Jorge Cuesta

El teatro universitario



El Teatro Hidalgo, el día 1º del presente, hizo su primera representación el Teatro de la Universidad Nacional, con El primer destilador de Tolstoi. La prensa se había ocupado anteriormente de su preparación y había publicado las razones con que la Universidad recomienda este experimento teatral, destinado a servir a la elevación moral e intelectual de los obreros y campesinos. Pero habrían de buscar su fuerza estas razones en la adulación del espíritu revolucionario que mezcla la idea del ennoblecimiento de los obreros y campesinos al servicio de una teoría económica, cuyo prestigio político es por desgracia internacional, y que en México se ha establecido con un gran vigor retórico, del que es fácil denunciar la falta de consistencia y falta de realidad. Me parece oportuno, por esta causa, mencionar que afortunadamente decepciona, acaso no tanto a la Universidad como al espíritu revolucionario con el que se apoya el éxito que logró la representación, despojándose espontáneamente del objeto al que se pretendió hacerlo servir de los argumentos con que se quiso justificarlo de antemano, y hasta del mismo valor literario de la pieza representada, para no deberse sino al esfuerzo artístico del grupo de autores que en ella intervino, formado por estudiantes y obreros, y de quienes dirigieron y vigilaron su ejecución.

La pieza es, en efecto, detestable, y es valiosísimo que, en el fondo, haya sido indiferente su elección. Pero fue elegida, según se anunció públicamente, en vista de su moraleja antialcohólica, tan poco exigente como la propaganda religiosa a la que podría suponerse que también sirve. A lo que sirve acaso, con más fidelidad, es a una propaganda agrícola, aunque con exclusión de las otras, y cuyo mérito moral es indiscutible. Pues la enseñanza que inmediatamente se recoge de ella es que el agricultor tiene más provecho en aumentar sus cosechas, como también en fabricar alcohol de su cereal, lo que es una sabia enseñanza económica; y que, gracias al alcohol, puede ganarse la voluntad de la gente, lo que es también una sabia enseñanza política. La farsa se desarrolla de este modo: el diablo, encargado de ganar para el infierno las almas de los campesinos, emplea cuantos medios imagina, sin éxito, derrotándolo la falta de ociosidad del campesino ejemplar sobre el cual se ensaña, y a quien su noble trabajo agrícola tiene embrutecido. Requerido por el diablo mayor, en medio del tormento que se le aplica, descubre el diablo, de los campesinos, el miedo de perderlos. Con apariencia de campesino, se hace emplear por su víctima, para poner en práctica su plan infernal: primero le despierta la inteligencia y le enseña una agricultura racional que le permite doblar sus cosechas; las multiplica, en efecto; lo lleva a la abundancia; pues consistiendo su virtud en la necesidad, en el hambre y en su embrutecimiento por el trabajo, apenas lo ponga en la abundancia su perdición será segura. Le enseña, para conseguirla, a fabricar aguardiente del trigo y le hace probar la maravillosa bebida. Todo el mundo bebe, menos su padre puritano quien, violentado por la contemplación del vicio descubierto, abandona el hogar del hijo y pretende recuperar el dominio de la fortuna que ya había entregado a su posesión. Pero, embriagándolos, el hijo se gana el apoyo de los principales del pueblo y logra que todos amen al virtuoso padre. Al fin, éste se consterna inútilmente sobre la embriaguez de su hijo y el diablo se regocija de su obra. Como puede verse, la moraleja de la pieza es poco edificante. Lo que es edificante es el éxito que su representación obtuvo, cuando no sólo no molestó, sino que hizo aplaudir a un público, algo más que exiguo que el de obreros y campesinos al que iba destinada, y que tuvo todavía que soportar la inmensidad de los entreactos, originada por la pobreza de la tramoya, cosa que lo predisponía desagradablemente.

En la denominación de “arte para el pueblo”, cuyo empleo es oficial en México, acaso no pueda precisarse quién resulta más ofendido, si el arte o el pueblo, cuando se mira en aquél una función literaria cuyo objeto no debe exceder la satisfacción de las necesidades de éste, en las que habrá de mirarse sólo a las más apremiantes y a las más viles. Según esta condición, no valdrá para tal obra de arte que no contenga –mejor si exclusivamente- la enseñanza moral que prevenga contra el vicio, contra la miseria o contra la injusticia social, así tenga que sacrificar a la verdad y valerse de miserias artísticas para conservarse fiel a su propósito de propaganda. Juzgándolo por éste, el pueblo estará integrado por seres incapaces de encontrar satisfacción en un placer artístico desinteresado, ni provecho en la contemplación desinteresada de la verdad, tan urgentemente estarán apremiados por la necesidad y por el vicio. Y éstos serán de tal naturaleza, que no acudirán a buscar los medios de satisfacerse la primera, de corregirse el segundo, en una exposición directa de su realidad, sino que habrá de esconderla detrás de una falsa apariencia artística que les sirva como de trampa, para lograr sorprender su atención. El arte, pues, habrá de ser una seducción según este concepto, pero ilegítima hasta que no se justifica, revistiendo con ella lo que es útil, pero repugnante.

No sé hasta qué punto pueda confiarse espontáneamente en la moralidad de esta doctrina moral, que fuera de ella –en el arte- tiene necesidad de buscar los recursos de su poder, ni qué tan eficaz pueda sentirse en su ejercicio, al desfigurarlos con el uso que hace de ellos. El arte es una seducción, es cierto, pero esta seducción se la debe a su libertad. No abría la puerta de la gruta del tesoro la substitución del “sésamo, ábrete”, por el de “trigo, ábrete”, o por la cebada o el centeno, más inmediatos al espíritu; era menester el “sésamo”, según el cuento oriental ejemplarmente lo refiere. Así pierde el arte su seducción cuando se trata de substituir su libertad con su servidumbre, aun cuando ésta sea una servidumbre moral o históricamente revolucionaria, a la que todavía traiciona sugiriendo la poca firmeza de su propia convicción.

Con la desproporción a que nos referimos, entre el resultado de esta representación teatral y los fines a los que se explicó que obedecía, la Universidad habrá obtenido un doble triunfo que no hay que dejar inadvertido: habrá transfigurado una obra pésima y un propósito raquítico con el éxito artístico que consiguió, y habrá podido libertarse de recurrir a cualquier pretexto doctrinario, para fundar su labor artística dentro del teatro, que a sí misma ha podido bastarse. Puede esperarse, para lo futuro, que sólo necesite una inteligente dirección, la misma aplicación de los actores, entre quienes Ángel Salas notablemente se distingue, y mejorar su aspecto material, decoraciones, vestuario, etc., a expensas de la economía que empobrece la doctrina que se le supuso. Los obreros y los campesinos a quienes las representaciones sucesivas se dediquen, mayor provecho encontrarán en el honor que se haga a su gusto y con el estímulo que encuentre su inteligencia en un trabajo que sólo a la inteligencia ha servido; haciéndose, al fin, ocioso el pretexto que ahora tuvieron necesidad de invocar los autores de esta iniciativa teatral, para satisfacer a quienes encuentran que una obra de arte no se justifica a sí misma, con el raro talento sin embargo, de reservar su libertad para atender a una satisfacción más noble y más difícil.

 

[1930]