que ocurrirá / de lo que ocurre a miles de kilómetros / podremos algún día descubrir el sentido? [...] ¿los poemas son tan solo preguntas? / ¿los poemas son tan solo preguntas sin respuesta?” Toda respuesta en realidad sería una nueva pregunta; incluso en aquellos poemas que prescinden de los signos de interrogación, éstas laten en su efecto poético. El cometido no es verificar la taxabilidad de los enunciados a través de descripciones o imágenes. La demanda de la poesía como forma del conocimiento, parece decirnos, es la de imaginar el sentido a través de la reafirmación de las preguntas, cuyo fin es reproducirse instalándose como mecanismo primordial del proceso poético. Acto que se lleva a cabo en un escenario donde la volubilidad del objeto tiende a confundir a la mirada: “La cercanía es mezquina / se hipnotiza con las deformaciones de la lupa / se obstina en detalles aparentes / pide peras al olmo / se equivoca”. Estas preguntas que no buscan réplica, refutación o mera conclusión, crean en la falta de correspondencia de los términos, los intersticios o huecos en los que la voz puede callar. En su acertada y reciente “¿Podríamos llamarla vindicación de la poesía?” Raúl Dorra afirma: “La incorporación del silencio en el interior del lenguaje es una conquista de la poesía, una conquista trascendental que hace de la poesía un género único, el único para el cual el no decir puede alcanzar un valor incluso más alto que el decir, el único donde el callar encuentra el modo de expresarse, un modo que tiene que ver con el misterio, con la angustia, con la desgarradora aventura de situarse al otro lado de la palabra”.[21] Este colocarse más acá o más allá de los límites de la palabra, espacio en el que la estela de su sonido entabla un duelo con el sentido, revela el muchas veces esquivo efecto poético, territorio donde lo no dicho asume su dimensión semántica. Para ello, el poema deberá guiarnos desde las zonas más oscuras de la expresión poética hacia ese vacío casi mágico donde repentinamente estallarán los fuegos de artificio de la significación. Salas lo logra plenamente. Para hacerlo, monta en la página una ajustada organización prosódica. La relación sonido-sentido se apoya en una estructura rítmica en la que el tono del habla coloquial, instalada como una música de fondo, reaparece en un rearmado armónico, combinándose en un doble contrapunto. La primera de sus fases se produce en la línea donde las palabras, como si fueran notas, enfrentan sus sonidos construyendo el primer movimiento de un compás de duración variable cuya disposición acentual entra en tensión, cuando en una segunda instancia, su eco se enfrenta al de la siguiente línea. Este contrapunto regulado y medido obsesivamente por las emisiones de la voz escribe su melodía; es el medio que utiliza “lo expresado” para estimular las correlaciones emocionales en el lector. La labor sostenida por Horacio Salas, un autor familiarizado con tradiciones literarias y abierto a las más diversas influencias, puede ser considerada la de un genuino multiculturalista. Un poeta que no cesa de captar mensajes lejanos que luego serán filtrados por esa voz histórica que repta murmurante en las calles de su ciudad. Buenos Aires, 1952. Poeta, traductor y periodista. En poesía ha publicado: La noche en llamas (1982), Providencia terrenal (1983), Con Bogey en Casablanca (1987), Poemas 1982-1987 (1988), Tiempos que van (1994), Instantáneas de fin de siglo (1999), Partes mínimas y otros poemas (1999). Ha dado a conocer traducciones de Charles Bukowsky, Raymond Carver, Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Gregory Corso, Gary Snyder, Bill Berkson, Anne Waldman, Andrei Codrescu y Seamus Heaney, entre otros. Su último trabajo publicado es Los poemas de amor de James Laughlin (2001) traducido en colaboración con Fernando Scelzo y Osvaldo Picardo. En 1990 fue invitado a la escuela de poesía The Jack Kerouac School of Disembodied Poetics, fundada por Allen Ginsberg, donde realizó un proyecto de traducción. En 1994 expuso sobre poesía y traducción en la escuela de poesía de Viena, Schüle fur Dichtung in Wien. Ha participado de diversos festivales en su país y en los de Montevideo (1993), Medellín (1995) y en 1998 formó parte del comité de homenaje a Allen Ginsberg que realizó un encuentro en Nueva York, del que participó. Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés, italiano, alemán y portugués e incluida en diversas antologías.
Notas [1]Mate pastor, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1971. [2]El tiempo insuficiente, Buenos Aires, Ediciones Cuadernos del Siroco, 1962); La soledad en pedazos, Buenos Aires, Ediciones Barrilete, 1964; El caudillo, Buenos Aires, Pleamar, 1966; Memoria del tiempo, Buenos Aires, Losada, 1966 y La corrupción, Buenos Aires, Americalee, 1969. [3]La poesía de Buenos Aires, Buenos Aires, Pleamar, 1968. [4]Homero Manzi, Buenos Aires, Brújula, 1968; Vicente Barbieri y el Salado, La Plata, Cuadernos del Instituto de la Provincia de Buenos Aires, 1971. [5]Lawrence Ferlinghetti, carta a E.M. con motivo de la traducción de Amúrica desierta y otros poemas, Montevideo, UNESCO-Graffiti, 1996. [6]T. S. Eliot, Collected Poems, 1909-1962, London, Faber & Faber, 1963. [7]Ramón Plaza, El 60 – Poesía blindada, antología, prólogo de Ramón Plaza, selección de Rubén Chihade, Buenos Aires, Ediciones Gente Sur, 1990. [8]Conversaciones con Raúl Gonález Tuñón, Buenos Aires, La Bastilla, 1975. [9] Horacio Salas, Alberto Girri – Homenaje, Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes - Sudamericana, 1993, pp. 109-113. [10]La generación poética del 60, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1976. [11]La España barroca, Madrid, Altalena, 1978 ; Gajes del oficio, Madrid, Ediciones Taranto, 1983; Vicente Barbieri y El Salado, La Plata, Cuadernos del Instituto de Literatura de la Provincia de Buenos Aires, 1971. [12] Ezra Pound, The Cantos, London, Faber & Faber, 1986. [13]Veinte años no es nada (Antología), Buenos Aires, Fundación argentina para la poesía, 1982. [14]Cuestiones personales, Buenos Aires, Torre Aguero Editor, 1985; Madrid, Playor, 1986. [15] Javier Adúriz, “Borges como mito”, Hablar de poesía, III, 5 (2001). [16] James Joyce, A Portrait of the Artist as a Young Man, Dublin, Hardmondsworth, 1992. [17] Thomas Macaulay, Lord, Prose and Poetry, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1967, pp. 721-24. [18] H. A. Murena, El pecado original de América, Buenos Aires, Sur, 1954, p. 23 y ss. [19] Walter Benjamin, Illuminations, New York, Schocken Books, 1979. [20]El tango, Buenos Aires, Planeta, 1986; Poesía argentina del siglo XX, Ginebra, Fundación Patiño, 1996; El otro, Buenos Aires, Manrique Zago Editor, 1990. [21] Raúl Dorra, “¿Para qué poemas ? », Revista Críitica [UAP], 90 (2002), p. 68. |