Francisco Segovia
c oc o n n
Filosofía + ciencia
s
s i n

 

 

 

En el número 42 de la revista Letras libres (junio de 2002), en un ensayo titulado “La última frontera de la neurociencia”, Francisco Javier Álvarez Leefmans hace la siguiente declaración:

Hoy por hoy, el problema de la conciencia ocupa de nuevo un lugar prominente en la filosofía. Lo que ha cambiado es que, mientras los filósofos continúan haciéndose las mismas preguntas que los han obsesionado desde la antigüedad griega, las neurociencias han empezado a contestarlas.

Por bravucona que sea, la frase no pasaría de ser justamente eso, una mera frase, si no fuera porque representa un lugar común –muy común– entre los científicos “duros” de hoy, los que se avienen con el “positivismo fuerte” de Steven Weinberg, pero también, aunque de otro modo, con las ideas de su casi tocayo, el popularísimo Stephen Hawking. Ese lugar común tiene dos caras: por un lado, la que es toda sonrisas y afirma que ahora sí la ciencia está a punto de darnos la última respuesta a todas nuestras preguntas (y de ahí “la última frontera” del título, que copia el de una serie famosa de ciencia ficción, secuela de Viaje a las estrellas); por otro, la que hace una muina para mostrar su desprecio soberano por la filosofía, tan soberano que simplemente cierra los ojos ante ella.

Álvarez Leefmans piensa que el problema de la conciencia sólo puede tener una respuesta, aunque se plantee en dos esferas distintas del conocimiento, y que esa respuesta será necesaria, fatalmente científica, no filosófica. Pero ¿podrá satisfacer a la filosofía la respuesta de los científicos, cuando la pregunta que se hacen está planteada en realidad como una respuesta, y una respuesta por demás científica? Álvarez Leefmans parte de una afirmación controvertida: la conciencia es observable y, aún más, cuantificable. Esto, desde luego, presupone aquello que se pretende demostrar; a saber, que la conciencia –como asegura Leefmans– “1) Es un fenómeno neuronal. Es una peculiaridad exclusiva del tejido nervioso, particularmente de las neuronas. 2) Existe en el hombre y en otros animales.”


¿A esto llama “empezar a contestar” las preguntas “que han obsesionado” a los filósofos “desde la antigüedad griega”? La verdad es que ese “fenómeno neuronal” que él llama conciencia sólo de muy lejos se parece a lo que los filósofos han llamado conciencia desde los días de Plotino –pero no antes, no desde esa vaga “antigüedad griega” para la cual la conciencia no era un concepto claro y distinto (distinto del de alma, por ejemplo, que es el término que más se le acercaría en Sócrates y Platón). Pero pongamos un caso concreto de lo que han llamado conciencia dos filósofos algo más modernos, aunque sólo sea para mostrar que la filosofía refina sus conceptos, que tiene historia y está viva. Dice Karl Jaspers (a quien lo psiquiatra no le quitaba lo filósofo):


La conciencia no es un ser como el de la cosa [porque la cosa es un ser en sí, asentiría Sartre], sino que es un ser cuya esencia es ser dirigido a significar el objeto [por eso la conciencia es un ser para sí, añadiría Sartre]. Este fenómeno, milagroso aunque comprensible en sí mismo, ha sido denominado intencionalidad.


¿Intencionalidad? ¿Significar? Es probable que esos términos no aparezcan en el vocabulario neurológico de Álvarez Leefmans –y no tendrían por qué hacerlo, ya que son más bien jerga de filósofos–, de modo que a él seguramente no se le moverá un pelo si le venimos ahora con el argumento de que, si la conciencia “es un fenómeno neuronal”, entonces es un ser como el de la cosa, lo que da al traste no sólo con lo que acabamos de oír dicho por Jaspers y Sartre sino con toda la “antigua” relación que la filosofía ha venido estableciendo entre conciencia e interioridad (una de cuyas formas, la más conocida, es el famoso cogito cartesiano). Digo que tendría razón en quedarse impasible ante tal reproche, si no fuera porque... Si no fuera porque su impasibilidad mostraría que si ese asunto ni siquiera lo roza es porque no es su asunto, como la conciencia que él define como “fenómeno neuronal” no es asunto de ninguno de los dos filósofos (fenomenólogos) que hemos citado arriba. (Y es tanta la diferencia entre el concepto de conciencia de Álvarez Leefmans y el de los filósofos, que hasta he llegado a sospechar que, traducido al inglés, el ensayo de este último tendría que echar mano del término awareness para sustituir muchas veces al término conscioussness, lo cual no sólo representaría un quebradero de cabeza para el traductor sino que haría las delicias de los dictaminadores del Conacyt, que suspirarían al ver publicado este ensayo como paper en alguna revista de habla inglesa, aunque ello implicara que su tema ya no fuera la pomposa conscioussness sino la más humilde awareness.)


Pero si Álvarez Leefmans habla de una conciencia tan distinta de la de los filósofos, ¿a cuenta de qué presume que su ciencia sí responderá a lo que la filosofía no ha logrado responder durante siglos? Mi respuesta es simple, y quizá por eso mismo bastante pesimista: porque últimamente a los científicos “duros” les ha dado por adueñarse de todas las preguntas y todas las respuestas. Hawking y Weinberg –ya lo he dicho– también hablan de filosofía, y lo hacen en términos parecidos a los de Álvarez Leefmans; o sea, presentándola como un pensamiento inútil, ocioso; como una actividad que vive estancada, sin evolución ni progreso –¡esos dos gigantes de la ciencia!... ¿Ser en sí? ¿Ser para sí? ¡Supersticiones!, grita Weinberg a los cuatro vientos, como quien invita a echar leña a la hoguera donde arderá la filosofía. Porque así como antes los científicos duros veían en la química una alquimia despojada de supercherías, así ven hoy en el método científico una filosofía despojada de supersticiones, una “filosofía verdadera”, que sustituirá a la otra y la superará, libre al fin de supersticiones... No de dogmas, quizá, pero sí de supersticiones. Y si es verdad que estamos “en la última frontera”, y al borde de una “teoría final de todo”, eso suena bastante peligroso. Pero ¿lo es? Eso depende.


La ciencia lleva por lo menos tres siglos anunciando de rato en rato “el fin de la ciencia” y el comienzo de una era en la que a los científicos ya no les quedará nada por hacer, como no sea agregar cifras después del punto decimal. Así que, en cuanto a “la última frontera”, no hay mucho que temer. Algo parecido ocurre con su “amenaza” de derribar ídolos y supersticiones, pues buena parte del propio prestigio científico depende también de ellos. ¿O no podríamos decir hoy que el éter era una especie de superstición de la física decimonónica, como quizá diremos mañana que lo fueron los hoyos negros, la materia oscura y el Big Bang, que ya comienzan a hacer agua por muchos lados? ¿Y no sabemos hoy con sobradas pruebas que los mártires del método experimental (Giordano Bruno, por ejemplo) fueron quemados en la hoguera, o al menos condenados por la Inquisición, en razón de su postura filosófica (comúnmente el hermetismo), más que por su ciencia? ¿Y que Newton dedicó muchas más horas y páginas a esa vana alquimia hermética que a sus investigaciones “propiamente científicas”? No, tampoco por ese lado veo mucho que temer. Lo que me parece en cambio temible es la desfachatez, la intolerancia, la arrogancia con que algunos científicos quieren imponer sus propios mitos. ¿O no es un mito creer que la ciencia resolverá, por fin y de una vez por todas, las preguntas de los filósofos, griegos o no, antiguos o no? Esta presunción es difícilmente un argumento... Y si no es un mito, entonces mucho peor: es una estrategia, un esfuerzo por adueñarse de todo aquello que la ciencia misma considere un pensamiento “válido”, y desechar el resto. Y así, si la filosofía no es un pensamiento “válido” (si sus preguntas no son buenas preguntas, o no sirven para nada; si sus respuestas no son buenas respuestas, o no sirven para nada), se entiende entonces que empiece ya a correr la misma suerte que otras disciplinas humanísticas: la de ser excluida del programa educativo de cada vez más universidades, como fueron excluidos en su momento el hermetismo y la alquimia, esas formas de razonar en que también se daba el pensamiento (de San Alberto Magno y Raimundo Lulio, de Giordano Bruno y Newton); formas del pensamiento que la ciencia ilustrada condenó, lo mismo que la Inquisición... Eso sí me parece temible.

Francisco Segovia," Filosofía + ciencia", Fractal 23, octubre-diciembre, 2001, año VI, volumen VI, pp. 153-157.