José María Espinasa

El malo de la película 

 













Alguna vez oí referir la siguiente historia: después de una exhibición de la película Muriel (dirigida por Alain Resnais, su tercera película, con un guión del escritor católico Jean Cayrol, en 1963), entre el silencio de un auditorio sobre cogido por la intensidad de esa obra, llena de matices y complejidades, una voz que no se supo de dónde venía preguntó en tono aniñado: ¿y aquí quién es el malo? Entre la tensión relajándose en sonrisa y lo imprevisto de la pregunta, nadie contestó lo evidente: el malo es el tiempo.

Vista desde cierto aspecto, la maldad de tiempo es una cualidad propia de novela de Henry James, repartida como fantasma en la psicología de sus personajes. Las relaciones del cine con el tiempo son tan complejas como el desarrollo de las novelas de James, e igual de coherentes, más allá de la historia de amor-odio.

Desde su elemental principio, lo que le da al cine un estatuto distinto al de la foto es la repetición que fotografía 18 o 20 veces por segundo. La sucesión de las fotos a una cierta velocidad dará la ilusión de movimiento; y como toda ilusión que insiste se vuelve real, el cine acabó por ?ser? movimiento. Se pasó de un espacio estático, sin tiempo (la foto) a un espacio móvil, en el tiempo (el cine).

Y al aparecer el tiempo empezó el conflicto dramático y la progresión narrativa. Descubrir que el cine contaba una historia lo aproximó de inmediato a la novela. Griffith, que de una manera elemental pero absolutamente genial descubrió el valor de la progresión dramática (su progresión con base en su proporción), expresó muchas veces su deseo de ser un Shakespeare de un siglo ?y al decir su siglo lo más probable es que se refiriera al XIX y no al XX.

Cuando el autor de Intolerancia descubrió, entre intuitiva y racionalmente, los principios dramáticos del montaje, presentó ante el espectador varios fenómenos que sorprendieron visual, y entre ellos el más importante fue el de la simultaneidad. Mejor dicho: una sucesión en el tiempo vivida como simultaneidad. Y no me refiero a los tiempos históricos de la película, que expresaban claramente (gracias a su estilización histórica: Galilea, Babilonia, el París de 1700 y el mundo contemporáneo) la simultaneidad de tiempos diferentes. Las convenciones: vestuario, escenografía, anécdota, etc., diferenciaban claramente un tiempo de otro. El problema es la simultaneidad/sucesión en el interior de cada historia. El enigma (o mejor dicho lo imposible vuelto posible) que introducía en esa o en cualquier otra película un letrero que dijera: y al mismo tiempo . La paradoja reside en que hasta el momento el tiempo, aunque estuviera enunciado como el mismo, era siempre otro. En la novela y en el teatro la principal cualidad el tiempo era esa: ser otro. En cine decir al mismo tiempo era un poco hacerlo el mismo.

No tardarían los directores de cine (Griffith mismo, Chaplin, los expresionistas alemanes, los pioneros rusos) en darse cuenta de que esa simultaneidad pluralizaba el tiempo otro. Ya no se trataba de un tiempo y otro, sino de muchos (otros) tiempos. Nuestra vida no era una sola sino varias, no del todo sucesivas (sería creer en la reencarnación) y no del todo simultáneas (Sería estar esquizofrénico). El malo, como siempre, tiene mil caras.

Se ha señalado repetidas veces la manera en que la foto y el cine alteraron (y alteran) la manera de percibir la imagen. La liberación, por un lado, respecto de lo figurativo, la esclavitud, por otro, de ese ?discurso del mundo sin mi? (Roger Munier). No se ha señalado en cambio con tanto tino el cambio que representó con respecto al tiempo. En una de las elipsis más comentadas en la historia del cine, un hueso vuela por los aires y se convierte en una nave espacial. El tiempo suprimido ?el desarrollo sugerido- en esa elipsis abre al espectador a un abismo. Que al espectador no le dé vértigo, y que lo asimile tan rápido, se debe en parte a lo elemental del efecto. Al hacerlo, Kubrick tenía más presentes las historietas que el cine, y sobre todo tenía presentes las necesidades de su película. La ciencia-ficción requiere (porque no ha conseguido librarse de su aspecto más burdo e infantil) abrir ese abismo temporal en la continuidad para devolvernos un poco al ?ser otro? del tiempo. En 2001 Odisea del espacio el tiempo no es malo, sino apenas necesario. (Imagínese la elipsis al revés; un cohete en el aire se transforma en un hueso. Ya no significa el desarrollo de la historia humana, sino la salida de la historia: la muerte. Ese hueso ya no es infantil).

Y es que Kubrik, como todo el cine de acción americano, entiende el tiempo como un soporte para el devenir de la imagen y no como un participante en ese devenir. Para la acción el tiempo es uno y debe seguir siendo uno, de lo contrario pierde la velocidad. Y es que el cine, como técnica, como ojo mecánico, sorprende con aquello que fisiológicamente no podemos ver: las nubes que pasan por el cielo en un atardecer condensado en pocos segundos, la flor abriéndose a lo largo del día; o bien al contrario, deteniendo movimientos muy rápidos: el aleteo de un colibrí o de una abeja, el estallido de una bomba. A esta sorpresa nos acostumbramos pronto. En cambio, cuando el cine muestra lo que sí podemos ver pero no vemos, la cosa cambia.

Lo importante es que este aspecto testimonial del cine ?la presencia de un mundo innegable, dado que está ahí y que ha servido de muy diferentes formas a las ciencias físicas y humanas (se trata de un ojo objetivo)-, tiene un correlato en donde el transcurso de los hechos no se altera mecánicamente sino que se le deja fluir tal cual. Digamos que se humaniza la mirada del ojo mecánico. Ese es el transcurso de la imagen que el hombre no puede tolerar, que incluso lo más neutro de una imagen se subjetivice por sí misma. Dicho de otra manera: descubre que no hay nada más subjetivo que el tiempo en su devenir.

En realidad descubre que el tiempo existe porque existe una evolución dramática en él. ¿Una evolución dramática? Sería mejor decir una evolución biológica.

La toma de conciencia de lo que significa el tiempo en el cine no fue inmediata. Y sólo se hace evidente en directores como Antonioni, Wenders, Akerman, Duras, el mismo Resnais, o en Ozu, un extraordinario director japonés desconocido en México. Ellos sí se pusieron de cara al tiempo. Pero antes de referirnos a ellos hay que hacer mención de una experiencia límite, que si bien no es una obra lograda, muestra hasta dónde se puede llegar. Se trata de Andhy Warhol y su Sleepers, en la que deliberadamente no se altera nada; lo que vemos es el plácido sueño de una persona. El evidente deseo de irritar de Warhol intuye que ese dormir presentado así es intolerable para la mirada, porque en la vida cotidiana no miramos el mundo así. Y no es que el cine debiera ver como la vida cotidiana, no; lo que pasa es que una visión desintensificada a tal grado que sea puro transcurso señala un aspecto vacío, aterrador, de lo cotidiano (y de la intensidad). A todos alguna vez nos ha sucedido que miramos a un ser amado dormir con fascinación, pero esta fascinación lo sustrae al devenir como tal, vuelve ese dormir un poco milagroso. Una primera respuesta es que vivimos en un tiempo dramatizado permanentemente, y que en cambio el sueño del cine en la película de Warhol está absolutamente desdramatizado.

¿Se diría que es transcurso puro? En cierto sentido sí. Sucede algo similar con ciertas películas experimentales australianas, donde también se presenta el tiempo tal cual es, un atardecer por ejemplo, y a través de ese subrayado visual que representa la inmobilidad de la cámara descubrimos nuestra capacidad de mirar. El tiempo tal cual, ya es una llamada de atención sobre nuestro ojo errante. El malo es malo por ser él mismo, y además es otro siendo el mismo.

La idea de pureza está llena de peligros. ¿Pureza con respecto a qué? Podemos hablar del sodio en estado puro, pero es que sabemos la fórmula del sodio, y su pureza es referencia a ella. ¿Cuál es la fórmula del tiempo? Evidentemente no la hay, porque el tiempo está hecho de impurezas. El transcurso puro nos diría lo que la estatua de Villaurrutia cuando llegamos al espejo: ?que está muerta de sueño'.

De los ejemplos anteriores surge otra pregunta: ¿por qué la irritación es mayor cuando se ve a un hombre dormido que un atardecer? No basta con decir que en el atardecer sí ocurren cosas: el movimiento del sol, las variaciones de color, las nubes, las sombras. Se entiende que en el atardecer hay cosas más interesantes que en un hombre dormido. Y es que la figura humana es por sí sola un fuerte factor de desatención. En cuanto hay hombres en la pantalla, nuestra concentración se relaja y esto sucede incluso en el cine pornográfico, donde simplemente no hay atención. ¿Por qué? En parte por un hábito: es un perfil que ya conocemos, el nuestro. Por eso es tan sorpresivo el principio de Hiroshima mi amor: siluetas casi abstractas que reclaman de una manera imperativa nuestra atención, y que por esa atención se humanizan (incluidos el diálogo y el sonido).

Este relajamiento, fruto de la visión antropomórfica, es lo que combate un cine no de acción sino de densidades como el de Alain Resnais. En él lo que se busca es subrayar, volver concreto el paso del tiempo. Precisamente aquello que en la vida cotidiana vivimos a condición de no darnos cuenta, de vivir en la inercia. El ejemplo del rostro es aterrador: cada quien mirándose diariamente en un espejo no vive su envejecimiento, su desarrollo concreto anula lo concreto del envejecer. ¡Qué sorpresa al ?contemplar una foto nuestra de hace diez años! Como en el chiste, nos preguntamos: ¿cuándo ocurrió el accidente? No ocurrió nunca: el accidente se llama tiempo. (Si la foto es de nuestra infancia, la ruptura es aún más fuerte, y permanece ?el tiempo- sólo como una convención. Aceptamos que somos el de la foto porque alguien ?tal vez quien tomó la foto- nos lo dice, pero, ¿quién se parece a sí mismo?)

Desde el punto de vista narrativo, el tiempo es un accidente que da origen al drama. Algo así como la explosión originaria. Sin tiempo no hay drama y sí, en cambio, tragedia. Esa voluntad de hacer concreto el tiempo, para cortarlo como al mármol, en ningún cineasta es tan evidente como en Resnais, y es justamente porque lo desdramatiza, lo quiere conservar en referencia sólo a sí mismo, al contrario de Antonioni, que lo dramatiza aún más, así sea para mostrarnos los vacíos existenciales de sus personajes. Todos los elementos que maneja Resnais están pensados para hacernos sensible el paso del tiempo, darle su textura concreta. El blanco y negro de Hiroshima, Muriel, El año pasado en Marienbad y La guerra ha terminado, manejando a veces un enfrentamiento radical entre zonas de luz y zonas de oscuridad (Hiroshima, Mariembad), o las casi infinitas gamas de grises de Muriel y La guerra, en donde los objetos adquieren cuerpo. Los diálogos están siempre pensados no sólo en su literalidad, sino también en su cadencia y en su construcción dramática (escritos casi siempre por escritores con una aguda percepción del tiempo: Duras, Cayrol, Semprun, Robe-Grillet). En Hiroshima, la combinación de partes muy dialogadas, estáticas, con partes prácticamente en silencio, refuerzan la morosidad de la película sin disminuir su tensión.

Resnais busca hacer sensible el paso del tiempo como un abismo, pero en otro sentido que Kubrick. En este abismo se puede caer, porque no se nos sustrae del vértigo de un ir hacia delante de la historia. Por ejemplo, en los largos travelings por las estanterías de la biblioteca central de París, en Toda la memoria del mundo, uno de sus primeros cortometrajes, que hacía palpable (tocaba con la cámara) todo o que la memoria tiene de voluntario olvido, de lo que significa hacer externo cualquier conocimiento, revelando no sólo la angustia de que existan libros, sino el hecho mismo de escribirlos. (Y eso que la biblioteca, ese paraíso imaginado por Borges tiene un lugar, ocupa un espacio. La biblioteca computarizada es el basurero en el que la memoria precipita al tiempo).

Toda la clave está en el diálogo al rojo vivo entre al francesa y el japonés en Hiroshima: ?(él) no me olvidarás, (ella) sí te olvidaré, te estoy olvidando ya?.

Se trata aquí de un tiempo que no es vivible en presente: sólo formulable. Y que a la vez sólo puede ser tiempo presente. Como se sugirió antes, en el cine la apariencia es esencia. Resnais da a la experiencia individual ante la foto un valor colectivo, frente al más atroz hecho histórico que la humanidad haya vivido. Y que no revela su rostro terrible sino en el olvido (en el acto de ser olvidado). Los materiales de archivo de los campos de concentración nazis, casi irresistibles, alcanzan un terror metafísico cuando se les sobreponen las imágenes de los mismos lugares hoy. Noche y niebla dice a la vez: no hay que olvidar y lo único que nos queda es el olvido. Que la memoria no sea el tiempo perdiéndose en su paso, archivado en la poco fiel memoria de este mundo.

¿Qué se quiere decir cuando se afirma que en Resnais el tiempo alcanza una presencia concreta porque no lo dramatiza? Lo vemos ?sentimos pasar sin cargar (eléctricamente) las emociones. En Antonioni adquiere una textura psicológica, existencial, armónica en el dolor. En Resnais se trata de un juego de contrapunto. La preocupación sobre el tiempo recorre en Antonioni un cambio inverso al de Resnais y se manifiesta más en su concepción estilística. Va de lo concreto a lo abstracto: El eclipse es una especie de anti- Hiroshima . En él el tiempo, a pesar de su intensidad, es forma, no carne. Para Antonioni es distancia entre él y ella, para Resnais el tiempo es arrugas en el rostro.

Hagamos un pequeño paréntesis. ¿No es raro que en el cine no haya grandes retratistas? Ni siquiera Drayer o Schroeter, que tan bien han manejado el close-up. Como si el rostro fuera una zona vedada para el ojo cinematográfico. Juana de Arco o La Muerte de María Malibrán son ante todo arquitectura de intensidades, no de rasgos. El posible cineretrato necesitaría, o bien una continuidad descriptiva o bien una secuencia conceptual, ambas cosas propuestas en el cine de Syberberg, en especial en su Retrato de Winifred Wagner , -o quizá podría surgir del admirable oficio: King Vidor y sus mujeres. Fin del paréntesis.

La voluntad de Resnais por mantener una unión entre el tiempo del individuo y el tiempo de la historia, como muestra en Hiroshima y La guerra, alcanza su cúspide en las breves alusiones a Trosky, fantasmales casi, pero cargadas de sentido que condicionan a todo en la película. Siempre visto a lo lejos, más oído que visto, más entendido que oído, su presencia es tangencial a la realidad de la misma manera en que es tangencial la del estafador. Pero entre los dos le dan un rostro, una apariencia a la historia (y, otra vez, en el cine la apariencia es esencia). Una simple regla de tres nos indica que para Resnais la importancia de la Historia radica en que es tangencial.

En la película Recuerdos de Francia, Andre Techiné, su director, quiso volver el paso del tiempo una cuestión aséptica, prolongar cierto resnecismo. Todo cambia menos los rostros, menos la identidad que en el rostro de cada persona dice: soy yo. Intento asombroso por alejar el paso del tiempo de su progresión biológica. Si el escritor de Providence vive la decadencia biológica sin siquiera echarlo en cara, como una parte más de la espiral de la escritura, es en gran medida porque el director quiere permanecer en el tiempo visible de la piel. Nada de glándulas inservibles e intestinos atrofiados. El tiempo de las vísceras es un tiempo prohibido a la mirada. Si hay algo difícil de filmar es la agonía. (De ahí la dificultad de llevar a la pantalla un cuento tan cinematográfico como La sunamita, de Inés Arredondo, que, aunque ya tuvo su primer fracaso, debería tener muchos más).

Esto muestra por qué ninguno de los productos de un cine-vómito, a la Carpenter o Hopper, se acerca al estremecimiento que provoca la navaja en el ojo de Buñuel, uno de los directores que más cerca han estado de filmar el tiempo del cuerpo.

Providence es, sin duda, la obra maestra de Alain Resnais. Poco después, a mediados de los 70, se empezó a hablar de la posible adaptación para el cine de En busca del tiempo perdido. Se pensó en Visconti, con quien Proust compartía un estilo y una sensibilidad, en Losey (no sé por qué); al final, quien lo llevaría a la pantalla (en parte y según parece con no muy buenos resultados) sería Schlondorf. ¿Por qué no se pensó en Resnais? Su manejo de las texturas y colores, de la escritura como correlato del cine, en la película mencionada lo volvía el director indicado.

Quiso seguir filmando lo concreto del tiempo cuando en cierta forma había llegado a su límite. Sus películas posteriores adolecen de cierta ingenuidad juguetona, jugando a una apariencia de la apariencia, fascinadas por la libertad formal de la ciencia-ficción y las historietas. La sombra de Providence confina a Mi tío de América y La vida es una novela a ser obras menores, que lo llevarán a la desmesura de querer filmar el tiempo más allá de la muerte en Amor o muerte , donde el protagonista ha vuelto del más allá, no para contarnos lo incontable sino para dislocar al mundo.

El tiempo del más allá queda fuera del cine y ya no interesa a la imagen, dado que en la pantalla (como bien ha demostrado Woody Allen) todo es más acá. Somos incapaces de vivir en el cine el tiempo tal cual es. A un cine tan real como la vida misma (o tan irreal) le pasaría lo que a los mapas de los cartógrafos chinos de Borges: se superpondría a la vida misma y ya no sabríamos en dónde transcurre nuestra vida. Es decir: sería inimaginable.

Y es que en la vida no vivimos el tiempo tal cual es. En el cine tampoco. En ambos el malo es el tiempo.

 

José María Espinasa , "El malo de la pelicula ", Revista diagonales, número 3, México, 1987, pp. 102-106.