SERGIO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

Carlos Monsiváis:
la fenomenología de la vida cotidiana

Desde tres décadas atrás, Carlos Monsiváis ubicó su lugar en la República de las Letras mexicanas, al poner un pie en la irreverencia y el otro en la lucidez. Opuesto a los afanes marmóreos, el autor de Días de guardar –un libro que desató un cortocircuito en las convenciones de lo que era hasta entonces el ensayo y la crónica en nuestra literatura– ha multiplicado su persona en tantas presencias de sí mismo que ha logrado un estatuto excepcional: el intelectual como contagio irónico y multitudinario.

Personaje mayor de la cultura mexicana del siglo XX hacia el XXI, Carlos Monsiváis comienza a disfrutar de un reconocimiento internacional, que sus textos –a veces analíticos, a veces descriptivos, a veces conjeturales, o las tres cosas al mismo tiempo que llegan a configurar una intrincada red de sentidos–, se habían retardado en recibir. La inteligencia suele desafiar las comprensiones instantáneas y la lectura de método fácil, tan usuales ambas en un mundo de creciente trivialidad, dominada por la cifra y el cálculo lucrativos.

El hecho de que Carlos Monsiváis haya recibido en el año 2000 el XXVIII Premio Anagrama de Ensayo muestra, además de la distinción a su proyecto intelectual y literario, que la cultura hispanoamericana de carácter crítico mantiene un lugar preponderante en las realidades contemporáneas.

 

No en vano este premio editorial –el de mayor importancia en su género en lengua española, debido a la calidad permanente del jurado que lo sostiene y las obras distinguidas– lo han recibido escritores de la generación de Carlos Monsiváis, como Juan García Ponce y Gabriel Zaid o, en el rubro de narrativa, Sergio Pitol.

Se trata de la generación de los "cosmopolitas", encabezada por Octavio Paz y Carlos Fuentes, que representa a la fecha el ejemplo de un quehacer pródigo con amplia vigencia en una época sombría, en un continente inasible y en un país en crisis profunda como lo es México, a pesar de las promesas de cambio en el discurso público. Esta crisis, como se sabe, incumbe sobre todo a la izquierda militante, teórica, académica, periodística o partidista, de la que Carlos Monsiváis ha sido compañero de viaje y, al mismo tiempo, un crítico superior.

La vida y la obra de Carlos Monsiváis son un espejo de las aspiraciones de modernidad en nuestro país: es un escritor que cree en las vinculaciones del compromiso político y la imaginación, que apuesta por las causas de los desposeídos, que atiende los reclamos de la desigualdad social, que combate los atropellos del autoritarismo o la soberbia de poderes transexenales que cambian de partido para mejor prolongarse.

Pero Carlos Monsiváis significa, sobre todo, un escritor que ha renovado la escritura en nuestra lengua, que ha hecho del humor y el ingenio las armas letales contra la estupidez y la prepotencia, y que ha recuperado los mitos, símbolos, representaciones e imágenes de la cultura popular para otorgarles una dignidad de la que nadie podrá desposeerlos en el futuro. Ha logrado todo lo anterior desde un ejercicio cotidiano y pleno de la realidad en tanto un libro abierto, sujeto a la lectura racional más rigurosa.

¿Por qué es así? Se puede aventurar una causa: porque Carlos Monsiváis defiende, como la admirable Susan Sontag lo hiciera alguna vez, una inteligencia antiautoritaria, dialéctica, deudora del escepticismo y desimplificadora. Así, su inteligencia se ha vertido al examen de las realidades culturales desde una perspectiva que trasvasa la cultura en política. Y viceversa. Los reconocimientos que ha recibido el autor de Amor perdido –habría que sumar el Premio de Ensayo Latinoamericano Lya Kostakowsky 2000 y su doctorado honoris causa por la Universidad Autónoma de Puebla– constituyen un motivo especial de regocijo para quienes admiran su escritura y su talento. Y, sobre todo, su amistad ajena al tráfico del rencor y los intereses mezquinos.

La generación a la que pertenece Carlos Monsiváis ha sido un puente entre los resabios del humanismo en torno del libro que unió a la generación del Ateneo de la Juventud y el grupo Contemporáneos, y el nuevo emplazamiento de la cultura a partir de los años cincuentas y sesentas: es decir, el antinacionalismo posrevolucionario, la identidad progresista o la defensa de la izquierda, la burla regocijante contra la solemnidad de las instituciones cívicas y religiosas, el gesto posvanguardista y la reivindicación de lo cotidiano como núcleo de las renovaciones y las resistencias políticas.

Al describir el significado de los años sesentas en la cultura, Fredric Jameson escribió lo siguiente: "los años sesentas representan el momento en que la amplitud del capitalismo a una escala mundial produce simultáneamente una inmensa liberación o fuga de energías sociales, una prodigiosa emisión de nuevas formas apenas teorizadas hasta entonces, como las fuerzas étnicas de la negritud y lo minoritario de los movimientos del tercer mundo, los regionalismos, el desarrollo de nuevos y beligerantes poseedores del 'excedente de conciencia' histórica, lo mismo entre los estudiantes y los movimientos a favor de las mujeres, que entre otros tipos de luchas reivindicativas" ("Periodizing the 60's", en The 60's without Apology, University of Minnesota Press/Social Text, 1985). Este sería el espíritu de los tiempos, a la vez un temperamento personalizable, a partir del que se desarrollará la crónica, los ensayos y la crítica cultural o política de Carlos Monsiváis.

La fenomenología de la vida cotidiana, siempre desde un enfoque lúdico, ha sido la sustancia que envuelve la vida y la obra monsivariana. En esta constante se expresa el rasgo intelectual de quien ha sido fiel al gusto de su generación, pero que, a la vez, ha llamado a desconfiar de la megalomanía renovadora inherente a ella, como la fe en la revolución y/o la violencia partera de las utopías. Asimismo, ha sabido recuperar la riqueza de los valores humanistas: no en balde ha reconocido el magisterio de sus propulsores, como Alfonso Reyes, Fernando Benítez o Jaime García Terrés.

La actitud de Carlos Monsiváis encarna una postura válida hacia el futuro, en particular, debe insistirse, en un mundo globalizado y bajo una sociedad como la mexicana, que registra el deterioro fundamentalista del espectáculo, el arribismo literario en busca de consagraciones instantáneas a partir de los best-sellers o la preceptiva de exclusividad mercantil, o bien, como él mismo ha descrito a últimas fechas, la "masificación, el exterminio de las alternativas, la disminución dramática del empleo, o el agotamiento de los recursos naturales" (cf. "Pido el latín para las izquierdas", Revista Cultural El Ángel/Reforma, 15 de octubre del 2000). En su extraordinario ensayo Aires de familia (Anagrama), Carlos Monsiváis apunta en contra de la mercantilización del gusto: "El fundamento de esta dictadura del gusto es evidente: desde los años sesentas, se reclama –con anuncios y actitudes– una nueva identidad social sustentada en los valores del consumo, que busca imponer el sentido del humor, las respuestas automáticas a las ofertas de 'esparcimiento', el sitio de las emociones entre un comercial y otro. La censura, el menosprecio del auditorio y la degradación artística hacen su propuesta: que el pueblo se convierta en el mercado, tal y como acontece en los demás países. A esta metamorfosis básica –el traslado de la identidad colectiva a los espacios de lo rentable– la apuntalan razonamientos diversos, que desde la televisión comercial se dicen o se insinúan". El ensayista se refiere al antiintelectualismo acérrimo que detenta la pantalla chica, a la idolatría de la familia tradicionalista como institución que debe permanecer incólume, a los códigos comunicativos más primarios, al proteccionismo de la moral más estrecha, a la confianza en la tecnología como afirmación ultraoptimista de un orden de cosas existentes. En síntesis, ese imperativo tecnológico y cuantitativo cuyo contenido remite a un entendimiento fundamental: el público es, y debe ser siempre, menor de edad. Por fortuna, en Carlos Monsiváis se atestigua a un guardián atento de las libertades políticas y las libertades imaginativas, gracias a su enfoque de afirmación civil que incluye a los demás. A los que son distintos.

Lo anterior se transparenta, sobre todo, en la persistencia monsivariana de comprender la realidad en sus aspectos diferenciales, dolorosos, extremos, asimétricos. O en sus contrastes o anomalías. Allí donde lacera la desigualdad, o donde lastiman los abusos, la sensibilidad del cronista o del crítico surge para señalar los límites de las fatalidades administradas por los poderes públicos o privados.

Un aspecto poco reconocido de la tarea intelectual de Carlos Monsiváis es su papel como difusor cultural. Pueden citarse al menos dos muestras al respecto: la revista Debate feminista, fundada y dirigida por Marta Lamas desde 1989 hasta la actualidad, pero que ha encontrado en el ensayista su fuente principal; y La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre! (1972-1987). Sobre uno de los periodos de esta última empresa, puede reafirmarse un testimonio personal.

Finales de 1979, un día lunes, cinco de la tarde. Me veo entrar en una puerta negra de la calle de San Simón 62 en la colonia Portales. A un lado hay unas habitaciones en dos pisos; al fondo, una casa con puerta de madera. La abre un señor de lentes gruesos, cabello entrecano y al aire aquí y allá, camisa de mezclilla desfajada, abdomen generoso, que me invita a pasar a su estudio-biblioteca desbordado de libros. Lleva un bolígrafo en la mano y, mientras habla, muerde éste a veces.

La voz del señor es grave, de pronto susurrante, bien modulada, arrastra las sílabas o las suelta rápido, mientras acaricia un par de gatos que se pasean, ostentosos de su aroma de orines y sus pelos tersos y erizados. Invita a la conversación a partir de un comentario político, el desliz de un funcionario, la noticia de la semana, las novedades bibliográficas que trajo de su último viaje a Estados Unidos. De la seriedad pasa a la ironía más aguda. Este es el Carlos Monsiváis que recibe a quienes comenzamos a encargarnos, hacia esas fechas, de la edición del suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!, en la que él funge como coordinador.

Entre principios de los años ochentas y 1986, aquella escena se repetirá lunes tras lunes cuando lleguemos, a la casa de la Portales, Rafael Pérez Gay, Alberto Román, Antonio Saborit y yo para intercambiar ideas y propuestas, pulir diferencias de puntos de vista, evaluar lo publicado o, nada más, propagar chismes como en cualquier redacción sobre los asuntos del día.

La reunión solía durar cuando mucho una hora –sospecho que al coordinador terminaba por exasperarle nuestra laxa presencia–, y enseguida nos trasladábamos a la Imprenta Madero, en las calles de Avena, al oriente de la ciudad, para acordar con el diseñador del suplemento, Bernardo Recamier, los detalles del número en turno. Bernardo hacía las mediciones tipográficas del caso y formateaba un "machote" o "domi", elaboraba un índice de ilustraciones posibles y sugería ideas para diseñar la portada. De tarde en tarde, el coordinador llamaba por teléfono y ordenaba modificaciones o mejoras al material.

Dos o tres horas después, abandonábamos la Imprenta Madero y los cuatro redactores nos reuníamos con Luis Miguel Aguilar y, a veces, con José Joaquín Blanco –miembros también del Consejo de Redacción del suplemento– en algún restaurante para cenar y tomar unos tragos. El restaurante Adagio –ya desaparecido– de la avenida Revolución, hacia San Ángel, La Bodega –aún existente en la colonia Condesa– o Los Guajolotes de Insurgentes recibieron durante años nuestro convivio hasta después de la medianoche. En todo ese tiempo, Carlos Monsiváis decidió acompañarnos sólo en un par de ocasiones.

Los jueves por la tarde, a partir de las cinco, Alberto Román y yo frecuentábamos una empresa de servicios editoriales de la colonia Campestre Churubusco, donde el suplemento se consumaba como tal: tipografía, pruebas, planas, negativos. Nuestra tarea consistía en corregir y revisar las planas antes de que fueran enviadas a negativado e impresión. Allí oficiaba una severa señora María Sánchez de la que Carlos Monsiváis era la peor pesadilla, ya que semana tras semana demoraba la entrega de su legendaria sección "Por mi madre bohemios" al límite del cierre.

En aquellos años, La Cultura en México persistía como el suplemento de mayor prestigio en el país –ya, por ejemplo, el "Subcomandante Insurgente" Marcos del EZLN ha testimoniado la importancia que tuvo entonces para los lectores de provincia–, pero la revista que lo albergaba vivía una etapa postrera –o al menos eso insistía en repetirnos su coordinador. José Pagés Llergo, que dirigía Siempre!, se desentendía del suplemento –excepto que nos metiéramos con el Presidente, el Ejército, la Policía, la Virgen de Guadalupe o, algo de mayor frecuencia, publicáramos imágenes de "encueradas" bajo el mínimo pretexto y refugiados en que nuestro perfil cultural permitía semejante libertinismo visual. El suplemento lo había fundado Fernando Benítez en 1962 al abandonar Novedades y su México en la Cultura por un problema de censura, y hacia principios de los años setenta lo dejó en manos de Carlos Monsiváis que, siempre atento al pulso de los tiempos, decidió enfatizar las coberturas políticas en una época de grandes transformaciones en la vida pública: en esos años, se vivía la efervescencia de la izquierda posterior a las movilizaciones estudiantiles de 1968, la guerrilla en México y en Centroamérica, el despertar cultural de los sectores universitarios de cara al mundo, las promesas renovadoras del eurocomunismo.

En ese sentido, La Cultura en México cumplía un papel decisivo. Mientras Carlos Monsiváis señalaba las directrices políticas de la publicación y cuidaba el cumplimiento de la línea periodística (agenda nacional, comentario noticioso, registro cultural, aniversarios, obituarios), nosotros debíamos aportar las innovaciones y nuevo gusto generacional, o de grupo editor. En La Cultura en México, todo acontecimiento político de primer orden recibió un análisis crítico o un pronunciamiento claro; también los hechos que trastornaron el ámbito colectivo: el incendio de la Cineteca Nacional, los amagos de censura del régimen, las intolerancias de grupos religiosos, el asesinato del periodista Manuel Buendía, los atropellos autoritarios, la defensa de las minorías sexuales, la crisis del movimiento obrero –en particular, el sindicalismo universitario, en el que confluían Hermann Bellinghausen, José Woldenberg y Raúl Trejo Delarbre, entre otros. O las tragedias de San Juan Ixhuatepec y el terremoto de 1985, los cambios en la entorno urbano, etcétera.

Asimismo, continuaron en el suplemento las revisiones o divulgaciones de grandes protagonistas de otras culturas, la pasión ensayística, el enfoque irónico o paródico, los reconocimientos sistemáticos a escritores mexicanos de la generación anterior, el atisbo a discusiones teóricas que al paso de los años se volverían temas comunes, por ejemplo, el debate sobre la modernidad y la posmodernidad. A pesar de que en esos tiempos –tan cercanos y al mismo tiempo tan distantes– el poder público sobre la prensa mexicana limitaba la libertad de expresión, La Cultura en México disfrutó de una tolerancia excepcional gracias al prestigio creciente de Carlos Monsiváis.

El cuarteto mencionado al que yo pertenecía, solíamos especializarnos en exasperar a nuestro coordinador: a Carlos le parecía una inconcebible falta de respeto que, a la muerte de María Sabina, quisiéramos poner como encabezado de la portada un "¡Qué hongo, María!"; le sulfuraba que hubiésemos diferido mientras se encontraba él de viaje una cobertura en honor de Jorge Ibargüengoitia, muerto en esas fechas; o tan sólo lamentaba nuestra desidia política. Con el tiempo, se demostraría qué él estaba en lo justo al cuestionar nuestros desapegos, tanto como nosotros estábamos en lo correcto al desconfiar de las convenciones del caso: los productos interesantes suelen provenir de las mixturas y los contrastes, del intercambio polémico y la heterogeneidad de puntos de vista.

Al término de aquellos años de trabajo conjunto, Carlos Monsiváis quiso dejar en otras manos –que desde luego no fueron las nuestras– el timón de La Cultura en México. A favor de nuestra aportación en tal empresa editorial puede avalarse que, jamás hasta el momento, Carlos Monsiváis ha vuelto a participar en ningún proyecto colectivo de índole periodística ni de otro tipo que demande sus aportaciones directas, excepto como colaborador externo. Sin duda, con nosotros quedó curado de espanto.

En adelante, Carlos sería el ubicuo Monsiváis que ya era... pero solo. Del examen crítico de La Cultura en México durante el periodo en el que tuve el privilegio de participar, ya se ocuparán los futuros rastreadores de curiosidades en nuestra prensa cultural. Para mí, aquellos años fueron un auténtico juego iniciático y un juego a secas: aprendí mucho de la inteligencia irónica, de la claridad de criterios de Carlos Monsiváis, de su ensamble entre cultura y política...y cobré muy poco por mis oficios. Never again. Cuando recuerdo el tiempo transcurrido vienen a mi cabeza dos palabras que siempre encontraré entrelazadas: amistad y gratitud.

Sin duda, el autor de Nuevo catecismo para indios remisos parece contagiar a quienes lo rodean de una emoción particular. Asimismo, el hechizo comprensivo que brota de los ensayos, crónicas o artículos periodisticos de Carlos Monsiváis tiene que ver con una proclividad afectiva de gran profundidad. Y contra la "mala fama" que un escritor como Carlos Monsiváis puede concitar –cuya origen viene en realidad del temor y la desconfianza que despierta una inteligencia libresca unida a una sensibilidad aguda–, se puede hallar un anhelo de comprensión en todos los escritos del autor de Los rituales del caos. La obra de Carlos Monsiváis carecería de sentido si no estuviera propulsada por tal afecto esencial, que tiende a gravitar en su búsqueda del acontecimiento en tanto expresión de lo histórico, en el relieve que significa para el cronista lo comunitario y su simbolismo mayor: las multitudes.

A lo largo de los años, Carlos Monsiváis ha dividido sus tareas escriturales en dos grandes líneas: la primera es la que consta en sus libros y, por lo tanto, se presenta avalada por un deseo de perdurabilidad; la segunda es la que está destinada al momento periodístico, como buena parte de sus artículos políticos o sus sarcasmos contra el lenguaje de los poderosos. Muchas veces, desde luego, la segunda línea proporciona los elementos de la primera, en particular, bajo el criterio de que, como se titula uno de sus libros, "lo fugitivo permanece".

Pero, ¿qué lleva al autor a distinguir aquello que merece trascender de lo que ha de quedar como una muesca en el revés de lo inmediato? Se puede suponer que la fugacidad llamada a continuar se halla en una decisión que rebasa el narcisismo estilístico. Se trata más bien de una búsqueda del equilibrio entre el peso temático, los protagonistas y su amplitud colectiva, es decir, de su impacto cultural en todos sentidos, de la eficacia analítico-descriptivista que alcance el propio texto. En cualquier caso, la decisión de Carlos Monsiváis es una suerte de don del desprendimiento respecto a las rutinas intelectuales o, mejor dicho, el desdén a la autoestima que implica la figura convencional del escritor en tanto mandarín. A pesar de la relevancia que Carlos Monsiváis ha tenido en la vida pública de México a finales del siglo XX hacia el inicio del XXI, y conforme pasan los años, el ensayista se ha desposeído de cualquier remedo de cetro y de corona en la República de las Letras, que, de acuerdo con las tradiciones intelectuales de México, significan la cercanía con el gobernante en turno y el mantenimiento de un grupo o "capilla literaria".

Sin duda, Carlos Monsiváis es un protagonista en la prensa, los foros académicos, radiofónicos o televisivos, pero su presencia carece, en consecuencia de esta prodigalidad, de un propósito verticalista, solemne o piramidal de carácter unánime, ya que implica una voz, un temperamento, una actitud, una lucidez que transitan a la sociedad en sentidos horizontales, o transversales. Diversos. Y, sobre todo, traducen una forma inigualable de reír, siempre y cuando se acepte que la risa es el principio crítico por excelencia. En otras palabras, el gozo fiel en la proclividad antidogmática. Queda claro que, con éstas y otras prendas semejantes, Carlos Monsiváis nunca llegará a la Rotonda de los Hombres Ilustres.

 

 

Sergio González Rodríguez, "Carlos Monsiváis:la fenomenología de la vida cotidiana", Fractal n° 19, octubre-diciembre, 2000, año 4, volumen V, pp. 121-131.