Hay una idea a la vez paradójica y radical que Evgen Bav?ar parece compartir con el ocultismo –y acaso también con buena parte de la poesía lírica, especialmente la simbolista–: la de que la zona oscura de la Verdad también a su modo ilumina al mundo. Sólo que esa verdad hay que verla con otros ojos que los ojos. Por eso los videntes y los sabios son tradicionalmente ciegos (como Homero, Tiresias y Raftery) o aman las tinieblas (como Baudelaire y Rimbaud): ciegan sus ojos materiales para abrir sobre el mundo otra mirada, menos sumisa a la luz de los hombres y sus mores, menos esclava de las veleidades de la luz pública.
Refugiándose en el estrecho rincón de su intimidad, apartados de la justiciera luz de la razón común, los videntes se dan al sueño, y a veces “escuchan voces” y “hablan lenguas”. Mientras más penetran en la oscuridad, más iluminados van.
Entregarse así a la oscuridad recóndita del mundo es sin duda un gesto harto radical, pero quizá sólo en eso -en la radicalidad– se distingue en algo de cerrar simplemente los ojos para mejor palpar la intimidad. Cerramos los ojos para que la vista no enturbie ni distraiga nuestra concentración o nuestro placer. Cerramos los ojos para dejarnos ir en ellos, y los cerramos, sobre todo, para fiarnos al sueño y soñar. Evgen Bav?ar diría que nos volvemos ciegos para abrir al fin un tercer ojo: ése que mira lo invisible.
Pero –salvo que los dioses nos otorguen ese raro don– no estamos naturalmente dispuestos a la oscuridad y al trato con los sueños. Por eso las más de las veces los videntes no nacen: se hacen; se labran a pulso una condición que por eso mismo en ellos acaba siendo un atributo y hasta un destino. Quizá, como pedía Rimbaud, hacen “monstruosos” sus sentidos, disciplinadamente. Su oscuridad es fruto de esa “ciencia con paciencia” que sólo viene con trabajos y por lo mismo asegura siempre algún suplicio. Porque para los videntes la revelación no es el súbito destello de algo que fulmina al ojo –un des-lumbramiento– sino un oscurecimiento buscado y paulatino, un irse hundiendo gradualmente en un golfo de sombras, un dejarse poco a poco alumbrar (no deslumbrar) por ese sol negro del que hablaba Nietzsche.
Nosotros sin embargo –legos y profanos alumbrados por un sol de luz– no podemos más que aceptar a la distancia y de reojo la negra quemadura de ese sol en la desorbitada visión de los videntes, pues la sabiduría que acordamos a Tiresias o Edipo por ser ciegos no nos anima a ir a buscarla alegremente también nosotros. Primero, porque no es alegre; luego, porque no se la puede ver humanamente más que como una exaltación o una vehemencia, fruto de un merecimiento arduo y recomido. Por eso, quizá, a los ciegos se les atribuye la sabiduría, pero también la ira.
Con todo, que nosotros no podamos fiarnos de esa misma sabiduría a la vez serena y exaltada –o mejor dicho: que no podamos fiarnos a ella– no significa que el hecho de reconocerla sea poca cosa. Porque no se reduce a una tolerancia hipócrita. Nuestro deber de grey humana en este asunto consiste, básicamente, en escuchar a los profetas, no en creer lo que nos dicen. Lo importante es que haya profetas, aunque no les creamos. Porque el sentido que en ellos cumple la grey humana toda no depende de que en ellos encarne la Verdad sino de que encarne, justamente, el sentido de la grey.
Por eso digo que no es importante que los profetas mientan, mientras haya profetas. Lo importante es que el sol negro siga siendo de cualquier forma un sol también para nosotros, y que ilumine a su modo el mundo; que Tiresias le revele a Edipo su propia ceguera, que Homero y Raftery nos revelen la nuestra. En suma, que ese sol de sombra ilumine también a este mundo que, en lo demás, va siempre bajo un sol de luz.
Una sombra elemental
El sol negro es desde luego una metáfora. Pero eso no significa que sea un simple pretexto ni un mero recurso retórico –es decir, una estratagema de las palabras– para escribir sobre un fotógrafo ciego. Porque la metáfora del sol negro está visualmente ahí, en las fotografías de Evgen Bav?ar. Y está muy señaladamente en las que yo prefiero: los paisajes rurales de Eslovenia, particularmente los que imaginan escenas con árboles o agua. La foto que se muestra abajo me parece en especial característica. Nos muestra un paraje de un río, extrañamente iluminado. (La extrañeza es importante aquí, y hay que subrayarla, pues el mismo Bav?ar ha señalado que para él son cosas muy distintas la luz y la iluminación.) Una luz artificial, pues, recorre la piel del agua como un escalofrío y marca hondamente los cuencos que pueblan las sombras. La imagen recuerda, exagerada quizá, una visión común en los atardeceres, cuando las sombras se atreven al fin a asomar la cabeza y dar unos pasitos tímidos fuera de sus madrigueras. Y así, contra lo que suele ocurrir, en esa foto lo más vivo no es la luz sino la sombra. Pero Bav?ar no llega al extremo prosaico de entregarnos simplemente un “negativo” de la luz común, y ni siquiera una foto virada o “solarizada”. Porque no quiere mostrarnos el contraste de la luz y las sombras que produce al chocar con la materia sino casi lo contrario: quiere que veamos a las sombras en su radical autonomía, casi material –o, en cualquier caso, elemental. Por eso me parece claro que su tema no es nunca realmente la ceguera sino la visión con otros ojos que los ojos: el sueño, ese “deseo de imágenes” del que él mismo habla en sus ensayos.
Quizá como síntoma de esa “otredad de la visión” (pues se trata de una visión al fin y al cabo), las fotos de paisajes rurales insisten en la “artificialidad” de la imagen, en sus aspectos más técnicos (la iluminación, el tiempo, larguísimo, de la exposición o las exposiciones, el revelado y la impresión en papel). Ello impone una pesada carga sobre las espaldas de quienes –dirigidos verbalmente por Bav?ar (o eso supongo)– tienen que trabajar viendo la parte literalmente visible de sus fotos. Hablaré más tarde del esfuerzo de imaginación, confianza y expresión que esto supone por ambas partes, pero por ahora diré tan sólo que la comunicación entre todos ellos es tan exacta en estos casos que la “artificialidad” queda subrayada sin convertirse en “artificiosidad”. Es algo que no ocurre en otro tipo de fotos del mismo Bav?ar, como aquellas donde superpone letras o “sombras” de animales a un paisaje urbano. Estas fotos abandonan la “artificialidad técnica” de los paisajes rurales, pero también el reino meramente alusivo de la metáfora, ése donde los videntes oyen voces y hablan lenguas, a menudo sin saber lo que dicen. Poniéndose declarativas y hasta “simbólicas”, no se proponen ya como metáfora de una mirada sino como su símbolo. Que haya en ellas una buena y hasta saludable dosis de crítica, ironía o franca burla no las exime de quedar al lado de las alegorías, que están siempre libradas de algún modo a la sanción de la luz pública. Una luz tan distinta de la de los sueños.
A la luz de las palabras
La visión que alumbra un sol negro debe por fuerza confiar en las palabras, al menos si lo que quiere es hacernos ver aquí, en la luz pública, lo que ella sólo mira en su morada interior y secreta. En esto procede exatamente al revés que la visión ordinaria, que desconfía de las palabras y sienta sus reales por encima de los demás sentidos. En su vertiente inquisitorial y justiciera, la luz pública decreta que “una imagen vale más que mil palabras”, que jamás un testimonio “de oídas” pesará en un juicio lo mismo que uno “de vistas”, y que “a las palabras se las lleva el viento”. No es extraño entonces que la Justicia encarne siempre finalmente en un dios que “todo lo ve”, en una figura que repudia con asco la videncia para instaurar el reino de la e-videncia.
Por eso la fotografía de Bav?ar nos resulta tan extraña, porque está mediada por las palabras, porque se deja guiar por un relato o una descripción. Esto subraya de manera particular la condición general de la fotografía en cuanto lenguaje –que no procede meramente por contigüidad y contacto, como hacen las metonimias, sino por analogía, como las metáforas–, pero lo hace, por así decir, traicionando su tradicional alianza con el ojo en contra de la palabra. En el caso de Bav?ar, la fotografía rechaza con especial violencia el motto con que el ojo ordinario asienta su supremacía jurídica –“lo que se ve no se discute”–, y se pone a discutir. No a discutir en el sentido de disputar, aunque a veces deba hacerlo, sino más bien en el de “parlamentar”.
A esto me refería al mencionar el esfuerzo de comunicación que debe existir entre todas las personas que intervienen en la elaboración material de las fotografías de Bav?ar. La sintonía entre ellas es milagrosa. No nos sorprenderían tanto estas fotos si fueran obra de una sola persona, como no nos sorprende tanto que la Musa se pose en el hombro de un músico que garabatea notas a solas en su habitación. Lo sorprendente es que la Musa se pose sobre toda una orquesta, que por ella se mueve al unísono, como un banco de peces, en la misma interpretación.
A la sombra de las palabras
Bav?ar y sus técnicos deben fiarse pues de las palabras para comunicarse mutuamente lo que sus particulares ojos imaginan. Sus palabras acotan las posibilidades de sus fotografías tanto como los recursos técnicos de que disponen. Esto supone que, a final de cuentas, entre el espectador y la foto ha habido por lo menos dos codificaciones, dos mediaciones: la lingüística y la mecánica, la de las palabras y la de la cámara fotográfica. La doble mediación trae de nuevo a cuento la oposición entre la metonimia (que actúa por contagio, in-mediatamente, sin mediación) y la metáfora (siempre mediata), pero también recuerda la situación clínica en el psicoanálisis, pues también entre el psicoanalista y su paciente se despliegan igualmente dos mediaciones: la de las palabras, por un lado, y la de la técnica psicoanalítica, por el otro.
La segunda mediación es importante porque representa a su manera una suerte de “objetivación”. Es ella la que acota aquello de lo que se trata y lo coloca en un territorio neutro, más o menos libre de las veleidades y las idiosincrasias de cada quien. Es decir, coloca en un molde seguro y conocido aquello que aún no conocemos y queremos conocer. Si cabe en ese molde, bien, pues del conocimiento que tenemos del molde podemos ir sacando conclusiones sobre aquello que contiene. Sabemos cómo funciona la cámara fotográfica, como sabemos de qué modo procede la teoría psicoanalítica, de manera que podemos “analizar” todo lo que quepa en ellas.
Para analizar algo es pues necesario que se exprese objetivamente. Que el sueño de Bav?ar encarne en una obra fotográfica, o que el sueño de un paciente cualquiera se convierta en un relato en el diván. Sin embargo, en ninguno de los dos casos tratamos directamente con nuestro objeto, pues no nos es dado presenciar la imagen que Bav?ar se representa en su interior, como no nos es dado mirar el inconsciente de nadie. Vemos las fotos de los sueños de Bav?ar, no sus sueños directamente; analizamos el relato que alguien hace de un sueño, pero no el sueño mismo. Esto equivale a decir que la objetivación misma es ya una interpretación, y que todo objeto es objeto mediato. Por eso es posibe decir que las imágenes que nos entrega un fotógrafo que no ve no están más mediadas que las de un fotógrafo que ve: ambas son, finalmente, expresión, re-presenta ción. Si el caso de Bav?ar resulta ejemplar es quizá sólo porque nos muestra esto mismo de una forma más radical.
Obra negra
Bav?ar parece decir que lo menos importante para un fotógrafo es la visión en su sentido tradicional, que sólo reconoce como verdadero aquello que a sus ojos constituye una evidencia objetiva. Porque un fotógrafo nunca fotografía “objetivamente” lo que ve, sin aquello que le agregan sus palabras, sus deseos, sus amores o su historia. Dicho de otro modo, porque no es posible concebir la fotografía sin sueños. Es posible, en cambio, concebirla sin ojos. Pero imaginarla es sólo la mitad de hacer fotografía; la otra mitad, la que es hechura y oficio, depende de que queramos o no que cada fotografía sea, además, un objeto del mundo, una obra.
Por eso las fotografías de Bav?ar insisten en su “artificialidad”. Es una manera de subrayar su condición objetiva y repasar concienzudamente el marco material en donde son posibles. Lo cual me lleva a suponer que cuando Bav?ar habla de un “deseo de imágenes” se refiere al impulso por sacar a la luz pública aquello que en su intimidad alumbra sólo el sol negro de su ceguera o su videncia. No quiere sólo soñar o imaginar para sí mismo y en su intimidad: quiere mostrarnos a nosotros sus sueños, aunque sea para que los miremos bajo una luz blanca. Pero ¿no es eso mismo lo que hacen todos los fotógrafos, aun los que ven? Hacen visible lo invisible –como decía Paul Klee– y nos dejan saber que también nosotros podemos mirar las fotografías con un tercer ojo. Bav?ar nos enseña algo más: que la sombra es tan elemental y autónoma como la luz, y que a su modo también ilumina al mundo.