¿Por qué concibe Nietzsche a la danza como una metáfora forzosa del pensamiento? Porque la danza es lo que se opone al gran enemigo de Nietzsche-Zaratustra, un enemigo que él denomina el “espíritu de la pesantez”. La danza es, en primer lugar, la imagen de un pensamiento sustraído de todo espíritu de pesantez. Es importante registrar las otras imágenes de esta sustracción, puesto que inscriben a la danza en una compacta red metafórica. Tomemos el caso del pájaro, por ejemplo. Como Zaratustra declara: “Y, sobre todo, el que yo sea enemigo del espíritu de la pesadez, eso es algo propio de la especie de los pájaros”.1 Esto nos proporciona una primera conexión metafórica entre la danza y el pájaro. Digamos que hay una germinación o un nacimiento danzante, de lo que podríamos llamar el pájaro dentro del cuerpo. En un sentido más amplio: hay en Nietzsche una imagen del vuelo. Zaratustra también dice: “Quien algún día enseñe a los hombres a volar, ése habrá cambiado de sitio todos las señales de piedra; para él los mismos volarán por el aire y él bautizará de nuevo a la tierra, llamándola –‘La ligera’”.2 Realmente sería una definición muy bella y sensata de la danza decir que es un nuevo nombre dado a la tierra. Ahí permanece el niño.
“Inocencia es el niño y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí”.3
Ésta es la tercera transformación, que se encuentra al inicio de Así habló Zaratustra –después del camello, que es el opuesto de la danza, y del león, demasiado violento como para ser capaz de llamar “ligera” a la tierra que ha iniciado de nuevo. Hay que tener en cuenta que la danza, que es tanto pájaro como vuelo, también es todo lo que el infante designa. La danza es inocencia porque es un cuerpo antes del cuerpo. Es olvido, porque es un cuerpo que olvida sus grilletes, su peso. Es un nuevo comienzo porque el gesto de la danza siempre debe ser algo como la invención de su propio comienzo. Y también es juego, desde luego, porque la danza libera al cuerpo de todo mimetismo social, de toda gravedad y conformidad. Una rueda que gira por sí misma: esto podría proporcionar una definición muy elegante para la danza. La danza es como un círculo en el espacio, pero un círculo que es su propio principio, un círculo que no se traza desde afuera, sino que más bien se traza a sí mismo. La danza es la fuerza motriz: cada gesto y cada línea de la danza debe presentarse, no como una consecuencia, sino como la misma fuente de movilidad.
Y finalmente, la danza es simple afirmación, porque hace del cuerpo negativo –el cuerpo vergonzoso– uno radiantemente ausente. Posteriormente, Nietzsche también hablará de fuentes, todavía dentro de la secuencia de imágenes que disuelven el espíritu de la pesadez. “Mi alma es un surtidor” y, desde luego, el cuerpo danzante siempre está saltando, fuera de la tierra, fuera de sí mismo.4
Por último, está el aire, el elemento aéreo que lo resume todo. La danza es lo que permite a la tierra llamarse a sí misma “aérea”. En la danza, la tierra se piensa como si estuviera dotada de una ventilación constante. La danza implica la respiración, el aliento de la tierra. Esto se debe a que la cuestión central de la danza es la de la relación entre verticalidad y atracción. Verticalidad y atracción entran en el cuerpo danzante y le permiten manifestar una posibilidad paradójica: que la tierra y el aire puedan intercambiar sus posiciones, de modo que una pase a ser la otra. Es por todas estas razones que el pensamiento encuentra su metáfora en la danza, la cual recapitula la serie del pájaro, la fuente, el niño y el aire intangible. Desde luego, esta serie puede parecer muy inocente, casi empalagosa, como un cuento infantil en el que ya nada puede afirmarse ni evaluarse. Pero es necesario entender que esta serie está atravesada por Nietzsche –por la danza– en términos de su relación con un poder y una furia. La danza es uno de los términos de la serie y es también lo que atraviesa violentamente toda la serie. Zaratustra dirá de sí mismo que tiene “pies sedientos de danza”.5
La danza le da una figura a la inocencia atravesada por el poder. Manifiesta la virulencia secreta de lo que inicialmente surgió como fuente, pájaro, infancia. En realidad, lo que justifica la identificación de la danza como la metáfora del pensamiento es la convicción de Nietzsche de que el pensamiento es una intensificación. Esta convicción se opone principalmente a la tesis según la cual el pensamiento es un principio cuyo modo de realización es externo. Para Nietzsche, prescribe el estruendo de su propio golpe pesado, el cuerpo del desfile militar. Finalmente, la danza para Nietzsche apunta a un pensamiento vertical, un pensamiento que se estira hacia su verdadera altura. Esta consideración obviamente está relacionada con el tema de la afirmación capturado por la imagen del “gran mediodía”, la hora en que el sol está en su cenit. La danza es el cuerpo consagrado a su cenit. Pero quizá, y aún más profundamente, lo que Nietzsche ve en la danza –como una imagen del pensamiento y como lo Real de un cuerpo– es el tema de una movilidad que se sujeta firmemente a sí misma, una movilidad que no se inscribe en una determinación externa, sino que se mueve sin despegarse de su propio centro. Esta movilidad no está impuesta, se despliega como si fuera una expansión de su centro.
Por supuesto, la danza corresponde a la idea nietzscheana de pensamiento como transformación activa, como poder activo. Pero esta transformación es tal que dentro de ésta se libera una interioridad afirmativa única. El movimiento no es ni un desplazamiento ni una transformación, sino un curso que atraviesa y sostiene la unicidad eterna de una afirmación. Por consiguiente, la danza designa la capacidad del impulso corporal no tanto de proyectarse en un espacio fuera de sí, sino de quedar atrapado en una atracción afirmativa que lo contenga. Éste es quizás el insight más importante de Nietzsche: más allá de la exhibición de movimientos o la rapidez de sus diseños externos, la danza es lo que da testimonio de la fuerza de restricción en el corazón de estos movimientos. Desde luego, esta fuerza de restricción se manifestará únicamente en el movimiento, pero lo que cuenta es la potente legibilidad de la restricción.
En la danza así concebida, el movimiento encuentra su esencia en lo que no ha tenido lugar, en lo que ha permanecido ya sea inefectivo o contenido dentro del movimiento mismo. Además, esto podría proporcionar otra forma más de aproximarse negativamente a la idea de la danza. Puesto que el impulso desenfrenado –el ruego corporal que inmediatamente se manifiesta y obedece– es precisamente lo que Nietzsche llama vulgaridad. Nietzsche escribe que toda vulgaridad deriva de la incapacidad de resistir a un ruego. O la vulgaridad radica en el hecho de que estamos obligados a actuar, “que obedecemos a cada impulso”. De esta forma, la danza se define como el movimiento de un cuerpo sustraído de toda vulgaridad.
La danza no es de ninguna manera el impulso corporal liberado, la energía desenfrenada del cuerpo. Por el contrario, es la manifestación corporal de la desobediencia a un impulso. La danza muestra cómo el impulso puede volverse inefectivo en el movimiento de tal modo que sería una cuestión de restricción, más que de obediencia. Estamos lejos de cualquier doctrina de la danza como un éxtasis primitivo o como la pulsación desmemoriada del cuerpo. La danza ofrece una metáfora para un pensamiento ligero y sutil precisamente porque muestra la restricción inmanente al movimiento y así se opone a la vulgaridad espontánea del cuerpo.
Ahora podemos pensar adecuadamente lo que se expresa en el tema de la danza como ligereza. Sí, la danza se opone al espíritu de la pesadez. Sí, es lo que le da a la tierra su nuevo nombre (“la ligera”) –pero, al final, ¿qué es la ligereza? Decir que es la ausencia de peso no nos lleva muy lejos. Por “ligereza” debemos entender la capacidad de un cuerpo para manifestarse como un cuerpo liberado, o como un cuerpo que no se constriñe a sí mismo. En otras palabras, como un cuerpo en estado de desobediencia con respecto a sus propios impulsos. Este impulso desobedecido se opone a Alemania (“obediencia y piernas largas”), pero sobre todo exige un principio de lentitud. La esencia de la ligereza reside en su capacidad de manifestar la lentitud secreta de lo rápido. En efecto, es por esta razón que la danza proporciona la mejor imagen de ligereza. El movimiento de la danza ciertamente puede manifestar una rapidez extrema, pero sólo en la medida en que esté habitado por su lentitud latente, por el poder afirmativo de la restricción. Nietzsche declara que “la voluntad debe aprender a ser lenta y desconfiada”.
Entonces la danza podría definirse como la expansión de la lentitud y la desconfianza del pensamiento-cuerpo. En este sentido, el danzante nos señala en dirección de lo que la voluntad es capaz de aprender. Obviamente esto se deduce de la observación de que la esencia de la danza es virtual, más que un movimiento real: movimiento virtual como la lentitud secreta del movimiento real. O más precisamente: la danza, en su rapidez más extrema y virtuosa, exhibe esa lentitud oculta que la hace de tal modo que lo que ocurre es indistinguible de su propia restricción. En la cima de su arte, la danza demostraría la extraña equivalencia no sólo entre rapidez y lentitud, sino también entre gesto y no gesto. Indicaría que, aun cuando el movimiento haya acontecido, este acontecer es indistinguible de un no-acontecer virtual. La danza se compone de gestos que, atormentados por su propia restricción, en cierto sentido quedan pendientes.
Pasando a mi propio pensamiento –mi doctrina– esta exégesis nietzscheana sugiere el siguiente punto: la danza proporcionaría la metáfora para el hecho de que cada pensamiento genuino depende de un acontecimiento. Un acontecimiento es precisamente lo que queda pendiente entre lo que acontece y lo que no acontece –a guisa de una aparición que es indistinguible de su propia desaparición. El acontecimiento se añade a lo que hay, pero tan pronto como se señala este suplemento, “lo que hay” reclama sus derechos, apoderándose de todo. La única forma de determinar un acontecimiento es dándole un nombre, inscribiéndolo en “lo que hay” como un nombre supernumerario. El acontecimiento “en sí mismo” nunca es otra cosa más allá de su propia desaparición. No obstante, una inscripción puede detener el acontecimiento como si estuviera en el filo dorado de la pérdida. El nombre es lo que decide sobre el haber acontecido. Entonces la danza apuntaría hacia el pensamiento como acontecimiento, pero antes de que este pensamiento haya recibido un nombre –en el extremo de su verdadera desaparición, en su disipación, sin el refugio del nombre. La danza imitaría un pensamiento que había quedado pendiente, algo así como un pensamiento nativo (o indefinido).
Sí, en la danza, podríamos encontrar la metáfora para lo indefinido. De ese modo, se volvería claro que la tarea de la danza es reproducir tiempo en el espacio. Un acontecimiento establece un tiempo singular con base en su fijación nominal. Desde que es trazado, nombrado e inscrito, el acontecimiento esboza en la situación –en “lo que hay”– un antes y un después. Empieza a existir un tiempo. Pero si la danza es una metáfora del acontecimiento “antes” del nombre, no puede participar en ese tiempo que sólo el nombre, mediante su reducción, puede instituir.
La danza se sustrae de la decisión temporal. En la danza hay por tanto algo que es previo al tiempo, algo pretemporal. Este elemento pretemporal es el que se interpretará en el espacio. La danza es lo que suspende al tiempo en el espacio.
En El alma y la danza, Valéry, dirigiéndose a la bailarina, le dice: “¡qué extraordinaria eres en tu inminencia!”. En efecto, podríamos decir que la danza es el cuerpo asediado por la inminencia. Pero lo que es inminente es precisamente el tiempo antes del tiempo que llegará a ser. De este modo, la danza, como especialización de la inminencia, sería la metáfora de lo que cada pensamiento funda y organiza. En otras palabras, el pensamiento interpreta el acontecimiento antes de que éste reciba un nombre. Se deduce que, para la danza, el silencio toma el lugar del nombre. La danza manifiesta el silencio antes del nombre exactamente de la misma manera que constituye el espacio antes del tiempo.
La objeción inmediata obviamente concierne al papel de la música.
¿Cómo podemos hablar de silencio cuando todo baile parece fuertemente sometido a la jurisdicción de la música? De acuerdo, existe una concepción de la danza que la describe como el cuerpo asediado por la música y, más preciso, como el cuerpo asediado por ritmo. Pero esta concepción es una vez más aquella de “obediencia y piernas largas”, aquella de nuestra pesada Alemania, aun cuando la obediencia reconozca que la música es su ama. No hay que vacilar en decir que todo baile que obedece a una música –aun cuando esa música sea de Chopin o de Boulez– inmediatamente la convierte en música militar al mismo tiempo que se metamorfosea en una mala Alemania. Sean cuales sean las paradojas, debemos afirmar lo siguiente: cuando de danza se trata, el único deber de la música es marcar el silencio. La música es por tanto indispensable, pues el silencio debe marcarse para poder manifestarse como silencio. ¿Cómo el silencio de qué? Como el silencio del nombre. Si es verdad que la danza interpreta la denominación del acontecimiento en el silencio del nombre, la música indica el lugar de este silencio. Esto es completamente natural: no es posible indicar el silencio fundador de la danza excepto mediante la concentración más extrema de sonido. Y la concentración más extrema de sonido es música. Es necesario ver que a pesar de todas las apariencias –apariencias a las que les gustarían las “piernas largas” del baile para obedecer la prescripción de la música– realmente es la danza quien le ordena a la música, en la medida en que la música marca el silencio fundador donde la danza presenta el pensamiento nativo en la economía aleatoria y evanescente del nombre. Captada como la metáfora de la dimensión acontecedera de todo pensamiento, la danza es anterior a la música de la que depende.
De estos prolegómenos podemos extraer, como tantas consecuencias, lo que llamaré los principios de la danza. No de la danza concebida en sus propios términos, con base en su historia y técnica, sino de la danza tal como es recibida y abrigada por la filosofía.
Estos principios están perfectamente claros en los dos textos que Mallarmé dedicó a la danza, dos textos tan profundos como cortos, que me parecen definitivos.7
Distingo seis de estos principios, los cuales se relacionan con el vínculo entre danza y pensamiento, y están gobernados por una comparación inexplícita entre danza y teatro.
Aquí está la lista:
1. La obligación del espacio
2. El anonimato del cuerpo
3. La omnipresencia borrada de los sexos
4. La sustracción de sí mismo
5. La desnudez
6. La mirada absoluta
Discutámoslos por orden.
Si es verdad que la danza interpreta el tiempo en el espacio, que supone el espacio de la inminencia, entonces la danza tiene una obligación de espacio. Mallarmé lo plantea de la siguiente forma: “Me parece que sólo la danza necesita un espacio real”.8 Atención, sólo la danza. La danza es el único arte que está constreñido al espacio. En particular, no es el caso del teatro. Como señalé ya, la danza es el acontecimiento antes de la denominación. El teatro, por su parte, no es más que la consecuencia de la interpretación del acto de dar un nombre. Una vez que hay un texto, una vez que se ha dado un nombre, la exigencia es tiempo, no espacio. El teatro puede consistir en alguien que lee detrás de una mesa. Desde luego, podemos proporcionarle un escenario, una escenografía, pero todo eso, para Mallarmé, no es esencial. El espacio no es una obligación intrínseca del teatro. La danza, por su parte, integra el espacio en su esencia. Es la única figura de pensamiento que lo hace, de modo que podríamos argumentar que la danza simboliza el propio espaciado del pensamiento.
¿Qué significa esto? Una vez más, tenemos que reiterar el origen acontecedero de cualquier instancia de pensamiento. Un acontecimiento se ubica siempre en la situación, nunca la afecta como “un todo”: existe lo que he llamado un “sitio de acontecimiento”.9 Antes de que la denominación establezca el tiempo en que el acontecimiento “funciona” a través de una situación como la verdad de esa situación, está el sitio. Y dado que la danza es una actuación del primer nombre
(l’avant-nom), debe desplegarse como inspección de un sitio. De un sitio puro. Hay en la danza –la expresión es de Mallarmé –“una virginidad del sitio”. Y añade: “una virginidad no soñada del sitio”.10
¿Qué significa “no soñada”? Significa que el sitio de acontecimiento no sabe qué hacer con la imaginación de una escenografía. La escenografía es para el teatro, no para la danza. La danza es el sitio como tal, desprovisto del adorno figurativo. Exige espacio, o espaciado, y nada más. Eso es todo en cuanto al primer principio.
En cuanto al segundo –el anonimato del cuerpo –redescubrimos en éste la ausencia de cualquier término: el primer nombre. El cuerpo danzante, a medida que llega al sitio y se ve espaciado en la inminencia, es un pensamiento-cuerpo. El cuerpo danzante nunca es alguien. Sobre estos cuerpos, Mallarmé declara que “sólo son un emblema, nunca alguien”11. Un emblema está por encima de todo lo que se opone a la imitación. El cuerpo danzante no imita a un personaje o una singularidad.
No representa (figura) nada. El cuerpo del teatro, por su parte, siempre está atrapado en la imitación, capturado por el papel. Ningún papel envuelve al cuerpo danzante, que es el emblema de la aparición pura. Pero un emblema también se opone a toda forma de expresión. El cuerpo danzante no expresa ningún tipo de interioridad. Completamente en la superficie, como una intensidad visiblemente contenida, es en sí mismo interioridad. Ni imitación ni expresión, el cuerpo danzante es un emblema de la visitación en la virginidad del sitio. Llega al sitio precisamente para manifestar que el pensamiento –el verdadero pensamiento –, que está encima de la desaparición del sitio, es la inducción de un sujeto impersonal. La impersonalidad del sujeto de un pensamiento (o de una verdad) deriva del hecho de que dicho sujeto no preexiste al acontecimiento que lo autoriza. De ahí que no haya motivo para concebir a este sujeto como “alguien”, puesto que el cuerpo danzante va a significar, a través de su personaje inaugural, que es como un primer cuerpo. El cuerpo danzante es anónimo porque nace ante nuestros propios ojos como un cuerpo. Asimismo, el sujeto de una verdad nunca está antes –por mucho que haya avanzado –de ese “alguien” que lo está. Pasando ahora al tercer principio –la omnipresencia borrada de los sexos– podemos extraerlo de las declaraciones aparentemente contradictorias de Mallarmé. Es la contradicción que se da en la oposición que establezco entre “omnipresencia” y “borrada”. Podríamos decir que la danza manifiesta universalmente que hay dos posiciones sexuales (cuyos nombres son “hombre” y “mujer”) y que, al mismo tiempo, abstrae o borra esta dualidad. Por un lado, Mallarmé plantea que todo baile “no es más que la interpretación misteriosa y sagrada” del beso.12
En el centro del baile hay, pues, una conjunción de los sexos, y esto es lo que debemos llamar omnipresencia. La danza se compone por completo de la conjunción y disyunción de las posiciones sexuales. Todos sus movimientos retienen su intensidad dentro de recorridos cuya gravitación crucial une –y luego separa– las posiciones de “hombre” y “mujer”. Pero, por otro lado, Mallarmé también advierte que el danzante “no es una mujer”.13 ¿Cómo es posible que toda danza no sea más que la interpretación del beso –de la conjunción de los sexos y, para decirlo sin rodeos, del acto sexual– y, sin embargo, la bailarina como tal no pueda llamarse “mujer”, más de lo que el bailarín sí puede llamarse “hombre”? Se debe a que la danza sólo retiene una forma pura de la sexuación, el deseo y el amor: la forma que organiza el tríptico del encuentro, el enredo y la separación. En la danza, estos tres términos están técnicamente codificados. (Los códigos varían considerablemente, pero siempre están funcionando.) Una coreografía organiza el nudo espacial de los tres términos. Pero en última instancia, lo triple que comprende el encuentro, el enredo y la separación logra la pureza de una restricción intensa que se separa de su propio destino.
En realidad, la omnipresencia de la diferencia entre el bailarín y la bailarina, y a través de ésta la omnipresencia “ideal” de la diferencia sexual, es tratada únicamente como el organon de la relación entre reconciliación y separación –de tal modo que la pareja bailarín/ bailarina no puede superponerse nominalmente a la pareja hombre/mujer. Al final, lo que está en juego en la alusión ubicua a los sexos es la correlación entre ser y desaparecer, entre acontecer y anulación –una correlación que extrae su codificación corpórea reconocible del encuentro, el enredo y la separación.
La energía disyuntiva a la que la sexuación proporciona el código está hecha para servir como metáfora del acontecimiento como tal, una metáfora de algo cuya existencia total reside en la desaparición. Es por esta razón que la omnipresencia de la diferencia sexual se borra o se anula a sí misma, puesto que no se trata del fin representativo de la danza, sino más bien de una abstracción formal de la energía cuyo recorrido llama, en el espacio, a la fuerza creativa de la desaparición.
Para el principio número cuatro –sustracción de sí mismo –es aconsejable recurrir a una afirmación totalmente extraña de Mallarmé: “El bailarín no baila”.14 Acabamos de ver que esta bailarina no es una mujer, pero encima de esto, ni iquiera es una “bailarina”, si entendemos por esto la persona que ejecuta un baile. Comparemos esta afirmación con otra: la danza –nos dice Mallarmé –es “un poema liberado de cualquier aparato del escribano”15. Esta segunda afirmación es tan paradójica como la primera (“el bailarín no baila”), puesto que el poema es por definición un trazo, una inscripción, especialmente en su concepción mallarmeana. Por consiguiente, el poema “liberado de cualquier aparato del escribano” es precisamente el poema descargado del poema, el poema sustraído de sí mismo, así como el bailarín, que no baila, es danza sustraída de la danza.
La danza es como un poema no inscrito, no trazado. Y la danza es también como un baile sin baile, un baile no bailado. Lo que aquí se afirma es la dimensión ustractiva del pensamiento. Cada instancia genuina del pensamiento se sustrae del conocimiento en el que se constituye. La danza es una metáfora del ensamiento precisamente en la medida en que indica, por medio del cuerpo, que el pensamiento, en la forma de su aparición como acontecimiento, se sustrae de cualquier preexistencia de conocimiento.
¿Cómo apunta la danza a esta sustracción? Precisamente en la manera en que la “verdadera” bailarina nunca debe parecer conocer el baile que baila. Su conocimiento (que es técnico, inmenso y dolorosamente adquirido) se ve atravesado, como si fuera nulo, por la aparición pura de su gesto. “El bailarín no baila” significa que lo que uno ve no es en ningún momento la realización de un conocimiento preexistente, aun cuando el conocimiento sea, hasta la médula, su material de apoyo.
La bailarina es el olvido milagroso de su propio conocimiento sobre la danza. Ésta no ejecuta la danza, sino que es la intensidad contenida que manifiesta la indecisión del gesto. En principio, la bailarina anula cada baile conocido porque dispone de su cuerpo como si fuera inventado.
De modo que el espectáculo de la danza es el cuerpo sustraído de todo conocimiento de un cuerpo, el cuerpo como eclosión. Sobre dicho cuerpo, uno necesariamente diría –éste es el quinto principio –que está desnudo. Obviamente importa muy poco si lo está empíricamente hablando. El cuerpo de la danza está esencialmente desnudo.
Así como la danza es una visitación del sitio puro y, por consiguiente, no necesita de una escenografía (haya o no una), del mismo modo, el cuerpo danzante, que es un pensamiento-cuerpo a guisa de acontecimiento, no necesita de un vestuario (haya o no un tutú). Esta desnudez es crucial.
¿Qué dice Mallarmé? Dice que la danza “te ofrece la desnudez de tus conceptos”. Y añade: “y silenciosamente rescribirá tu visión”.16 La “desnudez”, por consiguiente, se entiende de la siguiente forma: la danza, como una metáfora del pensamiento, nos presenta el pensamiento como desprovisto de relación con cualquier otra cosa que no sea éste, en la desnudez de su aparición. La danza es un pensamiento sin relación, el pensamiento que no se relaciona con nada, que no pone nada en relación. Podríamos decir que es la conflagración pura del pensamiento, porque repudia todos los adornos posibles del pensamiento. De ahí el hecho de que la danza sea (o tienda a ser) la exhibición de la desnudez casta, la desnudez previa a cualquier adorno, la desnudez que no se deriva del despojo de adornos sino que es, por el contrario, como se da antes de todo adorno –así como el acontecimiento se da “antes” del nombre.
El sexto y último principio ya no concierne al bailarín, ni siquiera a la danza misma, sino al espectador. ¿Qué es el espectador de la danza? Mallarmé contesta esta pregunta de una manera particularmente exigente. Así como el bailarín –que es un emblema –nunca es alguien, el espectador de la danza debe ser rigurosamente impersonal. El espectador de la danza no puede ser de ninguna manera la singularidad de aquel que está mirando. Efectivamente, si alguien mira la danza, inevitablemente se convierte en su voyeur. Este punto se deriva de los principios de la danza, de su esencia (omnipresencia borrada de los sexos, desnudez, anonimato del cuerpo, etc.). Estos principios no pueden volverse efectivos a menos que el espectador renuncie a todo lo que en su mirada pueda ser singular o deseo. Cada uno de los demás espectáculos (y, sobre todo, el teatro) exige que el espectador le confiera su propio deseo a la escena. En ese aspecto, la danza no es un espectáculo. No es un espectáculo porque no puede tolerar la mirada del deseo, la cual, una vez que hay danza, sólo puede ser la mirada de un voyeur, una mirada en la que las sustracciones de la danza se suprimen a sí mismas. Lo que se necesita es lo que Mallarmé llama “una mirada absoluta impersonal o fulgurante”.17
Una restricción estricta – ¿acaso no lo es? –pero que domine la desnudez esencial de los danzantes, tanto hombres como mujeres. Hemos hablado de lo “impersonal”. Si la danza va a proporcionar una figura para el pensamiento nativo, sólo puede hacerlo conforme a una dirección universal. La danza no se dirige hacia la singularidad de un deseo cuyo tiempo, por lo demás, apenas tiene que constituirse. Más bien, la danza es lo que expone la desnudez de los conceptos. La mirada del espectador debe, pues, dejar de buscar, en los cuerpos de los danzantes, los objetos de su propio deseo –una operación que nos remitiría de nuevo a una desnudez decorativa o fetichista. Lograr la desnudez de los conceptos exige una mirada que –liberada de todo deseo de indagar en los objetos para los cuales el cuerpo “vulgar” (como diría Nietzsche) funciona como un soporte– alcanza el pensamiento-cuerpo inocente y primordial, el cuerpo inventado o revelado. Pero dicha mirada no le pertenece a nadie. “Fulgurante”: la mirada del espectador de la danza debe captar la relación del ser con el desaparecer –nunca puede satisfacerse con un mero espectáculo. Además, la danza siempre es una totalidad falsa. No posee la duración cerrada de un espectáculo, sino que es más bien la actuación permanente de un acontecimiento en su vuelo, atrapado en la equivalencia no resuelta entre su ser y su nada. Sólo el destello de la mirada es apropiado aquí, y no su atención realizada.
“Absoluta”: el pensamiento que encuentra su figura en la danza debe considerarse como una adquisición eterna. La danza, precisamente porque se trata de un arte absolutamente efímero –puesto que desaparece tan pronto como tiene lugar –alberga la carga más fuerte de eternidad. La eternidad no consiste en “permanecer como uno es”, ni en la duración. La eternidad es precisamente lo que vigila la desaparición.
Cuando una mirada “fulgurante” agarra un gesto evanescente, sólo puede mantenerlo puro, fuera de cualquier recuerdo empírico. No hay otra forma de salvaguardar lo que desaparece que vigilarlo eternamente. Mantener vigilancia en lo que no desaparece significa exponerlo a la erosión de la vigilancia. Pero la danza, cuando es capturada por un espectador genuino, no puede acabarse, precisamente porque no es más que el efímero absoluto de su encuentro. En este sentido, hay un absolutismo de la mirada dirigida hacia la danza.
Ahora, si examinamos los seis principios de la danza, podemos establecer que el verdadero opuesto de la danza es el teatro. Por supuesto, también está el desfile militar, pero ése es simplemente un opuesto negativo. El teatro es el opuesto positivo de la danza.
Ya hemos sugerido, en unos cuantos puntos, cómo el teatro refuta los seis principios. Señalamos de pasada que, dado que el texto posee una función de denominación dentro de éste, en el teatro no hay restricción del sitio puro y que el actor es cualquier cosa menos un cuerpo anónimo. Sería fácil mostrar que en el teatro tampoco hay omnipresencia de los sexos, pero que, por el contrario, lo que encontramos es el psicodrama hiperbólico de la sexuación. Esa obra teatral, lejos de constituir una sustracción, está por encima de sí misma: mientras que el bailarín puede no bailar, el actor está obligado a actuar, a interpretar el acto, así como los otros cinco. Tampoco hay desnudez en el teatro. Lo que tenemos, en cambio, es un vestuario obligatorio –siendo la desnudez un vestuario y uno de los más llamativos. En cuanto al espectador de teatro, no se requiere de él la mirada impersonal absoluta y fulgurante, puesto que lo que es apropiado para su papel es la excitación de una inteligencia que se encuentra enredada en la duración de un deseo.
De esta forma, hay un choque esencial entre la danza y el teatro. Nietzsche se plantea este choque de la forma más simple: mediante una estética antiteatral. Sobre todo en el último Nietzsche, y en el contexto de su ruptura total con Wagner, el lema verdadero del arte moderno exige que uno se sustraiga del dominio despreciable y decadente de lo teatral (a favor de la metáfora de la danza, como un nuevo nombre dado a la tierra).
Nietzsche designa la sumisión de las artes al efecto teatral como “histrionismo”. Una vez más, nos topamos con el enemigo de toda danza, la vulgaridad. Haber terminado con el histrionismo de Wagner es oponer la ligereza de la danza a la mendacidad vulgar del teatro. El nombre “Bizet” sirve para enfrentar el ideal de una música “danzante” a la música teatral de Wagner, que es una música degradada por el hecho de que, en lugar de marcar el silencio de la danza, acentúa persistentemente la pesadez de la obra. No comparto la idea según la cual la teatralidad es el principio mismo de la corrupción de todas las artes. Ésta tampoco es la idea de Mallarmé. Él afirma todo lo contrario a esta idea cuando escribe que el teatro es un arte superior. Ve claramente que hay una contradicción entre los principios de la danza y los del teatro. Pero lejos de refrendar la infamia histriónica del teatro, enfatiza en su supremacía artística sin por ello quitarle a la danza el derecho a su propia pureza conceptual.
¿Cómo es posible esto? A fin de entenderlo, debemos exponer una afirmación provocativa pero necesaria: la danza no es un arte. El error de Nietzsche radica en creer que existe una medida común entre la danza y el teatro, una medida que se puede encontrar en su intensidad artística. A su manera, Nietzsche sigue colocando al teatro y la danza dentro de una clasificación de las artes. Mallarmé, en cambio, al declarar que el teatro es un arte superior, no desea de ninguna manera afirmar la superioridad del teatro sobre la danza. Por supuesto, Mallarmé no dice que la danza no sea un arte, pero podemos decirlo en su lugar, una vez que penetremos en el significado genuino de los seis principios de la danza.
La danza no es un arte, porque es la señal de la posibilidad de arte como si estuviera inscrito en el cuerpo. Permítanme proporcionar una breve explicación de esta máxima.
Spinoza dice que buscamos saber lo que el pensamiento es mientras que ni siquiera sabemos de lo que es capaz un cuerpo. Diré que la danza es precisamente lo que nos muestra que el cuerpo es capaz de arte. Nos proporciona el grado exacto al que, en un momento dado, éste es capaz.
Pero decir que el cuerpo es capaz de arte no significa hacer un “arte del cuerpo”. La danza apunta hacia esta capacidad artística del cuerpo sin por ello definir un arte singular. Decir que el cuerpo, como cuerpo, es capaz de arte, es exhibirlo como un pensamiento-cuerpo. No como un pensamiento atrapado en un cuerpo, sino como un cuerpo que piensa.
Ésta es la función de la danza: el pensamiento-cuerpo que se muestra a sí mismo bajo la señal evanescente de una capacidad para el arte. La sensibilidad a la danza que cada uno de nosotros posee viene del hecho de que la danza responde, a su manera, la pregunta de Spinoza: ¿de qué es capaz un cuerpo como tal? Es capaz de arte, es decir, puede exhibirse como pensamiento nativo. ¿Cómo vamos a llamar a la emoción que nos embarga en este momento –tan pequeña como nosotros mismos podemos ser capaces de una mirada impersonal absoluta y fulgurante? Llamaré a esta emoción un vértigo exacto. Es un vértigo porque el infinito aparece en éste tan latente dentro de la finitud del cuerpo visible. Si la capacidad del cuerpo, a guisa de capacidad para el arte, es exhibir el pensamiento nativo, esta capacidad para el arte es infinita, y también lo es el propio cuerpo danzante. Infinito en el instante de su gracia aérea. De lo que nos ocupamos aquí, que es verdaderamente vertiginoso, no es de la capacidad limitada de un ejercicio del cuerpo, sino de la infinita capacidad de arte, de todo arte, que está arraigada en el acontecimiento que su posibilidad prescribe.
No obstante, este vértigo es exacto. Esto es porque en última instancia es la precisión contenida lo que cuenta, lo que testifica para el infinito. Es la lentitud secreta y no la virtuosidad manifiesta. Ésta es una precisión extrema o milimétrica que concierne a la relación entre gesto y no gesto. De ahí que el vértigo del infinito se dé en la exactitud más duradera. Me parece que la historia de la danza está determinada por la renovación perpetua de la relación entre vértigo y exactitud. ¿Qué permanecerá virtual, qué se actualizará y precisamente cómo liberará la restricción al infinito? Estos son los problemas históricos de la danza. Estas invenciones son invenciones del pensamiento. Pero dado que la danza no es un arte, sino sólo una señal de la capacidad del cuerpo para el arte, estas invenciones siguen muy de cerca toda la historia de las verdades, incluida la historia de aquellas verdades enseñadas por el arte propiamente dicho. ¿Por qué hay una historia de la danza, una historia de la exactitud del vértigo? Porque la verdad no existe. Si la verdad existiera, habría una danza extática, un conjuro místico del acontecimiento. Indudablemente ésta es la convicción de los derviches giróvagos. Pero lo que más bien hay son verdades dispares, un múltiplo aleatorio de acontecimientos de pensamiento. La danza se apropia de esta multiplicidad dentro de la historia. Esto presupone una redistribución constante de la relación entre vértigo y exactitud. Es necesario probar, una y otra vez, que el cuerpo de hoy es capaz de mostrarse como un pensamiento-cuerpo.
Sin embargo, “hoy” nunca es algo, aparte de las nuevas verdades. La danza va a danzar el tema nativo y acontecedero de estas verdades. Un nuevo vértigo y una nueva exactitud. De esta forma, debemos volver a donde empezamos. Sí, la danza es efectivamente –todas y cada una de las veces– un nuevo nombre que el cuerpo le da a la tierra. Pero ningún nombre nuevo es el último. Como la presentación corpórea del primer nombre de las verdades, la danza cambia el nombre de la tierra incesantemente. En este sentido, se trata efectivamente del reverso del teatro, que no tiene nada que ver con la tierra, con su nombre, ni siquiera con aquello de lo que el cuerpo es capaz. El teatro es en sí un niño, en parte de la política y del Estado, en parte de la circulación del deseo entre los sexos. El hijo bastardo de Polis y Eros.
Traducción del inglés: Sandra Strikovsky
Notas
(1) Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, trad. A Sánchez Pascual, Madrid: Alianza Editorial, recuperado en www.nietzscheana.com.ar
(2) Ibíd.
(3) Ibíd.
(4) Ibíd
(5) Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, trad. Juan Carlos García Borrón, Barcelona: Planeta-Agostini, 1992, p. 254.
(6) Friedrich Nietzsche, The Case of Wagner, trans. Walter Kaufmann (New York: Vintage, 1967), p. 180. T. de T
(7) Stéphane Mallarmé, “Ballets” y “Another Dance Study”, en Mallarmé in Prose, ed. Mary Ann Caws (New York: New Directions, 2001), pp. 108-16. T. de T.
(8) Stéphane Mallarmé, “Le genre ou des modernes”, en Igitur, Divagations, Coup de dés, (París: Gallimard, 1976), p. 208. Traducido al inglés por Alberto Toscano en Badiou, Alain. Handbook of Inaesthetics, (Stanford: Stanford University Press, 2005). T. del T.
(9) Alain Badiou, L’être et l’événement, (París: Seuil, 1988), pp. 193-98. Traducido al inglés por Alberto Toscano en Badiou, Alain. Handbook of Inaesthetics, (Stanford: Stanford University Press, 2005). T. del T.
(10) Stéphane Mallarmé, Mallarmé in Prose, p. 115. T. del T.
(11) Ibíd., p. 109.
(12) Ibíd., p. 111.
(13) Ibíd., p. 109.
(14) Ibíd.
(15) Ibíd.
(16) Ibíd., p. 113.
(17) Ibíd., p. 112.