I
Después de uno de esos encuentros en los que, a los pocos minutos de estar conversando, creemos saber o, al menos, ya nos gustaría predecir y hasta asegurar, que esa conversación, que esa felicidad, durará, debe durar, toda la vida, comenzó una intensa amistad en la que yo, ante todo, escuché a Ronald Kay. Sin duda, aprendí mucho de él, aunque a veces también me rebelaba. Hubo alguna que otra apasionada pelea resbaladiza, desmesurada, de esas que son tan bienvenidas en la juventud. De esta manera, semana a semana, hace alrededor de treinta años, comencé a descifrar con avidez, con deslumbramiento, con zozobra también, como quien descubre un territorio nuevo e imprescindible aunque difícil de penetrar y que exige al viajero sucesivos rigores, los poemas de Ronald Kay.
En ese entonces, el principio de los años setentas, Ronald y yo estudiábamos en la ciudad fronteriza de Constanza. Esta ciudad alemana del Rococó se encuentra junto al lago que yo sé por qué en mi imaginación quedó para siempre desolado, tan desolado como el Caballero del lago de Constanza que, sin saberlo, cruza a caballo las aguas congeladas, y cuando al final de la jornada le informan qué ha hecho, ya a salvo, cae muerto. Una de las tantas historias que nos avisa:
¡Ten cuidado con las palabras!
Por lo pronto, no olvidemos que se puede matar con palabras.
Alto, barbado, brillante atributos que, por supuesto, no impedían que a veces resultara insoportable, Ronald Kay se sentía militantemente chileno, apasionadamente chileno, aunque había nacido, creo, al comienzo de los 40, de padres alemanes, en Hamburgo. Sus conocimientos de la tradición alemana recostados en esos tiempos a la sombra bienhechora de Walter Benjamin eran inmensos. Pero no menos abarcadores resultaban sus saberes de las entonaciones del castellano de Chile, desde Mistral, Huidobro y Neruda a los Parra, en particular en esa época, a los Parra (Nicanor, Violeta, Catalina...).
Tal vez buscando formar parte inevitable de la desgracia, la mayoría de las eternidades de la juventud acaban abruptamente. En algún momento que mi memoria no acaba de encontrar, o no quiere encontrar, Ronald regresó a un Chile viviendo el tumultuoso triunfo de Salvador Allende y la Unidad Popular. Lo cierto es que, como en tantas esquinas de la vida, aquella conversación que yo había creído que continuaría como un espiral alegre y sin fin, de pronto... ¿terminó?
Por supuesto, en alguna que otra ocasión, me pregunté qué había ocurrido con Ronald como para acentuar más las desventuras de este mundo uno pierde tantos amigos en el camino, y a menudo casi sin darse cuenta, que busca de suprimir hasta de la memoria esas ausencias. También me pregunté qué había pasado con aquellos poemas. Pues yo no había hojeado siete u ocho tanteos más o menos casuales de un muchacho que se quería dedicar a ese rincón perdido, pero tenaz de la cultura, hacer versos. Por el contrario, recordaba libros perfectamente armados, escritos por un poeta con un estilo personalísimo y, como si ello fuera poco, elaborados a partir de una poética nítida, incluso reflexivamente meditada.
Por lo demás, esa no era sólo la opinión de un amigo torpe, parcial y cercano como yo, sino que, si la memoria no me engaña, estoy reportando una convicción algo generalizada que incluye a algunos sabios profesores y hasta a uno o dos ilustres poetas (aunque nada de eso, claro, a la larga importa). ¿Qué se había hecho todo ese montonal de palabras? ¿Por qué no fueron publicadas en su momento?
Hace unos días, casi treinta años después, pero tan inesperadamente como aquel mediodía en que me topé en la Mensa el restaurante universitario de Constanza con Ronald, llegaron a mi casa en la ciudad de México dos de aquellos libros que había conocido en manuscrito. Confieso que me quedé un poco paralizado al abrir el paquete. ¿Quién me los mandaba? ¿Ronald... seguía vivo?, ¿aún escribía versos?
Duda inmediata, egoísta: ¿de qué modo podía yo volver a esos poemas que tanto había admirado? Observé durante algunos minutos aquellas alarmantes publicaciones chilenas como objetos irritantes, y hasta atemorizadores. Ni siquiera me atreví a hojear los libros. De acuerdo, treinta años hasta para el tango son algo; y cambian incluso a los filósofos más impávidos esos frecuentes buscadores obsesivos de lo que no cambia.
Reflexioné: el lector que soy se ha modificado con otras lecturas, y hasta con la firme amistad de otros poetas. No obstante, la dificultad era mayor. Volver a esos poemas no era sencillamente retomar dos libros de versos que había conocido y olvidado. Era, ante todo, emprender un viaje hacia mi pasado, hacia las conversaciones y las esperanzas, los temores y los proyectos y, en particular, hacia las largas noches de alegría chilena de mi juventud. Era navegar hacia los amores y los odios del ayer, y entre otras desgracias, comprobar todo lo que no fue. ¿De qué valijas se dispone para tales viajes, si es que hay alguna?
Apenas abrí el paquete que no acababa de entender quién me enviaba, no sin buscada desolación, dejé los libros sobre la mesa del comedor. Mi secreta esperanza: que desaparecieran. Capaz que alguien se los robaba. Esas cosas pasan en la ciudad de México. Felizmente durante el día hay siempre trabajos por hacer que nos distraen, llevándonos a mil lugares. No obstante, al regresar a las siete de la tarde a mi casa, con un poco de fiebre, en contra de mis deseos, los libros estaban todavía allí, tercamente esperándome. Con algo de aquella pompa juvenil que yo solía desparramar frente a Ronald, diría que formulaban un desafío que no se dejaba sobornar.
Después de alguna voltereta (por ejemplo, me volví a preguntar: ¿por qué Ronald no me escribe relatándome qué hace ahora?, ¿por qué no me cuenta qué ha hecho de su vida desde las últimas veces que conversamos?), reflexioné: otra vez el único camino posible es el directo. Entonces, me puse a leer.
II
El primero en publicación de esos dos libros se titula Variaciones ornamentales. Está impreso en Chile (extrañamente en la Facultad de Físicas y Matemáticas, en el año de 1979). Se recogen poemas de finales de los sesentas y comienzos de los setentas. Mi relectura apresurada descubre ¿redescubre? que sus líneas cortantes parecen hechas con citas del lenguaje callejero, o poético, o periodístico, o científico... La primera impresión que tengo: cada poema se constituye como un collage de varios lenguajes. ¿De qué hablo?
Detesto las críticas de poesía que no citan un solo verso, que no se detienen a atender, y gozar, un solo verso, y de inmediato recubren cualquier serie de palabras con vagas teorías (esas salsas espesas de las fondas de barrio que impiden hasta entrever qué es lo que uno está comiendo).
El libro Variaciones ornamentales se abre con un poema que es algo así como la declaración de un arte poética:
Alta visibilidad
Solo se limitaron a observar:
a) Los movimientos vacilantes del caza supersónico
que algunos habrían considerado
inconcebibles hace solo algunos meses,
b) el paño gris y 10% de blanco,
c) un pedazo de naturaleza,
d) vastos sectores desiertos,
e) lanzamientos de bultos al mar, y
f) vehículos dándose a la fuga.
Acontecimientos que demuestran irrefutablemente el propósito deliberado de distraer.
Antes de recorrer un poco este poema, daré un rodeo. En la teoría del conocimiento del siglo xx pero son pensamientos que se remontan, por lo menos, a Kant se ha defendido la necesidad de una crítica al Mito de lo Dado. Atacar ese mito implica refutar la falsa creencia acerca de un acceso directo a la experiencia: a los objetos, las personas, los sucesos o las acciones, propias o ajenas. Sin duda, a menudo creemos que nos acercamos a las cosas como si el yo fuese una tabula rasa que, con los brazos siempre abiertos, recibe el mundo. Así, procuramos convencernos que existen conocimientos sin conceptos: sin uso del lenguaje. Pero no hay tal cosa. Los conceptos, los usos de las palabras, en algunas ocasiones nos permiten aprehender sectores de la realidad y, en otras cuando estos conceptos resultan prejuicios, en el sentido negativo de ese vocablo, nos ocultan otros sectores: borran territorios enteros del mundo. Dependemos tanto de las palabras como de las cosas.
La poesía de Ronald Kay articula, entre otras muchas empresas, una crítica a esas arraigadas creencias que conforman el Mito de lo Dado. (En este sentido cualquier versión de esa crítica da una bofetada al Caballero del lago de Constanza que no sabía acerca del poder de las palabras, que ignoraba que las palabras también matan.) En Kay, el ataque al Mito de lo Dado, que por otros caminos, de manera razonada y con sus herramientas, han procurado desmontar no pocos filósofos, se lleva a cabo con algunos extraordinarios instrumentos de la poesía.
Después de estas vaguedades, regreso ya a ese primer poema que copié con el cual se abre el libro Variaciones ornamentales en donde se enumeran seis fragmentos de realidad: desde objetos y sucesos escandalosos como aviones ultramodernos y vehículos en fuga, a un tranquilo paño gris y blanco. Entre esos ejemplares también se recoge un pedazo de naturaleza.
De esta manera, se nos invita a hacer un descubrimiento: que cualquiera de esos jirones de lo que hay se halla construído con algún propósito. O se encuentran directamente inventados (aviones, paños, lanzamientos de bultos al mar...), o indirectamente, reconstruídos en tanto se los escoge; en este último caso, el mecanismo de la construcción radica en colocar al objeto en cierto marco para volverlo visible.
Como Benjamin, Kay subraya la importancia del enfoque en el sentido más fotográfico, o cinematográfico, del término. ¿Fuera de la mirada que se conforma a partir de un deseo, nada existe, pues, ni siquiera los vastos sectores desiertos? El poema Alta visibilidad propone que hasta la naturaleza es una construcción, una cuestión de enfoque, y de marco.
Por lo demás, en éste, como en muchos otros poemas, esas arduas verdades se enuncian en versos que a menudo parecen los epigramas de un moralista clásico. Tal vez lo son. Sin embargo, el poema no acaba con la enumeración de algunas construcciones de mundo. Una última línea agrega una sugerencia siniestra (que la mayoría de los teóricos del conocimiento, empezando por Kant, no aceptarían). Esa infinita maquinaria de construcción de acontecimientos posee, al menos inmediatamente, un propósito reiterado: distraer.
Algunos lectores preguntarán con furia: ¿distraer de qué? Además, ¿por qué se nos quiere, con tanto denuedo, distraer? Tal vez se procura distraer de la conciencia de que todo se hace a partir de varios deseos, de varios intereses. Pero quien habla de deseos e intereses habla de poder.
Según los poemas de Kay, esas múltiples y heterogéneas construcciones que llamamos realidad, mundo, lo que hay... se manipulan, pues, a partir de ciertos intereses. Como consecuencia paisajes, objetos, personas, acontecimientos, gobiernos, guerras, saberes, vivencias de cualquier tipo incluyendo amores, iras, indignaciones, nostalgias, fervores... se articulan en las redes de algún poder. ¿Deberíamos repudiar este alarmante diagnóstico?
Prosigo leyendo el poema vii de Variaciones ornamentales:
Fuera de alcance
Encontró cuatro versiones similares
de tarjeta postal (c/u de tamaño diferente)
de una toma del interior
de Matadero Municipal de Stgo.
En el primer plano de la tercera, aparecen
las víctimas en un rosado deliberadamente
crudo que delata la mano
experta de un retocador profesional.
Disolviendo cualquier rastro de inmediatez, estos versos describen un escenario fuera de alcance. Quizá sorprenda que la voz del poeta se sitúe ¿o finja que se sitúa? muy retirada de aquello acerca de lo que escribe. Más todavía, en casi todos estas palabras, entre la escena que se presenta entre la referencia de la escritura y la escritura, se procura establecer una distancia hecha, a su vez, de varias distancias. En este caso, las cuatro primeras líneas no nos hablan del Matadero Municipal de Santiago de Chile, sino de versiones de ese matadero trasmitidas en tarjetas postales. (Como si en el mundo ya sólo hubiese lugares fijos para consumidores pasivos cuya sensibilidad abarrotada de turista no puede recibir otra señal que la de una tarjeta postal o algo análogo.)
He aquí, pues, cierto operar muy particular de la técnica del desocultamiento: puesto que nada se da espontánea, naturalmente, traer a la luz los procedimientos de esas máquinas, a la vez, limitadas e infinitas de construcción de realidades que son la fotografía y el cine, ayuda a descubrir los procedimientos de construcción de cualquier realidad. (Tal vez recordar este propósito explica el uso obsesivo de Kay del vocabulario de la fotografía y del cine.) Por ejemplo, en este poema, se nos evoca un primer plano de víctimas (en esta ocasión, animales) que ha sido retocado por un profesional.
Sí, a toda noticia la retocan ciertos profesionales. Vivimos siempre en medio de esos retoques. De ahí que se deba tener cuidado con el uso del rosado, ese color tan proclive al sentimentalismo al compasivo llorar, y llorar..., que incluye, no faltaba más, el sentimentalismo poético y sus cuentos de hadas (de hadas buenas o de hadas malas, de hadas laboriosas y desgraciadas o de hadas ociosas y triunfantes, no importa, los cuentos de hadas pertenecen todos al rosa de los cuentos de hadas).
En este sentido (y he aquí, creo, la secreta aunque genuina lección de Nicanor Parra que recoge la poesía de Kay), el lector se topa con palabras secas. A esa buscada dureza de viejo puñal apenas la mitiga el uso escondido de la ironía o, más bien, de un sarcasmo que lentamente va carcomiendo al lector. Pero visitemos algunos otros versos. Vayamos al poema XIII:
Una de las Figuras Claves en el Estado de Tensión
La sangre del guardaespaldas gotea
Sobre la escalinata de la terraza;
A medida que las causas
De la perturbación externa han cesado,
El autoerotismo se impone en el paisaje
Monocromo. Un elevado porcentaje de la capacidad
De carga está en desuso permanente.
Las dos primeras líneas esbozan un escenario casi de película de Hollywood sobre alguna llorosa república el adjetivo es de Martí de América Latina. Qué continente... (Hay escalinatas, hay terrazas, hay un guardaespaldas, hay sangre que gotea. De seguro más allá del encuadre hay dictadores y narcotraficantes y señoritas muy escotadas...). El escenario es de terror pero está contado, aunque con precisión, también con distancia. (¿Por qué un latinoamericano debería interesarse por lo que Hollywood, o sus equivalentes, fantasea que es y debe ser un latinoamericano?)
Al parecer hubo una perturbación externa ¿hubo vida?. No nos alarmemos. De inmediato el paisaje se recompone: nuestro autoerotismo resulta tan asfixiante nuestro narcisismo se excede tanto que casi enseguida cualquier perturbación externa se integra en el paisaje monocromo, siguiendo puntualmente la regla de la repetición incesante:
Siempre es bueno más de lo mismo.
Así, obedeciendo a la razón arrogante, sobre todo eso, siempre es malo algo de lo otro. Siempre es malo el cambio, incluso las pequeñas modificaciones, o el reverso de la moneda. Hay que prohibir otras tomas del paisaje que las indicadas. Hay que impedir las salidas fuera de la secta, por momentáneas que sean. Por eso, la capacidad de interpelarnos de cualquier perturbación externa se encuentra en desuso permanente. Pero, ¿por qué habríamos de buscar las sorpresas de lo otro, el irritante afuera?
Respuesta del inquietante poema XXIII, Reconstrucción de una época (obsérvese que en los poemas de Kay, el juego entre el título y el poema desencadena una dialéctica de perspectivas que, una y otra vez, se vuelven a encontrar y a desencontrar...):
El mundo exterior pasó a la historia;
Respetuosos de la tradición
Algunos aficionados siguieron usando el veneno.
Las perturbaciones externas del mundo exterior no se encuentran en el encuadre. Por eso, en estos poemas se establece una radical oposición entre los profesionales que construyen, retocan y modifican lo mismo en el encuadre, y los aficcionados que buscan a tientas, ingenuos ellos, alimentarse de lo otro, explorar lo otro, dejarse interpelar fuera de foco en algunos lugares de paso. Por lo demás, a partir de esa oposición queda claro que quien no piense, sienta, desee, actúe dentro de una secta es simplemente veneno.
De ahí que, entre otras provocaciones, en estos poemas se nos advierte que toda existencia oscila entre dos máximas: ¡Confía en los profesionales y sus convicciones propias de un marco! ¡Sospecha de los aficcionados y sus perplejidades fuera del marco, fuera de foco!
Los profesionales viven de certezas: saben, creen saber lo que están haciendo. Qué duda cabe, los profesionales saben que los cambios no previstos en el guión de la película con final feliz se encuentran prohibidos, y lo aceptan a pie juntilla. Por el contrario, los aficcionados se confunden. Contra toda previsión, bajan escaleras que las instrucciones explícitamente no permiten, y descubren verdades tan peligrosas como que las cadenas de hoy a veces son fundidas del martillo que rompió las de ayer.
Pero leamos todavía otra variación ornamental más. Es el poema XXXIV:
Bajo una especie de incógnito
Por su inclinación por las apoteósis
Antes de llegar al horizonte real que los envolvía
Entraron a un campo desenfocado:
La rapidez de nuestra respiración y la intensidad
De la mirada nos hacía parecer más evitable
El intervalo que nos separaba de las cosas sacrosantas.
Más allá de la línea de demarcación
En el cuadro habitual del cielo inmenso, una parte
Verdadera de la Naturaleza misma se embellece
Y beneficia por el reflejo de los colores extraños
De una lágrima involuntaria.
Los fervores programados por cualquier guión con su consecuente inclinación por las apoteósis de antemano nos hace perder el horizonte real, y nos condena al campo desenfocado.
¿Es ésta la ardua misión de distraernos que poseen los profesionales de la comunicación en los tiempos modernos, de los masa media, como dice un personaje de Almodovar? Al menos estos poemas me advierten que quien abre un diario o prende una televisión, no importa de qué tendencia, no importa qué informe, no importa que tenga fotos de colores o no... está a punto de perderse. Por ejemplo, está perdido quien enciende una radio para enterarse si la sangre del guardaespalda gotea sobre la escalinata de la terraza; o prende su computadora para consultar en internet acerca de los antecedentes familiares de ese guardaespalda y sus vínculos con la mafia, el narcotráfico, las señoritas escotadas y el dictador de turno. Sólo una lágrima involuntaria, o acaso mejor, una sonrisa de aficcionados, puede empujarnos a desmontar pieza por pieza esas coloridas construcciones que pasan por la identidad del latinoamericano (como si existiese esa máscara).
Por eso, sólo se debería confiar en discursos que a cada paso interrumpen sus informaciones con la técnica de producir umbrales. De esta manera, el diario ideal sería aquel que publicase un día una editorial y al día siguiente la misma editorial, pero sustituyendo todas las afirmaciones por negaciones. Seguramente esa irresponsabilidad decretarán los profesionales no sería un diario. Sí, sí ese escándalo sería... un libro de poemas.
III
Pero, ¿he hecho algo más que divagar? Sin embargo, a pesar de lo ya avanzado de la noche y del cansancio, me demoraré todavía en el otro libro de Kay que tengo sobre la mesa. Son inéditos de la década de los sesentas. El libro se llama Deep Freeze y está también publicado (horriblemente, me pareció) en Chile, pero en el año 2000. El epígrafe del libro son versos de Quevedo:
Esta lágrima ardiente con que miro
El negro cerco que rodea mis ojos,
Naturaleza es, no sentimiento.
Si mi memoria no me engaña como suele hacerlo, cuando yo leí algunos de estos poemas, el título general (más apropiadamente se me antoja) era el último de esos versos. Como libro resulta menos unitario que el anterior, pues incluye poemas muy diferentes incluso poemas largos donde yo personalmente agradezco ecos de las retóricas del siglo xvii. Sin embargo, insisto, aunque ya está muy avanzada la noche, quiero atender todavía el penúltimo poema. Puede leerse como un tenso prólogo, u obertura secreta, a Variaciones ornamentales:
Apátrida
Al verse acosado y sin escapatoria
obedeció los misteriosos
llamados de la sangre y
para dar lugar a / y que venga
cualquiera
la concordancia siempre
ha estado borrada
(el sol
a través de sus ojos
sin dejar huellas ver
significa tiempo transcurrido)
ocupó
su cuerpo
mientras se reducía el espacio de nadie.
Superficialmente poco tiene que ver este texto con los anteriores. En oposición a los versos de Variaciones ornamentales, el juego con la tipografía encandila. A primer vista sólo se perciben fragmentos y espacios en blanco. El primer fragmento (Al verse acosado... y para dar lugar a) anuncia ese Mito de lo Dado que es uno de los flancos a atacar en Variaciones. En este poema se comienza por nombrar lo Dado como los misteriosos/ llamados de la sangre. (¿Quién ha sido tan lúcidamente cosmopolita para, alguna vez, no profesar los misteriosos llamados de la sangre como Dato ineludible de la vida?) Me parece recordar ¿o la noche mexicana y la fiebre me hace inventarlo casi treinta años después? que el título del poema se encontraba en alemán: Heitmatlos. Esta palabra se puede traducir como apátrida, aunque literalmente significa: sin hogar.
Inevitable es recordar que Heimat es uno de los sustantivos preferidos del último Heidegger, y de muchos de quienes se afilian a esa seducción que no cesa. Tampoco olvidemos que era una de las palabras favoritas del nacionalsocialismo. En este punto coincidieron ¿coincidieron? Heidegger y los nazis: en su desprecio a las alas y su preferencia por las raíces. (¿Implica ello desprecio a los pájaros y pasión por las zanahorias?)
Se conoce la visitada canción: repudiemos las alas porque tarde o temprano provocan caidas en la existencia inauténtica y la igualdad, en la existencia apátrida. Esa perra, la igualdad de los sin patria ¿la igualdad entre los pueblos y entre los individuos? nos hace correr el peligro de convertirnos a todos en apátridas: ¿en infieles?
De ahí la inclinación por las apoteósis de cualquier marcha militar, la rapidez de nuestra respiración y la intensidad/De la mirada que las tribus concretizan en sus cosas sacrosantas: cultos a la sangre y a la tierra (el Blut und Boden de los románticos y de los nazis). Pero esas entusiastas fidelidades sólo nos convierten en moscas, como diría otro poeta por completo diferente de Kay, Fabio Morábito.
En el poema Apátrida, frente al primer fragmento que golpea con el ritmo ¿de los masa media? de palabras como acosado, sin escapatoria, misteriosos llamados de la sangre (parece que el poeta no leyese más que diarios de América Latina)..., en el segundo fragmento resuena, por un lado, la palabra cualquiera. Ser cualquiera es ser como los otros, ser plebeyamente uno como los demás. Además, el poema también advierte que todo consenso (político, moral, económico, religioso, estético...), cuando no se lo vive como lugar de paso, se convierte en plataforma para quemar infieles, para levantar magníficos altares y perseguir apátridas, pues:
la concordancia siempre
ha estado borrada
Sólo a partir de la dignidad de ser cualquiera se puede vivir en la discordia. Sólo, así, se puede asumir el propio cuerpo y no disponer meramente del cuerpo de la tribu. Sin embargo, en ninguna ocasión nos abandonan los peligros. Ser cualquiera también se confunde con esfumarse: con volverse un fantasma que vaga a la deriva entre abstracciones propias del vértigo de lo sublime. Ser cualquiera nos puede reducir a ese desuso permanente que consiste en ser nadie.
Extraño, los únicos versos del poema Apátrida que no están subrayados por así decirlo, los únicos versos normales se encuentran entre paréntesis. Como si se nos susurrase: lo único que importa en la vida se halla en rincones camuflados, fuera de foco. (El paréntesis desdobla el discurso, lo torna dúo o trío, dice el otro yo, me vuelve ventrílocuo señala Saúl Yurkievich.) Por supuesto, esos versos entre paréntesis van directamente al blanco: el apátrida no deja huellas. El sol del apátrida es el sol de los desterrados de Séneca, el sol de cualquiera.
Una irritante inquietud me ha perseguido en los últimos momentos: ¿de qué modo este poema, Apátrida, opera como el tenso prólogo de Variaciones ornamentales? En Variaciones y en Apátrida, ¿no se nos dirige, acaso, la atención hacia direcciones no sólo divergentes, sino en conflicto?
Cuidado con el vértigo simplificador de la falsa alternativa. Variaciones ornamentales nos provoca para que no dejemos de advertir que todo está hecho, o al menos, contaminado por nosotros. Que todo está hecho, o contaminado, para fortalecer algún poder. Sin embargo, de antemano el poema Apátrida me sugiere que decir no a ese poder que nos enfrenta, que disentir, no basta. Que hay disensos que abren caminos y disensos que los cierran. Que con facilidad se puede atacar desde un lugar infinitamente peor que el lugar que se ataca.
IV
No sé si la vasta noche y la fatiga y la irrupción de ambos libros como objetos molestos del pasado me ha permitido leer algunos de estos versos como se merecen. De seguro he divagado abusando a cada paso de las palabras... ¿para fantasear que retomo una amistad interrumpida. Pero tal vez leer poesía sea un poco constantemente eso. El lector de poesía, a solas, busca proseguir conversaciones sistemáticamente bloqueadas; procura acercarse a lugares de la amistad de los que ya no dispone, o de los que nunca ha dispuesto. En contra de la razón arrogante el lector de poesía está a la búsqueda de los otros lugares.
De todos modos me oigo prometer ya casi en medio de los vapores de la noche y de las fantasmagorías del sueño tendré que volver a recorrer estas palabras. Cuando no esté tan cansado y se vaya la fiebre, que tanto engaña, intentaré exponer estos versos a los procedimientos de la retórica: ¿de qué manera estos poemas exhiben sus palabras? Por ejemplo, ¿qué tipo de alegoría se arma al afirmar:
Un elevado porcentaje de la capacidad
De carga está en desuso permanente?
Sí, en otras ocasiones debo volver a pasearme por los caminos laterales que inician estos versos. En cualquier caso, ningún poema acepta ser leído una sola vez. Más todavía, en esas pocas circunstancias en que bloqueamos sistematicamente la comunicación y, poniendo entre paréntesis los otros dominios de la realidad, nos convertimos en esos raros esos apátridas esenciales que son los lectores de poesía, con tranquila o agitada vehemencia, releer se nos vuelve una obsesión. Como si no hubiese otra cosa en el mundo, como si el mundo se redujese a ese montón de palabras, como si se tratase de acontecimientos que demuestran irrefutablemente el propósito deliberado de... sentir, comprender, imaginar, comenzar, ahí mismo, una nueva vida.
Carlos Pereda
Carlos Pereda, "Apátridas", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, pp.11-28.