Fernando Savater

El Congreso

 














“Juge, en voyant ces ruines si amples,
Ce qua rongé le temps injurieux fragments
encor servent d' examples”.

Joanchim DU BELLAY

En memoria de Enrique TIERNO GALVAN,
que se atrevió a comenzar sus
“Acotaciones de la Historia Universal”
con una cita de Guillermo Brown.

Llegué a París suavemente embebido en reflexiones sobre el estatuto de la temporalidad histórica y tropecé al nada más aterrizar con un espontáneo sermón sobre la decadencia de Francia. El taxista que me recogió en el Porte Maillot, donde me había dejado el autobús de Orly, respingó al oírme mencionar el Beaubourg. “Ya, como todos; no me explico por qué tienen ustedes tanto interés en ir allí”. Yo me encontraba de buen humor, recién llegado a mi siempre añorada primavera de París, por lo que repuse con más benévola campechanía de la merecida por su desabrido tono que estaba invitado a un coloquio sobre historia y filosofía en el Centro Georges Pompidou... “¡Ah, no! ¡Lo que me faltaba por oír! ¡Ya es demasiado, señor mío!”. Se volvió rugiendo y por un momento dio la impresión de que me iba a hacer bajar en plena calle, si es que no nos estrellábamos antes por no mirar a donde debía. “¡De modo que encima van a charlar de filosofía! Pues le voy a decir una cosa: no es filosofía lo que Francia necesita. Aquí hay algo que no marcha, no señor. Yo no sé filosofía, pero sé trabajar. ¡Mejor nos iría si todos fuesen así! Y voy a decirle otra cosa: los profesores de la universidad no hacen más que estropearles la cabeza a los jóvenes, en lugar de enseñarles cosas útiles para la vida. ¿Ve usted este coche que tengo? Es japonés señor mío, no francés. ¿Sabe usted por qué tengo este coche? Porque es mejor y más barato que los franceses. Hace unos años no había mejores coches que los franceses, pero ahora ya ve usted. ¿Y este reloj? ¿Acaso es francés, este reloj? ¿De donde es este reloj? ¡Dígamelo usted, ya que es universitario!”. Aventuré con timidez de concursante de un programa televisivo que ese reloj bien pudiera ser también japonés. “¡Exactamente! ¡También es japonés! ¿Qué cree usted, que soy tonto y voy a comprarme un reloj francés, que son peores y más caros? ¡Ah, no, señor! ¡Si ser patriota hoy es ser imbécil, conmigo que no cuenten! ¡Cuando Francia sea de nuevo la que fue, volveré a ser patriota! Mire, señor profesor, le voy a decir algo y usted no me lo podrá negar: hoy los que saben vivir son los japoneses y los japoneses no se preocupan para nada de filosofías. ¡Vamos, no se atreverá usted a negármelo!”. No me atreví. En primer lugar, porque no parecía prudente hacerlo; en segundo lugar, porque a lo que yo sé los japoneses no cultivan ningún especial interés filosófico en la actualidad; y tercero, porque ya estábamos llegando al Beaubourg. Pero como no me gusta callarme cuando me zarandean verbalmente, al bajarme del taxi noté que mi buen humor de hace unos momento se había nublado irremediablemente.
Por lo demás el efecto Beaubourg del que habló en su momento Baudrillard continúa en pleno éxito, según es fácil comprobar. Mientras un cardumen juvenil de todas las nacionalidades imaginables –e imaginarias- hace su ronda por las cercanías, adquiriendo postales artísticas y reproducciones baratas de lo inalcanzable, una cola oprobiosamente larga de files monta guardia ante la puerta del Pompidou en espera de cumplir su peregrinación inexcusable a la exposición más visitada de toda la historia del museo: “Viena 1900”. Cioran, que ha colaborado en el catálogo de dicho evento con unas reflexiones muy personales sobre la emperatriz Sissí, tiene su propia teoría sobre esta afluencia de público: la gente intuye que la decadencia de la Europa culta es irreversible y por ello paladea con morboso arrobo la anticipación vienesa de este fin de mundo. Quizá mi intratable taxista no andaba del todo descaminado…
Las paradojas del tiempo por el que transcurrimos, que se nos lleva: ¿qué otra cosa es la historia sino el intento de rescatarlas para lo razonable, garantizando su lógica triunfal o mísera? Por ejemplo, los comentarios airados que despertó en su día esta monumental caja de herramientas que es el Centro Pompidou incrustado como un aerolito tecno-pop en el viejo golfo de Saint-Denis. Cuando comenzó a erguirse, anómalo, con todos sus intestinos plásticos o metálicos azuleando hacia afuera, nadie se atrevió a defender su indecencia demasiado evidente, casta y promiscua. Se habían cargado otro rincón “inolvidable” -¡qué fementida palabra, nunca deberíamos atrevernos a usarla!- del eterno París. Hubo revival , algo atenuado, del escándalo que en su momento supuso la erección –palabra que sólo debe emplearse referida a monumentos públicos, según el “Diccionario de tópicos” de Flaubert- de la torre Eiffel. Era la época que Ernst Jünger refleja en “Un encuentro peligroso”, su hasta el momento último y magistral s cherzo… Hoy, el absurdo poste herrumbroso de Eiffel simboliza a París en cualquier parte, Zambia o Tokio, mientras que el Centro Pompidou tiene ya más visitantes que el museo del Louvre. Y, por encima de todos los informes de expertos, descalificaciones de cronistas y remilgos de estetas, retumba una carcajada. Los padres de la Iglesia decían que después del coito se oye reír al diablo, pero exageraban: es el tiempo mismo quien ríe, cada cierto tiempo…
De nuevo, la historia: el acceso al Pompidou, siempre por una entrada “provisional”, se demora a causa de los registros que la omnipresente institución que el terrorismo impone. Los demasiados morenos procuramos borrar de nuestra apariencia cualquier resabio libanés. Las fuerzas de seguridad de toda laya, cuyo trabajo se ha visto aumentado y dignificado hasta el control absoluto gracias a la siniestra lucha de mártires obtusos, debería costear con sus pagas extraordinarias un monumento al terrorista desconocido. Además de la lotería mortal del accidente automovilístico del fin de semana, contamos ahora con una nueva ruleta rusa –nunca mejor dicho-, la rutina de la bomba y el derviche loco. Naturalmente, esta eventualidad cada vez menos picante ya forma parte del programa previsto e incluso colabora con la actual administración de la rutina. Lo ha descrito mejor que nadie y por anticipado Stanislas Lem, en su novela El Congreso . Ser cacheado varias veces al día forma parte de los hábitos del cosmopolita postmoderno, que pronto deberá aceptar también como normales el secuestro revolucionario, la tortura por el bien común y el espionaje científico pero constitucional de la intimidad.
En una ergástula cristalina del primer piso, convenientemente llamada la “Bulle”, de este edificio en el que el viejo funcionalismo queda delirantemente ridiculizado, tiene lugar nuestro encuentro en torno a “Filosofía e historia”. Cristian Descamps ha reunido a especialistas de ambos campos con el objetivo loable pero esquivo de que reflexionemos en común sobre el área teórica que compartimos y superemos nuestros múltiples recelos o incomprensiones. No basta, sin embargo, la buena voluntad –y ésa a todos se nos debe suponer, en esta época de renacimiento kantiano- para licenciar tenaces malentendidos enraizados en el lenguaje disciplinar, la perspectiva y el método de trabajo. Partimos de una constatación que ninguno de los presentes quiere poner en tela de juicio: ya pasó la ocasión de la gran prepotencia teórica de filosofías cuyo contenido era la razón absoluta de la historia, como la de Hegel o ciertas lecturas teoreticistas de Marx, no menos que el auge de esos historiadores omnicomprensivos que convertían su discurso sobre la historia universal en sistema filosófico, tal como lo hicieron Spengler o Toynbee. El santoral del día se establece más o menos así: respeto hostil y derogatorio frente a Hegel –de cuyos planteamientos hizo Dominique Janicaud, con todo, una matizada justificación-, desdén absoluto por el proyecto y el detalle de la obra de Spengler o Toynbee, ausencia de althusserianos que quisieran romper una lanza por los venerables descubridores del continente Historia, silencio perfectamente indiferente sobre pensadores caídos en una desgracia de raíz más política que especulativa, como Benedetto Croce, y beatificación sin abogado del diablo de Michel Foucault, convertido en el modelo indiscutido –que no indiscutible, como quizá luego veamos- de la conciliación de las oposiciones entre ambos campos. Las cuales, sin embargo, se mantienen con un vigor puede que demasiado saludable. Para los filósofos, la disposición general de los historiadores es demasiado empírica y poco reflexiva, no trasciende con suficiente fuerza teórica sus observaciones concretas y puede desembocar en el archivismo o la micromanía. Los historiadores consideran que los filósofos hablan con culpable ligereza de “la historia”, confundiendo una totalizante entidad metafísica de su exclusiva responsabilidad con el trabajo real de los investigadores del pasado, de cuyos métodos efectivos y cautelas autentificatorias lo ignoran olímpicamente casi todo. Unos y otros insinúan estos reproches, por supuesto, con prudente y escarmentada cortesía.
Los historiadores no franceses son quienes se muestran más abiertamente desconfiados respecto al discurso filosófico. El inglés Peter Burke, autor por cierto de una preciosa monografía sobre Montaigne, no oculta su escepticismo ante un lenguaje especulativo tan alejado de los gustos anglosajones; el italiano Giovanni Levi, sobrino del autor de “Cristo se detuvo en Eboli” y principal animador junto con Carlo Ginzburg de la llamada “microhistoria”, considera que los filósofos tienen un particular nivel metafórico de expresión en el que conservan su interés, pero tomados literalmente son imprecisos o inaceptables. Burke y Levi, que por lo demás no tienen mucho en común y hasta entablan de vez en cuando sus particulares polémicas, coinciden en su interés por la aportación que la antropología puede hacer a la visión histórica: el primero se muestra francamente favorable a la “invasión” de su territorio por los antropólogos (Nathan Watchel, Kirsten Hastrup y sobre todo Marshall Sahlins) aún admitiendo que comportará replanteamientos teóricos de profundo alcance; el segundo se muestra menos entusiasta y no se recata en señalar los peligros de la importante influencia de Geertz. De las intervenciones de ambos saco la impresión de que la antropología se está convirtiendo en “madrina” de los historiadores actuales, tal como hasta hace muy poco lo fueron la economía y la sociología.
En cuanto a los franceses, ya queda señalado el encomio generalizado por la obra de Michel Foucault, cuyo olvido no parece precisamente próximo pese a las recomendaciones cáusticas de Baudrillard. Nuestro seminario en el centro Pompidou contaba con la presencia de Paul Veyne, un brillante colaborador de Foucault al que había precedido en su interés por el estudio de la sexualidad en Grecia clásica. Veyne habló de la historia como inventario , fuese su modelo el registro notarial o la guía de pecados manejada por algún confesor y señaló –con evidente regusto anticonformista- que son los intereses individuales o circunstancialmente gremiales de los historiadores en ejercicio los que determinan en cada momento el interés por un tipo de inventarios frente a otros. Pese al brío irónico y a la penetración de sus planteamientos, Veyne me renovó un cierto regusto amargo que ya había sentido antes leyendo la última producción de propio Foucault. Algo así como una sensación de callejón sin salida, de esterilidad inteligente . No quisiera ser injusto ni siquiera por tibieza con la obra de un grandísimo pensador a quien cualquiera que pretenda de veras estudiar la filosofía de los valores y de la práctica hoy tiene que mostrar puntual reconocimiento: Foucault hizo hablar en tono filosófico a ciertas joyas indiscretas de la sociedad moderna que de otro modo seguirían interesadamente mudas, tales como el manicomio, la cárcel, el hospital o el juzgado. Pero en los dos últimos volúmenes de su Historia de la sexualidad culmina un régimen de adelgazamiento de lo especulativo, de objetivismo minucioso sin marco alguno referencial que, francamente, ni mejora sustancialmente el trabajo erudito de las fuentes consultadas ni acierta a proponer ninguna reflexión positiva sobre su tema. Del último Foucault iba interesando cada vez más lo adyacente y menos la propia obra in progress, sofrenada por un pudor teórico que en sus seguidores parece desembocar en el desconcierto o el estreñimiento. Todo lo que decía en nuestro seminario Paul Veyne despertaba mi atención y todo finalmente la defraudaba; admito, desde luego, que la culpa pueda ser mía pero sigo sospechando también impasse metodológico.
Algunos de los filósofos asistentes coincidimos en nuestro interés por el estatuto de la universidad histórica en el ámbito actual de pluralidad de razones. Gérard Raulet, uno de los mejores especialistas franceses en filosofía alemana contemporánea, comparó la complacencia postmoderna por los “pequeños relatos” de la subjetividad estético-expresiva con los esfuerzos hacia una pragmática de la intersubjetividad consensual por medio de la cual intenta completar la modernidad inacabada Habermas y Apel. Tras la quiebra del gran relato histórico hegeliano –que no es sino la hipérbole consecuente de la “Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita” de Kant-, parece imposible establecer una universalidad racional que no sea solamente técnico-instrumental, sino que sirva ante todo de fundamento a un sentido comunitario que exprese la armonía de los individuos entre sí y con las fuerzas productivas de los social. Pero dicha “imposibilidad” no hace sino encubrir la necesidad urgente y estimulante de lo que de veras ha de ser buscado, para salir de la trivialidad. Sin tal universalidad bloqueada, por ejemplo, no parecen racionalmente imaginables los derechos humanos en cuya exigencia confluyen el sentido político de la ética y el sentido ético de la política. En una intervención centrada en el bosquejo teórico de una nueva figura de Europa, Olivier Mongin planteó así la pregunta crucial: “¿cómo pensar al mismo tiempo que la figura de la humanidad, que los derechos del hombre han podido emerger en tal momento determinado de la historia, sin convertirse por ello en monopolio de las sociedades?”. En cuanto a qué es exactamente lo que nos requiere en tal cuestión a los europeos, postmodernos o modernos inacabados, también Mongin acierta a expresarlo con particular fuerza: “El hombre europeo es tanto más responsable ante esos derechos del hombre cuya custodia histórica posee sin tener su exclusivo monopolio porque ha estado a punto de condenar al conjunto a la humanidad a renunciar a ellos definitivamente”. El nuevo rostro de Europa no puede ser sino la metamorfosis histórica del programa universalista y legalmente razonado de “vida buena”, pero purificado de las nervaduras avasalladoras del viejo paradigma imperial.
Mi contribución al seminario se centró en torno al papel que han jugado las categorías morales en la invención de la historia. Hablo de “invención” colectiva, en su doble significado de descubrimiento, de “dar con algo”, y de ficción; en esta invención intervienen historiadores y políticos tanto como filósofos, teólogos, notarios, etc… Así se va creando un depósito general de imágenes del pasado, cuyo funcionamiento debe tanto a transcripciones de arquetipos míticos como a rigurosas constataciones empíricas. Me sorprendió lo poco que en nuestro encuentro interdisciplinario se habló del papel –a mi juicio decididamente esencial- de la imaginación en la historia: los prejuicios positivistas no se desvanecen por mucho que se insista hoy en el modelo narrativo de historia… Ningún discurso histórico está libre de la utilización de categorías morales, es decir, de valoraciones éticas en el sentido más amplio y menos dogmáticamente normativo del término. Y es que comprender lo humano es sentirse apasionadamente concernido y por tanto requerido a juzgar: nadie puede en realidad entender desentendiéndose. Por otra parte, nuestras propias valoraciones versan sobre la historia y están justamente inscritas en ella: sin los juicios de valor no puede comprenderse la época, pero sin la época resultan ininteligibles los juicios de valor. Cuatro estilos pueden distinguirse de aplicación de categorías morales a la invención histórica. En primer lugar, el moralismo categórico, que procesa y condena a los “acusados” históricos como si todos compartiésemos idéntico juego de valores, Tiglatt Pileser III y Savonarola, los cátaros y Mussolini. Segundo, la exaltación del momento presente como ápice de la historia, sea cumbre o profundo abismo, progreso o decadencia, Hegel y Compte o Spengler. En tercer lugar, la pura y desnuda descripción de los complejos valorativos de cada momento y su comparación entre sí y con los nuestros, lo que plantea el problema de cómo valorar a su vez las propias valoraciones descritas para que resulten plenamente inteligibles. Por último, el rastreo de un cierto universalismo valorativo, que subyace y posibilita las diversas escalas normativas de cada grupo y cada momento histórico: lo mismo que hablamos de “universales del lenguaje”, pueden considerarse también unos “universales éticos”. Esta última perspectiva puede recibir la descalificada etiqueta de “etnocentrismo moral” por parte del relativista absoluto, que invocará contra ella el sagrado –aunque sólo recientemente- derecho a la diferencia. Pero lo cierto es que tal invocación no invalida el universalismo, sino que la postula, pues no debe confundirse el derecho a la diferencia con la diferencia de los derechos: si, más allá de la simple y banal constatación de las diferencias, hablamos de un derecho a reivindicarlas, ya estamos asumiendo que por encima de las diversidades esenciales o episódicas hay un criterio universal en el que todas buscan amparo.
Durante una semana, filósofos e historiadores hemos hablado del espacio de la memoria y de sus imágenes referenciales. Sin mencionarlo, hemos husmeado una vez más la enigmática estofa de que estamos hechos, el tiempo. En el taxi que me lleva al aeropuerto recuerdo a aquel poco conciliador taxista del primer día y su reloj japonés, exhibido rabiosamente como una ofensa irremediable al narcisismo industrial de Francia. Reparo entonces en que yo también tengo un reloj japonés, digital, que suelo utilizar en los viajes. Es el sustituto de choque de mi reloj habitual, esférico, de oro y suizo, una obra maestra de clasicismo elegante, herencia y recuerdo queridísimo de mi padre. Los alternos según alternan mis tareas y mis humores. Dos relojes, dos tiempos: el íntimo y el público, el artístico y el utilitario, el que se lee como un recorrido espacial y el que gotea sucesivamente, el de los proyectos y el de la nostalgia. Aquél en el que de veras vivimos y ese otro en el que nos vamos desvaneciendo. Todos habitamos forzosamente en ambos y quizá también en otros aún menos definibles: ciertos tiempos nos pertenecen casi por entero, otros los compartimos con muchos; en unos hallamos morada y en otros estamos de paso, como de visita o como invasores. La historia que inventamos y que nos contamos unos a otros, cada cual a sí mismo, es la urdimbre de todos estos tipos. Por debajo de su marcha recogida en las crónicas oficiales fluye lo que Miguel de Unamuno llamó intrahistoria, hecha de latidos innominados, minuciosos empeños cotidianos, temores y gozos oscuros, caricias desdibujadas como pétalos de flores idas, tal vez las mismas de esta primavera de París que ya acaba y de la que debo alejarme sin remedio.

Fernando Savater , "El congreso", Revista diagonales, número 3, México, 1987, pp. 94-98.