Eric Heller

La caída de Fausto

 













Ya que al mencionar Doctor Fausto es inevitable que se piense en Goethe, podríamos tomar un atajo hacia el centro de nuestro tema, con una oración del sexto libro de la autobiografía de Goethe Dichtung und Wahrheit, Poesía y verdad: ?Sin duda, ninguna adoración a Dios es más hermosa que la comunión del corazón con la Naturaleza?; y con ciertas variantes, con mayor profundidad y extensión, repite esto muchas veces, por ejemplo, cuando en julio de 1786 le escribe a Charlotte von Stein que ya no es necesario que se esfuerce en ?meditar? sobre la naturaleza porque su inmensa variedad se le ?simplifica? cada vez más en la mente con la esperanza de que algún día incluso el problema más grande que surja al pensar en la naturaleza se resuelva por sí solo de ?manera natural?. Y ya en el tercer capítulo de Doctor Fausto de Thomas Mann, nos encontramos a Jonathan de Leverkühn, el granjero padre del Fausto de la novela, Adrián; según su costumbre, Leverkühn padre ?especula sobre los elementos? (cita del primer libro alemán del Fausto de 1587) de una manera que contrasta mucho con la ?simplificación? que Goethe esperaba. Jonathan procede con una fascinación ominosa que podría considerarse propia de los hechizos de la magia negra. Le atraen en especial las manifestaciones de la naturaleza que muestran su aspecto más ambiguo, incluso engañoso, como en el caso de la mariposa Hetaera esmeralda (nombre que se convertirá en un leitmotiv de la novela). En sus alas de transparencia cristalina hay un punto rosa y púrpura que le da el aspecto de un pétalo que arrancara el viento. Así la criatura logra, como de manera fraudulenta, escapar de sus voraces enemigos, al igual que sus astutas congéneres, las mariposas que con sus colores brillantes llaman la atención cuando aletean lentamente, pero que sin embargo gozan burlonas de plena seguridad, pues todas las aves del bosque saben que su sabor es detestable.

Por supuesto, el interés de Jonathan Leverkühn en tales manifestaciones de la naturaleza es del todo diferente al entusiasmo de Goethe ante la naturaleza, el cual se expresa con gran fervor en el monólogo de Fausto en la escena de ?El bosque y La caverna?. Ahí Fausto le agradece extasiado al ?erabnen Geist?, el espíritu mismo de la tierra y de la naturaleza, el haberle dado todo lo que hubiera deseado, sobre todo ?la espléndida naturaleza por reino?; y no sólo por reino, sino como su amiga más íntima dispuesta a revelarle los secretos de su corazón. Dramáticamente este extraordinario poema resultó más bien complejo. En 1790, cuando Goethe, ansioso de terminar Fausto , publicó el Fragmento , este monólogo se presentó con una ironía casi intolerable a la escena ?Junto al pozo? en donde Gretchen se da cuenta por primera vez del ?pecado? que cometió al brindarle su amor a Fausto. La escena prepara su angustiosa plegaria para la mater dolorosa. ?¡Auxilio! Sálvame de la deshonra y de la muerte??

Ach neige

Du Schmerzensreiche,

Dein Antlitz gnadig meiner Not!

Inmediatamente después su amante, causa de su desgracia, aparece proclamando su felicidad con palabras tan gloriosas que el lector se pregunta cómo es que ni el propio Fausto ni Mefistófeles reconocen que este es el momento culminante en el que, según el pacto del Fausto I debía conducirlo a las manos del Príncipe de las Tinieblas:

Werd'ich zum Augenblicke sagen?

Si alguna vez deseo implorarle

al momento fugaz

que permanezca por ser tan hermoso?

Y ?El bosque y La caverna? se conservó incluso después de que por fin quedó escrita la escena del pacto con Mefistófeles. Sucede que, así, el monólogo de la dicha de Fausto resulta más adecuado y a la vez más inoportuno, después de la declaración de amor en la que Fausto, casi con las palabras del pacto, dice que este momento se debe convertir en lo que es un su naturaleza más íntima: la eternidad: ?¡Sin fin! ¡Sin fin!?

Con estas dos escenas del Fausto I, Goethe pone su argumento dramático en peligro, y no a causa de simples descuidos o de inconsistencias superficiales por parte del dramaturgo. No, estas fallas en la coherencia dramática del Fausto son producto del choque entre la sensibilidad de un Goethe adulto y la naturaleza de la historia que un poeta joven e impetuoso crea para dramatizarla. La desunión fundamental ?y fundamentalmente trágica- entre la naturaleza y el alma y la mente del hombre, fuente misma de la constante lucha de Fausto, riñe con la fe profunda de Goethe en la armonía esencial que prevalece entre él y la naturaleza. Por último aspiraba, según lo dice, a la ?síntesis del mundo y el espíritu? (Geist) y a la verdad que ?al surgir del interior y revelarse en el mundo exterior? lo bendijo con la certeza de la ?la eterna armonía de la existencia?.

El punto crucial del drama de Fausto, la conditio sino qua non , es pues la tensión irreconciliable entre el ser interno de Fausto y el carácter del mundo externo. Esto es lo que le da la certeza a Fausto de que debe vencer en su pacto con Mefistófeles. Ya que existe ?contrario a todo lo que postula el Siglo de las Luces- una carencia de armonía preestablecida entre las más elevadas aspiraciones del hombre y el mundo en el que está destinado a vivir. A esta discordancia que resiste todos lo manejos, sean humanos o diabólicos, se debe el que Fausto sepa que está condenado a la insatisfacción eterna y que rete a Mefistófeles cuando afirma, apasionado, que la vida nunca ofrecerá lo que uno desea, ya que sus deseos insatisfechos e irrealizables emanan de una fuente interior que no tiene relación con la existencia exterior. Por este motivo Fausto nunca alcanza la meta de la felicidad y por tanto no puede ser derrotado en su pacto con Mefistófeles:

Der Gott, der mir im Busen wohnt,

Kann tief mein Innerstes erregen,

Der über allen meinen Krafter thront,

Er kann nach aussen nichts bewegen...

Lo cual significa que el creador del mundo exterior no tiene poder para ordenar las cosas de manera que el hombre ?en este caso Fausto- encuentre satisfacción. ¿Cómo no va a ser eterna la lucha de Fausto? ¿Cómo es posible que, de acuerdo con las condiciones del pacto ?un giro muy extraño, de hecho perverso dentro de nuestra tradición teológica-, pierda su alma para encontrar una paz que sobrepasa al entendimiento? Fausto debe luchar eternamente; Fausto debe vencer.

Es obvio que el monólogo de ?El bosque y La caverna?, este cantar de cantares que se entona como oda a la dulce paz entre lo interno y lo externo, entre el hombre y el mundo, parece que desvirtúa el conflicto que se postula en el drama. Pero incluso si el drama no puede salvarse, quizá Fausto sí. La verdad del asunto es que Goethe, en los sesenta años que tardó en terminar ambas partes del Fausto, no fue capaz de mantener inalterada la concepción pasión-tensión del hombre joven. Como prueba de esto basta una lectura exhaustiva de la escena de ?El bosque y La caverna?, pues la belleza intraducible del ?strenge Lust? con que termina la primera parte del monólogo, el deleite exuberante que se mantiene sin embargo dentro de los límites de la disciplina, conducen casi con precipitación al dolor de que tal perfección no es para él. El ?erhabne Geist?, espíritu sublime que le concedió a Fausto una felicidad tan pura, se encargó también de que a esa pureza la corrompieran otros aspectos del espíritu (que con seguridad Fausto había pedido): la compañía denigrante y también indispensable de Mefistófeles, cuyas aportaciones, lejos de satisfacer a Fausto y asegurar la victoria mefistofélica, lo conducen a un descontento más profundo que lo hace ir del deseo al placer y, una vez satisfecho el deseo, volver a anhelar el deseo.

So tauml' ich von Begierde zu Genuss,

Und m Genuss verschmacht ich nach Begierde.

He aquí el joven Fausto, igual que al propio joven Goethe. Si Goethe decidió mantener el monólogo en la obra, con toda seguridad no fue sólo por la belleza del poema. La respuesta sería que quizá sintió que así podría revelar la verdad que subyace a la lucha incansable de Fausto y de esta manera justificar la transfiguración y la salvación final de su personaje, ¿justificar?, tras haber dicho tanto para demostrar las grandes inconsistencias del argumento dramático, la poesía del poema dramático (que no lo es tanto) podría convencernos una y otra vez de que el extraordinario pacto entre Fausto y Mefistófeles, que fue tan fácil de inventar a Goethe, resulto innecesario desde el punto de vista poético. La poesía insinúa todo el tiempo que Mefistófeles no puede ganar puesto que el alma de Fausto no necesita un redentor. A pesar de su inseguro pensamiento, parece que el dios que vive en el ser más íntimo de Fausto está destinado a fundirse con el ser divino que procura el orden universal. Es inconcebible que Fausto, hijo problema de Goethe, en cuya educación empeñó sesenta años, no comparta la fe que logra y conserva su creador a pesar de innumerables confusiones y tentaciones: su confianza en que el mundo humano está inundado de la sustancia con que se constituye la gracia. Una y otra vez la poesía del Fausto , independientemente del argumento, no sólo nos promete tal realización sino que es en sí la realización.

Esta fe se conoce como panteísmo. Sin embargo, en cuanto a Goethe, quizá sea mejor pensar en una armonía preestablecida, un orden del mundo que a la larga haría imposible que ?el dios que reina sobre todos mis poderes?, como lo nombra Fausto en su momento de desesperación, ignorara o rechazara por completo al ?dios que habita dentro de mí?. Imposible que todo se arreglara al final, cuando se vea que no hay discordia entre la lucha espiritual y la ética del hombre y la verdadera naturaleza del Ser. Por tanto, la única maldición imaginable del Fausto de Goethe surgiría al cesar la lucha por la autorrealización que concuerda de raíz con la Creación misma. De hecho, Fausto pone en peligro su salvación más de una vez, por ejemplo cuando maldice al amor, la esperanza, la fe y la paciencia y provoca que un coro de espíritus dolidos lo acusen de haber destruido el ?mundo bello?, de manera que tendrá que reconstruir en su interior lo que afuera está en ruinas; o también cuando, señor del territorio arrancado al mar con ayuda del diablo, se enfurece contra el orden de un mundo que tiene que compartirse con otros, incluso si es sólo con la pareja de viejos, Filemon y Baucis. Pero a pesar de todo, tenía que ser que Fausto, al concluir el drama de Goethe, se elevara a la esfera de la divinidad imperecedera en donde todo lo mortal no es más que un símbolo: ?Alles Vergangliche/Ist nur ein Gleichnis?.

?No debía de ser?, dice el Doctor Fausto-Leverkühn en el capítulo cuarenta y cinco de la novela de Thomas Mann, en la estremecedora escena donde el niño Nepomuk, víctima inocente del amor de Adrián Leverkühn ?ya que de acuerdo con su pacto con el diablo el amor le queda prohibido para siempre- yace agonizante y Serenus Zeitblom, amigo de Adrián, trata de consolar con sus palabras a su desolado compañero. Cuando Serenus está a punto de partir, Adrián dice: ?No debería de ser? Tendrá que volver. Yo la haré volver?. Absurdamente, Serenus voltea y le pregunta a su amigo compositor qué es lo que va a ?hacer volver?. Leverkühn responde: ?La Novena Sinfonía?. Y después queda en silencio. Es como si en este capítulo Thomas Mann citara el séptimo capítulo del octavo libro de su Buddenbrooks , en donde el pequeño Hanno Buddenbrook, cuando su padre lo regaña por la travesura infantil de haber puesto una raya bajo su propio nombre en el árbol de la familia, explica tartamudo: ?Pensé, pensé que ya no habría más?. Y si de hecho no hay más en la primera novela de Thomas Mann después de la muerte de Hanno, en el Doctor Fausto , su última gran obra, después de la enloquecedora obra maestra de Leverkühn viene la cantata ?Doctor Fausto Weheklag ?La lamentación del Doctor Fausto?- que hace que revoque el final de la Novena Sinfonía, equivalente sinfónico al homenaje que el Fausto de Goethe le rinde al ?espíritu supremo? que le concedió todo lo que deseaba.

Lo que hay en común entre el ?Himno a la alegría?, que Beethoven puso en música, y el monólogo de Fausto. ?El bosque y La caverna?, es sólo lo dionisiaco: la exaltada certeza de que el individuo está a salvo y en casa en la totalidad del mundo y que cuenta, a pesar de su destino metafísico de ser dividuum ?ser separado de un todo- con su verdadero ?in? (para usar la etimología brillantemente errónea de Nietzsche). A la vez se puede decir que es con exactitud la naturaleza exaltada de esas declaraciones la que revela el peligro en que se encuentra la certeza. Las épocas y las almas que están más seguras de su lugar en el mundo se conducen con menos algarabía cuando dan testimonio de su apego a tal integridad. La música de Bach es la sobriedad misma si se compara con la intoxicación de júbilo de Beethoven que Adrián Leverkühn ?revoca?.

?Es kann dir ja nix g'schehn (que significa: nunca dudes de tu seguridad) ?así se expresa el personaje más conocido de una de las obras de Anzangrube (Die Kreuzelschreiber). Anxengrube escribió, con mucho éxito, el drama en dialecto en el siglo XIX austriaco; habla con discreción de la mencionada confianza metafísica y quizá ésta sea la razón por la que el filósofo Ludwing Wittgenstein lo conmovió tanto esa obra que incluso años después mencionaba como una experiencia religiosa. El mismo Wittgenstein que, con su Tractatus Logico-Philosophicus , hace un último e intenso esfuerzo por demostrar por medio del análisis lógico la relación de correspondencia entre el hombre y el mundo y la prueba a través de un examen de lo más humano que existe: el lenguaje. Más tarde revocó él mismo este trabajo (es decir, el propio Wittgenstein con toda su ideología filosófica). En sus Investigaciones Filosóficas rodeó al lenguaje de todas las dudas imaginables con el objeto de descubrir, después de todo, que la relación con el mundo que pretende describir quizá no sea del todo apropiada. Si se me permite hacer aquí una observación personal, quisiera decir que Wttgenstein como individuo es el que aparece ante mis ojos cuando trato de imaginarme cómo sería físicamente Adrián Leverkühn. (Thomas Mann, el ?retratista? más cuidadoso, se ocupo de no ?retratarlo?). Wittgenstein, al igual que Leverkühn, se exigía tanto a sí mismo que en ocasiones sus tareas filosóficas parecían paralizarlo; duro para él, ya que, como el compositor de Thomas Mann, sospechaba que el trabajo y la autenticidad se habían vuelto incompatibles. La autenticidad se encontraba sólo en la más fría precisión lógico-matemática. En donde existía el ?calor animal? de los sentimientos, como lo llamaba Leverkühn, el trabajo se veía amenazado por la imprecisión y por la tentación de actuar con falsedad en cuanto empezara a hablar el alma.

Adrián Leverkühn desea entonces revocar la Novena Sinfonía, al igual que Thomas Mann revoca la salvación que Goethe le había otorgado a su Fausto. Esta salvación fue posible sólo porque Fausto, dentro de toda su incansable lucha, aspiraba a lo que ya poseía de raíz: ?los dones del espíritu supremo?, el ?erhabene Geist? podía derramarlos nada más sobre él, porque él estaba destinado a recibirlos ?así como las abejas están hechas para la dulce libación de los capullos. ?Don? no debe entenderse aquí de manera literal, porque lo que se ?da? es la relación de correspondencia predestinada entre la necesidad de las criaturas y el alimento que les proporciona la naturaleza para satisfacer su hambre. Sin duda, suelen ocurrir imprevistos catastróficos y escaceses incontrolables, aludes devastadores, erupciones volcánicas, terremotos, sequías en las que todo se marchitaba, hambruna, cambios de clima, en especial los que resultan letales para toda una especie de animales. Así, al despertar un día descubren que no hay nada de lo que necesitan para sobrevivir. Podríamos preguntarnos si en la historia del alma humana suceden las mismas catástrofes. Si le creemos a Nietzsche, sí suceden y una de las más graves fue la muerte de Dios. Este suceso que él diagnosticó ?no fue ni el primero ni el último- lo llevó a predecir el surgimiento del nihilismo, incluso a profetizar el fin de la especie humana, por lo menos de las subespecies cuyas mentes y almas han encontrado a través de milenios sustento espiritual en su fervorosa creencia en dioses, en Dios, en Ideas y en imperativos categóricos: aquellos que, conscientes o no, han confiado en una suerte de economía espiritual balanceada que existe entre las necesidades de su ser interior y lo que ofrece el mundo exterior. Sólo el übermensh (súper hombre) podría sobrevivir después de que el género humano se viera obligado a regresar a sus propios recursos, e incluso florecería de manera espléndida tras haberle retirado el alimento de costumbre.

El héroe del Doctor Fausto de Thomas Mann sigue el modelo de Nietzsche. Es un gesto de gran desesperación con el que Adrián Leverkühn vuelve a la Novena Sinfonía, más que nada a su último movimiento donde resuena con la alegría, con el ?schoner Gotterfunke?, la chispa divina, la inspiración final del corazón humano. La ?chispa? ya no va a ser ?divina?. El Doctor Fausto es una novela de Nietzsche moldeada en un humanismo que ha llegado al límite de sus fuerzas. Por lo menos dentro de la ficción, el libro lo escribe un narrador humanista, Serenus Zeitblom, el amigo más viejo de Adrián y quizá el único, quien, indignado, intimidado hasta lo incomprensible, copia para la posteridad el documento más aterrador en la historia de la vida de Leverkühn. Zeitblom lo descubre entre los papeles del compositor. Escrito de su puño y letra, consigna el diálogo sobrenatural entre él y el diablo; es claro que esta escena la sugiere un capítulo de Los hermanos Karamazov de Dostoievsky. El contacto arriesgado ?ratifica? el pacto satánico que Leverkühn, sin haberse dado cuenta, hace con el ?adversario? cuando, a pesar de la advertencia de ella, se contagia de sífilis con la prostituta ?Hetaera Esmeralda?, padecimiento fatal que ?libera? su mente durante un tiempo de la sobriedad escéptica y le inspira así su obra maestra. Este es el pacto fáustico pone en el sitio de la ?chispa divina? la inflamación del infierno como agente ardiente del arte.

Al apegarse al carácter nietzscheano de la novela, la historia del pacto ?parodia? la sección de Zarathustra de la autobiografía de Nietzsche, que de manera blasfema él mismo titula Ecce Homo . Lo que Thomas Mann parodia es el concepto de Nietzsche sobre la inspiración en cuanto a que el creador siente que ya no es él mismo, sino el portador de poderes superiores. ?Fui bendecido?, exclama extasiado el artista en estas condiciones.

Soy algo más que yo mismo ¡A eso le llamo nuevo y grandioso! ¡Me desbordo en la dicha de la inspiración! ¡Mis mejillas resplandecen como hierro derretido! ¡Ardo en furia, todos arderán en furia cuando esto los invada! ¡Que Dios se apiade entonces de ustedes, pobres almas!

El diablo le promete a Leverkühn este éxtasis creador; y en el límite de la burla blasfema agrega que éste es el mismísimo don por el que Goethe, ?el poeta clásico, el genio excelso y majestuoso, agradeció de manera tan bella a sus dioses?:

Alles geben die Gotter, die unendlichen

Ihren Lieblingen ganz?;

lo cual significa que los dioses le conceden todo a quienes aman.

Entonces ya no son los dioses quienes otorgan tales dones, sobre todo el don del gran arte, sino el demonio. Esto significa que los seres humanos han perdido su habilidad de atender por intuición el trazo espiritual de la creación, de contemplarla con devoción, dedicación o entusiasmo y de inspirarse en ella. Por el contrario, para encontrar inspiración recurren a los poderes que niegan la creación del mundo o, como en el caso de Leverkühn, a las espiroquetas y en otros casos a la farmacología. Ahí buscan los medios para cambiar los colores, los sonidos, las coherencias del mundo. Ya que el orden racional superior del mundo, accesible a las ciencias, no puede inducir esa relación. Incluso el partidario de la razón, el humanista Serenus Zeitblom, observa: ?nunca entenderé la ?Hosanna' animación que invade a algunos cuando contemplan ?las obras de Dios' plasmadas en la astrofísica. ¿Es correcto llamar ?obras de Dios' a un sistema si lo único que podemos decir de él es: ¿qué más da? En vez de ?alabado sea Dios'?.

Wendell Kretzschmar, el organista tartamudo que le enseño musicología a Leverkühn, preguntaba en el pequeño círculo de su público provinciano, a quienes les hablaba del tema, ?por qué Beethoven no había escrito un tercer movimiento para su Sonata de Piano O.111? (su extraordinaria ejecución aparece grandiosa en el capítulo ocho del Doctor Fausto ), para que reflexionaran sobre la diferencia entre subjetividad armónica y objetividad polifónica. Aunque Kretzschmar sostenía que esta distinción ya no era válida en el Beethoven de las últimas cinco sonatas para piano ?el compositor la había trascendido para entonces- sí era aplicable a la Novena Sinfonía. La admonición pedagógica de Kretzschmar le causo claramente una profunda impresión al narrador Serenus Zeitblom. Años después la recordó cuando participó ?más bien como público que como ponente- en las discusiones ?agonizantemente inteligentes? de los intelectuales de Munich que se describen en el capítulo treinta y cuatro de la novela. Su tema fue el estado precario de nuestra civilización ?y constituyó de hecho el fin de la ?subjetividad armónica?, aún cuando no se usara el término musical que, según Wendell Kretzschmar, caracterizó a la música y el arte de toda una época. Los artistas de esa época creían y confiaban en que su subjetividad, incluso en sus expresiones más radicales, reflejaba el orden legítimo del mundo; y no podía ser de otro modo puesto que se sentía de manera espontánea que a la relación entre la mente del individuo y la mente de la propia Creación la sancionaba la ?armonía preestablecida?. Esto es lo que celebra el final de la Novena Sinfonía: un abrazo que de verdad abraza todo ?como el panegírico del Fausto de Goethe al ?espíritu excelso?.

?Ruhmen, das ist's?. Cantar una alabanza a la vida es el principio y el fin de la poesía. Esta exclamación, de los Sonetos a Orfeo es de Rilke, que fue un contemporáneo exacto de Thomas Mann, si se entona de una manera menos exaltada afirma la esencia de la ?subjetividad armónica? y de todas sus obras. Una de ellas son los Sonetos a Orfeo , o así parece. Si en verdad lo es, ese triunfo final se logró a un precio muy alto.

El precio puede estimarse si recordamos la biografía de Rilke antes de los Sonetos , la historia que, casi de manera literal, en un momento de exaltación, condujo al arrebato de la alabanza. Lo que precede a este momento son mas que nada la ansiedad y la depresión del tiempo de la novela de Rilke Malte Laurids Brigge. ?Este mundo, suspendido sobre un foso sin fondo, es imposible?, dice Malte, el doble misterioso de su autor. Y en la poetología de sus Nuevos poemas, colección que contiene lo mejor de su poesía lírica, ¿por qué insistió Rilke en la suspensión total de la ?subjetividad armónica?, en la eliminación absoluta del elemento individualmente subjetivo cuando se evocan las ?cosas?? ¿Por qué su descubrimiento de Cézanne, en sus cartas sobre el pintor, se determina por completo en función de la revelación del Cézanne ?impersonal?, ese elemento ?impersonal? que para Rilke surgió como el principio mismo del único arte que todavía era posible? Porque ahora contemplaba al ?individuo subjetivo? como un cierto buscapleitos cósmico entre las ?objetividades? del mundo. Después vino el punto de cambio en esta búsqueda quimérica de objetividad incondicional ??Wendung,? ?Punto de cambio?, es el título de su proclamación poética de 1914-, camino directo a su exploración de la otra posibilidad extrema que la afligida y alterada ?subjetividad armónica? parecía permitir en su extremis : prescindir por completo en lo poético de la ?objetividad? del mundo exterior. Al final de este camino se encuentran las Elegías de Duino , sobre todo la séptima, con su apoteosis de subjetividad pura y absoluta: ?Niergends, Geliebte, wird Welt sein, als innen?? ?En ningún lado existirá el mundo sino en el interior?? Así Rilke sobrevive (?Sobrevivir es todo?, escribió alguna vez) en donde Leverkühn sucumbe. Si es válido comparar la obra de un compositor imaginario con la de un poeta de la vida real, se podría decir que de acuerdo con la voluntad de la imaginación de Thomas Mann, la cantata de Leverkühn en donde se escucha ?El lamento del Doctor Fausto? está destinada sin duda a ser una obra más vigorosa que los sonetos de alabanza de Rilke, que cobraron vida a pesar de que las Elegías renuncian a la ?armonía subjetiva?.

Al final de la sexta sección de su libro sobre Doctor Fausto , ?La génesis de una novela?, Thomas Mann dice que el tema más importante de su obra es el enfoque amenazante de la esterilidad artística de estos tiempos y por tanto ?la desesperación innata que empuja al artista a entablar un pacto con el diablo?. Como los dioses no están ya en disposición de ?dar?, el arte llama a la puerta del diablo. Así es como las fleurs du mal brotan en el campo del arte.

¿Y con respeto a ?estos tiempos?? ¿Qué es lo que crea el desánimo del arte de la época; una inquietud tan molesta que en la opinión del Doctor Fausto, y no sólo en esta obra, hace que el gran arte sea imposible? ¿Se puede culpar, como se sostuvo tantas veces con tanta firmeza, a las condiciones sociales del momento? El diablo se da cuenta de muchas cosas y está convencido también de que Leverkühn tiene la costumbre de decir que la sociedad carece de toda coherencia espiritual y de precisión para sancionar la armonía autosuficiente de las obras de arte. Pero parece que aquí el diablo está en un error. El lector no ha escuchado tanto las afirmaciones de Adrián como para justificar que el diablo hable de dicha ?costumbre?. Apenas una o dos veces, por ejemplo, en su disputa con el diablo, hace mención al respecto y también al final, en el desaforado sermón del capítulo cuarenta y siete, donde confiesa que su ?demoníaca intoxicación? es la causa de que nunca se haya interesado en preguntar qué podría hacerse en el mundo para que mejore la humanidad, ni en contribuir para crear un orden en la sociedad que constituya un terreno fértil para los trabajos creativos.

Esto afecta al lector como parte ajena al angustioso discurso desconcertante de Adrián, ya que lo pone en conflicto con su personaje. Es claro que la injusticia social y las acciones violentas despiertan siempre indignación moral, pero es muy dudosa la posibilidad de considerar una relación entre el arte y la sociedad con un enfoque tan simple. Es todavía más improbable, después de todo lo que sabemos de Leverkühn, que llegue a juzgar su ?profundo pecar? de una manera tan ingenua: menos aún cuando su autodenuncia proviene de lo más profundo de su locura. (R. H. Tawney, sucesor de Max Weber y uno de los sociólogos importantes de las últimas décadas, que no carece de tendencias marxistas, declaró en su conferencia de 1949 sobre ?Historia social y literatura? que, fuera de unos cuantos lugares comunes, no sabemos casi nada acerca de la conexión, si es que existe, entre los logros artísticos de un periodo determinado y el proceder de su vida económica y que con toda honradez debemos admitir nuestra ignorancia. Podemos afirmar que en los tiempos de Bach y de Mozart hubo una lamentable abundancia de injusticia social, sin que su música recurriera a ninguna ayuda infernal, aunque a estos compositores les preocupaban poco los malos manejos sociales de los príncipes y de los arzobispos). ?Correcto pero intrascendente?, responde el diablo en el capítulo veinticinco al intento de crítica social de Leverkühn. No, las condiciones sociales no son responsables del hecho de que para el arte se haya vuelto ?demasiado difícil? lograr la grandeza sin que un ?fuego infernal? arda bajo el perol. Al contrario, las ?dificultades prohibitivas? son las que originan el trabajo. Y la inteligencia con que el diablo maneja estas ?dificultades prohibitivas? es de Nietzsche o incluso de Hegel, en tanto que la teoría de la sociedad a la que se apega Leverkühn en los momentos de dificultad proviene de otras mentes (avecindadas, como el editor del primer libro del Fausto , en Frankfurt).

Wendell Kretzschmar, el maestro de Adrián, creía conocer la causa de estas ?dificultades prohibitivas? y no necesitó del diablo para enseñarle la lección a su discípulo. La música de los siglos pasados se basaba en la concordancia entre la sensibilidad individual que deseaba expresarse y el orden general de las formas y las normas que el sujeto aceptaba como molde del arte. Esta concordancia es lo que Kretzschmar denomina ?subjetividad armónica? en su memorable conferencia. Pero ya no es así. El individuo que considera el conocimiento crítico, a través de la historia, superior a la aparente espontaneidad de los sentimientos y las emociones, rechaza la norma y siente que las antiguas leyes se constituyen contra las verdades de una subjetividad diferente. Entonces es como si la ley se hubiera impuesto a sí misma un vacío y el individuo le diera la espalda a lo universal. La ley ya no sabe cómo lograr un acuerdo con el interior del sujeto; incluso si obtuviera el consentimiento del corazón, el corazón nunca cedería a ese galanteo, porque en definitiva se ha llegado a considerar la excepción que no confirma la regla. Y si un ser humano dijo con sinceridad lo que sentía desde el alma, su discurso ?auténtico? sería una incoherencia y no arte. El arte no puede darse en la ausencia de medidas, de leyes y del dictado de una forma. Por tanto, el artista que ya no puede expresar su existencia interior se sujeta a un orden impersonal que es más rígido por haber albergado cualquier intento de ?subjetividad? y crea en obediencia a una nueva versión de lo que Wendell Kretzschmar llama ?objetividad polifónica?.

En las reuniones de aquellos intelectuales de Munich solía hablarse mucho sobre todo esto sin que Adrián contribuyera en absoluto. Su silencio era notorio cuando la plática se tornaba sociocrítica y todos estaban de acuerdo en que la cultura burguesa había llegado a un punto sin retorno. Su ideal individualista-estético había crecido, en lo individualista y en lo estético, de manera tan extrema que había privado al ser humano de su lugar en la comunidad, por lo que se rompió la unión entre el arte y sus fuentes verdaderas: lo universal, la comunidad. Durante largo tiempo esto se deja ver con pena en el teatro burgués. Esta manifestación había llegado a atender casi exclusivamente las necesidades de una clase decadente que exigía siempre emociones más enervantes y esperaba que el arte indujera al ser burgués a salir de vez en cuando de sus tediosas ocupaciones y de sus obligaciones vacías. Esto es lo que se decía en esos círculos y uno del grupo agregó que el arte dramático había traicionado desde tiempo atrás su origen en lo colectivo. ¿Fue Bertold Brecht? Si estas especulaciones dan la impresión de que era miembro de ese grupo, a la vez son características del coqueteo ideológico de los intelectuales sumamente individualistas con ?el pueblo?, ?lo colectivo?, ?la tribu? y las virtudes tribales. Algunos de estos ideólogos estaban dispuestos a participar en movimientos con tendencias políticas muy diferentes a las del dramaturgo que tanto rechazaba el teatro ?culinario? de diversión burguesa.

Serenus Zeitblom pensó en las composiciones de Adrián cuando escuchó esos debates de Munich y pensó también en Wendell Kretzschmar quien, convencido de que la música de ?subjetividad armónica? había llegado a su fin, puso en contacto a su discípulo con la ?objetividad polifónica?, principio musical que tendía hacia una lógica formal y una fuerza según el modelo de las ?pías ataduras de las rígidas formas preclásicas?. Y como, de acuerdo con Kretzschmar, la historia de la sonata había alcanzado la cumbre con el Opus 111 de Beethoven y al mismo tiempo su verdadera conclusión, pronto la música descubriría que su ingenio estaba a punto de agotarse y que no sabría qué dirección tomar. Puesto que Kretzschmar, en el capítulo de la novela que se dedica enteramente a él y su conferencia, responde a la pregunta de por qué la Sonata Opus 111, que había tocado ante su reducido público, no tenía tercer movimiento, con la exclamación en su estilo tartamudo y retórico de si sería posible imaginar otro inicio, un regreso después de esa locura. No sólo se refiere a esa sonata en especial. No, cuando esta sonata termina con su enorme movimiento, un final sin regreso, termina según lo leímos, ?no sólo esta sonata en Do menor, sino la sonata en general, como especie, como forma tradicional de arte. ¿Sería demasiado audaz sospechar que el creador de la conferencia de Kretzschmar, Thomas Mann, llevara la propia música en su mente, de hecho toda la esfera del arte? No sería para sorprenderse. Mucho tiempo antes de él, Hegel había profetizado el fin del arte; no, no lo profetizó pero sí lo diagnóstico como un hecho ?sin mencionar a quien estaba más cercano a Thomas Mann: Nietzsche.

Desde sus años tempranos, Adrián se tornaba más receptivo al pensamiento de Kretzschmar mientras más notable se volvía su sentido del orden. ?El orden es todo?, dijo alguna vez cuando todavía era muy joven y con sonrojo se confundió al citar la Biblia, declarando que todo lo que proviene de Dios es ordenado. (Esto emanaba de su religiosidad, agrega el autor humanista de su biografía). Cuando Adrián y Alemania contaba con algunos años más, esta creencia religiosa se convirtió en: ?Incluso un orden falso es mejor que la ausencia de orden?. Se refería a la música del compositor excéntrico, por su tendencia a lo primitivo, Johan Conrad Beissel quien, en pleno siglo XVIII, inventó un sistema de composición de grotesca ingenuidad y gran austeridad que puso en práctica en una comunidad cristiana de emigrantes en Pennsylvania. Pero, en la red de alusiones de la novela, tenemos que pensar desde luego en un orden total mucho más catastrófico que el que excogitó aquel ?bárbaro de la música? en Philadelphia: el sistema totalitario de la tiranía alemana cuyas victorias, ?logros?, derrotas y atrocidades constituyen los antecedentes de la vida tanto del narrador humanista como del compositor-genio. (Tonsetzer es la palabra arcaica intraducible que usa Thomas Mann en vez de Komponist , porque ve como contrapunto de los ?logros? militares alemanes el regreso de la nación a sus modos arcaicos de pensamiento y de conducta, de manera similar a como el arte moderno explora las posibilidades que le ofrecen un primitivismo nuevo y un barbarismo calculado). Doctor Fausto intenta establecer la ecuación desigual entre la agonía que impone la dictadura totalitaria sobre los que no pueden o no quieren ?conformarse? y la agonía creadora que, de acuerdo con la declaración del diablo, visita a los artistas de entre toda la exquisita selección de víctimas, a los necios que se resisten a la suspensión del arte en la historia. No es improbable que el orden total del burdo dominio político surja del mismo desamparo confuso de las almas y de las mentes que Adrián Leverkühn intenta trascender por medio de la obra de arte y con ayuda del diablo. Cuando Zeitblom, en la última página de su biografía, culmina con su tema ??Que Dios tenga misericordia de ti, pobre alma mía, amigo mío, patria mía?- esta supuesta identidad simbólica alcanza aquí la mayor perfección de todo el libro. Pero no le resta importancia a la obra.

Si a pesar de las condiciones de la época, el destino de un hombre es ser artista por su naturaleza y por la gracia de Dios (si se puede hablar de gracia de Dios en el caso del genio de Adrián Leverkühn), ¿qué va a hacer para producir su obra? Ya Leverkühn había respondido una vez a esta pregunta, en el sentido de Hegel y de Nietzsche. En ese entonces dijo que el ?juego del arte? se había autoconsumido. Esto había sucedido por la devaluación catastrófica de la imaginación dentro de la economía de las facultades humanas. Nuestro sentido de la verdad nos prohíbe aún tomar en serio el juego de la imaginación. Los poetas mienten demasiado, dijo el Zarathustra de Nietzsche, y lo que tenía en mente era algo más que la ficción de la literatura. Lo que quería decir es que por tradición el arte solía elevar el alma con creencias de cualquier significado, legitimidad y armonía para adornar un mundo cuya propuesta es, si se lo mira con franqueza, que creer en algo de este tipo no es más que una superstición. La bella ilusión del arte no es sino mentira y engaño y mientras más bella sea, más engañará y mentirá pero no miente ni engaña menos cuando trata de negar su aspecto ilusorio con la intención de reflejar lo que existe en realidad. Adrián dice de la música lo que Nietzsche dice de la poesía y la literatura.

Cuando Serenus Zeitblom, el humanista que desea creer en la naturaleza imperecedera del arte, escucha a su amigo, a quien tanto ama y a quien sabe tan inmerso en la tarea de componer, se pregunta qué esfuerzo portentoso, estrategia intelectual, recurso e ironía se requieren para que a pesar de todo un artista logre crear. Había escuchado decir a Leverkühn: ?La ilusión y el juego van hoy en día en contra de la conciencia del arte; ha llegado al punto de repudiar la ilusión y el juego por el deseo de convertirse en conocimiento?. Sin embargo, Adrián es capaz de crear obras que, como ?trasvestistas de la inocencia?, traicionan la devastadora inspiración contra la cual, o por la cual, prevalecen. (?Trasvestistas de la inocencia?: ¿es esto lo que esperaban los románticos cuando hablaban una y otra vez, como Schiller, de una espontaneidad que renacería cuando el poeta reflexivo ?lo llamaba ?sentimentalisch?- se volviera lo suficientemente reflexivo; o como Kleist que, en su gran ensayo-relato sobre el teatro de marionetas predice un paraíso recuperado si el conocimiento llega a su meta última de totalidad; o incluso como Nietzsche-Zarathustra que profetiza una nueva infancia del espíritu en la tercer forma y la más elevada de su metamorfosis?)

Entonces, Adrián Leverkühn componía de acuerdo con las reglas de esa nueva ?objetividad?. Si el ?juego del arte? había terminado, lo único que quedaba era el trabajo arduo. La técnica se constituye como un alfa y omega del arte, ya que el ?método? también se ha tornado tan diabólicamente difícil que su elaboración agota al artista. Lo único que le queda es la callada esperanza subrepticia de que la perfección técnica resulte parecida al significado, aún cuando tal significado no sea mucho más que la propia crítica del arte, crítica del tipo que se esfuerza en convertirse en un arte en sí. Esta también era una esperanza de los románticos: Friedrich Schlegel jugaba con la idea de un arte así en el futuro. El diablo de Leverkühn es menos optimista; él ve en esto, según lo dice en su diálogo con Adrián, el ?peligro de la esterilidad?. Y cuando Leverkühn está entregado a componer su gran obra, ?Apocalipsis cum figuris?, Serenus Zeitblom recibe una carta de él, donde firma como ?Perotinus Magnus?, en la que el aprensivo humanista considera la cuestión de la posible seriedad y legitimidad de una obra que, con toda su dedicación a los problemas técnicos, permite tales bromas cargadas de burla propia. Perotinus dirigió, en el siglo XII, el coro de la iglesia de Notre Dame y se hizo famoso por sus instrucciones musicales, que condujeron a un avance importante del joven arte de la polifonía. Pero, ¿tenía Adrián derecho histórico y, considerado con mayor seriedad, derecho espiritual legítimo a la esfera religiosa a la que pertenecía esta música y en la que Adrián ponía ?su más refinada y extrema dedicación??

Adrián dijo alguna vez ante Serenus que lo contrario de la civilización burguesa no era el barbarismo sino la vida de comunidad que un día llegaría a reemplazar la forma de vida de la burguesía. Para Serenus la duda es entonces si el barbarismo y el culto ideológico de la comunidad se oponen de manera necesaria. ¿No sería posible que la mera explotación estético-profana de los principios que creó la música ritual de un pasado religioso lejano provocara el barbarismo? Al decir esto no es necesario pensar en el ritual cristiano, sino en los tiempos en que lo trascendental era la tarea de los médicos y de los magos. Y esta forma de magia es la que vuelve a cobrar vida en el ?Apocalipsis? de Leverkühn. Esta es, por lo menos, la manera en que afecta al humanista que describe en el capítulo treinta y cuatro algunos de los pasajes de la obra.

Hay conjuntos que empiezan como si ?hablaran? y poco a poco, por parte de las más extraordinarias transiciones, se convierten en una música vocal de gran riqueza; después vienen coros que pasan por toda la escala, desde murmullos graduados, palabras antífonas y canturreos, hasta la canción de mayor polifonía, acompañada de sonidos que empiezan como simples ruidos, ta-ta-ta y un estruendoso gong, salvaje, fanático, ritual, y terminan por convertirse en la música más pura. ¡Cuántas veces este trabajo apabullante, en su deseo de revelar por medio del lenguaje de la música las cosas más ocultas, tanto a la bestia que hay en el hombre como a sus más sublimes sentimientos, llegó a reprochar tanto el barbarismo ardiente como la gélida intelectualidad!

Lo que Zeitblom considera más brutal son los glissandos , que desempeñan un papel tan importante en el ?Apocalipsis?. Descienden hasta el nivel de lo primitivo, que sin duda Adrián maneja con maestría y de la manera más delicada hasta donde jamás se obtuvo un sistema tonal a partir del caos, ni se ?desnaturalizó? sonido alguno, es decir, que se haya ?cultivado?; más bien la ?canción? debe haber sido una especie de aullido a través de varios tonos. Serenus contempla estos glissandos como algo opuesto a la cultura y a lo humano y con la sospecha de que expresaban una obsesión demoníaca ?El aullido como tema?, escribe, ?qué horror?, y mayor horror por ser resultado del pensamiento y de un virtuosismo técnico supremo: un ?intelectualismo desanimado? que, al oponerse a la civilización burguesa, se ha aliado tanto a la barbarie como a la colectividad.

Muy aparte de la música de Adrián Leverkühn, la parodia trágica de Thomas Mann en el libro de Fausto de Frankfurt, 1857, es un gran regreso a lo primitivo, o por lo menos a lo más primitivo. Es una parodia tan radical que invierte y le da vuelta al significado de la vieja ?moralidad?. Lo que el Fausto legendario le pide al diablo es poder para superar el orden espiritual de su época. Pero Adrián Leverkühn, el Fausto de Thomas Mann, anhela poseer un orden objetivo, valedero, eficaz y firme que, de manera paradójica, lo libere de la secuencia monótona de las eternas variaciones, banalidades, aburrimientos de la exhausta libertad ?la ?libertad enmohecida?, como la llama- de esta civilización; espera recibir dicha libertad como algo propio de ?las palabras mágicas, las cifras, los caracteres y los conjuros? de las antiguas aventuras de Fausto. Si, por último, lograra la ?ruptura? del orden rígido ante la nueva ?objetividad polifónica?, concebida sólo en términos intelectuales y estéticos, para lograr una ?subjetividad? que, pese al rigor formal, emergiera de esa frigidez intelectual hacia un mundo de nuevos sentimientos audaces, se convertiría en ?el salvador del arte?. Así es. Con el propósito de tal salvación se entrega al diablo.

Cuando Adrián, en su gran disputa con ?él?, le propuso al diablo la idea de que, aún cuando el juego del arte se hubiera terminado, sería posible elevarlo a un nivel más alto mediante el juego con las formas tradicionales que, al tomarse en serio, pierden la vida, el diablo le responde: ?Ya sé, la parodia. Sería divertida si no resultara tan triste en su nihilismo aristocrático. ¿Crees acaso que esos trucos te llenarían de felicidad y de grandeza?? Y cuando Adrián contesta con enojo: ?No?, sucede la más sorprendente autonegación de un escritor cuyo ?juego? paródico, aún cuando ?se eleve a un nivel más alto?, había empezado ya con Hanno Buddenbrook, su pequeño Richard Wagner, y había alcanzado una primera culminación con Muerte en Venecia , de corte clásico si se compara con esta jocosidad satánica. En realidad, el diablo puede ofrecer algo mejor y le regala la plegaria que Serenus Zeitblom cree distinguir en su pasaje del ?Apocalipsis cum figuris? de Leverkühn, la única expresión notablemente personal de la obra, en donde la revocación a la Novena Sinfonía no sólo se anuncia, sino que se consuma: la perversión de lo sublime. ?En toda la obra?, comenta un observador en el capítulo treinta y cuatro, ?domina la paradoja de que la disonancia caracteriza a todo lo que es exaltado, serio, piadoso, espiritual, en tanto que la armonía y la tonalidad son propiedades exclusivas del demonio?. El infierno se ha convertido en el sitio de concordia entre el individuo y el mundo, el punto en donde emerge de nuevo la ?subjetividad armónica?. Es en el infierno donde ahora ocurrirá lo ?indescriptible? de Goethe-Fausto. Lo que a Serenus le parecía una plegaria en la composición apocalíptica de Adrián era la desgarradora petición de que se le dotara de un alma. El diablo se la concede.

El triunfo de Adrián Leverkühn y el diablo en ?el lamento del Doctor Fausto?, proviene del antiguo libro de Fausto musicalizado. La forma de esta cantata muestra una disciplina aún más severa que las composiciones anteriores de Adrián y sin embargo representa un ?rompimiento?. Puesto que el orden de este trabajo es absoluto ?no hay una sola ?nota libre?- el artista, sin temor de violar la construcción sólida e invulnerable, puede entregarse de lleno a su ?subjetividad?. Por eso Zeitblom, en el capítulo cuarenta y seis, dice de esta obra que a pesar de ser producto de los cálculos más austeros del compositor, es también la de mayor ?pureza expresiva?. Este es el escándalo profundo del libro más profundo de Thomas Mann, que aunque en gran parte es parodia, resulta no obstante su obra más personal, el producto del sufrimiento y de la construcción. Y su invento más escandaloso es que el alma perdida de la grandiosa y última obra de Leverkühn se recupere en el infierno. Ya que la nueva ?armonía establecida? se alcanza cuando el sojuzgado acepta que es irredimible. La máxima virtuosidad se une a la máxima autenticidad y la autenticidad máxima es el lamento. Al mismo tiempo es el júbilo del infierno. El diablo le había preguntado a Adrián en ?su capítulo: ¿Quién si no yo lleva todavía hoy en día una vida religiosa de verdad? El diablo de Dostoievsky había dicho lo mismo, pero sólo triunfó con uno de los hermanos Karamazov, con Iván, que no es muy diferente de Adrián Leverkühn.

Lo menos perdurable del Doctor Fausto de Thomas Mann es la ecuación: Adrián Leverkühn igual Alemania. Nunca ha sido muy convincente. Como ya había pasado antes en Meditaciones de un hombre apolítico , escrito durante la Primera Guerra Mundial ?un libro que ayuda mucho a entender a Doctor Fausto- el valor que le otorgó a Alemania en las matemáticas del espíritu fue demasiado elevado. Pero lo que perdura, a pesar de que hay muchos puntos cuestionables en las reflexiones musicológicas del libro, es el sufrimiento e incluso la grandeza de Adrián Leverkühn y junto con ellos el arte de Thomas Mann; y, por supuesto, la terrible posibilidad de que el demonio se haga dueño de los dones que, según Goethe, los dioses habían preparado para sus bien amados. Hay que escuchar el ?Lamento del Doctor Fausto? como la describe Zeitblom al final del penúltimo capítulo: ?El finale es puramente orquestal, un movimiento de adagio sinfónico en el que se levanta poco a poco el coro del lamento que había surgido con la fuerza del galope al infierno. Es como si se tratara de una antítesis del Himno a la alegría , la negativa inspirada del paso de la sinfonía del júbilo orquestal al vocal es el retomarla?? Se suponía que esto debía tocarlo una orquesta alemana, pero tal parece que el mundo fuera de Alemania se ha inclinado a integrarse a la orquesta. ¿Podría decirse que el sonido flotante del cello que brilla en la noche con un suave destello al final de ?Doctor Fausto Wehecklag? promete un nuevo día? ¿Podría afirmarse esto luego de haber revocado la Novena Sinfonía?

Versión de Aída Espinoza

Eric Heller , "La caída de Fausto", Revista diagonales, número 3, México, 1987, pp. 18-30 .