Si, como sostiene el pensamiento filosófico y político posmarxista y posestructuralista, el sujeto se constituye en el acto mismo de la decisión; si, según una ya repetida fórmula de reconocimiento, el sujeto no es sino el nombre de la distancia entre la estructura indecidible y la decisión, se dirá que no es menor reproche el que dirigimos a ese pensamiento haciéndole notar la escasa atención que se ha prestado a la elucidación del concepto mismo de decisión. Sin duda, la invocación de algunos nombres señeros (Carl Schmitt, Jacques Derrida) acerca un principio de orientación que sería improcedente impugnar. Hay una inequívoca congruencia en la línea de lectura que parte del postulado schmittiano según el cual "normativamente considerada la decisión nace de la nada" (Carl Schmitt, Teología política)1, que se prolonga en las sutiles puntuaciones que jalonan la travesía derrideana de la obra de Benjamin, en Force de loi, donde el autor desanuda y reanuda las paradojas de la decidibilidad, y que halla uno de sus puntos de culminación en mi opinión más sugerentes en la teorización política de Ernesto Laclau, alrededor de la cual propondré luego algunas reflexiones.
No obstante, pese a admitir que esas referencias son relevantes, no puedo abstenerme de agregar que, aun con ellas, la temática que abre la noción de decisión deja, si me permiten el juego de palabras, muchos puntos sin decidir. Pero esta indicación, contra lo que podría inferirse, no pretende ser un reproche. Es, a lo sumo, una ocasión para reformular algunos interrogantes teóricos y someterlos a debate. Al fin y al cabo, tal vez la noción misma de decisión sea inasible, ininterpretable, no elucidable. Pero, en todo caso, siempre es preferible que esa conclusión se imponga como producto de una discusión y no se nos imponga como un perezoso postulado.
Por lo demás, nada se pierde y quizá se gane algo si nos interrogamos en torno al casi silencio que, exceptuadas las importantes referencias antes mencionadas, parecería rodear a esa noción. Y, sea dicho de paso, siempre se corre el riesgo de que, por declararla constitutivamente inaprehensible, se la utilice con excesiva desenvoltura. Una desenvoltura tanto más peligrosa cuanto que dicha noción nos lleva a un locus neurálgico del deconstruccionismo político: el sujeto
La decisión nos es presentada siguiendo también en esto filiaciones conocidas como un instante de ruptura, sin fundamento y sin memoria. Su sentido connota las ideas de cortadura brusca y violenta, de instante abrupto que zanja, que tranche, como dice Francisco Naishtat, que "corta por lo sano". Pero esta primera aproximación, por pertinente que sea, resulta claramente insuficiente. Ella nos informa sobre las connotaciones de la noción de decisión, pero muy poco acerca de su sentido efectivo. ¿Qué es en resumidas cuentas una decisión?
Para muchos autores, el concepto de decisión debe ser subsumido bajo el más general, de acción. La decisión debe ser considerada, dicho en términos simples, como un tipo particular de acción. No obstante, aun si damos por válida esta tesis, que algunos rechazan con razones atendibles, deberíamos, por una parte, hacernos cargo de que coexisten hoy en el pensamiento filosófico y sociológico múltiples y a menudo incompatibles teorizaciones sobre la acción; por otra parte, en caso de que superáramos aceptablemente el escollo que representa la existencia de esa pluralidad, deberíamos también determinar cuál sería lo específico de ese tipo de acción que llamamos decisión. Problemas todos ellos que todavía están a la espera de ser encarados y resueltos.
Si esto es así, si de algunos autores cercanos a nuestras preocupaciones no emerge con claridad una clara elucidación de la figura de decisión, podemos apoyarnos en esta carencia para convocar a otros pensadores que, desde perspectivas diferentes de las hasta ahora mencionadas, se han abocado explícitamente a examinar los tópicos en cuestión. Tal el caso de Paul Ricoeur y de lo que para abreviar llamaremos su "escuela". Permítaseme presentar brevemente el planteo de Ricoeur. Su punto de partida es la tesis de la existencia de un lenguaje específico de la acción, de una semántica natural de la acción.2 Para Ricoeur ese lenguaje posee un status trascendental, en la medida en que los marcos de análisis que proporciona, los juegos discursivos que autoriza, en fin, los esquemas de interpretación a los que permite acceder, lo habilitan para dar sentido y, en esa medida, contribuir a constituir a la acción como tal, así como también para llevar a cabo descripciones de cursos de acción concretos, no sólo en el habla cotidiana, sino también en el discurso de las propias ciencias sociales.
Lo propio de ese lenguaje consiste por una parte en su léxico, que incluye nociones tales como motivo, intención, deseo, deliberación, cálculo, voluntad, finalidad, etcétera, por otra, en el hecho de que dicho léxico está organizado en redes conceptuales semánticamente interconectadas. Todo ello habilita a dicho lenguaje para: a) describir, interpretar y explicar acciones individuales y eventualmente colectivas; b) permitir al observador de la acción plantear un conjunto de preguntas a los actores: ¿quién ha hecho qué cosa?, ¿cuáles fueron sus razones para actuar como lo hizo?, ¿de qué modo encaró su accion?, ¿bajo qué circunstancias actuó?, ¿qué resultados esperaba obtener?, etcétera. En otras palabras, y dado que (a) y (b) están manifiestamente entrelazados, diremos que el lenguaje natural de la acción permite a los actores reconstituir de un modo completo y comprensible un curso de acción dado. De modo tal que dicho lenguaje no ha de ser considerado como algo exterior ni segundo respecto a la acción, sino como una instancia interna, organizadora, constitutiva de la acción. Vuelvo en seguida sobre este punto. Por último (c), la semántica natural de la acción proporciona instrumentos aptos para construir teorías generales de la acción. Es sabido que, en su momento, las ciencias sociales y en particular la sociología de inspiración funcionalista utilizaron masivamente los recursos de esta semántica allí donde les tocó analizar procesos de acción.
Esta última característica -que no carece de relación con el punto anterior- merece ser subrayada. Reflexionando acerca de este doble funcionamiento cognitivo de la semántica natural de la acción, uno de los más perspicaces intérpretes del pensamiento de Ricoeur nos referimos a Louis Quéré señala lo siguiente: "en cierto modo, el lenguaje de la acción configura un tipo de entidad social particular, al mismo tiempo que proporciona los instrumentos apropiados para dar cuenta de ella" (El subrayado es mío).
"En cierto modo", aclara Quéré, precaución ésta que le permite distanciarse críticamente respecto de dos posiciones simétricas y opuestas. Distancia, por una parte, respecto de la prescripción durkhemniana que prohíbe drásticamente hacer uso de "conceptos que se han formado fuera de la ciencia y en virtud de necesidades que nada tienen de científico"; distancia, por otra, respecto de la tendencia "natural", también mencionada por Quéré, de elevar la semántica natural de la acción, de manera espontánea o reflexiva, al rango de marco conceptual y metodológico "científicamente formado", de modo tal que la sociología podría describir y explicar la acción social con el solo recurso de esa semántica.
La primera posición "ruptura epistemológica" es de toda evidencia inconducente: eliminar la dimensión discursiva inherente a la acción equivale lisa y llanamente a mutilar a esta última y a construir un mero "artefacto" irrelevante, un objeto alucinatorio. Por tal razón, esa posición no es hoy asumida explícitamente por ninguna corriente sociológica; a lo sumo, hallaremos autores y escuelas que, por la índole de sus preocupaciones, no toman en cuenta el concepto de acción, o que, por razones teóricas de principio, lo rechazan. La segunda posición adoptar la semántica natural como "teoría"de la acción encuentra su más célebre representante en Talcott Parsons.3 Es claro, en efecto, que la teoría parsonsiana de la acción hace suyo, sistematizándolo, el marco general que le ofrece de la semántica natural de la acción como esquema conceptual de base. Ello surge claramente en el momento en que Parsons inserta, entre la regularidad de los comportamientos y la sociedad de la cual se postula que es la fuente de esas regularidades, las dos instancias de la motivación y de la orientación subjetiva de los actores. La construcción social de tales motivaciones y orientaciones subjetivas importa especialmente a Parsons, dado que ella desbroza el camino para la solución de lo que llama el problema "hobbesiano" del orden social.
Es notorio que dicha teoría hace suyos los supuestos de la semántica natural de la acción y que, incluso, utiliza a veces literalmente su léxico y su gramática. Ella elabora, en efecto, un cuadro interpretativo de los mecanismos sociales de definición de las motivaciones y las metas de los agentes concebidos como resortes subjetivos de la acción, cuadro que sólo se distingue por su carácter más organizado y sistemático de aquel que construye espontáneamente el discurso del actor mismo.
De este modo, Parsons y muchos otros incurren en la tentación empirista de utilizar para analizar la acción a una las dimensiones constitutivas de la acción como tal. Habíamos señalado en efecto que la semántica natural de la acción no es algo exterior a la acción como tal, sino que forma constitutivamente parte de ella. Esto significa, entre otras cosas, que la semántica natural de la acción contribuye a organizar la acción en tanto tal según una secuencia coherente y dotada de sentido, permite al actor comprender su recorrido (su comienzo, su transcurso, su fin) y, por vía de consecuencia, habilita también al actor para describirla: nadie podría actuar sin tener una idea "narrable" de lo que se ha propuesto hacer. Es fácil entonces, y hasta parece legítimo, apropiarse de ese lenguaje para convertirlo al precio de algunas operaciones de sistematización y de algún refinamiento terminológico en lenguaje teórico o científico de descripción de la acción. Cerraremos este punto, haciendo notar que -obviamente- no se trata, para Quéré, de recaer en esa tentación a la que sucumbe Parsons. Pero tampoco de operar un "corte epistemológico" respecto del lenguaje natural de la acción, dejando a éste de lado y "suplantándolo" por un lenguaje científico. Se trata de algo más complejo. Con arreglo a este enfoque, la semántica natural de la acción no es descalificada ni mucho menos excluida, sino reinterpretada como una dimensión constitutiva de la estructura del campo práctico en donde ella interviene. De forma tal que su significado podría ser elucidado a través del conocimiento de ese campo práctico que ella misma contribuye a instituir.4
Ahora bien, ¿por qué introducir en este desarrollo a la semántica natural de la acción? La respuesta a esta pregunta nos permitirá aproximarnos a nuestro tema.
Cuando hacemos uso, con o sin intención analítica, de los recursos de la semántica natural, ponemos en relación, de manera generalmente espontánea, un evento singular, identificado como tal o cual acción determinada, con un actor, postulado como sujeto de esta acción; por otra parte, referimos esta acción a los motivos, los deseos, los objetivos y las capacidades de dicho sujeto, con la idea de que ellas nos permitirán explicarla o comprenderla.
Así, cuando por ejemplo decimos que "Juan decidió dejar la universidad y aceptar el empleo que le ofrecían en la compañía X", tenemos presente que Juan es poco afecto a los estudios, que tiene o cree tener capacidad de dirección y de ejecución, que tiene urgentes deseos de progresar rápidamente, etcétera
El hecho de que haya decidido lo que decidió (y aquí entendemos "decidir" simplemente como elegir y adoptar un curso de acción) resulta de este modo comprensible: así lo relatamos nosotros, así lo relata el propio Juan, así permite comprenderlo, constituirlo y describirlo la semántica natural de la acción.
Propongamos ahora como ejemplo a alguien más afecto a complicar las cosas, alguien que desconfía del lenguaje o, mejor, que quiere jugar un poco con él y quizás, entre juego y juego, intentar ir más allá de la semántica natural de la acción. No pretende romper con ella, no se propone destruirla ni deconstruirla, sino más bien sondear sus posibilidades y límites, sus eventuales paradojas, sus pequeñas trampas, sus imposibilidades. Seguir el camino de la semántica natural, el hilo del lenguaje, como dice Francisco Naishtat, para investigar acerca de sus modos de empleo.
Supongamos que nuestra intención sea explorar el campo semántico de la decisión examinando las formas y variantes de su uso. Ya aquí hemos introducido casi sin proponérnoslo, justamente sin tener la intención, la expresión "tener la intención de". Y dado que la hemos hecho comparecer, aprovechemos su presencia para compararla con la expresión "decidir". Puedo decir: "tengo la intención de hacer tal o cual acción"; puedo también decir: "decido hacer tal o cual acción". Advertimos que esas expresiones se parecen; pero también advertimos que no son equivalentes. "Tener la intención de", aunque se aplica a actos, siendo en esto semejante a la decisión, no constituye ella misma un acto. En cambio, aun para el lenguaje natural, la decisión es considerada como un acto. ¿Un acto de lenguaje? Esto es, ¿un performativo, un acto ilocucionario o bien perlocucionario?
En mi opinión, no forzosamente. Por ejemplo, puedo abstenerme de anunciar públicamente mi decisión de dejar de fumar y mantenerla en secreto, para no comprometerme ante los otros y convertirla en una cuasi promesa. Finalmente, si soy consecuente con mi decisión, me descubrirán no fumando, pero eso tomará tiempo. La decisión es un acto; ese acto puede encarnarse, o puede deber quizás encarnarse, por así decir, en un acto de lenguaje; pero se trata sólo de una posibilidad, que se tornaría obligatoria sólo en casos muy particulares.
Por otra parte, la decisión es reduplicable, puedo decidir decidir; y puedo también obviamente decidir no decidir. El lenguaje natural tolera y acuerda sentido a esas fórmulas. Por el contrario, se niega a admitir la expresión "tengo la intención de tener la intención de"; tampoco considera viable "decido tener la intención de" (hacer tal o cual cosa.).
Existen por otra parte muchas otras restricciones que dan a la noción de decisión sus reglas habituales de uso en el habla cotidiana. Enumeremos algunas, que nos interesan especialmente:
I no puedo decidir creer;
II no puedo decidir desear;
III no puedo decidir amar u odiar; y, por último,
IV no puedo decidir olvidar.
Nos permitirán por último agregar, por razones que se harán visibles más adelante, dos otras reglas cuya aplicación es, por así decir, "facultativa":
V En primer lugar, se tiende a suponer, salvo aclaración explícita en contrario, que toda decisión es el producto de una deliberación previa.
VI Finalmente, es habitual, aunque no forzoso, suponer también que toda decisión es el resultado de la elección entre alternativas relativamente bien definidas.
El juego podría seguir un buen trecho más, pero lo interrumpiremos aquí, porque lo expuesto bastará, creemos, para lo que intentamos mostrar.
En efecto, es tiempo ya de trasladarse del terreno de la vida cotidiana al de la política. No con ánimo de complicar innecesariamente las cosas, sino al contrario, diremos, siguiendo en esto antecedentes conocidos, que no interpretamos a la política al menos en este texto con el sentido "débil", habitual en ciertas teorías sociológicas con vocación topográfica, esto es, como un "subsistema" regional con funciones específicas y limitadas la "regulación"del sistema social ni tampoco como una una "superestructura" del edificio social, sino con un sentido ontológico fuerte: como la dimensión de contingencia inherente a lo social, dimensión de apertura que hace posible, en particular, el cuestionamiento incipiente o radical, parcial o total del principio estructurante de una sociedad, de su pacto social fundamental, ya sea para reafirmarlo, ya para subvertirlo y reemplazarlo por un nuevo pacto, para instituir un nuevo orden. No es una parte, no es un subsistema, es una propiedad constitutiva de lo social. Concedamos empero que es posible mantener los dos significados y llamar, siguiendo en esto a tradiciones conocidas, lo político a esa dimensión de contingencia y de apertura y la política al subsistema regional regulador de la sociedad que suele postular y analizar la sociología.
Sin embargo, como el lector puede preverlo, nosotros quisiéramos reflexionar acerca de las propiedades de la decisión en tanto operación inherente a lo político y de las modalidades específicas en que se ejerce su intervención. Nuestra previsible hipótesis al respecto es que el sentido de la decisión en lo político difiere en puntos fundamentales del sentido que posee la decisión en la semántica natural de la acción.5 Yendo directamente al meollo de la cuestión, propondremos las siguientes sub-hipótesis:
I En primer lugar, la Decisión específicamente política no es el producto de una deliberación. De haber deliberación, la Decisión interviene lo indicamos al comienzo de este trabajo como una irrupción, una interrupción, un corte (y no como una inferencia o una conclusión lógica, calculable, de la deliberación). Hay escribe Derrida una "irreductibilidad de la urgencia precipitativa en la decisión".6 Por el contrario, la semántica natural de la acción no parece tan perentoria en lo que concierne al ejercicio de la decisión.
II En segundo lugar, a diferencia de la decisión definida según las reglas de la semántica natural, la decisión política no puede ser asimilada a una elección entre alternativas. Más bien la posibilidad misma de la elección entre alternativas y, por tanto, el campo global en que tal elección tendría eventualmente que operarse son efectos de la decisión política. La decisión política es en ese sentido instituyente.
III En tercer lugar, la Decisión en lo político es por definición paradójica: como dice bien Niklas Luhmann "...se da una paradoja cuando las condiciones de posibilidad de una operación son, al mismo tiempo, condiciones de su imposibilidad". Ahora bien, "...ese momento 'imposible'" que para decirlo con palabras de Slavoj Zizek nos pone frente a la responsabilidad de decidir sin garantías, nos fuerza a la decisión, "es el momento de la subjetividad: 'sujeto'es un nombre de esa X paradójica, que sólo puede existir en la medida en que su plena realización esté bloqueada [de lo contrario, el sujeto devendría sustancia, diríamos a lo Hegel]; esa X insondable a la que se llama, a la que de pronto se pide cuentas, arrojada a una posición de responsabilidad, a la urgencia de decidir en esos momentos de indecidibilidad" (El subrayado es mío).
IV En cambio, ciertas constricciones del lenguaje y del hacer de la vida cotidiana y que la semántica natural de la acción registra no afectan a la Decisión política: es en efecto posible que se pueda, en lo político, decidir odiar y hacer odiar; o decidir creer y hacer creer. Al respecto, en la novela 1984, de George Orwell, se hallarán instrucciones altamente eficaces para asegurar el éxito de tales decisiones.
V En política es concebible, por último, decidir olvidar. Este es un punto particularmente delicado; un punto delicado especialmente para nosotros, que hemos tenido que sobrellevar, como otros países del continente y del mundo, un régimen autoritario y criminal entre 1976 y 1983. No es un secreto que tales regímenes se han caracterizado sistemáticamente por el intento de suprimir la memoria de crímenes horrendos de que eran responsables; de imponer el silencio y el olvido destruyendo monumentos, documentos y vidas. De modo tal que ligar la política a la posibilidad de decidir olvidar parece de entrada una operación sospechosa o, al menos, ante la cual hay que estar alerta.
De todas maneras, antes de abordar este último punto debemos resolver el primero, esto es, establecer si esa posibilidad de decidir olvidar existe efectivamente en el terreno de lo político. Precisamente sobre este tópico, escribe Tzvetan Todorov:
Tras comprender que la conquista de las tierras y de los hombres pasaba por la conquista de la información y la comunicación, las tiranías del siglo XX han sistematizado su apropiación de la memoria y han aspirado a controlarla hasta en sus rincones más recónditos. Estas tentativas han fracasado en ocasiones, pero es verdad que en otros casos (que por definición somos incapaces de enumerar) los vestigios del pasado han sido eliminados con éxito.(T. Todorov, Los abusos de la memoria)
Pese a estar esencialmente de acuerdo con este texto de Todorov, no dejo por ello de percibir la suerte de paradoja que habita la tesis de que, por una parte, en ciertos casos la operación generadora de olvido ha sido exitosa y, por otra, puesto que ha sido exitosa no podemos enumerar los casos ["olvidados'] en cuestión. [Hay un viejo chiste que cita Lacan, creo que en el Seminario sobre la Carta Robada, acerca del hombre que se retira a una isla para olvidar. "Para olvidar ¿qué? Pues lo ha olvidado."]
Creo que Todorov quiere decir que no podemos referirnos a esos casos sino de manera alusiva y equívoca, como sabiendo que no sabemos de qué estamos concreta, sustantivamente, hablando. Creemos que es pertinente, para aclarar este punto, citar al eminente historiador Yosef Hayim Yerushalmi:
...Lo que llamamos olvido en el sentido colectivo aparece cuando ciertos grupos humanos no logran -voluntaria o pasivamente, por rechazo, indiferencia o indolencia, o bien a causa de una catástrofe histórica que interrumpió el curso de los días o de las cosas- transmitir a la posteridad lo que aprendieron del pasado.7
Y agrega más abajo:
...hay una clase de olvido cuya naturaleza era tal que las fuentes jamás podían mencionarlo. Pues recaía sobre cosas en ocasiones de una gran potencia, que fueron real y absolutamente olvidadas, es decir, que hasta su olvido se olvidó. Por ejemplo, cuando en el antiguo Israel echo raíces el monoteísmo, todo el vasto y rico mundo de la mitología pagana del Cercano Oriente cayó en el olvido, de suerte que lo único que quedó de ella fue la caricatura que nos legaron los Profetas: la pura idolatría: el culto de "maderas"y "piedras inanimadas". (Y. Yerushalmi, Reflexiones sobre el olvido)
Es decir que la Decisión pública de olvidar puede acarrear en la realidad efectos permanentes e irreversibles de olvido.
Ahora bien, no se nos escapa que los ejemplos citados (desprecio de los Profetas por la mitología pagana y, sobre todo, regímenes totalitarios) son muy poco edificantes y tienden más bien a reforzar la idea de que hay algo oscuro y negativo en la operación de poner en relación lo político con el olvido. Esta idea, por lo demás, no es arbitraria. Por el hecho mismo de que los regímenes totalitarios acuerdan al control y a menudo a la anulación de la memoria un carácter prioritario, quienes resisten a ellos acuerdan también un carácter prioritario a la tarea de sabotear esa empresa. El antes citado Todorov señala que la comprensión de los regímenes totalitarios y, en particular, de su institución más radical, los campos, constituía un modo de supevivencia para quienes eran sus víctimas. Pero además, informar, difundir conocimiento sobre los campos era asimismo una forma a menudo eficaz de combatirlos. Se puede entonces comprender fácilmente por qué todo enemigo del autoritarismo y del totalitarismo ha acordado tanto valor a la memoria y "por qué todo acto de reminiscencia, por humilde que fuese, ha sido asociado con la resistencia antitotalitaria". Aun así, mi opinión es que esa relación entre política y olvido merece ser pensada y profundizada y que, de pensar y ahondar en esa relación, veremos que de ella no se desprenden contenidos inconfesables ni conclusiones alarmantes. Hay "patologías de la memoria" dice agudamente Yerushalmi; yo añadiría: "hay también una cierta salubridad del olvido".
Pero debo agregar en seguida que para mantener ambas fórmulas como válidas, y en esto también coincido con Todorov es preciso previamente efectuar la elemental operación de rechazar la oposición entre memoria y olvido. Estimo sin embargo que este rechazo no puede ser demasiado costoso, puesto que si, en ocasiones, el habla cotidiana contrapone la una al otro, la memoria al olvido, en otras, al contrario, postula una realidad más compleja: la memoria no designaría aquello que simplemente se conserva en tanto opuesto a aquello que se suprime (el olvido), sino que designaría la relación, la interacción entre uno y otro polo.
En efecto, la memoria en tanto que tal implica por fuerza una selección. Ciertas cosas se retienen, otras se dejan de lado, se marginan y fnalmente se olvidan. Borges imaginó la figura de Funes el memorioso, pero esta misma ficción hace pensar que la retención integral de pasado es algo imposible y, seguramente, también espantoso. Borges caracteriza al relato Funes el memorioso como una "larga metáfora del insomnio", pero también nos ha hecho sentir en otras páginas el horror infinito, intolerable, del insomnio, esa "vigilia espantosa". Las sociedades y quizá también los individuos viven y construyen su identidad seleccionando elementos de lo que será su pasado y relegando otros. Y aquello que condenamos de los regímenes totalitarios no es el hecho de que seleccionen ciertos hechos y aspectos del pasado en desmedro de otros nosotros no podríamos actuar de otro modo sino, en primer y principal lugar, que pretendan arrogarse el monopolio de la selección, el monopolio de construir la memoria, de decidir lo que será retenido y lo que será suprimido. Y en segundo lugar, por supuesto, el que busquen utilizar ese monopolio para inventar un pasado que los justifique o al menos los excuse y, de paso, ya que estamos, los beneficie. Pero todas las sociedades construyen su memoria y por ende su identidad seleccionando, en la forma de una específica interacción entre lo que han decidido retener y lo que han decidido olvidar.
CONCLUSIÓN: ACERCA DEL SUJETO
Señalamos antes que la decisión política era también el momento de emergencia del sujeto: "sujeto" decíamos, citando a Zizek es un nombre de esa X insondable e imposible en su plena realización, a la que se convoca, a la que de pronto se pide cuentas, arrojada a una posición de responsabilidad, a la urgencia de decidir en esos momentos de indecidibilidad. Ahora bien, ¿qué sujeto es el que así se constituye? Seguramente, no aquel que nos propone y hasta cierto punto nos impone la semántica natural de la acción, ese "actor" individual con motivaciones, orientaciones, objetivos, con medios, fines y valores, que puede elegir racional o irracionalmente. Por supuesto, la Decisión puede ser la ocasión de constitución de un sujeto simbólico "individual", de caso trillado un líder carismático. Pero el líder carismático lo es porque tiene el poder de decidir y lo ejerce con éxito, no por sus motivaciones y orientaciones "psicológicas".
Nos interesa sin embargo explorar aquí otra posibilidad, para muchos más problemática y más polémica, a saber, la posibilidad de constitución, a través de la decisión política, de sujetos colectivos. Y, para ello, tomaré apoyo en un artículo de Franscisco Naishtat que, desde una perspectiva pragmática, y apoyada en una concepción ampliada de la teoría estándard de los actos de habla, aborda explícita y pormenorizadamente la cuestión. Dice al respecto Naishtat:
...¿qué es lo que está oculto en nuestras formas normales de hablar de la accion colectiva? Lo que aquí está oculto es la doble performatividad de la decisión. Los Nosotros, en efecto, son simultáneamente ese hablante que enuncia el acto del cual es sujeto, y el resultado ilocucionario de esa enunciación: en la decisión colectiva, o en la declaración común de intención. Cuando proferimos: "decidimos, nos los aquí reunidos..." hay una doble dirección de la enunciación...que nos interesa enfatizar, a saber, la ipseidad [en el sentido de Ricoeur] del nosotros como núcleo performativamente constituido de un sujeto colectivo [bajo la forma del pacto]...y simultáneamente, la decisión colectiva." (Francisco Naishtat, Etica política de la acción colectiva).
Naishtat afirma que el uso que se hace aquí del sujeto colectivo, y que sintácticamente se exhibe en el pronombre personal de la primera persona del plural, o también en la conjugación del verbo, es pragmáticamente irreductible, puesto que la afirmación "Nosotros, las personas aquí reunidas decidimos declararnos en huelga" no puede ser sustituida sin perjuicio por "yo decido declararme en huelga junto con o junto a Pedro, Juan, María y Silvia".
La declaración de decisión colectiva sanciona la emergencia de una figura nueva, a saber, el sujeto del pacto, el cual surge como efecto de la enunciación, del mismo modo que con Austin la promesa individual aparecía como efecto de su enunciación. Con tal declaración se da pues visibilidad al pacto y a la decisión que, por el mismo movimiento, se torna decisión colectiva. Así pues, del pacto nace la figura de un sujeto inédito, de un sujeto colectivo.
En nuestra opinión, el interés de este enfoque que, tomando apoyo en el giro pragmático inaugurado por el último Wittgenstein, se inclina sobre los problemas de la decisión y de la constitución de los sujetos colectivos, radica no sólo en el hecho de que asesta un golpe definitivo a las últimas ilusiones que aún mantenían malamente en pie al llamado "individualismo metodológico", sino en su productividad teórica y política propia. Así, por ejemplo, esa vieja preocupación sartreana por los grupos y las series y, más precisamente, por las modalidades de constitución de aquellos colectivos que Sartre llamaba en la Critique de la Raison Dialectique el "grupo en fusión" y el "grupo juramentado"; aquella trabajosa y a veces terca reflexión, pronto borrada por el estructuralismo entonces triunfante; aquel pensamiento que, en palabras quizá no del todo erradas de Claude Lévi-Strauss, se había extraviado "en los impasses de la psicología social", falto de instrumentos diremos nosotros para pensar la dimensión performativa y constitutiva del lenguaje (y) de la decisión, puede ahora ser restituido en su fecundidad largo tiempo silenciada y reactualizado con ayuda de todo aquello que la indagación filosófica y política nos ha aportado de nuevo.
Quisiéra concluir formulando dos observaciones con carácter de hipótesis, abiertas a la discusión. Sin duda, el sujeto colectivo al que nos hemos referido es de un tipo muy específico. Es, para decirlo rápidamente, el sujeto colectivo que emerge de esa forma particular de intervención que es la protesta social. Una forma que es ya pública, pero que es sólo incipientemente política. Una forma, además, que no tiene aún que habérselas con las paradojas y las potencialidades de la representación. Una forma, en fin, relativamente poco compleja, aunque ya inscripta en una memoria y un espacio míticos y que, de desarrollarse, reclama siempre y acaba por construir un discurso propio.
Es a partir de allí segunda observación, a partir de la necesaria constitución de ese discurso, donde la semántica natural de la acción tiene en mi opinión, un papel que jugar. Un papel difícil de definir y a la vez, imposible de rehuir. Y esto vale no sólo para la protesta social, sino para toda empresa política. Pero, como suele decirse, ésa es otra historia.
NOTAS
1. Y cuyas resonancias reaparecen en un importante artículo de Jorge Dotti sobre el decisionismo: "Carente de universales determinantes que condicionen apriorísticamente el acto de voluntad, la decisión es pura forma" bajo la figura de la revolución "creación ex nihilo", "milagro político"; y es también, desde luego, afirmación de la libertad.
2. Este punto de partida será, como veremos, diferentemente retrabajado e interpretado por otros autores, situados en términos generales dentro de la órbita de la reflexión de Ricoeur. Me refiero a los sociólogos y antropólogos reunidos alrededor de la revista Raisons Pratiques, en particular a Louis Quéré, Patrick Pharo, Laurent Thévenot y Nicolas Dodier.
3. En su formulación clásica, y más difundida, expuesta en La estructura de la acción social y en Hacia una teoría general de la acción.
4. Señalo al paso, pues el tema escapa al objeto específico de nuestra ponencia, que esta postura plantea, como es obvio, la pregunta epistemológica acerca del lenguaje teórico con el cual esta reinterpretación se llevaría a cabo. Quéré aclara en parte este punto, haciendo referencia a la etnometodología de Garfinkel y subrayando la necesidad de un análisis "gramatical" de inspiración wittgensteiniana de la acción como coadyuvantes indispensables, pero dejando, en lo esencial, la cuestión abierta.
5. Como veremos al final, esto no implica subestimar a esta última, herramienta indispensable, entre otras cosas, para la intervención ideológico-política.
6. Lo que no significa que toda decisión política ha de ser por fuerza infundada.
7. El párrafo continúa como sigue: "Todos los mandamientos y órdenes de 'recordar' y de 'no olvidar' que se dirigieron al pueblo judío no habrían tenido ningún efecto si los ritos y relatos históricos no se hubiesen convertido en el canon de la Torá torah, lo recuerdo, significaba literalmente 'enseñanza', en el sentido más amplio y si la Torá a su vez no hubiese cesado de renovarse como Tradición".
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
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