DEREK WALCOTT

Un caballero que no se acalora*

 

Granada

Tierra roja y cruda, amasa el olivo plateados verdes

bajo el golpazo del viento como capa que moldea el coche,

atormentados olivos más pequeños de lo que imaginabas,

al tiempo que una tristeza, no inmensa, sino medida,

disminuye su distancia en el intenso barullo del camino

que agranda asombrosa Granada. Así se lee España,

hacia atrás, como el recuerdo, como el árabe, montañas

y previsibles cipreses que confirman que el único tiempo

es el pasado, donde yace una falta que es de España por entero.

Se retuerce en el tronco del olivo, boquea en el ocre

eco de pétrea ladera, como seco brocal de pozo: "Lorca".

Las aceitunas negras de sus ojos, el pan remojado en su platito.

Un hombre de camisa blanca, rasgada y manchada de vino,

un traje negro, suelas de cuero que tropiezan con las piedras.

No puedes quedarte afuera, al margen de eso; y los otros

sobre la colina al raso, el staccato del fuego de las carabinas,

de los tobillos de la bailarina, la O del cantaor de flamenco

y la boca de la guitarra; ellos están allí, en Goya,

el campesino que muere, los ojos abiertos, en El tres de mayo

donde el corazón de España está.

¿Por qué España siempre sufre?

¿Por qué ellos regresan de esta distancia, de esta lejanía

de cipreses y montañas y olivos que se vuelven plateados?

 

Leyendo a Antonio Machado

Las peladas ramas del jazmín enderezan de pronto

su fragante amago.Más ecos que flores, atolondran los sentidos

como la magnolia de noche: blancas como las páginas que leo,

con la prosa estampada en el margen izquierdo de la hoja

y en el derecho las manchitas como de esquisto de las estrofas

y la costura: río que encuaderna su propio lenguaje.

El genio de España se eriza como el cardo. ¿Qué provocó eso?

¿Las vainas de un tiempo seco, el calor que corre con rizos cadenciosos,

negros volantes fruncidos y la curvatura de una garganta blanca?

Todo resonancias, asociaciones e inferencias,

el acento de Antonio Machado, aun traducido,

los verbos en la tierra, los sustantivos en las piedras y los muros,

todo inferencia, resonancia y asociación,

el azul distanciamiento de España de los balcones abiertos con bugambilias,

cuando brotan blancas flores de los cuernos de un toro,

blancas flores de jazmín cual blancas almas de monjas.

Jacas en marcha bajo pinos de montaña, en otoño,

cebollas, y la ristra, los bulbos de plata del ajo, el crujido

de las monturas y el agua ligera riñendo sobre las claras piedras

de nuestros caminos abrasados en agosto, toman cuerpo en estas estrofas

por el calor agrietadas: inferencias, resonancias, asociaciones.

Versiones de José Luis Rivas dedicadas a David Huerta

 

 

 

 

I

No sé español, circunstancia que en cualquier otro lugar no tiene nada de particular, pero en el contexto del Caribe, y en mi condición de isleño, resulta algo imperdonable. Primero, por la proximidad del amplio número de países hispanófonos comprendidos en el arco del océano Caribe, demasiado vasto para llamarlo mar, y luego por, la historia en tres actos del Nuevo Mundo: el drama de la exploración, la conquista y la independencia que han conocido todas nuestras naciones, algunas como la mía, del tamaño de una roca. Lo que yo poseo son algunos vestigios de un instinto de parodia, melodrama, exageración y alarde teatral que me infundió mi propio idioma aun a contrapelo del temperamento de mi isla: Santa Lucía. Por regla general se parodia al inglés diciendo que es alguien desapasionado y de sangre fría, monótono en su expresión, un caballero que no se acalora cuando hace una observación. Este juicio puede ser cierto también para lo hispánico, es decir, para la poesía y la prosa de América Latina en su caricatura de la política y en sus clichés de derramamiento de sangre, duende, revolución y manoteo.

El lenguaje es un producto histórico, y la historia inglesa que se nos enseñaba en paralelo con la literatura inglesa estaba erizada y embarullada de la contienda de Inglaterra con España, de la derrota de la Armada española, de los conflictos navales del Caribe y de los de Inglaterra, de ahí nuestro simultáneo, no secundario, desdén por España y, obviamente, por el idioma español. Esto ha sucedido igualmente, pero en sentido inverso, con respecto de las colonias españolas. No hace falta decir que si se nos hubiera enseñado su idioma y su literatura antes de que aprendiéramos su historia, no habría sucedido esa prolongada alienación. No obstante, sin tratar de comportarme como un lingüista, pienso que existe una diferencia orgánica entre esos dos idiomas, el inglés y el español, diferencia que resulta evidente, no sólo en su sonido sino también en su acción tónica, en el fenómeno del surrealismo, fruto de las vocales, no de las consonantes, y de un elevado tono melódico así como de la velocidad de las acciones metafóricas, velocidad inseparable de la rapidez con la que se habla en español y capaz de producir los inusitados símiles del surrealismo, práctica ésta que no funciona en la poesía inglesa debido a su sólida adhesión a la forma como significado, a la gramática como melodía y a los sustantivos incontrovertibles.

Neruda tiene una frase que dice: "las campanas de las uvas". En inglés esa metáfora suena forzada, pero estamos ante una imagen construida, no por Neruda, sino por el sonido del español, en el que la vocal es la metáfora; y en efecto, una vez que superamos el estremecimiento de la duda, y hasta la repulsa que esa frase provoca en inglés y, por lo tanto en la sensibilidad inglesa, comenzamos a ver no sólo la realidad auditiva de la metáfora sino también su realidad gráfica y visual, que en la pintura española, por ejemplo en Murillo, en Velázquez, en Picasso, hasta llegamos a escuchar el silencio del racimo de badajos de las campanas, su estallido y alborozo potenciales, el sonido que encierran las uvas al pender de los hilos de sus pedúnculos. Un poeta de lengua inglesa no es menos atrevido en su lenguaje, pero tal atrevimiento por lo común no es el primer cometido de su arte; esta en un principio dispareja asociación de uvas y campanas –asociación que creo sería espontáneamente aceptable para alguien que piensa en español, pero que para quien lo hace en inglés, y con esto me refiero al pensador inglés promedio–, resulta tirada de los pelos, surrealista, demasiado facilona en su concepto.

Vocales y bigotes son los clichés de la personalidad española, y en compañía de ellos, subliminalmente, una guitarra audible en el metro de la poesía española, sea en el género elegiaco o en el furioso; elegiaco en las reflexiones de Machado y Vallejo, y elegiaco y furioso en el soleado ritmo gitano, de temperamento negro, de García Lorca. Trinidad, la isla caribe, conserva restos y resonancias del idioma español en los nombres de sus ciudades, no sólo de su capital, Puerto España, sino de otros lugares: San Fernando, Mayaro, Manzanilla, Paramin, Las Cuevas; además, está cerca de Venezuela, y una de sus tradiciones es la parranda, o parrang, en que el instrumento preferido es el cuatro, un primo de la guitarra compuesto de cuatro cuerdas. En Navidad, "O Belem", toda trinidad se hispaniza y los villancicos se cantan con exaltación que no había conocido de modo tan intenso con otras piezas dramáticas. Ya el propio título resulta problemático porque "Burlador" significa algo más que un simple joker, tal vez sería más exacto traducirlo por trickster, pero esta palabra posee una coloración muy picaresca, más cercana a la zarzuela que a ese drama de misterioso fondo metafísico. Pero a esa adaptación le hacía falta el ingenio, la rapidez y el gesto ceremonioso del original, de modo que tuve que aprender a pensar como uno de esos Cocoa-spaniards, a escuchar el sonido característico del cuatro detrás de mis octosílabos. No hacia una traducción sino una adaptación, y esa es nuestra condición precisa en esta América: somos adaptadores, no traductores. Mi patrimonio era preciso, no espectral. La parrang es la música genuina y el acento de sus cantantes, en su hibridez, lo es asimismo.

El segundo lenguaje, mejor dicho el lenguaje simultáneo de mi isla, es el criollo (creole) francés, al igual que el otro lenguaje del parrandero, aparte del inglés de Trinidad, es el español de García Lorca y de Hernández. Los arrugados rostros criollos de esos cantantes tradicionales son también españoles, como si la lengua otorgara su forma al semblante de sus usuarios, en especial al músico. Un rostro irlandés cantando un villancico parrang sería una especie de contradicción; salvo en el Caribe, donde cualquier rostro va bien detrás de nuestra música, la cual es, sobre todo, percusión de origen africano. El privilegio de que goza cada escritor caribe es ese patrimonio, lo mismo que el acceso a todos los idiomas de todos los imperios que dieron forma al Caribe: inglés, holandés, francés, portugués, danés y español. La forma de nuestro archipiélago es la de un camaleón que adapta esos idiomas a la luz de su piel. No me siento falso cuando intento pensar como un español, no más que cuando trato de pensar como un saddhu antillano o un inglés de las islas, no más que el camaleón o lo que Hart Crane llamó "La lagartija en el sañudo mediodía".

Vivimos en un contexto de traducción, así es como un español lee a Shakespeare o un antillano La Divina Comedia, pero me parece, en medio de mi inmensa ignorancia, que para el idioma inglés es muy difícil, y acaso también para el temperamento de sus hablantes, adaptarse al idioma español, casi como si hubiera que franquear una aduana de inmigrantes. Se baja de una barrera. No nos fundimos con el idioma español de la misma manera que con la pintura española. No escuchamos de entrada, las campanas de las uvas.

Yo he tenido esa dificultad con Lorca, sobre todo con su Poeta en Nueva York, una dificultad que no se reduce a mi ignorancia del español, aunque pienso que el espíritu del idioma español es probablemente el responsable de sus martirizantes abstracciones, ninguna de las cuales martiriza al lector español, pero eso me pasaba con Vallejo, el Vallejo de Trilce, con el primer Neruda e, incluso, con una porción de "Piedra de sol" de Octavio Paz. Los Lorca, Vallejo, Neruda y Paz que disfruto son aquellos donde el verso abstracto aparece de repente como un muro atravesado por la luz del sol o como un campo iluminado súbitamente por la luz que se filtra por una nube partida en dos:

 

Cantan los niños

en la noche serena

 

de Lorca, la poderosa elegía profética de Vallejo:

 

Me moriré en París con aguacero

 

y aquellos pasajes de "Piedra de sol", más cercanos a la ficción y la pintura, que presentan empedrados y balcones y siluetas que se mueven a través de ellos. Del mismo modo que los haikú no funcionan en inglés y paran en humildad afectada, el intento de adaptar el espíritu español al verso inglés tropieza con esta contrastante exigencia de lo real, lo lógico, lo lineal.

Así, quizá, hasta llegar a García Márquez. Una frase de García Márquez funciona en dos niveles: el nivel del narrador, que en una mitad, o incluso un tercio de la frase asumirá el papel omnisciente del narrador minucioso de Flaubert, luego la frase se desliza, desde la presencia de una voz, no la del narrador, sino la de un entusiasmado testigo que imagina una acción en el idioma corriente, la cual se lee, de entrada como una exageración. Al principio García Márquez me enfurecía, pero luego mudé de oído, y aprendí a acomodar otras voces, a menudo simultáneas, dentro de una frase. En un caso alguien es herido y la sangre cruza la calle y entra en una tienda o en una casa; esta metáfora exasperó mi realismo lógico, que es la naturaleza del idioma inglés; éste argumentaba que la sangre no cruza la calle, ni se arrastra ni entra en una casa. No obstante, yo al principio no comprendía el punto extremo de la exageración que sirve para componer un suceso, una frase, no surreal sino real en el sentido de que así es como la gente narra los acontecimientos, sin cambiar los sustantivos, donde la acción es sustituida por la sangre, y ésta se convierte en el relato de un testigo tranquilo o entusiasmado, en un tiempo verbal, pues dos tiempos se juntan: el pasado de lo que ocurrió en un relato fáctico que solía ser la voz del narrador, y el tiempo presente que prosigue el contexto del suceso, el contenido íntegro con sus dos voces; así, la primera mitad de la frase es la ficción oficial, y la segunda, la parte al parecer exagerada, es la ficción oral o tribal, cuya entonación, en la novela o el relato corto, es el rumor.

Toda obra imaginaria se funda en el rumor, en sucesos que el novelista, o el narrador de relatos cortos, confirma. Comprendo esto ahora porque he prestado oídos a la segunda voz, eso que sobrepasó la barrera o el meridiano de la frase, su censura oculta; entonces escuché el sonido del colombiano, de manera que la voz tribal de Macondo pasó a ser asimismo la de cualquiera de los pueblos costeros de mi propia isla; y así nada me pareció más natural y, también más ineludible, que la prosa de García Márquez.

En las turbulentas tragedias de García Lorca aparecen a menudo estas frases relampagueantes que irradian el centelleo de las dagas desenvainadas, frases de filos amenazantes, pero su acento más poderoso reside en el zumbido melancólico de la tristeza que hunde sus raíces en lo real.

Toda la acción es impulsada por la guitarra. El ejemplo insigne de esto es, naturalmente, el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, donde el modelo, para mi oído al menos, es el flamenco, con su coro inicial procedente del eco que responde al poeta/cantaor, pero derivado asimismo de la liturgia de la misa y de las máscaras negras de la tragedia griega. Este gran poema alcanza un logro suplementario y excepcional: convierte al lector y al oyente –lectura es aquí escucha– en español. La invocación consigue eso de manera paulatina, como una sombra que crece obscureciendo la arena y cubre con un manto de congoja nuestro ánimo:

 

A las cinco de la tarde.

 

Y al tiempo que crece la congoja se produce una recapitulación asombrosa, una iluminación heráldica y tribal que proviene del grito, del metro de la voz y la guitarra concertados, pero se manifiesta, sobre todo, mediante un poder epigramático que deriva, como el blues spiritual, de una congoja colectiva:

 

¡Oh negro toro de pena! ¡Oh blanco muro de España!

 

Esta pincelada expresionista, emblema negro contra muro blanco, negra pintura sobre un lienzo blanco, toca y chal negros contra un griego muro de piedra caliza, resulta moderna a la vez que atávica. Estamos ante un autor muy diferente del que compuso Poeta en Nueva York.

 

Como un río de leones

su maravillosa fuerza.

 

La metáfora gobierna la traducción. En la traducción de Spender-Leishmann, este símil de múltiples niveles me hizo ver el cuerpo moreno de Ignacio, moreno de trabajar bajo el sol de la arena; luego, mientras yace desnudo sobre la cama o camilla, con el vientre cubierto de paños ondulando como un río moreno que se agita, da un salto, penetra y luego salta: leones que se arquean mientras nadan. Por otra parte, visitar España, hacer caso omiso de la tumba de García Lorca, trabar amistad con personas excelentes, comer chuletas de cordero asadas con astillas de pino, a la orilla de un río ruidoso, durante una pequeña comida al aire libre, es encontrarse en un país que es, con toda naturalidad, él mismo; donde los nombres de Machado, Aleixandre y Alberti se pronuncian sin afectación; es como vivir en el texto original sin comprender el idioma. Pero el idioma ha sido dotado del poder de la resonancia y de las asociaciones, y mucho de lo que se ve es la confirmación, en inglés o en estadounidense, del apasionamiento de Hemingway por ese país, hasta un punto en que nos descubrimos haciendo cosas que amenazan convertirnos en un clon: visitar San Fermín, dominar con la vista el paisaje desde el balcón de la casa del ayuntamiento y ver los toros corriendo por las calles, caminar con aterciopelada veneración por el museo del Prado y encontrarse delante del milagro de Velázquez, mirando el dolor y la compasión del general que recibe la espada en La rendición de Brenda; sé que esto ha de ocurrir también en México pues no podemos siquiera separar a las bóvedas y los remates de las campanas de las uvas o de las catedrales barrocas, ni del deslizamiento del sol sobre la piedra en los poemas de Octavio Paz.

Así es como llegué a España: recorriendo la geografía de su poesía. He dejado atrás mi admiración por Neruda a medida que envejezco, excepto por aquellos poemas que poseen la densidad inusitada de la ficción, pero todavía me estremezco ante su Alturas de Machu Pichu. Grada tras grada, este gran poema va trepando en paralelo con su modelo hasta que recibe como las cumbres "el esperma de los cóndores". Estamos ante un gran poema del Nuevo Mundo. Posee la expansiva fuerza estadounidense de Whitman, además de una exaltación más precisa; su catálogo es más melódico que genérico. En él se venera una ausencia aborigen.

Pero ¡ah, cuántas son las obras maestras que no he leído! Pararse delante de un público como el presente, o mejor dicho: no pararse, sino arrodillarse en abyecta penitencia sin esperanza de perdón y confesar que nunca he sido capaz de leer Don Quijote en inglés, y menos todavía en su lengua original, aunque he dormido en la ciudad en que vivió Cervantes, y que nunca he estado realmente en París, salvo una solo vez, y que, no obstante los vituperios de una hermana, jamás he sido capaz de familiarizarme con En busca del tiempo perdido, y créanme que existen en mi haber otros estigmas igualmente inconcebibles antes de volver al punto en que comencé: que no sé español, que el francés no es mi lengua nativa, lo cual no es bueno ya que vivimos de traducciones. No puedo penetrar en Proust por causa de Joyce. Nunca he hallado una traducción de Proust que me entusiasme a través de su inmediata textura; una riqueza que podría hacer mía, o robarla, tal como me ocurre, aun en traducción, con la prosa de Mandelstam o de Pasternak. Lo de Don Quijote lo atribuyo a un problema de proporción, y prometo purgar algún día esa falta con mis poco fiables rodillas. Ello no obstante me enamoré de Alcalá, del mismo modo en que me enamoré instantáneamente del paisaje que perteneció una vez, y que sigue perteneciendo todavía, a Antonio Machado, y de los bosquecillos de Granada, caros a García Lorca. También he llegado a amar a Macondo gracias a la maravillosa traducción de... sea quien sea (su nombre se me escapa ya acudirá más adelante), de suerte pienso que García Márquez es mejor en inglés que en español, porque en el primer idioma sus adverbios y adjetivos adquieren una desenfadada rotundidad oral, poco frecuente en mi lengua.

Esta mezcla que se da en el caribe es un privilegio y un venero. El encanto de una traducción española puede compartirse con muchos otros idiomas; además existe un encanto y una fecundidad suplementarias en los dialectos que son obra de la mestización del inglés y el africano (el jamaiquino), del francés y el africano (el dulce patuá de mi isla; el de Guadalupe; el de la Martinica, y el de Haití). Así como la literatura española ha sido estupendamente enriquecida en sus antiguas colonias por novelistas latinoamericanos y portugueses, por Borges y Jorge Amado, la literatura del Caribe ha enriquecido a la literatura inglesa. Estas presencias pueden revestir un carácter velado elíptico, pero están allí, como el argot no castellano de los trinitarios cocoa-Spaniards de Santa Cruz y Paramín que robusteció los octasílabos de mi versión (que no traducción) de El burlador de Sevilla. Si conduces un automóvil por los cacaotales de Santa Cruz, tierra oscura, árboles retorcidos, hojas que cuelgan como botargas de las negras ramas, y escuchas la melodía de un lenguaje en esa ausencia, como ocurre a la sola mención del nombre de la extensa playa rumorosa de palmeras de Manzanilla, o de la iglesia de la Divina Pastora, sientes esa transformación que deriva de los nombres. Mi privilegio consiste en la capacidad que tengo de apropiarme de esa herencia, dueña de una antigüedad de siglos y no racialmente adquirida, de esa poesía de los nombres españoles de Trinidad; privilegio que geográficamente me acerca más a Venezuela, Cuba, Puerto Rico y América Latina que a Inglaterra y Europa, y que en lo sucesivo podría componer un patrimonio más grande, aquel que fusionaría al archipiélago, islas unidas que tendrían parte en las obras maestras que ellas mismas han creado.

Precisamos de toda una industria de la traducción, de la enseñanza de todos los idiomas de los antiguos imperios. La fusión de antiguas contradicciones y absurdos odios que se nos enseñó, es algo pasajero.

Una de las desventajas de la educación colonial es el hecho de que dirijamos la vista hacia el norte, en especial hacia Inglaterra, e incluso solamente a Inglaterra; en lugar de mirar al oriente o al poniente en busca de una identidad equiparable, una identidad diseñada por el idioma que hablamos, y de la que estamos orgullosos, todo lo cual es natural, y hasta admirable, pero aun así más admirable habría sido que aprendiéramos el idioma de nuestros vecinos, el de Venezuela y Colombia, al igual que el de Puerto Rico, el de Cuba y, naturalmente, el de México. La educación ideal del caribe, puesto que su historia es innegable, debería comprender el conocimiento del holandés, el francés, el español, el danés, el chino mandarín, el hindú, el portugués, el inglés, el ibo, porque estas lenguas sobreviven en algo más que fragmentos y están modificando sutilmente el lenguaje de la fuente. No solamente el sonido de las palabras, sino la fusión, en términos de temperamento, de lo que esos sonidos significan. Tenemos que examinar con mayor profundidad que el lingüista a los escritores del Nuevo Mundo, lo cual es un encargo de la poesía. En cualquier sitio del Nuevo Mundo cada cultura es por lo menos dos culturas, las que no necesariamente están en lucha si asumen su condición novelesca. En la base de la poesía de Octavio Paz se encuentra la solidez hereditaria y conmemorativa de la arquitectura y los iconos de los aztecas, sobre los cuales fluye, como el agua sobre la piedra, un español elocuente. Apreciar esto exige una falla sísmica de inteligencia, porque esta poesía no es para leerse de la manera como suele hacerse en la península Ibérica, y una vez que el acomodo es al menos intentado, otra claridad se abre paso, otra luz aparece, ciertas propiedades se vuelven más concentradas, y la silueta de la belleza usual se hace más brutal, más totémica. La presencia española es casi absorbida de modo hosco y resentido, pero no rechazada por la piedra que se suaviza a sí misma en otra poesía, una que está más profundamente arraigada en el texto aborigen (aboriginal). El Nuevo Mundo es una antología de literaturas ausentes, de voces ahogadas y aprisionadas pertenecientes a culturas desaparecidas, de la que poesía, como Macchu Picchu y los balcones de "Piedra de sol" de Octavio Paz, así como otras obras de ficción, son templos conmemorativos.

Que la presencia española parezca tan remota debido a la historia, es sólo una consecuencia de un colonialismo que no dejaba a sus súbditos absorber nada que alterara los ideales del imperio, y que les permitía, más de buena gana, identificarse con las ceremonias de la Iglesia católica, los peligrosos contactos con las lenguas romances y la permisividad desenfrenada del carnaval y la revolución que son casi sinónimos. Esta inflación yace oculta en cada isla antillana debido a la presencia africana. La distinción entre lo que es mestizo y lo que es puro en sí no se aplica en el Caribe, ni, por último, en la gramática y los tiempos verbales del pasado y del presente, ni en el calendario de las cuatro estaciones.

 

 

II

 

Rivera, Orozco y Siqueiros, el gran triunvirato de los muralistas mexicanos, desafió los frescos y retablos del Renacimiento con una ortodoxia diferente, el marxismo; y una ortodoxia diferente reclamaba un nuevo estilo y, de hecho, una diferente geometría, una que achataba la perspectiva y las dimensiones del retrato anatómico a una realidad menos elegiaca y reverencial pero más brutal. Y encontró su poder generativo en la escultura totémica de los indios tanto como en las turbinas y los agentes de la realidad industrial. Su misa no era religiosa, sino contemporánea y secular, su profeta, Lenin, remplazó a Moisés. El claroscuro suponía una antigua devoción; los santos de rostros estragados de El Greco perpetuaban, a ojos de ellos, la jerarquía dominante e inflexible del sufrimiento sobre la tierra y la segura promesa del cielo. Hay que colocar aparte a Goya, naturalmente, que es el primer pintor mexicano, el padre de Orozco y Siqueiros. Estos pintores concebían la pintura como lenguaje, como polémica, y podemos escuchar en ella la voz del chileno Neruda, e incluso el dolorido aislamiento de César Vallejo, en sus retablos seculares preñados de rabia y de esperanza para el Nuevo Mundo. En Santa Lucía al mirar sus reproducciones, advertí que la naturaleza del idioma español y su resignación a la religión y la historia de Europa eran escupidas y cambiadas por el poder sísmico de aquel arte. Suya no era la inevitable aceptación de la imaginación colonial, sometida y aplastada por la magnitud del arte del Renacimiento, que hizo de México y otros países latinoamericanos meras extensiones y repeticiones de un remoto esplendor, de la fe ortodoxa misma, la marcha de los conquistadores hacia los palacios más brillantes de la mente, y esta lección de cambio, de mirada dirigida a lo inmediato fue de cambio real para el arte del Caribe. Produjo en todas partes pinturas y frescos previsibles, polémicos y regionales dueños de un lenguaje liberado; gran parte de esas obras eran malas, apasionadas, aunque de dibujo torpe, ásperos colores de paleta acre, pero no peores en su expresión que la devoción de otros pintores religiosos con sus madonas rubias y sus cristos de sacarina.

El lenguaje de la pintura mexicana fue una influencia muy poderosa, pero más intensa en un amigo cuyo verdadero temperamento me gustaría ver emergido y transformado por su amor a Siqueiros y Orozco, aun cuando era y sigue siendo muy devoto de la Iglesia católica.

Estas influencias emergen sutilmente a un examen de cerca. Mencioné la mirada de tierna compasión que se aprecia en los ojos del comendador al recibir la espada de su derrotado homólogo en La rendición de Breda; esa misma mirada que en otro momento, y surgida de un mutuo respeto, que Sir Walter Raleigh debió intercambiar con el general de Bemo, luego de su derrota en San José, en la isla de Trinidad. Esa mirada en los ojos del vencedor que humedece y cimbra mi comprensión de todo lo que he recibido de la poesía española, lo mismo que el general victorioso al decir: "Soy yo, no tú, quién ha sido derrotado por esta victoria; yo he sufrido la pérdida del dolor que este triunfo te ha infligido".

Esta humedad en los ojos de un lector, los de este hombre rendido, la que me ha dejado una obra como El otoño del patriarca, un gran poema en prosa, así como tanta poesía en español; el cristal de Lorca, la solidez mineral de Machado, la llovizna crepuscular de Vallejo, el resplandor de Neruda viven en mí, en otro idioma, sin el vocabulario del inglés y el español.

 

 

Traducción de José Luis Rivas

*Esta conferencia fue precedida por la lectura, hecha de viva voz por el autor,de sus poemas "Granada" y Leyendo a Antonio Machado".

Texto de la conferencia magistral dictada dentro del programa 2000 de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar en Guadalajara el 9 de marzo. Agradecemos a la Cátedra su amable autorización para publicarla

 

 

Derek Walcott, "Un caballero que no se acalora", Fractal n° 19, octubre-diciembre, 2000, año 4, volumen V, pp. 99-103.