Número 78

Arqueología de la obra de arte

Giorgio Agamben

La idea que guía a estas reflexiones mías sobre el concepto de obra de arte es que la arqueología es la única vía de acceso al presente. Es en este sentido como hay que entender el título «Arqueología de la obra de arte». Como lo sugirió Michel Foucault, la indagación sobre el pasado no es más que la sombra arrojada por una interrogación dirigida al presente. Es buscando comprender el presente como los hombres —al menos nosotros, los hombres europeos— nos vemos obligados a interrogar el pasado. He precisado «nosotros, los europeos» porque me parece que, admitido que la palabra «Europa» tiene un sentido, éste, como hoy es evidente, no puede ser ni político ni religioso y mucho menos económico, sino que tal vez consiste en que el hombre europeo —a diferencia, por ejemplo, de los asiáticos y los americanos, para los cuales la historia y el pasado tienen un significado completamente diferente— puede acceder a su verdad sólo a través de una confrontación con el pasado, sólo haciendo cuentas con su historia. Hace muchos años, un filósofo que también fue un alto funcionario de la Europa naciente, Alexandre Kojève, sostenía que el Homo sapiens había alcanzado el final de su historia y no tenía ya ante sí más que dos posibilidades: el acceso a una animalidad poshistórica (encarnado por el American way of life) o el esnobismo (encarnado por los japoneses, que continuaban celebrando sus ceremonias del té, a pesar de que estuvieran vaciadas de cualquier significado histórico). Entre una América íntegramente reanimalizada y un Japón que se mantiene humano siempre y cuando renuncie a todo contenido histórico, Europa podría ofrecer la alternativa de una cultura que sigue siendo humana y vital incluso después del fin de la historia, porque es capaz de confrontarse con su historia misma en su totalidad y alcanzar con esta confrontación una vida nueva.

Por eso la crisis que Europa está atravesando —como tendría que ser evidente con el desmantelamiento de sus instituciones universitarias y la museificación creciente de la cultura— no es un problema económico («economía» es hoy una consigna y no un concepto), sino una crisis de la relación con el pasado. En la medida en que el único lugar en que el pasado puede vivir es de manera evidente el presente, y si el presente no siente ya a su pasado como vivo, las universidades y los museos se vuelven lugares problemáticos. Y si el arte se ha vuelto hoy para nosotros una figura —tal vez la figura— eminente de este pasado, entonces la pregunta que no hay que dejar de plantearse es: ¿cuál es el lugar del arte en el presente? (Y aquí me gustaría rendir homenaje a Giovanni Urbani, que quizá fue el primero que planteó de modo coherente esta cuestión).

Por consiguiente, la expresión «arqueología de la obra de arte» presupone que la relación con la obra de arte se ha vuelto en sí misma un problema. Y puesto que estoy convencido, como Wittgenstein sugería, de que los problemas filosóficos son en última instancia preguntas sobre el significado de las palabras, esto quiere decir que hoy en día el sintagma «obra de arte» resulta opaco, si no es que ininteligible, y que su oscuridad no se refiere únicamente al término «arte», que dos siglos de reflexión estética nos han acostumbrado a considerar problemático, sino también y sobre todo al término, en apariencia más simple, de «obra». Ni siquiera desde un punto de vista gramatical el sintagma «obra de arte», que usamos con tanta desenvoltura, es fácil de entender, ya que no es en absoluto claro si se trata de un genitivo subjetivo (la obra está hecha del arte y pertenece a él) u objetivo (el arte depende de la obra y recibe de ella su sentido). En otras palabras, si el elemento decisivo es la obra o el arte, o una mezcla suya no mejor definida, y si los dos elementos proceden en un acuerdo armónico o existen más bien en una relación conflictiva.

Ustedes saben, por lo demás, que hoy en día la obra parece atravesar una crisis decisiva, que la ha llevado a desaparecer del ámbito de la producción artística, en la cual la performance y la actividad creativa o conceptual del artista tienden cada vez más a tomar el lugar de aquello que estábamos acostumbrados a considerar como «obra».

Ya en 1967, un joven y excepcional estudioso, Robert Klein, había publicado un ensayo breve de título elocuente: El eclipse de la obra de arte. Klein sugería que los ataques de las vanguardias artísticas del siglo XX no estaban dirigidos hacia el arte, sino exclusivamente contra sus encarnaciones en una obra, como si el arte, en un curioso impulso autodestructivo, devorara aquello que había definido siempre su consistencia: la propia obra.

Que las cosas fueran justamente así, resulta con claridad por el modo en que Guy Debord —que antes de fundar la Internacional Situacionista había pertenecido a los últimos grupúsculos de las vanguardias del siglo XX— resume su posición sobre el problema del arte en su tiempo: «El surrealismo quiso realizar el arte sin abolirlo, el dadaísmo quiso abolirlo sin realizarlo, nosotros queremos abolirlo y realizarlo al mismo tiempo». Es evidente que lo que debe ser abolido es la obra, pero tanto más evidente es que la obra de arte debe ser abolida en nombre de algo que, en el mismo arte, va más allá de la obra y exige ser realizado no en una obra, sino en la vida (los situacionistas trataron de forma coherente producir no obras, sino situaciones).

Si hoy en día el arte se presenta como una actividad sin obra —incluso si, con una interesante contradicción, artistas y marchantes continúan estipulando su precio—, esto ha podido ocurrir precisamente porque el ser-obra de la obra de arte ha permanecido impensado. Yo creo que sólo una genealogía de este concepto ontológico fundamental (si bien no registrado como tal en los manuales de filosofía) podrá volver comprensible el proceso que —según el famoso paradigma psicoanalítico del retorno de lo reprimido en formas patológicas— ha llevado la práctica artística a asumir aquellas características que el arte así llamado contemporáneo ha extremado en formas inconscientemente paródicas. (El arte contemporáneo como retorno en formas patológicas de la «obra» reprimida).

Ciertamente, éste no es el lugar para intentar una genealogía semejante. Me limitaré más bien a presentar algunas reflexiones sobre tres momentos que me parecen particularmente significativos.

Para empezar, será necesario que nos dirijamos a la Grecia clásica, aproximadamente al tiempo de Aristóteles, es decir, al siglo IV antes de Cristo. ¿Cuál es la situación de la obra de arte —y, más en general, de la obra y del artista— en este momento? Muy distinta a aquella a la que estamos acostumbrados. El artista, como cualquier otro artesano, está clasificado entre los technitai, es decir, entre aquellos que, practicando una técnica, producen cosas. Sin embargo, su actividad nunca es tomada en cuenta como tal, sino que es siempre y solamente considerada desde el punto de vista de la obra producida. Esto resulta testimoniado con evidencia por el hecho, sorprendente para los historiadores del derecho, de que el contrato que él estipula con el cliente nunca menciona la cantidad necesaria de trabajo, sino sólo la obra que él debe proporcionar. Por esto los historiadores modernos están acostumbrados a repetir que nuestro concepto de trabajo o de actividad productiva es completamente desconocido para los griegos, que carecen incluso de un término para designarlo. Yo creo que habría que decir, más precisamente, que ellos no distinguen entre el trabajo y la actividad productiva de la obra, porque, a sus ojos, la actividad productiva reside en la obra y no en el artista que la produjo.

Existe un pasaje de Aristóteles en el que todo esto está expresado con claridad. El pasaje se encuentra en el libro Theta de la Metafísica, que está dedicado al problema de la potencia (dynamis) y del acto (energeia). El término energeia es una invención de Aristóteles —los filósofos, del mismo modo en que los poetas, necesitan crear palabras y la terminología, fue dicho con razón, es el elemento poético del pensamiento— pero, para un oído griego, es inmediatamente inteligible. «Obra, actividad» se dice en griego ergon y el adjetivo energos significa «activo, operante»: energeia significa entonces que algo está «en obra, en actividad», en el sentido de que ha alcanzado su fin propio, la operación a la cual está destinado. Curiosamente, para definir la oposición entre potencia y acto, dynamis y energeia, Aristóteles se sirve de un ejemplo tomado precisamente de la esfera que nosotros denominaremos artística: Hermes, dice él, existe en potencia en el leño todavía no esculpido, en cambio, existe en obra en la estatua esculpida. Por consiguiente, la obra pertenece constitutivamente a la esfera de la energeia, la cual, por lo demás, hace referencia en su propio nombre a un ser-en-obra.

Y aquí comienza el pasaje (1050a 21-35) que me interesa leer junto con ustedes. El fin, el telos —escribe— es el ergon, la obra, y la obra es energeia, operación y ser-en-obra: de hecho, el término energeia deriva de ergon y tiende por eso hacia la completitud, la entelecheia (otro término forjado por Aristóteles: poseerse en el fin propio). No obstante, existen casos en los cuales el fin último se agota en el uso, como en la vista (opsis, la facultad de ver) y en la visión (el acto de ver, horasis), en las cuales no se produce nada más aparte de la visión; existen, en cambio, otros casos en los cuales se produce algo más, como, por ejemplo, del arte de construir (oikodomiké), además de la operación de construir (oikodomesis), se produce también la casa. En estos casos, el acto de construir, la oikodomesis, reside en la cosa construida (en toi oikodomoumenoi), es originada (gignetaz, «se genera») y está junto a la casa. Por consiguiente, en todos los casos en que se produce algo más que el uso, la energeia reside en la cosa hecha (en toi poiumenoi), del mismo modo en que el acto del construir está en la casa construida y el acto de tejer en el tejido. Cuando, en cambio, no existe otro ergon, otra obra además de la energeia, entonces la energeia, el ser-en-obra, residirá en los sujetos mismos, del mismo modo en que, por ejemplo, la visión reside en el vidente y la contemplación (la theoria, es decir, el conocimiento más alto) en el contemplador y la vida en el alma.

Detengámonos un momento en este pasaje extraordinario. Ahora entendemos mejor por qué los griegos privilegiaron la obra con respecto al artista (o al artesano). En las actividades que producen algo, la energeia, la actividad productiva verdadera y propia, no reside, por mucho que esto pueda sorprendernos, en el artista, sino en la obra: la operación de construir en la casa y el acto de tejer en el tejido. Y entendemos también por qué los griegos no pudieron tener en mucha estima al artista. Mientras la contemplación, el acto del conocimiento, está en el contemplador, el artista es un ser que tiene su fin, su telos, fuera de sí, en la obra. Él es, por lo tanto, un ser constitutivamente incompleto, que no posee nunca su telos, que carece de entelecheia. Por esto los griegos consideraban al technites como un banausos, término que indica a una persona sin importancia, no propiamente decorosa. Esto no significa, evidentemente, que ellos no fueran capaces de ver la diferencia entre un zapatero y Fidias: pero, a sus ojos, ambos tenían su fin fuera de sí mismos, el primero en el zapato y el segundo en las estatuas del Partenón; en todos los casos, su energeia no les pertenecía. Por consiguiente, el problema no era estético, sino metafísico.

Al lado de las actividades que producen obras, existen otras sin obra —que Aristóteles ejemplifica en la visión y en el conocimiento— en las cuales la energeia está, en cambio, en el sujeto mismo. Sobra decir que éstas son, para un griego, superiores a las otras, una vez más, no porque no fueran capaces de apreciar la importancia de las obras de arte con respecto al conocimiento y al pensamiento, sino porque en las actividades improductivas, como es precisamente el pensamiento (la theoria), el sujeto posee perfectamente su fin. La obra, el ergon, es en cambio de algún modo una obstrucción que expropia al agente de su energeia, que reside no en él, sino en la obra. La praxis, la acción que tiene en sí misma su fin, es por esto, como Aristóteles no se cansa de repetir, de algún modo superior a la poiesis, a la actividad productiva, cuyo fin está en la obra. La energeia, la operación perfecta, es sin obra y tiene su lugar en el agente. (De manera coherente los antiguos distinguían las artes in effectu, como la pintura y la escultura, que producen una cosa, de las artes actuosae, como la danza y la mímica, que se agotan en su ejecución).

Me parece que esta concepción del actuar humano contiene en sí el germen de una aporía, la cual concierne al lugar propio de la energeia humana, que reside en un caso —en la poiesis— en la obra y en otro en el agente. Que se trate de un problema no irrelevante, o que de cualquier forma Aristóteles no consideraba tal, está testimoniado por un pasaje de la Ética nicomáquea, en el cual el filósofo se pregunta si existe algo como un ergon, una obra que defina al hombre en cuanto tal, en el sentido en que la obra del zapatero es hacer el zapato, la obra del flautista tocar la flauta y la del arquitecto construir la casa. O bien, se pregunta Aristóteles, ¿tendremos que decir que mientras el zapatero, el flautista y el arquitecto tienen cada uno su obra, el hombre en cuanto tal ha nacido, en cambio, sin obra? Aristóteles descarta en seguida esta hipótesis, que a mí me parece interesantísima, y responde que la obra del hombre es la energeia del alma según el logos, es decir, una vez más, una actividad sin obra, o cuya obra coincide con su mismo ejercicio, porque está ya siempre en-obra. Pero, podemos preguntar, ¿qué pasa entonces con el zapatero, el flautista, el artista, en suma, el hombre en cuanto technites y constructor de un objeto? ¿No será acaso un ser condenado a la escisión, pues habrá en él dos obras diferentes, una que le compete en cuanto hombre y otra, exterior, que le compete en cuanto productor?

Si confrontamos esta concepción de la obra de arte con la nuestra, podemos decir que aquello que nos separa de los griegos es que, en un cierto punto, a través de un lento proceso cuyos inicios podemos hacer coincidir con el Renacimiento, el arte salió de la esfera de las actividades que tienen su energeia fuera de ellas, en una obra, y se hipostasió en el ámbito de aquellas actividades que, como el conocimiento o la praxis, tienen en sí mismas su energeia, su ser-en-obra. El artista no es ya un banausos, obligado a perseguir su completitud fuera de sí en la obra, sino, como el teórico, reivindica ahora el dominio y la titularidad de su actividad creativa.

Tal vez el momento crítico en que esta transformación encuentra su condición de posibilidad es cuando, a partir del fin del mundo clásico y después en la teología medieval cada vez más a menudo, se abre camino la concepción (a la que Erwin Panofsky dedicó un estudio ejemplar) según la cual el arte no reside en la obra, sino en la mente del artista, y más precisamente en la idea a la que él mira al realizar su obra. La fuerza de esta concepción reside en que ella tenía su modelo en la creación divina. Del mismo modo en que la casa preexiste como idea en la mente del arquitecto —escribe Tomás—, así Dios ha creado el mundo según el modelo o la idea que existía en su mente. Es de este paradigma de donde deriva la desgraciada trasposición desde el vocabulario teológico de la creación hasta la actividad del artista, que hasta entonces nadie habría pensado en definir como creativa. Y resulta significativo que precisamente la praxis del arquitecto haya desempeñado un papel decisivo en la elaboración de este paradigma (lo que significa, tal vez, que quien ejerce la arquitectura tendría que ser particularmente cuidadoso cuando reflexiona sobre su práctica; la centralidad y al mismo tiempo la problematicidad de la noción de «proyecto» tendrían que ser consideradas desde esta perspectiva).

Pero aquello que por un lado el artista ha conseguido —la independencia con respecto a la obra— es, por así decirlo, algo que por el otro pierde. Si él posee en sí mismo su energeia y puede afirmar de este modo su superioridad sobre la obra, ésta llega a serle en un cierto sentido accidental, se transforma de alguna forma en un residuo no necesario de su actividad creativa. Mientras que en Grecia el artista es una especie de residuo embarazoso o un presupuesto de la obra, en la modernidad la obra es de alguna forma un residuo embarazoso de la actividad creativa y del genio del artista.

El lugar de la obra de arte se ha hecho pedazos. Ergon y energeia se disocian y el arte —concepto cada vez más enigmático, que después será transformado por la estética en un verdadero misterio— no reside ya en la obra, sino también y sobre todo en la mente del artista.

En este punto, la hipótesis que me gustaría sugerir es que ergon y energeia, obra y operación creativa, son nociones complementarias y, no obstante, sin comunicación, que forman, con el artista como su medio, aquello que propongo llamar la «máquina artística» de la modernidad; y no es posible, a pesar de que todo el tiempo se lo intente, ni separarlas ni hacerlas coincidir ni, mucho menos, jugar una contra otra. Se trata, pues, de algo como un nudo borromeo, que aprieta juntos la obra, el artista y la operación; y, como en todo nudo borromeo, no es posible desvincular uno de los tres elementos que lo componen sin romper irrevocablemente el nudo entero.

Me gustaría invitarlos ahora a dirigirnos a Alemania, en los primeros años de la década de 1920, pero no a los desórdenes y los tumultos que marcan en aquellos años la vida de las grandes ciudades alemanas, sino al silencio y el recogimiento de la abadía benedictina de Maria Laach en Renania. Aquí un monje oscuro, Odo Casel, publica en 1923 (el mismo año en que Duchamp termina o, más bien, abandona en un estado de «incompletitud definitiva» El gran vidrio) Die Liturgie als Mysterienfeier (La liturgia como fiesta mistérica), una especie de manifiesto de aquello que será más tarde definido como el Movimiento litúrgico.

Los primeros treinta años del siglo XX han sido bautizados con razón «la era de los movimientos». No sólo, tanto a derecha como a izquierda del espectro político, los partidos ceden su lugar a los movimientos (tanto el Fascismo como el movimiento obrero se definen de este modo), sino que también en el arte, en las ciencias (cuando Freud intentó definir en 1914 el psicoanálisis, no encontró nada mejor que «movimiento psicoanalítico») y en cualquier aspecto de la cultura los movimientos sustituyen a las escuelas y las instituciones. Es en este contexto donde «la renovación de la Iglesia a partir del espíritu de la liturgia» emprendido en Maria Laach acabó siendo definido como liturgische Bewegung, precisamente del mismo modo en que muchas vanguardias de aquellos años se calificaban como «movimientos» artísticos o literarios.

No es improcedente la proximidad entre la práctica de las vanguardias y la liturgia, entre movimientos artísticos y movimiento litúrgico. De hecho, en la base de la doctrina de Casel está la idea de que la liturgia (hay que notar que el término griego leitourgia significa «obra, prestación pública», de laos, «pueblo», y ergon) es esencialmente un «misterio». No obstante, misterio no significa de ningún modo, según Casel, enseñanza oculta o doctrina secreta. En su origen, como en los misterios eleusinos que se celebraban en la Grecia clásica, misterio significa una praxis, una especie de acción teatral, conformada de gestos y palabras que se cumplen en el tiempo y en el mundo para la salvación de los hombres. El cristianismo no es por lo tanto una «religión» o una «confesión» en el sentido moderno del término, es decir, un conjunto de verdades y dogmas que se trata de reconocer y profesar: es, en cambio, un «misterio», es decir, una actio litúrgica, una performance, cuyos actores son Cristo y su cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Y esta acción es, sí, una praxis especial, pero, a la vez, ella define la actividad humana más universal y más verdadera, en la cual está en juego la salvación de aquel que la cumple y de aquellos que participan en ella. Desde esta perspectiva, la liturgia deja de aparecer como la celebración de un rito exterior, que tiene su verdad en otro lugar (en la fe y en el dogma): al contrario, sólo en el cumplimiento hic et nunc de esta acción absolutamente performativa, que realiza en cada ocasión aquello que significa, el creyente puede encontrar su verdad y su salvación.

De acuerdo con Casel, en efecto, la liturgia (por ejemplo, la celebración del sacrificio eucarístico en la mesa) no es una «representación» o una «conmemoración» del acontecimiento salvífico: ella misma es el acontecimiento. No se trata, pues, de una representación en sentido mimético, sino de una (re)presentación en la cual la acción salvífica (la Heilstat) de Cristo se vuelve efectivamente presente a través de los símbolos y las imágenes que la significan. Por esto, la acción litúrgica actúa, como se dice, ex opere operato, es decir, por el hecho mismo de ser cumplida en aquel momento y en aquel lugar, independientemente de las cualidades morales del celebrante (incluso si éste fuera un criminal —si, por ejemplo, bautizara a una mujer con la intención de violentarla— el acto litúrgico no perdería por esto su validez).

Es a partir de esta concepción «mistérica» de la religión como me gustaría proponerles la hipótesis de que entre la acción sagrada de la liturgia y la praxis de las vanguardias artísticas y del arte denominado contemporáneo existe algo más que una simple analogía. Una atención especial a la liturgia por parte de los artistas había aparecido ya en los últimos decenios del siglo XIX, en particular en aquellos movimientos artísticos y literarios que se definen generalmente con los términos tanto más vagos de «simbolismo», «estetismo», «decadentismo». De mano del proceso que, con la primera aparición de la industria cultural, arroja a los seguidores desde un arte puro hasta los márgenes de la producción social, artistas y poetas (basta con aludir aquí el nombre de Mallarmé) comienzan a mirar su práctica como la celebración de una liturgia; liturgia en el sentido exacto del término, en cuanto que implica tanto una dimensión soteriológica, en la cual parece estar en cuestión la salvación espiritual del artista, como una dimensión performativa, en la cual la actividad creativa asume la forma de un verdadero ritual, desvinculado de todo significado social y eficaz por el simple hecho de ser celebrado.

En cualquier caso, es también y precisamente este segundo aspecto el que es retomado firmemente tanto por las vanguardias del siglo xx como por aquellos movimientos que constituyen una extremación radical y, en ocasiones, una parodia. No creo enunciar nada extravagante sugiriendo la hipótesis de que conviene leer las vanguardias y sus derivas contemporáneas como la recuperación lúcida y a menudo consciente de un paradigma esencialmente litúrgico.

Del mismo modo en que, de acuerdo con Casel, la celebración litúrgica no es una imitación o una representación del acontecimiento salvífico, sino que ella misma es el acontecimiento, así también aquello que define a la praxis de las vanguardias del siglo XX y de sus derivas contemporáneas es el abandono decidido del paradigma mimético-representativo en nombre de una pretensión genuinamente pragmática. La acción del artista se emancipa de su fin productivo o reproductivo tradicional y se vuelve una performance absoluta, una pura «liturgia» que coincide con su celebración y es eficaz ex opere operato y no por las cualidades intelectuales o morales del artista.

En un célebre pasaje de la Ética nicomáquea, Aristóteles había distinguido el hacer (poiesis), que mira a un fin externo (la producción de una obra), del actuar (praxis), que tiene en sí mismo (en el actuar bien) su fin. Entre estos dos modelos, liturgia y performance insinúan un tercero híbrido, en el cual la acción misma pretende presentarse como obra.

En este punto, para el tercer momento de mi arqueología sumaria, tenemos que dirigirnos a Nueva York en torno a 1916. Aquí un señor que no sabría cómo definir, quizá un monje como Casel, de algún modo un asceta, ciertamente no un artista, de nombre Marcel Duchamp inventa el ready-made. Como lo había entendido Giovanni Urbani, Duchamp, con su propuesta de aquellos actos existenciales (y no obras de arte) que son los ready-made, sabía perfectamente que no obraba como artista. Sabía también que el camino del arte se encontraba bloqueado por un obstáculo insuperable, que era el arte mismo, ahora constituido por la estética como una realidad autónoma. En los términos de esta arqueología, yo diría que Duchamp había entendido que aquello que bloqueaba el arte era justamente aquello que llamé la máquina artística, que con la liturgia de las vanguardias había alcanzado su punto crítico.

¿Qué hace Duchamp para hacer explotar o al menos desactivar la máquina obra-artista-operación? Él toma un objeto cualquiera de uso, quizá un mingitorio, y, tras introducirlo en un museo, lo fuerza a presentarse como una obra de arte. Naturalmente —excepto por el breve instante que dura el efecto de la extrañación y de la sorpresa— aquí no viene nada en realidad a la presencia: no la obra, ya que se trata de un objeto de uso cualquiera producido industrialmente, ni la operación artística, ya que de ninguna forma hay poiesis, producción, y ni siquiera el artista, ya que aquel que firma con un irónico nombre falso el mingitorio no actúa como artista, sino, en todo caso, como filósofo o crítico o, como le gustaba decir a Duchamp, como «alguien que respira», un simple viviente. El ready-made no tiene ya lugar, ni en la obra ni en el artista, ni en el ergon ni en la energeia, sino solamente en el museo, que adquiere en este punto un rango y un valor decisivo.

Lo que ocurrió después es que una congregación, por desgracia todavía activa, de hábiles especuladores y de tontos transformó el ready-made en obra de arte. No es que ellos hayan conseguido realmente poner de nuevo en marcha a la máquina artística —ésta gira ahora en el vacío—, sino que la apariencia de un movimiento consigue alimentar, yo creo que no por demasiado tiempo, esos templos del absurdo que son los museos de arte contemporáneo.
No trato de decir que el arte contemporáneo —o, si se quiere, el arte post-Duchamp— no tenga interés. Al contrario, lo que trae a la luz es tal vez el acontecimiento más interesante que se pueda imaginar: la aparición del conflicto histórico, en todos los sentidos decisivo, entre arte y obra, energeia y ergon. Mi crítica, si de crítica se puede hablar, se dirige a la perfecta irresponsabilidad con la que artistas y curadores eluden bastante a menudo la confrontación con este acontecimiento y fingen que todo continúa como antes.

Me gustaría concluir ahora mi breve arqueología de la obra de arte sugiriendo abandonar la máquina artística a su destino. Y, con ella, abandonar también la idea de que exista algo semejante a una actividad humana suprema que, a través de un sujeto, se realiza en una obra o en una energeia que extraen de ella su valor incomparable. Esto implica que hay que trazar de nuevo el mapa del espacio en el que la modernidad situó al sujeto y sus facultades.

Artista o poeta no es aquel que tiene la potencia o facultad de crear, que un buen día, a través de un acto de voluntad u obedeciendo a un mandato divino (la voluntad es, en la cultura occidental, el dispositivo que permite atribuir a un sujeto las acciones y las técnicas como una propiedad), decide, como el Dios de los teólogos, no se sabe cómo y por qué, poner en obra. Y, del mismo modo en que el poeta y el pintor, así el carpintero, el zapatero, el flautista y, en fin, cualquier hombre, no son los titulares trascendentes de una capacidad de actuar o de producir obras: son, más bien, vivientes que, en el uso y solamente en el uso tanto de sus miembros como del mundo que los rodea, hacen experiencia de sí y se constituyen como forma de vida.

El arte no es más que el modo en que el anónimo al que llamamos artista, manteniéndose constantemente en relación con una práctica, busca constituir su vida como una forma de vida: la vida del pintor, del carpintero, del arquitecto, del contrabajista, en quienes, como en toda forma-de-vida, está en cuestión nada menos que su felicidad.

Traducción del italiano:
Alan Cruz

© Giorgio Agamben, «Archeologia dell’opera d’arte», en Creazione e anarchia. L’opera nell’età della religione capitalistica, Vicenza, Neri Pozza, 2017, pp. 8-28. Este libro reúne, con ligeras variaciones, cinco lecciones impartidas en la Accademia di Architettura di Mendrisio entre octubre de 2012 y abril de 2013.

Bibliografía

Odo Casel, «Die Liturgie als Mysterienfeier», en Jahrbuch für Liturgiewissenschaft, núm. 3, 1923.
Guy Debord, La Société du spectacle, París, Buchet/Chastel, 1967.
Robert Klein, La forme et l’intelligible, París, Gallimard, 1970.
Alexandre Kojève, Introdution à la lecture de Hegel, París, Gallimard, 1947.
Giovanni Urbani, Per una archeologia del presente, Milán, Skira, 2012.

Sobre el autor
Giorgio Agamben (1942) es un filósofo nacido en Roma, Italia. Es principalmente conocido por su larga investigación de casi veinte años Homo sacer, en donde emprendió una arqueología de la política occidental que retoma elementos de la obra de Martin Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Michel Foucault, entre muchos otros autores y registros. Entre sus obras más leídas se encuentran La comunidad que viene (1990), El tiempo que resta (2000), Estado de excepción (2003), El Reino y la Gloria (2007) y El uso de los cuerpos (2014).