LELIA DRIBEN

Aquella madrugada

 

A Titina Marimón

 


Durante aquellos ocho meses, el hecho de que tardaran tanto en llegar fue, para Liliana y Gustavo, inexplicable. A veces, en comentarios breves, algo elusivos, se permitían ciertas conjeturas que nada aclaraban, y la espera adquiría la forma de una zozobra en cuya mezcla de confusión y temor alentaban la esperanza de que no ocurriera. Sin embargo, sabían que la posibilidad opuesta a tal ilusión no era desdeñable. Pero en esa especie de letargo que la dimensión de los acontecimientos producía, paradójicamente, en ellos, la conciencia del absurdo encerrado en la frase "a mí no me va a tocar" cobraba, de tanto en tanto, mayor fuerza. Sobre todo cuando, más o menos a las diez de la noche, sentados junto a la pequeña mesa de la cocina, con el híbrido plato de sopa recién servido –hacía tiempo que Liliana no lograba darle a la comida el buen sabor de otras épocas– escuchaban el cada vez más cercano repiqueteo de las metralletas y ella observaba los labios blancos, lívidos en la cara de Gustavo, mientras pensaba en la niña de pocos meses que dormía en su habitación. Esos eran, obviamente, momentos en los que el soporífero, elusivo miedo de todos los días se convertía en terror, un terror ferozmente simétrico al sonido que producía el tronar de las balas, las operaciones rastrillo que invadían, una por una, todas las casas de la zona cercada .

No es totalmente exacto, aunque tampoco erróneo, hablar de sopor: como muchos otros, la pareja soportaba los acontecimientos con una obligada combinación de entereza y aceptación de la fatalidad frente a la parálisis, el no decidirse a salir, levantar la casa, dejar la ciudad, el país. Esto le sucedía, en especial, a Gustavo; y Liliana se acoplaba a ello con una conflictiva pasividad que generaba suaves, y a veces ásperas, pero siempre incompletas discusiones entre ellos. Vivían, así, un ondulante suspenso que cobraba perfiles más nítidos –nitidez sobrepuesta a ese estado permanente de confusión, e indefensión– ante la certeza de lo real cuando Gustavo volvía de su trabajo en el periódico y decía: –Hoy agarraron a Gálvez y parece que también al tanito Peretti–, o bien –Dicen que el turco Falfán es boleta–. O cuando Liliana abría la llave del agua en la cocina para llenar la cacerola en la que prepararía los alimentos, el agua que venía del lago, y pensaba en los cuerpos bajo el lago.

Dormían como los gatos, con un ojo abierto y el otro cerrado. Era un sueño tenso, ligero, cargado de una densidad siempre expectante, porque sabían que la noche condensaba los primeros pasos del peligro: las prácticas de allanamiento, o arrasamiento, repetidas dos, tres o cuatro veces a la semana por la policía o el ejército, se consumaban más frecuentemente durante esas horas, y marcaban el principio de cada represión.

Llegaron a las dos de la madrugada, un 22 de octubre. Liliana corrió hasta la puerta vidriada del garaje, vio el jeep descapotado frente a la casa, volvió sobre sus pasos, atravesó la larga, angosta cocina, el comedor, y entró a la recámara:

–Son ellos Gustavo.

–¿Cómo vienen?

–De fajina.

La palabra fajina –a diferencia del uniforme elegante y formal– designaba a la indumentaria que las tropas usaban para tareas de rutina y la rutina, en ese período, eran los procedimientos como el que realizarían esa noche. Pero la distinción entre llegar de fajina o vestidos de civil se traducía entre una probable sobrevivencia y la muerte, en ese orden.

Liliana regresó al comedor, se detuvo, prolongando el momento, en el centro de la habitación, y desde ahí preguntó:

–¿Quién es?

–El ejército. Abran o tiramos la puerta.

Fue Gustavo el que abrió. De inmediato, como ráfaga oscura, unos doce hombres invadieron la sala comedor. El teniente que comandaba el operativo se encaminó directamente a la recámara. Liliana lo siguió y se paró en el umbral de la puerta, observando los movimientos del uniformado. Su cara le resultaba conocida, no había dudas, pero, de dónde. Tal vez vivía en el barrio de la casa paterna, o era amigo de los militares que compartían la medianera de la casa paterna, se habría quizá emboscado entre las manifestaciones, las asambleas, los bares que constituían los sucesivos puntos de reunión para las discusiones políticas. Todo eso antes del golpe, porque después, los acuerdos y decisiones –cada vez más escasos, en franca desintegración– se resolvían muros adentro de casas igualmente emboscadas, estableciendo una fatal analogía con las cárceles y calabozos. Aquel teniente también podría haber sido, en otro tiempo, uno de esos asiduos rostros que circulaban por la 9 de julio, o la avenida General Paz: en las cuatro esquinas de ese céntrico cruce entre ambas vías los muchachos guapérrimos solían pararse, y mostrarse, a la pesca de alguna muchacha bonita. Córdoba era, y sigue siendo, una ciudad relativamente pequeña.

El hombre –veinticinco años a lo sumo– entró directamente a la recámara. Revisó con ligeresa el clóset y después sacó y leyó atentamente, uno por uno, todos los papeles que estaban en el primer cajón de la cómoda, pegada al lugar de la cama que habitualmente ocupaba Gustavo. Liliana, con su camisón verde claro, seguía inmóvil en el rellano de la puerta, la respiración cada vez más en vilo, esperando el momento en el que el teniente sacara la bolsa de plástico azul, apoyada, ella lo sabía bien, sobre el borde del cajón, al alcance de la mano de Gustavo. El hombre –de contextura fuerte, no muy alto, rostro recio y armónico– le ordenó:

–No puede estar ahí, vaya a sentarse y no se mueva. Liliana caminó lentamente hacia el comedor: sobre el sillón de mimbre, entre la ventana y la biblioteca, Gustavo mantenía una actitud firme, tensamente serena.

Algunos soldados deambulaban por la sala semivacía sin saber bien qué hacer con las escasas copas distribuidas en la vitrina, mientras otros, en el comedor, buscaban entre los libros de la biblioteca. Separaron los tres tomos de las poesías completas de Maiacovsky.

Con su habitual tendencia a no obedecer, Liliana siguió al soldado que se metió en la penumbra del jardín trasero y regresó, siempre unos pasos detrás de él, cuando éste se dirigía a la otra habitación:

–Ese es el cuarto de mi hijita, le ruego que no la despierte.

–No se preocupe, no lo voy a revisar. La voz sonaba suave.

Gustavo seguía sentado sobre el sillón de mimbre pensando que, por el medido estilo del procedimiento, seguramente no moverían el refrigerador, es decir, no accederían al lugar clave que podía transformar por entero la requisa. En otros operativos, aquellos en los que buscaban armas, levantaban pisos y patios, rompían armarios y muros, destruían, en suma, la casa, llevándose todo objeto de valor incluidos sus habitantes. Entre tanto, otros soldados deambulaban sin saber bien qué hacer por la sala, abriendo y cerrando los cajones del escritorio. Recostada sobre su superficie, expectante, con un ojo abierto y el otro semicerrado, la gata parecía a la espera.

El teniente que comandaba el operativo salió de la recámara. Tenía entre las manos una primera versión (en Lettera 32, tachaduras y agregados a mano con la imposible letra de Gustavo) de un poema bastante abstracto en el que, pese a ello, sobresalían algunos datos bien comprensibles: la casa sindical, el nombre de Pablo.

–Usted viene con nosotros, puede vestirse- dijo dirigiéndose a Gustavo.

Con su jean azul, su saco de pana color tabaco, la mano en dirección al bolsillo delantero del abrigo para colocar esa especie de dedo extra que siempre portaba consigo, el vaporizador, Gustavo seguía firme, callado, entero.

Liliana preguntó por qué sólo a él.

–Hay orden de captura contra su esposo– dijo el teniente.

–¿Quién la libró?

–El coronel Saldívar, usted firme aquí.

–¿Por qué tengo que firmar?

–Porque es testigo del operativo.

–¿A dónde lo llevan?

–A la Cuarta Brigada Aerotransportada.

–-Mi marido es asmático, permítanle llevar sus medicamentos.

–Allá le proveerán lo que necesite.

Sentado en la parte trasera de un enorme camión, rodeado de hombres cuyos fusiles formaban un extraña composición de diagonales, mirando a su mujer a través de la oscuridad, Gustavo se alejaba en medio de la madrugada. Sólo en ese momento Liliana lo vio desvalido. "Diez años, con suerte serán diez años", pensó, sin comprender nada: si el teniente pasó tanto tiempo dentro del cuarto seguramente había urgado todo y entonces, ¿por qué no hubo un cambio en la forma del allanamiento, por qué no la llevaron también a ella, qué estaba ocurriendo? No entendía nada, pero estas cosas rondaron por su cabeza antes, durante el transcurso del operativo, mientras ella esperaba, en ese estado en el que el miedo sobrepasa al miedo para dar lugar a un estado neutro. Por eso ahora, después de constatar inexplicablemente el hecho de que el teniente no ordenara una transformación del allanamiento, mientras Gustavo miraba a Liliana parada en mitad de la calle y Liliana miraba a Gustavo rodeado por fusiles que creaban, junto a los uniformes color caqui de los soldados envueltos en la penumbra un raro juego compositivo (increíble que pueda emerger, existir, ¡existir! algún rasgo estético en ese momento, pero eso lo pensó Liliana mucho tiempo más tarde); por eso ahora su tenue esperanza se dirimía, con suerte, en diez años. Un ahogado, estático sentimiento de espanto la fijó al suelo gris de la calle, hasta que el camión dobló la esquina y se volvió invisible.

Entró a la casa. En su recámara, la niña seguía completamente dormida. Cerró la puerta que daba al patio, cerró la puerta principal, y en medio de la noche y del miedo atravesó corriendo las seis cuadras que la separaban del sitio donde vivía Simón Peretz, jefe de redacción del diario en el que trabajaba Gustavo.

En el interior de la hermosa y sencilla casa, construida sobre la margen izquierda de un amplio y selvático jardín, se encendió una luz y fue Simón –apodado La Chancha por su gordura– quien apareció en la entrada. Liliana buscó el teléfono y marcó el número de Estela, la prima de Gustavo: conocía las relaciones de su marido con algunos altos jefes del ejército, pero ignoraba la intimidad del primo Ricardo con el comandante de la Cuarta Brigada: ambos matrimonios cenaban juntos una vez por semana.

–¡Ahora mismo llamo a Angélica!– contestó la voz llorosa de Estela. Angélica: esposa del comandante de la Cuarta Brigada Aerotransportada: qué nombre, qué ironía, parecía dictado por un azar en contraste, siniestramente enlazado a ese otro azar, elíptico, incierto, del lugar en el que depositarían ¿depositarían?, a Gustavo. Porque Liliana, y Peretz, sabían, sospechaban, sabían, que la Cuarta Brigada era una coartada, un nombre en ese momento abstracto, falaz, pese a su negra, concreta realidad. Sobre la clara madera de la mesa que ocupaba el centro del comedor resaltaba una charola de scons. Elisa –la delicada, elegante y bella mujer de Péretz– se deslizó hacia la cocina y preparó café, que Liliana apenas probó: se acercaba la hora de la primera mamila. Era necesario volver a la casa, esta vez acompañada por Simón en su coche. Liliana hechó un vistazo sobre la niña aún dormida y fue directamente al cajón de la cómoda, el mismo que el teniente –ese muchacho apuesto de cara tan conocida como inubicable– había revisado con total detallismo, papel por papel, hoja por hoja. Y allí estaba, inmutable, perfectamente envuelta en su bolsa de plástico azul, exactamente en su sitio, al alcance de la mano de Gustavo, colocada dos días antes por Liliana, la calibre treinta y dos que Gustavo, durante el operativo, creía aún oculta debajo del refrigerador.

Días después Liliana supo, por comentarios de los vecinos, que además del jeep y el camión estacionados frente a la vivienda durante esa madrugada del 22 de octubre, el lado opuesto de la manzana estaba ocupado por otro jeep y otro de los grandes camiones, previendo una huida a través de los fondos de la casa.

El enorme vehículo en el que transportaban a Gustavo cruzó el vado de la Sagrada Familia y en los primeros tramos de un camino periférico, probablemente el que conducía al campo porque coincidía con la dirección en la que estaba el campo, sucedió otro de los milagros de ese día: un desperfecto mecánico obligó a cambiar decisiones. El camión emprendió el retorno a la ciudad rumbo a barrio Güemes. Encerraron a Gustavo en el piso de un cuarto vacío: una semana antes el ejército había tomado esa vieja casa en la que, previamente a la balacera, funcionaba la imprenta de uno de los grupos guerrilleros que operaban en la ciudad. Pasó cuarenta horas en esa, a esa altura, "benigna" prisión, sentado contra la pared; un día y medio en el que pensó en su hija, en los nudos atávicos por los que, estúpidamente, decía para sí mismo, no se había marchado antes, en la insistencia de Liliana por salir, escapar; el llamado de los amigos que ya estaban en México; en Pablo, desaparecido ocho meses antes, justo el 24 de marzo, la noche del golpe, o en las primeras horas del 25, al parecer, fusilado de inmediato, en el campo. Quiere creer el rumor, prefiere, tristemente, esa versión, hay una diferencia obvia entre ser fusilado y lo otro. Después el testimonio de un torturado agregará el comentario del milico: "mirá bien este libro porque fue del chancho Salamanca", es decir, de Pablo. "Fue", trata de asirse al vocablo y a su tiempo verbal, como si éste focalizara el acto rápido, incruento. El recuerdo intercala imágenes: la niña, Pablo, las discusiones con Liliana en torno a la partida, la madre.

Gustavo fue liberado –y dejado hasta la navidad de ese año bajo arresto domiciliario– probablemente gracias a la conjunción de varios hechos: se movilizaron los dos sindicatos de prensa, una comisión de Amnistía Internacional visitaba por esos días la ciudad, la decisiva intervención del primo Ricardo. ¿Y qué más? ¿Su pertenencia a una renombrada, influyente familia local? ¿Su evidente condición de no fierrero, es decir, su no pertenencia a ningún grupo armado? Quién sabe. Pero lo que aún permanece en el enigma, aquello que durante muchos años después fue, y sigue siendo, motivo de conjeturas entre Liliana y Gustavo, abarca una pregunta indescifrable: ¿qué sucedió esa noche? ¿Cómo es posible que aquel teniente rozara probablemente la bolsa de plástico azul y no la abriera? Lo cierto es que ese raro, incomprensible acto de omisión colocó, de por vida, a la familia que habitaba la casa allanada, en la oscilante línea de los sobrevivientes. ¿Cuál línea?, ¿cuál? o zona. ¿Qué zona? ¿Dónde estamos realmente? ¿Dónde empieza, se asienta y termina esa línea, masa o zona fantasmal? ¿Fantasmal? ¿Qué significa este término inapropiadamente literario? La única línea brutalmente frontal, zozobrante a la vez, es la que une y separa a los muertos de los vivos, los que aún no suturan la derrota y, lo que es peor, no pueden conservar, y preservar, ese acto tan elemental como esencial, opuesto al exterminio, que es el de ver, tocar, estar al lado, ver morir a sus muertos.

 

Lelia Driben,"Aquella madrugada", Fractal n° 19, octubre-diciembre, 2000, año 4, volumen V, pp. 59-66.