Mario Lavista
Partitura en limpio
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Para que una obra musical pueda ser considerada como tal es imprescindible que posea un principio y un final. Generalmente estos extremos los determina el autor de una manera inconfundible; a veces sugiere varios principios y varios finales dejando en el intérprete la responsabilidad de la elección. En algunas obras, el autor hace intervenir un elemento aleatorio como factor decisivo para establecer un principio y un final, elemento que puede manifestarse durante el proceso creador, el proceso interpretativo o ambos a la vez. En ciertas ocasiones los extremos se establecen con base en las exigencias de una función externa: la música que acompaña los ritos mágicos de ciertas tribus africanas o mexicanas define sus extremos según la duración del rito. Pero cualquiera que sea el procedimiento empleado para determinar un principio y un final, la presencia de estos extremos es indispensable para la definición misma de obra; más aún, establecer un principio y un final es crear una forma, en el caso de la música temporal. Es posible, desde luego, determinar la duración de una obra asociando números a los sucesos, de tal manera que al último acontecimiento se asocie un número mayor que el inmediato anterior y así sucesivamente hasta llegar al primer acontecimiento. El reloj nos proporciona una serie de sucesos que pueden ser contados; al efectuar una comparación entre el orden de estos sucesos y el orden de la serie dada de acontecimientos se puede definir esta asociación. 1 La duración sería así: el intervalo de tiempo que determinan los extremos de cualquier obra musical. Dicho de otro modo, la duración es el intervalo de tiempo mensurable entre un principio y un final. Aceptando el hecho de que una obra posee un principio y un final, cabría preguntarse si ésta comienza necesariamente con el primer sonido y termina con el último. Si la respuesta es afirmativa, tendríamos que definir la función específica del silencio que antecede y/o sucede al primero y último sonidos en innumerables partituras. Bástenos citar, dentro del primer caso, la Fuga en do menor del Clavecín bien temperado de Bach; el primer movimiento de la 5ª. Sinfonía de Beethoven, la primera de las 5 piezas para orquesta Op. 16 de Schoenberg y el primer acto de Wozzeck de Alban Berg. En todas ellas existe un silencio anotado en la partitura, anterior a la primera nota o sonido. Pero este silencio es un auxiliar que elude toda ambigüedad en la lectura de la partitura y ayuda a descifrar, sin posibilidad de error, el primer sonido de la obra (sobre todo cuando ésta tiene un modelo métrico claramente definido: el silencio de octavo en el comienzo de la 5ª. Sinfonía de Beethoven establece, junto con las 3 corcheas que le suceden, el modelo métrico del primer movimiento y es un recurso que prevé cualquier error de lectura en estas tres primeras notas). Pertenecientes al segundo caso (un silencio que sucede al último sonido de la obra), citemos casi toda la música escrita en los siglos XVII, XVIII y XIX. En estas obra el silencio impide modificar en forma explícita el número de unidades que intervienen en el último compás de la partitura, que es, en efecto, lo que acontece implícitamente cuando escuchamos una obra de este tipo, sin que ello destruya las relaciones que rigen la estructura propia de la obra. Los dos últimos compases del primer movimiento de la Sinfonía en La, K.201, de Mozart, se presentan, en su aspecto rítmico, así:
pues es evidente que no podemos ?escuchar? el silencio final anotado en la partitura. 2 Reconocer, sin embargo, que una obra musical empieza y termina con un sonido, no aclara de manera convincente la forma en que la música se separa del medio ambiente externo. Todos hemos experimentado o intuido alguna vez la imposibilidad de escuchar música si oímos simultáneamente el sonido que produce una fábrica, sea cual fuere el grado de intensidad de esta última. En caso de que el autor prevea la participación del sonido que producen, por ejemplo, los automóviles, podrían impedir la audición de esta obra, porque ?lo que puede estar o no estar en el todo sin que nada se eche de ver, no es parte del todo?. 3 Es necesario que se cumplan ciertas condiciones previas a la escucha para evitar que un sonido o ruido ambiental usurpe el lugar que ocupan el primer o los subsiguientes sonidos de la obra. Sin estas condiciones previas, el indiferenciado tiempo ordinario se inmiscuiría en los extremos de la composición, impidiendo separar nuestro movimiento individual del movimiento que va a controlarnos: la música. 4 Es indispensable, pues, que exista un elemento que actúe como marco de la obra. En el caso de un cuadro, el canto o borde del lienzo actúa como lindero y señala los límites de la pintura y del mundo real que lo rodea. En la música, es el silencio el que asume las funciones de frontera, un silencio que no forma parte de la obra, puesto que se manifiesta antes y después del primero y último sonidos de la composición, es decir, del principio y del final. 5 Una obra musical, por lo tanto, no tiene antecedentes ni consecuentes: encuentra en sí misma su finalidad y se manifiesta en una dimensión temporal que carece también de antecedentes y consecuentes, de la cual no puede separarse. Esta categoría es la que se define como tiempo musical, un tiempo que posee el poder de generar la forma musical. La partitura no es sino la representación gráfica de relaciones armónicas; descifrarla es adjudicar a estas relaciones una forma temporal que ha sido intuida por intermedio de la materia sonora. Todo sistema armónico propone relaciones temporales, cuya actualización es necesaria para que emerja una obra musical viviente. Es en la forma temporal que la conciencia se une a la obra musical y convive con su devenir paso a paso. Y así como un instante, una hora o un día nada son sin un acontecimiento que los señale, una pieza de música sólo es concebible en términos de un ordenamiento de acontecimientos musicales que se suceden unos a otros a velocidades distintas y variables. Estos acontecimientos constituyen elementos o procesos de alteración y es precisamente entre estos elementos o procesos de alteración que nosotros intuimos el paso del tiempo. 6 Cuando nada nos altera, perdemos nuestra orientación, pues el sentido del tiempo es una forma de percepción. Al descartar el concepto de tiempo absoluto, es decir, de un flujo constante e invariable que va desde el pasado hasta el futuro infinitos, la ciencia postula que todo cuerpo de referencia (o sistema de coordenadas) tiene su tiempo particular y que no tiene sentido hablar del tiempo de un suceso sin aludir al cuerpo de referencia a que refiere la declaración del tiempo. 7 Una obra de música es un cuerpo de referencia más y posee, por este hecho, su tiempo particular: un tiempo que experimentamos a través de sonidos y silencios y que denominamos ?musical?. Pero este tiempo sólo adquiere pleno sentido cuando, ante un obra musical, tenemos presente la observación que hace el Rey de Corazones al conejo blanco, en Alicia en el país de las maravillas, a propósito de la lectura de un verso: ¡comienza por el principio, continúa hasta que llegues al final; entonces detente!. Notas 1 Lincoln Barnbett, El universo y el Doctor Einstein, Breviario del Fondo de Cultura Económica, No. 132. 2 Es necesario subrayar que los silencios que existen o que pueden existir entre el principio y el final de una obra constituyen, al igual que los sonidos, elementos de articulación musical. 3 Aristóteles, Poética. 4 Edward T. Cone, Musical Form and Musical Performance. Ed. Morton and Company Inc. 5 El silencio anotado en algunas partituras antes y/o después del primer y último sonidos, además de desempeñar, las funciones asignadas, se confunde con el silencio que actúa como marco o frame de la obra y asume, por este hecho, una doble función. 6 El principio y el final pueden ser los únicos elementos de alteración que contenga una obra o que prevea el autor. En 4'33?, John Cage, al indicar únicamente la duración de su obra, establece como ineludible la presencia de dos elementos de alteración: el principio y el final. 7 Lincoln Barnett, op. cit .
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