ANDRÉS DE LUNA

Desapariciones

 

Uno. El cuerpo forma parte de lo visible. Aparece y desaparece, está ante nuestra vista y de pronto es figura evanescente y nebulosa. Frente al espejo nos encontramos con un hecho insoslayable: nos vemos y tal vez nos identificamos con esa parte que aparece fuera de nuestro campo visual y que de pronto admite una forma que nos resulta familiar. Sin embargo, y eso lo sabemos ahora, somos parte de esa mirada que arropa y desnuda, descubre e ignora. Jacques Lacan contaba una historia que le inquietó sobremanera: Un día, cuando contaba con 20 años, navegaba en las aguas de Bretaña, de pronto uno de los marinos del navío lo alertó sobre una cosa que flotaba entre las olas. El hombre comentó: "¿Ves esa lata? ¿La ves? Pues bien, ¡ella no te ve! Al hombre le pareció gracioso, pero a Lacan le desconcertó al punto que reflexionó: pese a todo, me mira.
Me mira al nivel del punto luminoso, donde está todo lo que me mira." Algo parecido encontramos en el filme Crímenes y pecados de Woody Allen, en donde un oftalmólogo comete un crimen de apariencia perfecta. Sin embargo, ha olvidado que la mirada de Dios, según el filme, ha contemplado los hechos. Es decir, por más que escondamos nuestro cuerpo y nuestros hechos a la mirada de los otros, siempre existirá una red de ojos, de puntos luminosos que desborden nuestro secreto y que hagan de nuestra realidad un universo que se abre a la mirada expectante de los demás, de nosotros mismos. Para unos será esa mirada omnipotente de Dios, para otros la simple constatación de que formamos parte de lo visible, de lo que se despliega ante la mirada de los otros.


Dos. Por otro lado, Philippe Sollers escribe que: "nada podrá ser mientras no pueda ser dicho, relatado, detallado. Lo visible debe salir de lo ‘audible’. En esta condición lo representa- ble deriva en una fiesta de deformaciones". La figura que aparece es la que deforma. Desde lejos tiene las características de lo grotesco, por ejemplo un fotógrafo ciego sería un personaje insólito. La contraparte del mirón. Él roba aquello que está lejos de pertenecerle, es el atroz glotón que engulle lo que está vedado para sus ojos; esto admite el síndrome de la "ventana indiscreta" de Hitchcock o, mejor aún, del Diablo cojuelo de Vélez de Guevara: la experiencia panóptica. El ser que hace de su mirada una extensión del Ojo de Dios. De la mirada que se cuela por todos los lugares, que espía y hace que lo secreto se haga visibilidad plena. Miller hablaba con más utopía que tino del "ojo cosmológico" que es el de los artistas.

La mirada anamórfica está constituida de ese temor de ver ‘de frente’ porque cuando se mira así lo que aparece es la visibilidad de lo obsceno, según la idea de Baudrillard y de Barthes. En lo que se presenta en la obviedad está la ausencia de filtros. Todo se expone y nada conserva su misterio.

En la contraparte, el ciego parece entregarse al fascinum, al detenimiento. Podría decirse que la imagen del ciego tiene algo de rumor y murmullo, tejido verbal y mirada líquida, ojos que buscan lo que está atrás de lo visible.

Todo nos mira y casi todo lo miramos. El cuerpo es punto luminoso que cumple con su función de ser y parecer, de encontrarse en el horizonte de una mirada que todo lo observa y que admite una infinidad de lecturas.

Tres. Occidente hace de la visualidad un mito. Los hechos transcurren ante nosotros y el registro habitual lo otorga la mirada, ahora multiplicada por auxilios técnicos y tecnológicos de la fotografía, el cine, el video y un sinnúmero de aparatos que construyen y reconstruyen aquello que parece escaparse en su inmediatez. Utopía indecible: la captura de las imágenes poco o nada otorga frente al transcurso de la existencia. Entonces el ojo humano parece insuficiente para ver una realidad que los desborda en su multiplicidad, en su desmesura. Incluso con los aditamentos actuales, la visión está reducida a captar apenas una parte infinitesimal de lo que acontece a su alrededor. Las cámaras vigilan en las entradas de las residencias, en los supermercados, en las fábricas, en los museos y en muchas partes, pero la verdad de las cosas es que todo acontece sin que los azarosos registros ubiquen con precisión aquello para lo que se les ha asignado.

En Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) el cineasta David Lynch asoma la nariz en los entretelones de un universo que transcurre a la sombra de lo visible: en un jardín cualquiera, con la luz del mediodía, un hombre cae al césped luego de sufrir un infarto. Entonces la cámara fílmica quiso observar aquello que pasa inadvertido: un mundo que late y pervive sin que tengamos una noción clara de él. Primero fue una oreja, reminiscencia de las visiones infernales del Bosco, luego están las colonias de insectos y todo ese reino que está debajo de nosotros, a un lado y otro y que parece escaparse a las insistencias de lo tangible.

Cuatro. Una cámara fotográfica es en apariencia un aparato más. Se le observa y su aspecto dice poco de sus virtudes. Pero asomarse a través del objetivo cambia el aspecto de un lugar, pues lo "encuadramos" y lo circunscribimos a un límite. Ahora podemos movernos y ver un espacio que se enrarece, que se convierte en una especie de imagen paralela de algo que está ante nosotros. Lo cierto es que el mecanismo óptico de la cámara admite los desarrollos e innovaciones de la actualidad, por más que sus principios se remonten a la cámara oscura y a las magias de Merlín y la Fata Morgana. Sólo que hoy los unicornios han desaparecido y los orificios que permiten el paso de la luz se han transformado en viseras metálicas donde los espejos cumplen un papel determinante y los tornillos adquieren un tamaño milimétrico.

La paradoja es que cambiamos la idea sobre una cámara en el instante en que vemos el resultado de su uso gracias a una fotografía. De pronto acuden los recuerdos de una tarde soleada de 1965, aún es marzo, y la instamatic se estrena con unas escenas incidentales donde "El güero", un gato habilitado como mascota familiar, viene a ser el convidado principal. Todos participan de los misterios de apretar el obturador y de permitir que el felino, ahora sí, "sabio austero", según el poema de Baudelaire, pose sin inmutarse. El animalito se deja fotografiar de un lado y de otro, de cerca y en esos ángulos donde se deforma, pues la cámara es para aficionados y su sistema es engañoso: uno se asoma por la mirilla y lo que se capta es distinto de lo que se ve.

Problemas entre la sencillez de una instamatic y lo que es una cámara reflex. Sin embargo, revelar ese rollo fue un asombro. Años después, al revisar papeles viejos, al abrir una bolsa o una caja, de pronto y sin más llegan las imágenes de aquella sesión primaveral cuando "El güero" se convirtió en personaje protagónico de unas fotografías pésimas, que sin embargo, a pesar de las deficiencias técnicas, atraen a la memoria un sinnúmero de hechos de la infancia.

Cinco. En La gota de oro (1985) de Michel Tournier, la fotografía ocupa el lugar de las revelaciones existenciales. Al inicio de la novela aparece la miseria sahariana, y uno de sus habitantes es Idriss. El escritor relata el encuentro del joven con una pareja de franceses de este modo: "El coche se detuvo. La mujer se quitó las gafas y se apeó. Sus cabellos flotaban como una capa descolorida sobre sus hombros. Llevaba una camiseta caqui muy escotada y unos pantaloncitos escandalosamente cortos. Idriss advirtió también sus zapatillas de baile doradas y pensó que no podría ir muy lejos con todo aquéllo por el pedregal circundante. Ella esgrimía una cámara fotográfica. –¡Eh, muchacho! No te muevas mucho que te voy a sacar una foto. Había cargado –continúa Tournier– y disparado varias veces, y otra vez más enfocaba hacia Idriss y sus ovejas. Ella le miraba sonriendo, y ya sin la cámara de fotografiar parecía hacerlo normalmente. –Dame la foto– Eran las primeras palabras que pronunciaba Idriss." Lo que sigue será un largo relato acerca de cómo el pastor recorre un sinfín de caminos para llegar a Francia, pues él necesita recuperar la fotografía. Tournier muestra aquí la cámara como un objeto invasor. Idriss se sentirá inquieto ante un aparato que lo atrapa en cuerpo y en espíritu. Ese tal vez sería uno de los prodigios de la óptica, que una cámara fotográfica deja de ser inofensiva y se convierte en propiciadora de conflictos. Habría que recordar que para Tournier la imagen es punto capital en la interpretación del mundo moderno. Él admira la belleza de las cámaras fotográficas antiguas, que conservan una admirable altivez. Fuelles, placas de cristal y toda una parafernalia definiría a estos aparatos que nos miran con su ojo lánguido. En estas cámaras hasta el estuche tiene algo de áulico: cajas forradas de terciopelo rojo que conservaban en el mejor estado posible a los envejecidos aparatos.

Seis. En Sartre par lui-meme (Francia, 1972), Michel Contat, colaborador en un filme dedicado al filósofo le inquiere: "Este mes usted cumplió setenta años. ¿Cómo se siente, Sartre?" El autor de La náusea responde: "Es difícil decir que ando bien, pero tampoco puedo decir que me sienta mal. Desde hace dos años, me han ocurrido algunos accidentes. He tenido hemorragias detrás de mi ojo izquierdo –el único de mis ojos con el que veía y no puedo en consecuencia, ni leer ni escribir... Mi espíritu probablemente es tan agudo como hace diez años. Y más o menos, la sensibilidad queda igual." Alexander Astruc, el realizador, hace un acercamiento al rostro, la pantalla se colma con la imagen de los anteojos de Sartre.

Conmueve que detrás de ellos la mirada parezca congelada y exenta de vida. La chispa inteligente que brillaba en otro tiempo se ha quedado en el camino, ahora es el esfuerzo de un hombre que trata de sobrevivirse pese a los deterioros de la salud. Los ojos de Sartre se han enturbiado y el acercamiento del cineasta nos devuelve la realidad de un pensador que siempre habitó el mundo con dignidad.

Contat vuelve a la carga: "No poder escribir más debe ser un golpe considerable. Habla de ello con serenidad." Sartre contesta sin preámbulos: "En un sentido eso me quita toda razón de ser. He sido y ya no soy, si usted quiere. Pero debería estar muy abatido. Y por una razón que ignoro me siento bastante bien. Nunca estoy triste ni tengo momentos de melancolía pensando en lo que he perdido. Es así que yo no puedo hacer nada. Entonces no tengo razón para amargarme." Sartre moriría en 1980 y su visión era casi nula.

Siete. Merleau-Ponty en La fenomenología de la percepción escribió que: "Si ver u oír es separarse de la impresión para investirla en pensamiento y dejar de ser para conocer, sería absurdo decir que veo con mis ojos o que oigo con mis oídos, ya que mis ojos, mis oídos, son aún seres-del-mundo, incapaces, en cuanto tales, de disponer ante él la zona de subjetividad desde la cual se le verá u oirá. Ni siquiera puedo conservar para mis ojos u oídos un poder de conocer a base de convertirlos en instrumentos de mi percepción, ya que esta noción es ambigua; mis ojos u oídos sólo son instrumentos de la excitación corpórea, no de la percepción en sí. Digo que mis ojos ven, que mi mano toca, que mi pie sufre; pero estas expresiones ingenuas no traducen mi verdadera experiencia."

Evgen Bavcar, el fotógrafo ciego, admite la paradoja de la percepción. En este sentido eleva la calidad de lo subjetivo a imágenes soñadas e imaginadas desde la profundidad de su ceguera. Borges habló con insistencia de que el ciego, sobre todo el que vio alguna vez, admite la intermitencia de los colores, los cambios de temperatura que derivan de un tono y otro; de una serie de sensaciones que de pronto serán parte de la vivencia ante un mundo por lo general hostil, que de ningún modo está adaptado a los invidentes, para usar un término desafortunado; además, en el Occidente visualizado se ha hecho énfasis en el ojo que mira; en cambio se desacredita al ciego porque está sumergido en sus tinieblas; poco o nada tendría que hacer un sujeto así en nuestra cultura.

Sin embargo, tiene razón Merleau-Ponty porque la mirada es "otra cosa", cuando más una excitación de los sentidos, pero en ese puente, en ese trastabilleo, lo que aparece es la posibilidad de que el ciego haga ese proceso de inversiones en donde la mirada parece convertirse en algo interior. Una mirada que se estimula de afuera y que termina por procesarse y ser en el interior de esos sujetos que admiten el hecho de la ceguera.

De ningún modo se trata de hacer exploraciones en el vacío, en la vacuidad de aquel que supone y le otorga la idealización sensiblera a quien está del lado de los discapacitados. Eso sería tanto como renovar los mitos de la visualidad.

Lo que se trata es de otorgar un sentido a lo que en realidad lo tiene. Cuando alguien escucha de un fotógrafo ciego lo menos que hace es sonreír, considera que se trata de una mala broma y de una insolencia. Sin embargo, el hecho es posible y Bavcar lo demuestra con creces. Su trayectoria, la belleza de sus imagenes y sus consideraciones alertan al espectador occidental acerca del uso de una mirada que se sale, ciertamente, de lo convencional, pero que es posible en un ejercicio de subjetividad. Bavcar es un artista que debe reubicarse en un territorio abrumado de imágenes hechas por los que ven.

Ocho. Evgen Bavcar realiza fotografías sobre ángeles. Ya se sabe que representar lo angélico tiene algo de derrota, es darle cuerpo y figuración a lo invisible. Massimo Cacciaria en El ángel necesario escribió sobre estos seres que "transforman la mirada misma en una mirada del ninguna parte. Al mundus imaginalis del que el Ángel es la figura debe corresponder una mirada de la imaginatio". El artista esloveno capta una columna con un ángel, la luz de la luna es apenas perceptible. Toda la luz de la imagen es difusa. El mismo Cacciari recuerda que la expresión de ojo solar "puede llegar a contemplar el sol, aun sin ser el sol. Aunque ‘distantes’, el ojo y el sol ‘se ven’. Lo que queda eliminado es la distancia física". De la misma manera, Bavcar, como ciego, emplea la figura celeste de la luna y una ambigüedad lumínica.

El El ojo lunar contempla desde su oscuridad aquello que borra las distancias y se queda en un punto neutro. El proceso es en apariencia simple: lo visible admite la invisibilidad. La otra cara de aquello que se contempla, ahora lo que queda es el gran vacío, la enunciación que hace visible la estatuaria del ángel, pero que en realidad lo que aparece en el encuadre es la huella de una invisibilidad, de una "mirada" ciega que permite que todo se concentre en lo ininteligible, en aquello que está en otra parte. En la cual el espíritu descree de la imagen. El ángel está invocado pero lo que vemos en su figura hierática es la exaltación de un límite; entre lo que se hace visible en su carácter terrenal y lo que flota y desaparece en su carácter angélico. Bavcar suscita la experiencia del artificio que es puente para llegar a la otra orilla, al imaginario en donde el ángel es eterno retorno, espejo en el que nos miramos para descubrir que la medida del ángel es su falta de límites. La belleza aterradora del ángel rilkiano en Bavcar es búsqueda luminosa. Aparece en sus imágenes un Querubín, mientras que en otra fotografía el ángel está posado en la costa italiana. Rilke incluso escribió: "Recogemos la miel de lo visible." Condena inefable para el que ve y para el ciego: las figuras se acomodan en el tamiz de la fotografía, bajo ese velo que sirve de filtro para incluir y excluir imágenes. Los ángeles de Bavcar admiten su derrota: son figuras aladas que persisten en su utopía de ser en lo imposible, de regodearse en su silencio, en la insensatez de su representación plástica.

Nueve. Paul Nizan anotaba que "un viaje es un juego de desapariciones". ¿Qué significa el paisaje en términos de un fotógrafo ciego? Las ciudades conservan olores característicos, los campos cambian su fragancia y los climas otorgan una sensibilidad que precisa un entorno. Las desapariciones están dadas por ese trayecto en el cual todo es fuga. Para el que ve los hechos quedan reducidos al encuadre de la ventana de un tren en marcha, del parabrisas de un automóvil que se desplaza o del avión que transita en las alturas. La contraparte es el reposo, el freno que se impone el viajero: el tiempo de las contemplaciones. El ciego descree del itinerario que se contenta con el registro de los monumentos y plazas nacionales, de los sitios de interés que pronto dejan de serlo, de la aburrida parafernalia que significa el turismo contemporáneo. El viaje del ciego tiene los matices de la subjetividad.

Merleau-Ponty dirá que "lo sensible me devuelve aquello que le presté, pero que yo había recibido ya de él. Yo que contemplo el azul del cielo, no soy ‘ante’ el mismo un sujeto acósmico, no lo poseo en pensamiento, no despliego ante el mismo una idea del azul que me daría su secreto; me abandono a él, me sumerjo en este misterio, él ‘se piensa en mí’, yo soy el cielo que se aúna, se recoge y se pone a existir para sí, mi conciencia queda atascada en ese azul ilimitado. –Pero el cielo no es espíritu, y ¿qué sentido puede tener decir que existe para sí?– Verdad es que el cielo del geógrafo y del astrónomo no existe para sí. Pero del cielo percibido o sentido, subtendido por mi mirada que lo recorre y lo habita, sí puede decirse que existe para sí, en cuanto que no está hecho de partes exteriores, que cada parte del conjunto es ‘sensible’ a lo que ocurre en todas las demás".

Bavcar es un viajero que plasma extrañezas en sus fotografías. Tiene la virtud que evade los lugares comunes de la tarjeta postal o de las imágenes reiteradas e insustanciales que consigue el turista. El artista ciego capta el paisaje y lo hace en un para sí, en donde cada fragmento es un punto sensible que se conecta con un continuo, sin las rasgaduras habituales que supone el ver los cortes y las diferencias, el entramado de colores y las sugerencias visuales de un lugar determinado.

Bavcar está en Venecia y la habita desde la oscuridad de su mirada. La otrora ciudad ducal es imagen borrosa con una paloma que se cuela en el encuadre; otra es la Venecia que se pierde en las negruras de un entorno industrial; o la ambigüedad de una góndola perdida. Bavcar establece el para sí con eficacia. Fotografía lo que ha sido y es recurrencia atroz, sólo que él le da la vuelta; la observa sin verla con el azoro de quien mira "la desaparición" de algo. Los edificios, la laguna y todo está frente a él, en su grandeza y en su depredación visual. El ciego asume sus condiciones y va tras el eco de "su" Venecia; de "sus" aguas, de "su" plaza de San Marcos. La subjetividad es el salvavidas: la mirada interior que busca en la "desaparición" un basamento. Algo así como la captura de un instante en donde todo entra en un remolino y termina por perderse; sin embargo, Bavcar aprovecha esa sucesión, ese transcurrir sin descanso para conformar un paisaje que sólo a él le pertenece. Bachelard aclaraba que "imaginar es deformar". Bavcar suscita las deformaciones. El mérito consiste en hacer del imaginario un encuentro del para sí, en donde todo es interioridad. Algo semejante a lo que ocurre con un menor que se acerca a la fotografía con una cámara rudimentaria de la que desconoce los pormenores de la técnica elemental. El acto fotográfico carece del logos necesario. Aun así el aficionado que captura la gestualidad alterada de un felino doméstico está en ese terreno de las admisiones a un imaginario en el cual todo es hallazgo. Bavcar ignora aquello que está frente a sus ojos. Se valdrá de otro para que le explique el paisaje y creará su microuniverso. Del mismo modo, el que toma una fotografía por primera vez proveerá a su imaginario de una sugerencia. Más tarde confirmará o borrará de sus expectativas ante aquello que estaba en el filo de su acercamiento visual a una realidad compuesta de partes exteriores. En cambio, Bavcar lo que hace es otorgarle un carácter de neutralidad a aquello que parece concreto y tangible. Desde esa mirada interior todo puede desvanecerse, convertirse en imagen que puebla un túnel o en parpadeo que apenas si ilumina algunas zonas de lo que fotografía. En ambos casos, entre el aficionado y el fotógrafo ciego la única afinidad es el hallazgo de la deformación. La voluptuosa verdad que aparece cuando se le convoca y que adopta diferentes aspectos. Bavcar es el hombre que insiste en las imágenes hasta dominar una forma de acercarse a ellas. Por ello sería útil hacer una referencia más a Merleau-Ponty: "Decir que tengo un campo visual, equivale a decir que, por posición, tengo acceso y apertura a un sistema de seres, los de una especie de contrato primordial y por un don de la naturaleza, sin ningún esfuerzo por mi parte; equivale a decir, pues que la visión es prepersonal –lo que, al mismo tiempo, equivale a decir que es siempre limitada, que siempre se da, alrededor de mi visión actual, un horizonte de cosas no vistas o incluso no visibles. La visión es un pensamiento sujeto a cierto campo, y es a eso que se llama un sentido." ¿Qué ha hecho Bavcar en su trayectoria fotográfica? Sin lugar a dudas otorgarle un sentido a su mirada interior.

Andrés de Luna, "Desapariciones", Fractal n° 15, octubre-diciembre, 1999, año 4, volumen IV, pp. 21-32.