Nuria Carton de Grammont
Louise Lecavallier y el simulacro
del cuerpo virtual
 




Sobre el fondo oscuro de la escena, se percibe una silueta antropomorfa evacuada de su volumen, de su peso, de su cuerpo. Una silueta que yace moldeada por un conjunto de ropa deportiva estilo hip-hop acomodada cuidadosamente sobre una silla, como si alguien la hubiese colocado así después de desvestirse, o mejor dicho como si hubiera ahí hace algunos instantes una persona sentada que se hubiese desvanecido, esfumado, dejando como constancia de su presencia, la última expresión de su cuerpo, el último gesto trazado sobre la silla delineado por su ropa inhabitada: una sudadera con gorro y unos pants en tonos amarillos y morados estilo “adidas”, en el suelo unos tenis colocados justo debajo de los tobillos del pantalón.

Momentos después, vemos el perfil de una sombra, una figura negra, que se desliza lentamente sobre la silla y se enfila pausadamente las partes del conjunto deportivo, una acción ordinaria que deviene un empresa interminable por la cadencia del movimiento acompasado y espacioso, que evoca la plasticidad de un caucho en constante estiramiento. Los minutos que siguen serán los de una re-apropiación de ese espacio antes evacuado, la transfiguración de ese volumen desocupado, la re-materialización de ese cuerpo evaporado.

Es la primera escena de ‘I’ Is Memory, la última coreografía de la renombrada bailarina Louise Lecavalier, conocida por ser la musa de Eduard Lock y por haber aportado, con sus movimientos acrobáticos y piruetas imposibles, un lenguaje propio a la compañía “La La La Human Steps” durante los años ochentas y noventas, “l’enfant terrible” de la danza contemporánea canadiense. En esta puesta en escena firmada por el coreógrafo Benoît Lachambre, Lecavalier deja atrás el estilo que la caracterizó durante años por su afección extrema, casi suicidaria, y se apropia de una estética minimalista del movimiento, orientada en la redistribución de los flujos energéticos del cuerpo, en la búsqueda de la inercia kinestésica de cada gesto. Cubierta de pies a cabeza por el conjunto deportivo inspiración de la moda urbana graffitera, que oculta su rostro, su piel, la carnosidad de todo su cuerpo, Lecavalier deviene un ser andrógino que disimula su sexo, su género, donde desaparecen los rasgos que determinan su identidad. El traje inhabitado, ha sido ocupado por una sustancia etérea que se mueve a partir de acciones básicas depuradas de excesos y de maniobras decorativas, despojadas de movimientos altamente codificados y de un lenguaje narrativo formal. En esta danza somnífera, casi meditativa, el personaje incorpóreo deviene un cuerpo virtual, que flota en un espacio cibernético evocado por una atmósfera vaporosa y artificial en donde la cuadrícula de luces proyectada sobre el suelo y la cadencia de los movimientos suspendidos, parecen desdibujar los parámetros del piso, el techo, de la profundidad de campo. La escena deviene una pantalla gigantesca, el cuerpo está inmerso en un plasma y se desplaza en un espacio viscoso que simula la realidad virtual. En la actualidad, la existencia del cuerpo virtual es una fantasía que ha marcado la cultura de masas, para ello no hay más que constatar el éxito de las películas de ciencia ficción como Matrix. La fascinación por la fusión del hombre y la máquina, del cuerpo orgánico y el artificial, es una constante de nuestro imaginario contemporáneo. Las utopías modernas ya no emprenden la búsqueda de territorios lejanos, de paraísos perdidos, sino que están orientadas hacia el futuro que demarca la geografía del cuerpo, hacia la evolución genética del ser humano.

El cuerpo deviene un territorio a explorar, a estudiar, a conquistar por medio de las nuevas herramientas de persuasión como la medicina, la ciencia y la tecnología. El cuerpo ya no es sólo materia física sino abstracta, materia biológica sino artificial, que convive en esas dos dimensiones para que el hombre pueda revelar las incógnitas y los misterios que todavía esconde. A finales del siglo XX el ser humano se convierte en un cyborg, es decir un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción. Donna Haraway en su “Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX”(1), alega que el cyborg es una ficción que abarca nuestra realidad social y corporal.

Es una imagen condensada de imaginación y realidad material que determinan todas las posibilidades de transformación histórica. De esta manera, las fronteras entre ciencia ficción y realidad social devienen una mera ilusión óptica. La época moderna fue la verdadera inventora de esta profecía poblada de mecanismos hechos de pistones, tornillos, cadenas, palancas y ruedas, de los primeros hombres-máquina, autómatas y androides reales o imaginarios: desde el precursor “León mecánico” de Leonardo da Vinci en el siglo XV, o la supuesta hija autómata de René Descartes en el siglo XVII, hasta “La Eva Futura” de Villiers de L´Isle Adam en el siglo XIX, o Maria el robot antropomorfo de la película Metrópolis de Fritz Lang a principios del siglo XX, todas ellas criaturas que serán los antecesores de los cyborgs contemporáneos. La modernidad está colonizada por estos seres híbridos que conjugan la fuerza de la máquina y la inteligencia del humano que comenzaron a multiplicarse desde que en la revolución industrial, el modo de producción capitalista sustituyera el trabajo manual por la industrialización y mecanización de la fuerza de trabajo estableciendo una “economía del gesto”. En esa época, las innovaciones tecnológicas como la máquina de vapor y aquellas relacionadas a la industria textil, favorecieron enormes incrementos en la capacidad de producción, instaurando un modelo económico basado en la eficacia y en el progreso tecnológico, fenómeno que fomentó diversas transformaciones socioeconómicas pero también culturales. A partir de ello, la antropomorfización de las máquinas engendraría este universo de seres de la mitología moderna en los cuales se proyectaría el futuro de la humanidad.

El medio del arte no fue ajeno a estos cambios. La historia del arte de la modernidad se caracteriza por una tendencia generalizada a poner en duda los parámetros estéticos tradicionales que se basan en los criterios de la figuración: en las artes visuales la pintura deja de ser un referente estable, en la danza el ballet se deconstruye trastocando sus formas originales. Es una época marcada por el alejamiento de la representación objetiva para privilegiar la expresividad personal del artista sobre el carácter subjetivo de la creación y donde la naturaleza experimental de las artes comienza a incluir las nuevas tecnologías mecánicas. La danza se apropió de estos medios para potenciar las capacidades de la escena, para incrementar las posibilidades coreográficas del movimiento donde confluye la destreza orgánica y la ilusión del artificio. La bailarina americana Loïe Fuller, a fines del siglo XIX, es el icono de esta modernización de la escena dancística, con sus danzas serpentinas de velos interminables y sus insólitos efectos luminosos. La “Salome eléctrica” que fue inmortalizada por artistas plásticos como Toulouse-Lautrec, es el hito de una nueva intuición creativa que conjuga el cuerpo, la imagen y la tecnología. En sus espectáculos, esta diva del espejismo manipulaba toda clase de artilugios para crear impresiones cinemáticas que hipnotizaban a su público.

Utilizaba escenografías y vestuarios elaborados, armonizados con unos sofisticados juegos de luces y sombras que producían sorprendentes efectos visuales, sabiendo combinar con maestría el arte y la industria. Su multifacético interés por la innovación científica y sus experimentos con diversos químicos como el radio, la convirtieron en una verdadera ingeniera de la instalación escenográfica en pleno auge de la era mecánica. A partir de este momento, la presencia de techné tras bambalinas, es decir de la innovación tecnológica, será un medio incontestable en la investigación para la creación coreográfica.

Este vínculo entre la tecnología y el arte será un factor que caracterizará a las vanguardias del siglo XX. La danza incorpora al performans en vivo las primeras imágenes mediáticas, pero paralelamente la danza moderna también influenció la experiencia cinematográfica. La dinámica del movimiento fue acogida por los cuerpos dancísticos de igual manera que por el film. Felicia McCarren, en su libro “Dancing Machines: Choreographies of the Age of Mechanical Reproduction”(2) explica que por un lado la danza incluye tecnologías innovadoras para explorar nuevos paradigmas del cuerpo kinestésico, por el otro los medios tecnológicos como el cine retoman de la danza su expresividad motriz. De ese modo surgen los llamados “ballets mecánicos”, los montajes coreográficos que sustituyen la presencia del cuerpo humano por el cuerpo de las máquinas, originando una fantasía industrial de aparatos danzantes. El film “Mechanical Principles” de Ralph Steiner (1930) muestra una serie de imágenes en donde mecanismos de pistones transforman el movimiento vertical hacia direcciones rotativas a través de complejos engranajes, creando una composición lírica del funcionamiento mecánico. Acompañada por una música de fondo esta animación expone la tecnofilia coreográfica de la modernidad. La danza se vuelve cómplice de esta utopía moderna, en donde las nuevas tecnologías como el film se convierten en una herramienta fundamental para el registro de la memoria dancística, pero más allá de ello expanden la esfera de posibilidades para la experimentación coreográfica. De este modo, la revolución mecánica transforma la noción teatral clásica de la escena en donde la narrativa de la obra solía construirse en un espacio físico concreto. Si la modernidad dancística representa un cisma que trastocó irreversiblemente los parámetros conservadores de la escena hacia una dimensión ilusionista de la ficción, la posmodernidad está determinada por la revolución de las tecnologías mediáticas que potencían las capacidades del movimiento, las alteraciones en el uso del tiempo y del espacio, las posibles mutaciones del cuerpo donde confluye lo orgánico y lo artificial. Además de los elementos arquetípicos que forman parte de la escenografía como el vestuario y la decoración, el uso de proyecciones y video-instalaciones, articulados con montajes luminosos y sonoros, ha hecho que el espacio escénico deje de ser una realidad concreta, única e indivisible. En la actualidad la escena se caracteriza por ser un espacio fragmentado, en el que coexisten diversas dimensiones, temporalidades y cadencias de movimiento simultáneamente. Para ello, el montaje coreográfico se ha convertido en un sistema sofisticado que requiere de una alianza entre diversas disciplinas como las artes visuales, numéricas y sonoras para darle coherencia y síntesis a esta multiplicidad experimental.

De esta manera, la presencia de los medios electrónicos en la danza posibilita la existencia de dimensiones sincrónicas reales, visuales y virtuales en donde el cuerpo deviene un flujo que transita entre estas atmósferas. En esta nueva realidad, techné deja de ser un mecanismo oculto detrás de la escena que no debe jamás develar el secreto de sus maniobras internas para preservar el esplendor de la magia y del hipnotismo coreográfico. Por el contrario, en la nueva era electrónica, el mecanismo se expone, se evidencía, la seducción coreográfica reside justamente en el develamiento del dispositivo que la produce. En la posmodernidad techné esta presente en la escena y se convierte en un sujeto de representación. De este modo, al ámbito de los efectos visuales inventados por Loïe Fuller en la modernidad se suma el espacio virtual que representa una nueva extensión en el terreno coreográfico. A través de su interfase, se crea una nueva síntesis entre elementos humanos y cualidades tecnológicas, donde el hombre se convierte en un cuerpo digitalizado, en una simulación de su contraparte real. Pat Cadigan, escritora reconocida de la ficción cyberpunk, describe dos dimensiones de la realidad virtual: una que aspira a abandonar el cuerpo para viajar en el espacio digital a través de la computadora y otra que deriva de la experiencia física para crear nuevas realidades y espacios creativos a través del arte. De aquí surge la noción de “expanded body” que excede los límites del cuerpo desafiando nuestros sentidos para revelar un estado del cuerpo antes desconocido y con ello otros horizontes de la expresividad humana. En ese sentido, Benjamin Woolley, autor de diversos ensayos sobre la historia de la ciencia hasta el origen de la realidad virtual, propone en su libro “El Universo virtual”(3) que este ámbito tecno-científico provee un nuevo sentido de la fisicalidad, es decir un nuevo materialismo, otro tipo de realismo, más que una celebración de lo inmaterial.

‘I’ is memory evoca justamente el imaginario de la hibridación entre el cuerpo y la tecnología. La controversia está en que lo hace sin la intermediación del dominio digital. El cuerpo andrógino de Louise Lecavalier transmuta fusionándose al espacio, inventando una cadencia que simula la transferencia mediática del video. La escena deviene un enorme dataspace que proyecta la simetría, el orden minimalista y el fluido del espacio virtual. En esta coreografía, ya no es el cuerpo quien se vuelve virtual, quien es simulado por la transferencia de algún medio, sino el propio medio tecnológico quien es “virtualizado” por el cuerpo de la artista, demostrando las capacidades kinestésicas del hombre frente a las proezas tecnológicas. Aquí techné es parte de la escena pero no como un medio técnico que permite la existencia de dimensiones paralelas, sino como un elemento coreográfico en si mismo, es decir como parte de la poiesis de la obra. Con esta puesta en escena, Louise Lecavalier marca otro hito en la historia del uso de las tecnologías en la creación coreográfica donde el cuerpo trasciende la mediación tecnológica al momento de simular su alcance, sus efectos y sus consecuencias. Nunca antes había estado tan presente la percepción mediática sin estar palpablemente en la escena. En este contexto, la primera acción de la obra, aquella donde Lecavalier se pone el conjunto deportivo inerte acomodado sobre la silla, deviene una reapropiación, una recolonización de este territorio artificial, donde el cuerpo es quien materializa el mundo virtual. En ese sentido, ‘I’ is memory marca el inicio de una nueva etapa coreográfica, tal vez meramente accidental, que podríamos llamar la “Metamodernidad” porque en ella el cuerpo va más allá del uso de lo mecánico, lo informático o lo digital. Esta fase coreográfica sería aquella que adquiere sentido en la trascendencia del estado físico, no del cuerpo humano como tal, sino del cuerpo tecnológico que ha caracterizado la historia de la modernidad.

NOTAS

(1) Donna Haraway, “Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX”, en: Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Cátedra : Madrid, 1991.
(2) Felicia McCarren, Dancing Machines. Choreographies of the Age of Mechanical Reproduction, Stanford (California): Stanford University Press, 2003.
(3) Benjamin Woolley, El Universo virtual, traducción de Rodolfo Fernández González, Madrid:
Acento Editorial, 1994.

BIBLIOGRAFÍA


Donna Haraway, “Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista
a finales del siglo XX”, en Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la
naturaleza, Cátedra : Madrid, 1991.
Margot Lovejoy, Digital Currents: Art in the Electronic Age, Londres: Routledge,
2004.
Felicia McCarren, Dancing Machines. Choreographies of the Age of Mechanical Reproduction,
Stanford (California): Stanford University Press, 2003.
Josette Sultan y Jean-Christophe Vilatte. “Ce corps incertain de l’image Art/Technologies”,
en Champs Visuels. Revue interdisciplinaire de recherche sur
l’image, Paris: L’Harmattan, n°10, junio 1998.
Benjamin Woolley, El Universo virtual, traducción de Rodolfo Fernández González,
Madrid: Acento Editorial, 1994
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