Si se lee como síntoma de una época, el dictamen que emite en 1831 José María Guerrero, presbítero y consultor de la Junta de Censura Religiosa, contra el Ensayo sobre la tolerancia religiosa de Vicente Rocafuerte, un libro que apenas circulaba, habla de un ambiente público y moral donde los reclamos de tolerancia y libertad religiosas son apenas audibles y forman parte de los estigmas políticos usuales del momento. Escribe el presbítero Guerrero:
"Me había parecido locura imaginar que en una república católica, cuya primera base inmutable en todo tiempo es la religión católica, apostólica, romana, viese la luz algún escrito que nos excitase a abjurar nuestra divina religión, cubriéndose la puerta al detestable deísmo. El ensayo publicado, y que la bondad de su V.S. se sirvió someter a mi censura, es un verdadero parto del protestantismo más refinado, que según la confesión de Isaac Papinio, nos conduce hasta el ateísmo."(1)
Ya sea por las consecuencias de la teológica condena o por el tono iconoclasta del texto, la fama súbita alcanzó a Rocafuerte. Quien decide intervenir a su favor es un joven de 19 años, Ignacio Ramírez, que muestra desde entonces habilidades naturales a la hora del espectáculo. Al solicitar su ingreso en la Academia de Letras, un centro de reflexión intelectual auspiciado por la Iglesia en la Ciudad de México, Ramírez saca del bolsillo un puñado de papeles; boletos para los toros, entradas de teatro y recortes de moldes que hacen tiras. Los asistentes no saben si reír o aguardar. "Con voz segura e insolente", recuerda Guillermo Prieto, el futuro Nigromante lapida al público (y al Rector de la institución, que preside el acto): "No hay Dios". Más tarde, la imagen del joven liberal sacando de su bolsillo esa intuitiva conclusión servirá de icono a historias patrias, murales, libros de texto escolares, telenovelas y, recientemente, al revival del término tolerancia, para destacar uno de los eventos que datan la accidentada (y finalmente radical) historia de la secularización en México. Historia que se inicia hacia finales del siglo XVIII y se extiende, con tan sólo breves interrupciones, hasta la tercera década del siglo XX. Estas notas recogen algunos aspectos polémicos de ese proceso.
Aunque elocuentes, ni el ateísmo de Ramírez ni la obsesión persecutoria de la Junta de Censura delatan actitudes y franjas que no sean marginales en los respectivos frentes desde los cuales habla cada uno respectivamente. La paradoja de cualquier junta de censura es tener que censurar libros que y han sido publicados. Y es fama que los liberales, incluso los más radicales, declaran ser católicos y especulan, en privado, con los impredecibles revires del temperamento de Dios. En la primera mitad del siglo XIX, el catolicismo en México es, más que una religión, un principio usufructuable de identidades nacionales que la Iglesia se empeña, con saldos que resultarán catastróficos para ella, en transformar en un principio de unanimidad política. El término que mejor describe esta situación o esta ilusión (aparece mencionado más arriba en la diatriba de J.M. Guerrero contra Ignacio Ramírez) ha escapado visiblemente a la historiografía mexicana: la República católica. Entre 1821 y 1857, del fallido Imperio de Iturbide a la explosión provocada por el movimiento de Reforma, este oximoron lingüístico y político que reúne figuras comúnmente irreconciliables resume, para los círculos conservadores, una confesión de realismo. Al menos en el papel, la I República que sigue al fracaso de Iturbide de instaurar un régimen a imagen y semejanza de la experiencia napoleónica tan en boga en la época -y que dista de ser una mimesis o una simple actualización del orden monárquico- exhibe muchísimos rasgos de lo que es o parece ser, en efecto, una suerte de república católica. En la Constitución de Apatzingán de 1814 se afirma: "Artículo 1. La religión católica, apostólica, romana, es la única que se debe profesar en el Estado." El Plan de Iguala de 1821 establece":1. La religión católica, apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna". El Acta Constitutiva de la Federación prescribe en 1824: "Artículo 4. La religión de la Nación Mexicana es y será perpetuamente católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra."
La reiteración quiere servir para ilustrar el carácter de las fuerzas que abarcaban a la mayoría de la sociedad política emergente de la guerra de Independencia, y cuya sede probable eran los círculos concéntricos en torno a los cuales la Iglesia diseminaba sus redes de influencia. Su rasgo más datable era que imaginaba al monopolio religioso como un auténtico e inevitable horizonte de referencia nacional. También el otro lado de la Independencia, su fuerza social y radical ya derrotada, por llamarla de alguna manera, que no se halla expresada en esas actas, resulta inconcebible sin los curas, frailes, monjas y diáconos que participan activamente en su organización y en su ocaso. Hidalgo y Morelos son sólo dos referencias de la inserción de la religión popular como agente de comunicación en un movimiento disperso, regional y ambiguo que conjuga por igual el milenarismo (de origen indefectiblemente religioso) con la aspiración de una República (en el caso de Morelos) más que liberal. La religión (que no es sinónimo de la Iglesia) y la nación parecen darse la mano como en ninguna otra de las rebeliones de independencia en América Latina. Pero es sólo una ilusión, y no tardará en disiparse.
Por su arquitectura, la República católica es, en principio, una república a secas. Inspirada en parte en el liberalismo de Cádiz y en parte en la experiencia norteamericana, cuenta formalmente con una división estricta de poderes, una constitución, escalas regionales de gobierno, ayuntamientos, juntas y municipios. Hay un Congreso y la tentación monárquica ha quedado, por lo pronto desde 1824, atrás. Se admiten la supremacía de la ley por encima de los individuos y las instituciones (la Iglesia incluida) y la supremacía del poder jurídico por encima de los otros poderes del Estado. Pero nada de esto funciona así. La razón es sencilla y compleja a la vez: es una república secuestrada por los poderes informales (y frecuentemente formales) del antiguo régimen. El más ostensible de ellos (aunque de ninguna manera el único) es el peculiar régimen eclesiástico. En la tierra, o en el Siglo, que es la denominación que emplea el lenguaje religioso para designar el mundo secular, el reino de los cielos comprende el área de las libertades civiles (incluida indirectamente la libertad de empresa) y la censura de la opinión pública (en los términos de Hegel, que son de la época, la "sociedad civil"), el derecho y la tutela familiar, la regulación de la sexualidad, fueros, leyes propias, tribunales especiales, casi el monopolio sobre la educación y sobre la provisión de salud, la parte más constante del ingreso público (el diezmo) que no es siempre la mayor, una vasta economía informal (la Iglesia no rinde cuentas) y, sobre todo, una representación política con relativa autonomía, el partido conservador. ¿Cómo explicar que en tan solo treinta años la mayoría de estos dominios se esfumen en la humareda de un movimiento liberal tan acotado como el de la Revolución de Ayutla?
Cuando los liberales inician la labor de secularización hacia los años treinta, no es casual que procedan tan inciertamente. Sólo aspiran -o sólo pueden aspirar- a acotar la presencia de la Iglesia en el Estado, no a erradicarla. Su programa se concentra en la homologación de derechos ("abolición de fueros"), creación de libertades civiles y pedagógicas (libertad de imprenta, libertad de enseñanza), fin del monopolio religioso (tolerancia de cultos), delimitación de funciones sociales (supresión de órdenes monásticas) y, de vez en cuando, se menciona la "secularización" de las propiedades eclesiásticas, término vaguísimo si se le compara con los que se emplean veinte años después para desamortizar los bienes de la Iglesia. Gómez Farías dice en 1835: "La Iglesia representa, más que un Estado en el Estado, otra nación en la nación." La definición quiere ser no una metáfora de reclamos frente al ingobernable dilema entre la "Iglesia universal" y la nacional, sino una constatación sociológica. Esa "otra nación" es, además de un cúmulo de poderes económicos, sociales y culturales, el último referente común que queda en el orden poscolonial. En donde todos los poderes se fragmentan, la religión, en tanto que principio unificador de autoridad, es lo inevitable. Pero se trata de un referente que ha perdido gradualmente la capacidad de gobernar su relación con la sociedad. Vista desde la perspectiva de la edificación de un nuevo régimen, la elefantiasis que afecta al poder eclesiástico redunda en una esquizofrenia del orden republicano: el ciudadano debe profesar lealtades divididas, las instituciones son confiscadas por la lógica patrimonial. Vista desde la perspectiva de la formación de la nación, la religión en tanto que centro unificador del Estado, sólo es legible si ese Estado funciona como un garante efectivo de la nación. Acaso frente a esta sentencia sucumbe la República católica.
II
Más que la incapacidad de sostener un régimen estable o una administración pública capaz de integrar al país, es la derrota frente a Estados Unidos lo que acarrea el desplome de la República católica. Las claves de ese desplome se hallan no tanto en la derrota misma sino en la peculiar forma que adopta. Los poderes regionales no envían tropas ni recursos para acrecentar las fuerzas de Santa Ana, porque no confían en las promesas de un arreglo entre el centro y la federación. Colocada frente a la disyuntiva de una guerra prolongada de guerrillas y escaramuzas, con el inevitable protagonismo de los dirigentes liberales, o negociar penosamente con Estados Unidos, el partido conservador opta por la segunda. Lo que sigue son tres añosos de recriminaciones mutuas, divisiones en el ejército, disminución drástica del diezmo, ocupaciones populares de bienes eclesiásticos, movimientos regionales de autonomía estatal y escisiones interminables del partido conservador. La homologación entre nación y religión, esencial para sostener el monopolio religioso, se ha quebrado por el lado más vulnerable: cesa de fungir como referente común de la edificación de un Estado mínimamente sustentable.
La jerarquía eclesiástica no quiere -o no logra- percibir este giro. Por el contrario, exacerba y radicaliza la idea de que el Estado está en deuda con la religión, una idea común durante los concordatos del siglo XVIII. En 1856, durante los debates de la Asamblea Constituyente, el Arzobispo de la Ciudad de México le exige al Congreso que deseche los artículos que niegan la legitimidad al gobierno para prohibir el ejercicio de cultos religiosos. Lo peculiar del argumento es que defiende una herencia del siglo XVIII (esa suerte de posconcordatismo) con un reclamo del siglo XIX (evitar la desintegración nacional):
"Más por un beneficio del cielo mi patria no se halla en el caso que he supuesto (un individuo que pregunta de buena fe qué religión debería abrazar), sino que de siglos atrás ha profesado la Religión católica, apostólica, romana, con exclusión de cualquier otra. Qué justicia puede haber para introducir en ella religiones o cultos que nunca ha consentido y que ;la Religión que profesa reprueba y condena?
No son separables los intereses públicos y sociales de los intereses de la verdadera Religión: el Autor de ésta lo es también de la sociedad, y este mismo autor de la Sociedad dijo: que no habría sino un solo aprisco y un solo Pastor."
Fijar exclusiva o fundamentalmente en la Iglesia y en las comunidades indígenas a la herencia colonial es uno de los automatismos interpretativos de la historiografía liberal, que reúne al gran género discursivo, conceptual y filosófico del liberalismo mexicano. Se trata obviamente de una ilusión óptica o de un voluntarismo narrativo. El antiguo régimen ocupa el habitat de todos los poros sociales y culturales del primer medio siglo de la nación independiente: la educación, la familia, las prácticas sexuales, las instituciones del gobierno, las visiones sobre la ley y el derecho, los órdenes de la economía y el trabajo. (No se ha escrito todavía un libro que asocie la experiencia del catolicismo novohispano, y después mexicano, con las prácticas del patrimonialismo; los resultados serían sorprendentes.) Pero sobre todo sobrevive en la mayoría de las mentalidades de la población. El orden independiente no sólo produce una esfera política a la que le parece perfectamente natural identificar una estructura liberal con una religión de Estado, sino que apunta a una sociedad que es, más allá de cualquier voluntad de secularizar, avasalladoramente religiosa.
Si representa a un intento (fallido) de establecer un nuevo orden (el Estado protoliberal), la I República (o la República católica) expresa por encima de todo la ambigüedad de la mentalidad poscolonial. Por esto el proceso de secularización resultará tan traumático, primero de manera parcialmente violenta durante la Reforma, después a través de los equilibrios de la paz porfiriana, y una vez más, de manera radicalmente violenta, durante la Revolución. Toda analogía histórica está condenada de antemano al fracaso. Pero si se compara, por ejemplo, el proceso de secularización en Francia con el de México, la diferencia central es evidente: la secularización en Francia es un fenómeno que se inicia en la sociedad y culmina en el Estado; en México sucede exactamente a la inversa.
III
Cómo explicar el cambio súbito del laicismo (que precede a los debates de la Constitución de 1857) a los primeros brotes de jacobinismo político que se multiplican entre 1858 y 1859? Acaso cabría definir, así sea en un par de frases, la diferencia entre laicismo y jacobinismo. Al menos en la historia que sigue a la Constitución de 1857, laicismo es ese espectro complejo y conflictivo de opciones que median entre lo que se entiende por libertad religiosa y lo que designa la tolerancia de cultos. El jacobinismo, en cambio, expresa un fenómeno radicalmente distinto: acoso y prohibición de cultos, supresión de la libertad de creencias, erradicación forzada de la religión. Ya en 1859, la Iglesia ha renunciado a la labor de consolidar un Estado, se diría hoy, nacionalmente sustentable. Prefiere convocar a Maximiliano antes que ceder el monopolio religioso. No sólo no ha extraído las lecciones mínimas del 48, sino que está dispuesta a radicalizarse hasta las últimas consecuencias. ¿A qué apuesta? Al espejismo de que la nación - o el sentimiento nacional- es un subíndice de la religión, y no viceversa. La Guerra de Intervención comienza realmente tres años antes de que arriben las tropas europeas al puerto de Veracruz. Y redunda en una forma de jacobinismo que se podría definir como circunstancial. Si se afectan templos y se persigue a párrocos es para mermar el poder político del clero, no para descatolicizar a la sociedad. Una vez que las tropas extranjeras han sido derrotadas, lo que sigue en la última fase del juarismo es un retorno, gradual aunque accidentado, a un laicismo incluso moderado. En los siguientes años, se detiene gradualmente la afectación de sitios religiosos y la persecución. No se detiene en cambio la crisis y la decadencia del partido conservador, cuya existencia cifra la única realidad política que, en la República Restaurada, podría haber hecho posible un régimen mínimamente plural, incluso bajo una conducción semiautoritaria o cesarista como fue la que distinguió al régimen liberal entre 1868 y 1875. La prohibición del partido conservador, es decir, del partido católico, se puede interpretar de múltiples maneras. Pero no hay duda de que pone los cimientos esenciales que cifran a la ecuación en la que se basará el consenso del régimen de Díaz: la homologación entre la prohibición de las expresiones políticas del mundo religioso -una peculiar manera de entender el laicismo- y las prácticas del autoritarismo. No hay que olvidar la inversión de poderes que resulta primero de la Constitución de 1857, y después del fusilamiento de Maxmiliano: en la práctica, hacia 1875, la Iglesia pasa a formar parte, por decirlo en términos genéricos, de la "sociedad civil".
La desaparición de la expresión política del catolicismo fomenta la actualización de un antiguo fenómeno: el clericalismo. El clero acaba asumiendo muchas de las funciones políticas que se habían emplazado entre las formaciones civiles conservadoras. Y las asume invariablemente bajo el signo del anacronismo: la discursividad teológica. Por ello incluso sus afirmaciones más moderadas parecen tocadas por un hálito de fanatismo. En rigor, la filosofía política del catolicismo mexicana adquiere los tonos inevitables del esencialismo. El clericalismo cifra otro sinónimo del radicalismo. Tonos que se traducirán años más tarde en variantes, como las del guadalupanismo extremo y los Cristeros, que se acercan al fundamentalismo.
IV
El retorno del jacobinismo político data probablemente de 1913, año en que Victoriano Huerta, apoyado por la jerarquía eclesiástica, ahoga en sangre a la revolución democrática de Madero. A diferencia del formato del jacobinismo de 1859, que es circunstancial y provocado por las luchas previas a la intervención europea, el que es constituitivo de los tres ejércitos revolucionarios del norte, encabezados respectivamente por Carranza, Villa y los sonorenses, anuncia en principio otra forma de radicalismo antirreligioso: el jacobinismo de Estado. Sería absurdo homologar las actitudes de las tres formaciones políticas y militares hacia el mundo religioso. Carranza y Villa son anticlericales pragmáticos. El primero devasta templos en Zacatecas y los protege en Chiapas. Obregón y Calles, en cambio, encabezan desde el inicio una cruzada antirreligiosa. Lo que es común a los tres son los métodos: el acoso y la destrucción violentas de sitios religiosos y congregaciones de creyentes. Quien responde en los mismos términos a partir de 1918 no es la Iglesia, sino un cúmulo todavía indefinido de rebeliones campesinas -sobre todo en Jalisco y en El Bajío- que resisten a la homologación entre revolución social y supresión de las libertades religiosas. Son rebeliones cargadas de milenarismo, y alejadas por completo de cualquier síntoma de pluralidad.
Los años veinte reclaman todavía un cúmulo de investigaciones históricas que abandonen la trampa que homologa al jacobinismo con la redención civil. Es una trampa que sella a la mayor parte de la historiografía mexicana del siglo veinte. La gran década de los sonorenses es una era de antípodas: por un lado, surgen un centenar de grandes y pequeños partidos políticos que se afilian de diversas maneras a esa suerte de socialismo constitucional o constitucionalista que cubre al país desde 1920; por la otra, los católicos son arrinconados en los confines de una guerra sangrienta. Con excepción de franjas marginales que logran sobrevivir en ambos lados, ninguno de estos dos "frentes" logra producir formaciones políticas efectivamente nacionales que impidan o contengan la emergencia de un régimen basado en un partido de Estado. Y acaso los orígenes del moderno autoritarismo mexicano deben datarse en la eclosión esa pluralidad de la vida que se consuma a partir del asesinato de Álvaro Obregón en 1927.
NOTAS
(1) Ver Carlos Monsiváis, "El laicismo en México", México, D.F., Mimeo, 2001.
*Fractal BIBLIOTECA VIRTUAL
Ilán Semo, Jacobinos y clericales.Historia natural
de los extremos, revista Nexos, octubre, 2003.
Ilan Semo