Número 76

Ensayo de un «Manifiesto composicionista»*

Bruno Latour


Para D. H.

Un prólogo en forma de avatar

Si tuviera un agente, estoy seguro de que me hubiera aconsejado demandar a James Cameron por su último éxito, ya que Avatar debería llamarse en realidad La esperanza de Pandora.Sí, Pandora es el nombre de la figura humanoide mítica cuya caja contiene todas las enfermedades de la humanidad, pero también es el nombre del cuerpo divino que los humanos del planeta Tierra (todos miembros de un típico complejo militar-industrial estadounidense) están explotando hasta la muerte sin ninguna preocupación por el destino de sus habitantes locales, los navi, y su ecosistema, un superorganismo y diosa llamada Eywa. Tengo la impresión de que esta película es la primera descripción popular de lo que pasa cuando los humanos modernistas se encuentran con Gaia. Y no es bello.

La venganza de Gaia, por usar el título de un libro de James Lovelock, termina siendo la repetición terrorífica de Dunkerque 1940 o Saigón 1973: una retirada y una derrota. Esta vez, los vaqueros pierden frente a los indios: tienen que huir de su frontera y regresar a casa dejando todas sus riquezas atrás. Al tratar de abrir a la fuerza el misterioso planeta Pandora en búsqueda de un mineral —conocido nada menos que como unobtainium— los terrícolas, tal y como en el mito clásico, sueltan todos los males de la humanidad: no sólo saquean el planeta, destruyen el gran árbol de la vida y matan a los cuasi-indios amazónicos que habían vivido en una armonía edénica dentro de él, sino que además se contagian de su propia ideología machista. La destrucción exterior engendra destrucción interior. Y, de nuevo como en el mito clásico, la esperanza se deja al fondo de la caja de Pandora —quiero decir del planeta— porque yace en lo profundo de la selva, completamente oculta en una compleja red de conexiones que los navi alimentan con su propia Gaia, una red biológica y cultural que sólo un pequeño equipo de naturalistas y antropólogos están empezando a explorar. Se deja a Jake, un marginado, un marine sin piernas ni credenciales académicas, finalmente «conseguirla», aunque con un precio: la traición de sus compañeros mercenarios, un amorío bastante convencional con una nativa y una transmigración magnífica de su cuerpo original lisiado a su avatar, invirtiendo de ese modo la relación entre el original y la copia y dando una dimensión totalmente nueva a lo que significa «volverse nativo».

Veo a esta película como el primer guión de Hollywood acerca del choque modernista con la naturaleza que no da como resultado una catástrofe definitiva y la destrucción —como muchos lo han hecho antes—, sino que opta por algo mucho más interesante: una nueva búsqueda de la esperanza con la condición de que sea completamente redefinido lo que significa tener un cuerpo, una mente y un mundo. La lección de la película, en mi lectura de ella, es que los humanos modernizados y modernizadores no están equipados física, psicológica, científica y emocionalmente para sobrevivir en su planeta. Como en la historia invertida de Robinson Crusoe escrita por Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico, tienen que reaprender desde el principio hasta el final lo que es vivir en su isla; y al igual que la fábula de Tournier, Crusoe decide en última instancia quedarse en la ahora civilizada y civilizadora jungla en lugar de regresar a casa, que para él se ha convertido en tan sólo otra tierra virgen.

¿Por qué escribir un manifiesto?

Es en la dramática atmósfera inducida por la obra de Cameron que quiero escribir un borrador de mi manifiesto. Sé muy bien que, así como en el tiempo de las vanguardias o el de la Gran Frontera, el tiempo del manifiesto ha pasado hace mucho. De hecho, es el tiempo del tiempo lo que ha pasado: esta extraña idea de un vasto ejército avanzando, precedido por los más arriesgados innovadores y pensadores, seguido por una masa de multitudes lentas y pesadas, mientras que la retaguardia de la gente más arcaica, primitiva y reaccionaria se queda atrás; como los navi, tratando sin esperanza de retrasar la inevitable carga hacia delante. Durante este tiempo del tiempo recientemente difunto, los manifiestos eran como tantos gritos de guerra destinados a acelerar el movimiento, ridiculizar a los filisteos, castigar a los reaccionarios. Esta gran narrativa belicosa estaba basada en la idea de que el flujo del tiempo tenía una —y sólo una— dirección inevitable e irreversible. La guerra librada por las vanguardias sería ganada, sin importar cuántas derrotas sufrieran. A lo que esta serie de manifiestos apuntaban era a la inevitable marcha del progreso. Tanto es así que estos manifiestos podrían ser usados como señalizaciones para decidir quién era más «progresista» y quien más «reaccionario».

Hoy en día, las vanguardias han hecho todo menos desparecer, dibujar el frente es tan imposible como establecer los límites precisos de las redes terroristas, y las bien ataviadas etiquetas «arcaico», «reaccionario» y «progresista» parecen flotar azarosamente como una nube de mosquitos. Si hay una cosa que se ha esfumado es la idea de un flujo de tiempo moviéndose inevitable e irreversiblemente hacia delante que puede ser precedido por pensadores clarividentes. El espíritu de la época, si existe tal Zeitgeist, es más bien que todo lo que se había dado por sentado en la gran narrativa moderna del Progreso es completamente reversible y que no se puede confiar en la clarividencia de nadie (especialmente de los académicos). Si necesitamos una prueba de esta (des)afortunada situación, un vistazo a la reciente Cumbre sobre Cambio Climático de Copenhague 2009 sería suficiente: al mismo tiempo que algunos, como James Lovelock, argumentaban que la civilización humana misma está amenazada por la «venganza de Gaia» (¡un buen caso si los hay, como veremos más adelante, de un flujo del tiempo totalmente reversible!), la más grande asamblea de representantes de la raza humana consiguió cruzarse de brazos durante días sin hacer nada y sin tomar decisiones de ningún tipo. A quién se supone que debemos creer: ¿a quienes dicen que el cambio climático es un acontecimiento que amenaza la vida? ¿A quienes, sin hacer mucho, declaran que puede ser manejado por las empresas como siempre? ¿O a quienes dicen que la marcha del progreso debe seguir, sin importar nada más?

Y, a pesar de todo, un manifiesto puede no ser tan inútil en estos momentos, haciendo explícito (es decir, manifiesto) un cambio sutil pero radical en la definición de lo que significa progresar, procesar hacia delante y encontrar nuevos prospectos. No como un grito de guerra para que una vanguardia se mueva aún más lejos y más rápido, sino más bien como una advertencia, una llamada de atención, para dejar de ir más lejos de la misma manera que antes hacia el futuro. El matiz que quiero delinear es aquel entre progreso y progresivo. Es como si tuviéramos que transitar de una idea de progreso inevitable a una de progresión tentativa y preventiva. Todavía hay un movimiento. Algo todavía sigue avanzando. Pero, como explicaré en la tercera sección, el tenor es completamente diferente. Dado que parece imposible esbozar un manifiesto sin una palabra terminando con un «-ismo» (comunismo, futurismo, surrealismo, situacionismo, etc.), he elegido darle a este manifiesto un estandarte valioso, la palabra composicionista. Sí, quisiera ser capaz de escribir «El manifiesto composicionista» volviendo a un género pasado de moda en el gran estilo de antaño, comenzando con algo como: «Un espectro recorre no sólo Europa sino el mundo: el composicionismo. ¡Todos los poderes del mundo modernista han entrado en una alianza sagrada para exorcizar este espectro!».

Aunque la palabra «composición» es algo larga y verbosa, resulta atractiva porque enfatiza que las cosas deben juntarse (latín componere) conservando al mismo tiempo su heterogeneidad. Además, está contactada con calma; tiene raíces claras en el arte, la pintura, la música, el teatro, la danza y, por lo tanto, está asociada con la coreografía y la escenografía; no está demasiado lejos de «compromiso» y «comprometedor», reteniendo cierto sabor diplomático y prudente. Hablando de sabor, carga el áspero pero ecológicamente correcto olor de la «composta», en sí debido a la «des-composición» de muchos agentes invisibles… Sobre todo, una composición puede fallar y por ello retiene lo más importante en la noción de constructivismo (una etiqueta que también podría haber usado, si no hubiera ya sido tomada por la historia del arte). Por lo tanto, desvía la atención de la diferencia irrelevante entre lo que es construido y lo que no lo es, hacia la diferencia crucial entre lo que está bien o mal construido, bien o mal compuesto. Lo que tiene que ser compuesto puede, en cualquier momento, ser descompuesto.

En otras palabras, el composicionismo retoma la tarea de buscar la universalidad, pero sin creer que esta universalidad ya existe, esperando a ser desvelada y descubierta. Está, por lo tanto, tan lejos del relativismo (en el sentido papal de la palabra) como lo está del universalismo (en el significado modernista de la palabra —más sobre esto adelante—). Del universalismo retoma la tarea de construir un mundo común; del relativismo, la certidumbre de que este mundo común tiene que ser construido por partes completamente heterogéneas que nunca harán un todo, sino en el mejor de los casos un material compuesto frágil, modificabley diverso.

No me detendré en todos los puntos que serían necesarios para establecer las credenciales de la pequeña palabra composicionismo. Simplemente voy a trazar tres connotaciones sucesivas que quisiera asociar con este neologismo: primero, contrastándolo con la crítica; segundo, explorando por qué podría ofrecer un sucesor a la naturaleza; y, por último, dado que las Grandes Narrativas son componentes necesarios de los manifiestos, en qué tipo de gran historia podría situarse a sí mismo. ¡Imaginemos que éstos son los tres primeros tablones de mi plataforma política!

¿Una alternativa a la crítica?

En un primer sentido, composicionismo podría tomarse como una alternativa a crítica (no me refiero a una crítica de la crítica, sino a una reutilización de la crítica; no una crítica aún más crítica, sino más bien a una crítica adquirida de segunda mano —por decirlo así— y dispuesta para un uso diferente). Sin duda alguna, la crítica hizo un magnífico trabajo en desenmascarar prejuicios, iluminar naciones y espolear mentes, pero, como he argumentado en algún otro lugar, se quedó sin fuerzas porque se basaba en el descubrimiento de un mundo verdadero de realidades que descansa detrás de un velo de apariencias. La hermosa puesta en escena tenía la gran ventaja de crear una enorme diferencia de potencial entre el mundo de la ilusión y el mundo de la realidad, generando así una fuente inmensa de energía productiva que en unos cuantos siglos reconfiguró la faz de la Tierra. También tuvo la desventaja de crear una brecha gigante entre lo que se sentía y lo que era real. Irónicamente, dado el fervor nietzscheano de tantos iconoclastas, la crítica descansa en un mundo posterior del más allá, es decir, en una trascendencia que no es menos trascendente por ser completamente secular. Con la crítica, puedes desenmascarar, revelar, desvelar, pero sólo mientras establezcas, a través de este proceso de destrucción creativa, un acceso privilegiado al mundo de la realidad detrás de los velos de las apariencias. La crítica, en otras palabras, tiene todos los límites de la utopía: se basa en la certidumbre del mundo más allá de este mundo. En contraste, para el composicionismo, no hay un mundo del más allá. Todo se trata de inmanencia.

La diferencia no es discutible, porque lo que realiza una crítica no puede también componer. Realmente es una cuestión mundana la de tener las herramientas correctas para el trabajo correcto. Con un martillo (o un mazo) en la mano puedes hacer muchas cosas: derribar paredes, destruir ídolos, ridiculizar prejuicios, pero no puedes reparar, cuidar, ensamblar, rearmar, hilvanar. No es más viable componer con la parafernalia de la crítica que cocinar con un subibaja. Sus limitaciones son mayores aún, porque el martillo de la crítica sólo puede prevalecer si, detrás del muro lentamente desmantelado de las apariencias, es finalmente revelado el submundo de la realidad. Pero cuando no hay nada real para ser visto detrás de este muro derribado, la crítica de repente se ve como otra llamada al nihilismo. ¿Cuál es la utilidad de hacer agujeros en ilusiones, si nada más verdadero es revelado debajo?
Esto es precisamente lo que le ha pasado al posmodernismo, el cual puede ser definido como otra forma del modernismo, completamente equipado con las mismas herramientas iconoclastas que los modernos, pero sin la creencia en un mundo más allá. No es de extrañar que no tuviera otra salida que romperse a sí mismo en pedazos, terminando por desenmascarar a los desenmascaradores. La crítica era significativa solamente mientras estuviera acompañada de la creencia robusta pero juvenil en un mundo real más allá. Una vez privada de esta creencia ingenua en la trascendencia, la crítica ya no es capaz de producir esta diferencia de potencial que le había dado su fuerza. Como si el martillo hubiera rebotado en el muro y golpeado violentamente a los desenmascaradores. Es por esto que ha sido necesario transitar de la iconoclasia a lo que he llamado iconochoque, a saber, la suspensión del impulso crítico, la transformación de desenmascarar desde un recurso (parecería el principal recurso de la vida intelectual en el último siglo) a un tema que debe ser estudiado cuidadosamente. Mientras que los críticos todavía creen que hay muchas creencias y demasiadas cosas establecidas como la realidad, los composicionistas creen que hay suficientes ruinas y que todo tiene que ser vuelto a montar pieza por pieza. Que es otra forma de decir que no queremos tener mucho que ver con el siglo XX: «Dejemos a los muertos enterrar a sus muertos».

Al suspender el gesto crítico, empezamos a entender retrospectivamente la rareza de la definición de naturaleza a la cual la crítica estaba unida. Tenía dos características sorprendentes: el descubrimiento, la revelación o la develación que descansaban detrás de la neblina subjetiva de las apariencias; y lo que aseguraba la continuidad en el espacio y en el tiempo de todos los seres en su realidad interior. Desde hace tiempo nos hemos dado cuenta gracias a los estudios científicos, la teoría feminista y, de manera mucho más amplia, por todo tipo de movimientos ambientalistas, que el rasgo de ésta no era precisamente la acción largamente esperada de tomar en cuenta la naturaleza, sino más bien la disolución total de las diferentes nociones de naturaleza. En pocas palabras, la ecología sella el fin de la naturaleza.

Aunque la palabra «post-natural» ha empezado a aparecer (por ejemplo, en el «ambientalismo post-natural» de Erle Ellis), el composicionismo probablemente estaría más cómodo con las palabras «pre-naturalismo» o «multi-naturalismo». La naturaleza no es una cosa, un dominio, un reino, un territorio ontológico. Es (o, más bien, fue durante el corto paréntesis moderno) una forma de organizar la división (lo que Alfred North Whitehead ha llamado la Bifurcación) entre apariencias y realidad, subjetividad y objetividad, historia e inmutabilidad. Completamente trascendente, sin embargo un constructo completamente histórico, una forma profundamente religiosa (pero no en el sentido verdaderamente religioso de la palabra) de crear la diferencia de potencial entre aquello a lo que las almas humanas estaban unidas y aquello que estaba realmente allá fuera. Y también, como he mostrado en otro lugar, una forma completamente política de distribuir el poder en lo que he llamado la Constitución Modernista, una especie de pacto no escrito entre lo que podía ser discutido y lo que no podía serlo. Una vez que empiezas a trazar una distinción absoluta entre quién es sordomudo y quién tiene permitido hablar, puedes imaginar fácilmente que esto no es la manera ideal para establecer algún tipo de democracia… Pero no hay duda de que es una táctica fabulosamente útil, inventada en el siglo XVII, para establecer una epistemología política y decidir quién tendrá permitido hablar acerca de qué, y qué tipo de seres permanecerán en silencio. Tal fue el tiempo de la gran invención política, religiosa, legal y epistemológica de las cuestiones de hecho, incrustada en una res extensa carente de cualquier significado, excepto aquel de ser la realidad última, hecha de entidades totalmente silenciosas que sin embargo eran capaces, a través de la misteriosa intervención de la Ciencia (con C mayúscula), de «hablar por sí mismas» (¡pero sin la mediación de la ciencia, con c minúscula, y los científicos, también con c minúscula!).

Toda esta puesta en escena modernista es ahora la más extraña construcción antropológica, especialmente porque el Progreso, bajo la etiqueta de la Razón, era definido como la rápida sustitución de esta extraña naturaleza por valores subjetivos, locales, culturales y humanos, demasiado humanos. La idea era que entre más naturales nos volviéramos, más razonables seríamos y los acuerdos entre todos los humanos razonables serían más sencillos. (¿Recuerdan los grandes buldóceres y buques de guerra de Avatar en su avance irreversible —de hecho, completamente reversible— para destruir el gran árbol de la vida?). Este acuerdo ahora está en ruinas, pero sin haber sido sustituido por otro proyecto más realista y, especialmente, más llevadero. En este sentido, todavía somos posmodernos.

¿Un sucesor para la naturaleza?

Éste es precisamente el punto en el que el composicionismo quiere asumir el control: ¿cuál es el sucesor de la naturaleza? Por supuesto ningún humano, átomo, virus u organismo ha residido «en» la naturaleza entendida como res extensa. Todos han vivido en el pluriverso, para usar la expresión de William James; ¿dónde más podrían haber encontrado su morada? Tan pronto como la Bifurcación fue inventada en el tiempo de Descartes y Locke, se deshizo inmediatamente. Ninguna composición ha sido nunca tan ferozmente descompuesta. Recuerden: «Nunca hemos sido modernos». Así que esta utopía de la naturaleza ha sido siempre sólo eso, una utopía, un mundo del más allá sin ningún asidero realista en la práctica de la ciencia, la tecnología, el comercio, la industria.

Aun así, ha conservado un poder enorme sobre la epistemología política de los Modernos. Por supuesto no un poder de descripción, ni un poder de explicación, pero sí el poder de crear esta misma diferencia de potencial que le ha dado a la crítica su fuerza y al modernismo su ímpetu. Entonces la pregunta ahora es, para aquellos que desean heredar del modernismo sin ser posmodernos (como es mi caso, por lo menos): ¿qué es vivir sin esta diferencia de potencial? ¿De dónde tomará el composicionismo su fuerza? ¿Qué significaría avanzar sin este motor? ¿Y para avanzar colectivamente, miles de millones de personas y sus billones de afiliados y comensales?

Tal desconexión total entre las ruinas del naturalismo, por un lado, y la lenta y dolorosa aparición de su sucesor por el otro, es ejemplificado en el divertido momento de agitación que empezó justo antes del (no)evento de la Cumbre sobre Cambio Climático en Copenhague alrededor de lo que ha sido llamado el «climagate». Es un ejemplo trivial, pero muy revelador de las tareas que tienen que realizar aquellos que desean cambiar de una naturaleza que en todas las ocasiones ya está ahí, a un ensamblaje que se compone lentamente.

En el otoño de 2009, los críticos y los defensores del cambio climático antropogénico se dieron cuenta, al hurgar en miles de correos electrónicos de científicos del clima robados por activistas de dudoso pedigrí, que los hechos científicos del tema tenían que ser construidos, ¿y por quién? ¡Por humanos! Humanos peleoneros construyendo datos, refinando instrumentos para hacer hablar al clima (¡instrumentos!, ¿puedes creer eso?), conjuntos de datos irregulares (¡conjuntos de datos!, imagina eso…), y esos científicos tenían problemas de dinero (¡becas!), y tenían que trucar, escribir, corregir y reescribir humildes textos y artículos (¿qué?, ¿textos que tienen que ser escritos?, ¡qué escandaloso si la ciencia está realmente hecha de textos!)… Lo que me pareció tan irónico en las reacciones histéricas de los científicos y la prensa fue el acuerdo prácticamente total entre los oponentes y los defensores del origen antropogénico del cambio climático. Todos parecen compartir la misma visión idealista de la Ciencia (con C mayúscula): «Si se compone lentamente, no puede ser verdad», dicen los escépticos. «Si revelamos cómo se compone», dicen los defensores, «será debatido, por lo tanto, es discutible, ¡por lo tanto no puede ser verdad uno u otro!».

Después de más o menos treinta años de trabajo en estudios sobre la ciencia, es más que vergonzoso ver que los científicos no tienen una mejor epistemología con la cual refutar a sus adversarios. Siguen usando la vieja oposición entre lo que es construido y lo que no es construido, en lugar de la pequeña pero crucial diferencia entre lo que está bien y lo que está mal construido (o compuesto). Esta pseudo-«revelación» se hizo en el mismo momento en que la disputabilidad de los principios más importantes de lo que significa para miles de millones de seres humanos, representados por sus jefes de Estado, vivir colectivamente en el planeta fue completamente visible en el vasto pandemonio de la mayor verbena diplomática jamás vista… Éste fue el momento ideal para conectar la disputabilidad de la política con la disputabilidad de la ciencia (con c minúscula); en lugar de tratar de mantener, a pesar de la evidencia de lo contrario, la brecha usual entre, por un lado, lo que es política y puede ser discutido, y, por el otro, una Ciencia de lo que está «fuera de discusión».

Claramente, cuando se enfrenta con las «impresionantes revelaciones» del «climagate» no es suficiente para nosotros regocijarnos con el descubrimiento de la humilde dimensión humana o social de la práctica científica. Tal actitud mostraría simplemente una creencia en la capacidad desmitificadora de la crítica, como si el ingrato esfuerzo de los científicos tuviera que ser contrastado con la esfera pura de los hechos no mediados e indiscutibles. Nosotros los composicionistas queremos inminencia y verdad a la vez. Para un composicionista, nada está fuera de discusión. Y, sin embargo, tiene que alcanzarse una conclusión. Pero sólo puede alcanzarse por el lento proceso de composición y compromiso, no por la revelación del mundo del más allá.

Justo antes de Copenhague, el filósofo francés Michel Serres escribió una pieza bastante contundente en el periódico Libération resumiendo el argumento que había hecho, hace muchos años y antes que nadie, en su libro El Contrato Natural. El artículo fue titulado «La non-invitée de Copenhague», que podría traducirse como «¿Quién no fue invitada a Copenhague?». El texto de Serres señalaba el asiento vacío en el Parlamento de las Cosas de Copenhague: el de Gaia. Se preguntaba cómo se podría hacer para que se sentara, hablara y fuera representada.

Desgraciadamente, la solución de Serres era tomar el lenguaje, los rituales y las prácticas de la política —eficaces representando a humanos— y el lenguaje, los procedimientos y los rituales de la ciencia —buenos representando hechos— y unirlos. Es más fácil decir esto que hacerlo. Lo que soñaba (muy similar a Hans Jonas, a principios de siglo XX) era en realidad un gobierno de científicos —en todo caso un sueño modernista— capaz de hablar ambos lenguajes a la vez. Una tentación muy francesa, desde el «gouvernement des savants» de la Revolución hasta nuestro programa atómico y nuestro romance con los «corps techniques de l’État», una muy unida camarilla de ingenieros-con-burócratas que supervisan la política nacional científica e industrial. Pero, dado que estas dos tradiciones del discurso siguen siendo los herederos de la gran Bifurcación, no nos hemos movido un centímetro. Porque simplemente hemos unido lo peor de la política y lo peor de la ciencia, esto es, las dos formas tradicionales de producir indisputabilidad. Ya hemos estado aquí. Éste fue una vez el sueño del marxismo, tal y como ahora es el sueño (aunque hecho jirones) de los economistas comunes y corrientes: una ciencia de la política en lugar de una transformación total de lo que significa hacer política (a fin de incluir a los no-humanos) y lo que significa hacer ciencia (a fin de incluir asuntos de interés enredados, controvertidos y altamente discutibles). Creer en este «gouvernement des savants» ha sido precisamente el error cometido por tantos ambientalistas cuando interpretaron la crisis presente como el gran Regreso en lugar del Fin de la Naturaleza. Uno tiene que escoger entre creer en la Naturaleza y creer en la política.

Sobra decir que la cumbre en Copenhague fue, en este aspecto, un fracaso total (y en buena medida predecible). No porque no haya todavía ningún Gobierno Mundial capaz de hacer cumplir las decisiones —en el improbable caso de que se hayan tomado algunas—, sino porque todavía no tenemos idea de lo que significa gobernar el mundo ahora que la Naturaleza como un concepto organizador (o, más bien, el engreimiento) ha desaparecido. No podemos vivir en el planeta Tierra ni podemos vivir en Pandora… Si algo es seguro —y «climagate» es un buen ejemplo de ello— es que es completamente imposible seguir utilizando la separación entre ciencia y política inventada por los Modernos; incluso si se juntaran. Dos construcciones artificiales reunidas para hacer un tercer artefacto artificial, no para solucionar un problema que fue muy conscientemente declarado indisoluble en el nacimiento del siglo XVII (en algún lugar entre Thomas Hobbes y Robert Boyle, para señalar un locus classicus de nuestra historia de la ciencia). Puesto que la naturaleza fue inventada para volver impotente a la política, no hay ninguna razón por la cual una política de la Naturaleza vaya a cumplir alguna vez sus promesas.

¿De regreso al siglo XVI?

Debido a la lenta desaparición de la Naturaleza, ahora siento, al igual que Stephen Toulmin, que estamos en realidad más cerca del siglo XVI que del siglo XX, precisamente porque el acuerdo que creó la Bifurcación se encuentra actualmente, en primer lugar, en ruinas y tiene que ser recompuesto por completo. Es por esto que nos parece que experimentamos una sensación de familiaridad con los tiempos anteriores a su invención e implementación. Cuando los racionalistas ridiculizan el tiempo previo al «corte epistemológico», para usar la expresión favorita (y completamente modernista) de Louis Althusser, es porque esta «episteme» anterior estaba haciendo demasiadas conexiones entre lo que llamaban el microcosmos y el macrocosmos. ¿No es esto exactamente lo que vemos ahora surgiendo por todas partes bajo el término «posnatural»? El destino de todo el cosmos —o mejor dicho kosmoi— está totalmente interconectado ahora que, a través de nuestro progreso y de crecientes números, hemos tomado a la Tierra en nuestros hombros; como se ha hecho claro con el sorprendente neologismo «Antropoceno», esta era geológica recién nombrada que inició con la Revolución Industrial y sus consecuencias globales.

Por supuesto, lo que se ha perdido por completo actualmente es la noción de una armonía entre el microcosmos y el macrocosmos. No obstante, nos parece obvio a todos que hay, y que debería haber, una conexión entre los destinos de esas dos esferas. Incluso la extraña noción renacentista de simpatía y antipatía entre entidades ha tomado un sabor completamente nuevo ahora que en efecto se reconoce que los animales, plantas, suelos y químicos tienen sus amigos y sus enemigos, sus asambleas y sus websites, sus blogs y sus manifestaciones. Cuando los naturalistas introdujeron la palabra «biodiversidad», no tenían idea de que unas décadas después tendrían que añadir a la proliferación de sorprendentes conexiones entre los organismos la proliferación de muchas conexiones más sorprendentes entre instituciones políticas dedicadas a la protección de este o aquel organismo. Mientras los naturalistas podían previamente limitarse, por ejemplo, a situar el atún rojo en la gran cadena de depredadores y presas, ahora tienen que añadir a este ecosistema consumidores japoneses, activistas e incluso al presidente Sarkozy, que había prometido proteger a los peces antes de retirarse una vez más cuando fue confrontado por la flota pesquera del Mediterráneo. Tengo la extraña sensación de que el nuevo atún rojo, cuyo territorio ahora se extiende a los sushi bars de todo el planeta y cuyo ecosistema ahora incluye amigos y enemigos de muchas formas humanas, se parece mucho a los extraños y complejos emblemas que fueron acumulados durante el Renacimiento en gabinetes de curiosidades. El orden desapareció, podemos estar seguros, y también el denso y acordado conjunto de alusiones y metáforas de la Antigüedad, pero la sed de conexiones mixtas es la misma. Una vez más, nuestra era se ha vuelto la era de maravillarse con los desórdenes de la naturaleza.

Cuatro siglos después, el microcosmos y el macrocosmos están ahora literalmente,y no sólo simbólicamente, conectados, y el resultado es un kakosmos, esto es, en un griego educado, ¡un desastre horrible y desagradable! Y, sin embargo, un kakosmos es no obstante un cosmos… En cualquier caso, ciertamente ya no se asemeja a la Naturaleza bifurcada del pasado reciente en donde las cualidades primarias (reales, sin palabras, pero de alguna manera hablando por sí mismas, aunque desgraciadamente vacías de todo significado y valor) se fueron, por un lado, mientras que las cualidades secundarias (subjetivas, significativas, capaces de hablar, llenas de valores, pero, por desgracia, vacías de cualquier realidad) se fueron por otro. En este sentido, parece que estamos mucho más cerca que nunca del famoso «corte epistemológico» (una división radical que siempre se ha pensado pero que en realidad nunca se ha practicado). Cuando Alexandre Koyré escribió Del mundo cerrado al universo infinito,¡poco podía predecir que apenas medio siglo después el «universo infinito» se iba a convertir de nuevo en un enredado pluriverso!

Si no abordamos nuevamente la delicada cuestión del animismo, no hay manera de idear un sucesor para la naturaleza. Una de las principales causas del desdén derramado por los Modernos en el siglo XVI es que esas pobres personas arcaicas, que tuvieron la mala suerte de vivir en el lado equivocado del «corte epistemológico», creían en un mundo animado por todo tipo de entidades y fuerzas en lugar de creer, como cualquier persona racional, en una materia inanimada produciendo sus efectos sólo mediante el poder de sus causas. Es ésta la presunción que se encuentra en la raíz de todas las críticas hechas a los ambientalistas por ser demasiado «antropocéntricos», porque se atreven a «atribuir» valores, precio, agentividad, propósito, a lo que no puede y no debería tener ningún valor intrínseco (leones, ballenas, virus, CO2, monos, el ecosistema, o, lo peor de todo, Gaia). La acusación de antropomorfismo es tan fuerte que paraliza todos los esfuerzos de muchos científicos en muchos campos —pero especialmente en la biología— de ir más allá de los estrechos límites de lo que se cree que es «materialismo» o «reduccionismo». Le da inmediatamente una especie de sabor New Age a cualquiera de esos esfuerzos, como si la posición predeterminada fuera la idea de lo inanimado y la innovación estrafalaria fuera lo animado. ¿Añade la agentividad? Debes estar loco o ser definitivamente marginal. Consideren a Lovelock, por ejemplo, con su «absurda idea» de la Tierra como un cuasi-organismo; o a los navi con sus confecciones «precientíficas» con Eywa.

Lo que debería parecer extraordinariamente raro es, por el contrario, la invención de entidades inanimadas que no hacen otra cosa que llevar un paso más allá la causa que los hace actuar para generar un resultado n+1, que a su vez no es otra cosa que la causa de un resultado n+2. Esta presunción tiene la extraña consecuencia de componer el mundo por largas concatenaciones de causa y efecto donde (esto es lo que es más extraño) se supone que nada pasa, excepto probablemente al principio. Pero como no hay Dios en estos recuentos incondicionalmente seculares, ni siquiera hay un principio… La desaparición de la agentividad en la llamada «visión del mundo materialista» es una invención impresionante, sobre todo porque la contradice a cada paso la extraña resistencia de la realidad: todo efecto añade algo a una causa. Por lo tanto, debe tener algún tipo de agentividad. Hay un complemento, una brecha entre los dos. Si no la hubiera, no habría manera de discriminar causas de efectos. Esto es verdad tanto en física de partículas como en química, biología, psicología, economía o sociología.
Así, aunque en la práctica todas las agentividades tienen que ser distribuidas en cada paso de toda la concatenación, en teoría no pasa nada más que el estricto e inalterado transporte de una causa. Para usar mi lenguaje técnico, aunque cada estado de las cosas despliega asociaciones de mediadores, todo se supone que suceda como si solamente fueran a desarrollarse cadenas de intermediarios meramente pasivos. Paradójicamente, el realismo más obstinado, la perspectiva más racional está basada en la más irreal, la más contradictoria noción de una acción sin agentividad.

¿Cómo podría una metafísica tan contradictoria tener la más mínima influencia en nuestras formas de pensar? Porque tiene la gran ventaja de asegurar la continuidad de espacio y tiempo al conectar todas las entidades a través de concatenaciones de causas y efectos. Por lo tanto, para esta asamblea ninguna composición es necesaria. En tal concepción, la naturaleza siempre está ya ensamblada, dado que no pasa sino lo que viene de antes. Basta con tener las causas, los efectos se seguirán, y no poseerán nada propio excepto la realización del mismo conjunto indiscutible de características. Dejemos a estas cadenas causales automáticas hacer su trabajo y construirán la jaula de la naturaleza. Cualquiera que niegue su existencia, que introduzca discontinuidades, que permita proliferar la agentividad señalando muchas lagunas interesantes entre causas y efectos, será considerado un desviado, un loco, un soñador; en cualquier caso, no un ser racional.

Si hay una cosa sobre la cual cuestionarse en la historia del Modernismo, no es que todavía haya personas «lo suficientemente locas para creer en el animismo», sino que tantos pensadores testarudos hayan inventado lo que debería llamarse inanimismo y hayan atado a esta absoluta imposibilidad su definición de lo que es ser «racional» y «científico». La invención rara es el inanimismo: una agentividad sin agentividad constantemente negada por la práctica.

Esto es lo que yace en el corazón de la Constitución Modernista. Y, como muestra tan bien Philippe Descola, lo que lo hace incluso más extraño es que este inanimismo (él lo llama naturalismo) es el más antropocéntrico de todos los modos de relación inventados a lo largo y ancho del mundo para ocuparse de las asociaciones entre humanos y no humanos. Todas los otros a cada paso tratan de enfatizar la agentividad lo más que se pueda. A menudo pueden parecer extraños en su definición de agentividad —al menos a nosotros—, pero si hay una cosa que nunca hacen, es negar la brecha entre causas y efectos o circunscribir la agentividad limitándola a la subjetividad humana. Para los otros tres modos discutidos por Descola, a saber, el animismo, el totemismo y el analogismo, la proliferación de agentividades es precisamente lo que no introduce ninguna diferencia entre humanos y no humanos.

Ésta es la razón de que los racionalistas nunca detecten la contradicción entre lo que dicen sobre la continuidad de causas y efectos y lo que atestiguan: esto es, la discontinuidad, invención, suplementariedad, creatividad («creatividad es lo máximo» como dijo Whitehead) entre asociaciones de mediadores. Simplemente transforman esta discrepancia (que haría su visión del mundo insostenible) en una división radical entre sujetos humanos y objetos no humanos. Por puras razones antropocéntricas —es decir, políticas—, los naturalistas han construido su colectivo para cerciorarse de que los sujetos y los objetos, la cultura y la naturaleza permanezcan absolutamente distinguibles, con sólo la primera teniendo algún tipo de agentividad. Una proeza extraordinaria: ¡convertir, por puras razones antropocéntricas, la acusación de ser antropomórfico en un arma mortal! En la lucha por establecer la continuidad del espacio y tiempo sin tener que componerla, han sido los individuos más antropomórficos los que han tenido éxito en rechazar a todos los otros por practicar las formas de animismo más horribles, arcaicas, peligrosas y reaccionarias.

Aunque esto pueda parecer en un punto demasiado técnico, es importante no confundir tal argumento con el alegato contra el reduccionismo con el cual está en gran riesgo de ser confundido. En todas las disciplinas, el reduccionismo ofrece un asa de enorme utilidad que le permite a los científicos insertar sus instrumentos, sus paradigmas y producir largas series de efectos prácticos; a menudo industrias enteras como en el caso de la biotecnología. Pero tener éxito en el manejo de entidades generando resultados e industrias enteras de ellas no es la misma cosa que construir la jaula de la naturaleza con sus largas cadenas de causas y efectos. En realidad, es lo opuesto: lo que el reduccionismo muestra en la práctica es que solamente la proliferación de desvíos ingeniosos, de conjuntos de habilidades muy localizados, es capaz de extraer resultados interesantes y útiles de una multitud de agentividades. Consideren lo fabulosamente útil que fue el «Dogma central» de las primeras versiones de ADN para empezar a descubrir el poder de los genes: y, sin embargo, ningún biólogo activo cree ahora que estas tempranas versiones puedan ser de algún uso para construir la definición «naturalista» de qué es para un organismo vivir en el mundo real. Hay una desconexión completa —y en continuo crecimiento— entre las asas eficientes y la escenificación de la naturaleza. Una vez que dejas de lado esta proliferación de habilidades inteligentes, no estás definiendo la naturaleza de las cosas, simplemente entras en algo completamente distinto: la continuidad espuria de la naturaleza. Y la misma cosa podría ser mostrada cada vez que te mueves de las asas reduccionistas al reduccionismo como una visión filosófica del mundo; es decir, política.

Los composicionistas, sin embargo, no pueden confiar en una solución de este tipo. La continuidad de todos los agentes en el espacio y en el tiempo para ellos no está dada como lo estaba para los naturalistas: ellos tienen que componerla, lenta y progresivamente. Y, además, componerla a partir de piezas discontinuas. No solamente porque el destino humano (microcosmos) y el destino no-humano (macrocosmos) ahora están enmarañados para ser visualizados por cualquiera (al contrario del extraño sueño de la Bifurcación), sino por una razón mucho más profunda de la cual la captura de la creatividad de todas las agentividades depende: los efectos arrollan sus causas, y este desbordamiento tiene que ser respetado en todas partes, en todos los ámbitos, en toda disciplina, y para todo tipo de entidad. Ya no es posible vivir en esta jaula. Esto es, después de todo, lo que se entiende por el oikos de la ecología. Llámalo «animismo» si quieres, pero ya no será suficiente etiquetarlo con la marca de la infamia. De hecho, es por esto que nos sentimos tan cerca del siglo XVI, como si estuviéramos de vuelta antes del «corte epistemológico», antes de la extraña invención de la materia (una construcción muy idealista como lo ha mostrado tan bien Whitehead). Como los estudios de la ciencia y la teoría feminista han documentado una y otra vez, la noción de materia es demasiado política, demasiado antropomórfica, demasiado estrecha históricamente, demasiado etnocéntrica, demasiado arraigada al género, para ser capaz de definir las cosas a partir de las cuales la pobre raza humana, expulsada del Modernismo, tiene que construir su morada. Necesitamos tener mucho más material; si queremos componer un mundo común necesitamos una definición del mundo material mucho más mundana, mucho más inmanente, mucho más realista, mucho más encarnada.

También hay una razón que hubiera parecido importante en el siglo XVI pero que es un sello del nuestro: la proliferación de controversias científicas. Éste es un fenómeno bien conocido, pero es todavía vital enfatizarlo en esta coyuntura: lo que hace imposible continuar confiando en la continuidad en el espacio y en el tiempo implícita en la noción de naturaleza y sus indiscutibles cadenas de causas y efectos es el primer plano de tantas controversias dentro de las mismas ciencias. Una vez más, este fenómeno es lamentado por los racionalistas que todavía desean pintar a la ciencia como capaz de producir cuestiones de hecho incontrovertibles, irrefutables, que dejen callado. Pero, si se me permite decirlo, el hecho de la cuestión es que las cuestiones de hecho están en gran riesgo de desaparecer, como tantas otras especies en peligro. O bien se ocupan de temas triviales que no interesan a nadie más. Son raros ahora los temas en los cuales no ves científicos discrepando públicamente sobre lo que son, cómo deben ser estudiados, retratados, distribuidos, entendidos, arrojados. Los hechos se han convertido en problemas. Ahora, cuanto más importante el problema, menos seguros estamos en público sobre cómo manejar la situación (piensen en el altercado alrededor del virus de la influenza H1N1 o el «climagate»). Esto es bueno… Al menos para los composicionistas, puesto que ahora añade una tercera fuente de discontinuidad forzándonos a todos —científicos, activistas y políticos por igual— a componer el mundo común con piezas inconexas en lugar de dar por sentado que la unidad, la continuidad y el acuerdo ya están ahí, integrando la idea de que «en la misma naturaleza cabe todo». Aunque el aumento de disputabilidad —y la increíble extensión de controversias científicas y técnicas— fue algo aterrador al principio, también es el mejor camino para tomar en serio finalmente la tarea política de establecer la continuidad de todas las entidades que componen el mundo común. Espero haber dejado claro por qué dije antes que uno tenía que elegir entre la naturaleza y la política, y por qué lo que se debe criticar no puede ser compuesto.

¿Sin FUTURO, pero muchos prospectos?

Crítica, naturaleza, progreso: tres de los ingredientes del Modernismo que tienen que ser descompuestos antes de ser recompuestos. Le he dado un rápido vistazo a los dos primeros. ¿Qué pasa con el tercero, es decir, el progreso? Quiero argumentar que puede haber existido cierto malentendido durante el paréntesis Modernista acerca de la dirección misma del flujo del tiempo. Tengo la extraña fantasía de que el héroe modernista nunca miró realmente hacia el futuro sino siempre hacia el pasado, el pasado arcaico del que estaba huyendo aterrorizado.

No quiero adoptar el cansado tropo del «Ángel de la Historia» de Walter Benjamin, pero hay algo cierto en la posición que atribuyó al ángel: mira hacia atrás y no hacia delante. «En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar». Pero, contrariamente a la interpretación de Benjamin, el Moderno que como el ángel está volando hacia atrás realmente no está viendo la destrucción; ¡él está generándola con su vuelo dado que ocurre a sus espaldas! Es sólo recientemente, por una conversión repentina, una metanoia de tipos, que Él de repente se dio cuenta de cuánta catástrofe ha dejado tras de sí Su desarrollo. La crisis ecológica no es más que el repentino viraje de alguien que en realidad nunca había mirado hacia el futuro antes, tan ocupado estaba Él en sacarse a sí mismo de un pasado horrible. Hay algo edípico en este héroe que huye de Su pasado con tanta fuerza que no puede darse cuenta —excepto demasiado tarde— que es precisamente Su vuelo el que ha creado la destrucción que está tratando de evitar desde un principio. Edipo, perseguido por diké, el Destino que reina incluso sobre los dioses, fue trágico. Pero con los modernos no hay dios y por lo tanto ninguna tragedia que esperar. Simplemente una gigantesca, miope, sangrienta y a veces cómica pifia; al igual que el ataque fallido del «pueblo del Cielo» contra Eywa. Quiero argumentar que, hasta hace unos años, los Modernos nunca habían contemplado su futuro. Estaban demasiado ocupados huyendo de su terrorífico pasado. Se haría un gran avance en su antropología si pudiéramos descubrir de qué horror estaban escapando que les daba tanta energía para huir. Lo que los Modernos llamaban «su futuro» nunca ha sido contemplado cara a cara, dado que siempre ha sido el futuro de alguien huyendo de su pasado mirando hacia atrás y no hacia delante. Es por esto que, como enfaticé antes, su futuro era siempre tan poco realista, tan utópico, tan lleno de bombos.

El francés, alguna vez más rico que el inglés, diferencia «le futur» de «l’avenir». En francés, podría decir que los Modernos tuvieron «un future» pero nunca «un avenir». Para definir la situación presente, tengo que traducir y decir que los Modernos siempre tuvieron un futuro (¡el raro futuro utópico de alguien huyendo de Su pasado en reversa!) pero nunca una oportunidad, sólo hasta hace poco, de recurrir a lo que podría llamar su porvenir: la forma de las cosas por venir. Como ahora es claro a partir de la crisis ecológica, el futuro de uno y el porvenir de uno (si se está de acuerdo con estas dos palabras) casi no tienen ningún parecido entre sí. Lo que hace tan interesante al tiempo que estamos viviendo (y por lo cual todavía creo que es útil hacer esto manifiesto por medio de un manifiesto) es que estamos descubriendo progresivamente que, justo en el momento en que la gente está desesperada al darse cuenta de que podría, al final, «no tener futuro», de pronto tenemos muchos porvenires. Sin embargo, son tan profundamente diferentes de lo que imaginábamos mientras huíamos hacia delante mirando hacia atrás que podríamos deshacernos de ellos como si fueran solamente ilusiones frágiles. O encontrarlas aún más aterradoras que aquello de lo que estábamos tratando de escapar.
Ante estos nuevos porvenires, la primera reacción es no hacer nada. Hay una fuerte tentación, siempre tan modernista, de exclamar: «¡Huyamos como antes y tengamos nuestro pasado futuro de vuelta!», en lugar de decir: «¡Dejemos de huir, tomemos un descanso para siempre de nuestro futuro, volteémosle la espalda, finalmente, a nuestro pasado, y exploremos nuestros nuevos porvenires, lo que se avecina, el destino de las cosas por venir!». ¿No es exactamente esto lo que la fábula del lisiado Jake abandonando su cuerpo por su avatar nos está diciendo? En lugar de un futuro sin futuro, ¿por qué no tratar de ver si podríamos tener al menos un porvenir? Después de tres siglos de Modernismo, no es pedirle demasiado a los que, en la práctica, nunca han conseguido ser Modernos, mirar finalmente hacia delante.
Por supuesto lo que ven no es hermoso; no más hermoso que lo que estaba desarrollándose en los ojos espirituales del Angelus Novus. Sin duda, no es un cosmos bien compuesto, un Planeta Pandora bello y armonioso, sino, como he dicho, más bien un horrendo kakosmos. ¡Cómo podrían haber tenido éxito los Modernos armando cualquier cosa correctamente sin mirarla! Sería como tocar el piano de espaldas al teclado… Es imposible componer sin estar firmemente atento a la tarea en cuestión. Pero, horror de horrores, no tiene las mismas características del pasado arcaico del cual huyeron aterrorizados durante tanto tiempo por una buena razón: ¡de este horror no puedes huir! Está viniendo hacia ti. Ya no sirve hablar de «cortes epistemológicos». Huir del pasado sin dejar de mirarlo no funcionará. Tampoco la crítica será de ninguna ayuda. Es tiempo de componer (en todos los sentidos de la palabra, incluyendo componer con, es decir, comprometerse, tener cuidado, moverse lentamente, con cautela y precaución). Ése es un conjunto de habilidades para aprender bastante nuevo: imagina eso, ¡innovar como nunca antes, pero con precaución! Dos grandes tentaciones aquí de nuevo, heredadas de la época del Gran Vuelo: abandonar todas las innovaciones; innovar como antes sin ninguna precaución. Toda la parafernalia modernista tiene que ser rehecha poco a poco para las tareas que ahora tenemos por delante y ya no detrás. Edipo se ha encontrado con la Esfinge y ella dijo: «¡Mira delante!». No es esto a lo que en realidad estaba aludiendo con este extraño símil: «¿Qué criatura camina a cuatro patas en la mañana, a mediodía a dos y en la tarde a tres, y cuantas más patas tiene más débil es?». Bueno, los modernos por supuesto, ¡sabiendo ahora muy bien que son ciegos y torpes en la oscuridad y que necesitan un bastón blanco para sentir lenta y cautelosamente los obstáculos que tienen por delante! Los ciegos guiados por ciegos están en gran necesidad de nuevos captores y sensores: sí, nuevos avatares.

¿Qué tienen en común los dos manifiestos?

¿Por qué quiero reutilizar el sobredimensionado género del manifiesto para explorar este cambio del futuro al porvenir? Porque a pesar del abismo de tiempo, hay una relación tenue entre el Manifiesto comunista y el Manifiesto composicionista. A primera vista, parecen completamente opuestos. Una creencia en la crítica, en la crítica radical, un compromiso con un mundo material totalmente idealizado, una confianza total en las ciencias económicas —¡de todas las ciencias, la economía!—, un deleite en el poder transformador de la negación, una confianza en la dialéctica, un total desprecio por la precaución, un abandono de la libertad en la política por detrás de una crítica del liberalismo y sobre todo una confianza absoluta en el impulso inevitable del progreso. Y, sin embargo, los dos manifiestos tienen algo en común, a saber, la búsqueda de lo Común. La sed por un Mundo Común es lo que hay de comunismo en el composicionismo, con esta pequeña pero crucial diferencia: que tiene que ser compuesto lentamente en lugar de darse por sentado e imponerlo a todos. Todo sucede como si la raza humana estuviera de nuevo en movimiento, expulsada de una utopía, la de la economía, y en búsqueda de otra, la de la ecología. Dos interpretaciones diferentes de una pequeña raíz pequeña, oikos, la primera siendo una distopía y la segunda una promesa que todavía nadie sabe cómo cumplir. ¿Cómo puede ser construido un «hogar» habitable y respirable para esas masas errantes? Ésa es la única pregunta que vale la pena hacer en este Manifiesto composicionista. Si no hay una habitación duradera para nosotros en Pandora, ¿cómo vamos a encontrar un hogar sustentable en Gaia?

Traducción del inglés:
Luciano Concheiro

© Bruno Latour, New Literary History, 41, 2010, p. 471-490.


* Este texto fue primero escrito con ocasión de la recepción del Kulturpreis otorgado por la Universidad de Múnich el 9 de febrero de 2010. Agradezco a Damien Bright por muchos útiles comentarios, así como a las audiencias que generosamente reaccionaron al artículo en los siguientes lugares: el Departamento de Literatura Comparada de la UCLA, el Departamento de Arquitectura del MIT, el seminario sobre literatura y ciencia de Oxford y el Museo Nobel de Estocolmo.

Sobre el autor
Bruno Latour es un filósofo, sociólogo y antropólogo de la ciencia, nacido en Francia en 1947. Tras terminar estudios en Filosofía se interesó por hacer estudios en la Escuela de Minas de París. Desde 2006 es profesor en Sciences Po de París. Entre sus libros más conocidos están La vida en el laboratorio (1979), Ciencia en acción (1987) y Nunca fuimos modernos (1991).