Dante A. Saucedo


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Fórmulas para poblar un desierto



1

Leah Goldberg preguntó alguna vez:

¿Cómo ha de poder un solo pájaro
sostener el cielo entero
sobre sus débiles alas
por sobre el desierto?

Es una cuestión de números, pero también de geografías. De lugares extraños y deshabitados; de fugas, migraciones y soledad. Del peso que, aun en la mitad de un vuelo, el desierto puede comportar. ¿Cuántos pájaros se necesitan para cruzarlo? ¿Cuántos para poblarlo?
Durante su reclusión en la cárcel de Breslau, Rosa Luxemburgo se entretenía observando pájaros por su ventana, y leyendo sobre ellos. En una carta a Hans Diefenbach comenta una de esas lecturas: durante las migraciones, aves que usualmente son predadores o presa viajan juntas, ayudándose a huir. “Cuando leo algo así —escribe Luxemburgo— empiezo a pensar que incluso la cárcel parece un lugar habitable”. Quizá la única manera de soportar el desierto sea viajar en grupo, mantenerse en fuga.

 

2

¿Qué es un desierto? Un páramo ajeno y desolado, un trozo de tierra que nadie puede reclamar como propio, un espacio que sólo puede ser poblado en movimiento. El desierto amenaza no por su vacío o por lo implacable de su sol, sino porque permanece inapropiable. Resulta imposible trazar líneas o marcar límites y distancias sobre él: basta un segundo de viento para que las huellas desaparezcan en la arena. Un desierto no puede ser la patria de nadie y, por eso, la única forma de habitarlo es el exilio.


¿Qué podría hacer un pájaro, un camello, un nómada, en un lugar así? Cruzarlo o huir de él, seguramente; enfrentarse a su sórdida planicie para poder volver a casa o llegar, al menos, a un oasis. ¿Quién podría, en esas circunstancias, pensar en escribir? ¿Sería posible, siquiera, hacerlo? En 1976, Juan Gelman salió de su país, obligado por la persecución de la dictadura militar. Nunca volvió a su patria para habitarla y, aun así, nunca dejó de escribir. En el desierto, sólo la poesía podía aligerar sus alas:

me desterraron de mi tierra/
caminé por la tierra/
me deportaron de mi lengua/
mi lengua me acompañó/

 

3

Ricardo Piglia escribió que hay algo territorial en juego en las literaturas y su circulación, “una cuestión de mapas y fronteras, ciertas rutas que lleva tiempo recorrer. Y quizá algo de la calidad de los textos tiene que ver con la lentitud con la que llegan a su destino”. Todo esto es cierto, pero quizá haya también cierto tipo de textos que no se limiten a transitar y recorrer países. Si la “literatura del exilio” existe es porque hay escrituras capaces de desplazar los límites mismos, de dislocar las geografías y producir nuevos territorios.
Un texto no es “exiliar” por el lugar en el que se escribe, o por el sitio de origen de su autor; lo es porque produce un espacio completamente ajeno y extraño; un territorio que es, a la vez, el único que el texto mismo podría habitar. La poesía del exilio huye para producir una tierra por poblar; permanece en fuga, acompañada de sí misma, porque sólo así le es posible sobrevivir. Gelman conoció esta experiencia y logró condensarla en un brevísimo poema:

no está en el mar mi casa/ni en el aire/
en la gracia de tus palabras vivo

Por eso, la poesía de Gelman es profundamente exiliar, pero nunca nostálgica. No puede serlo: su escritura desplaza geografías y territorios y ese temblor trastoca, también, lo que alguna vez fue su patria: “no era perfecto mi país antes del golpe militar. Pero era mi estar, las veces que temblé contra los muros del amor, las veces que fui niño, perro, hombre”. Pero “los límites del cielo cambiaron” y, con ellos, su país. Gelman no escribe para volver, sino para poder poblar el desierto que él mismo ha creado en su escritura. Para poder ser —otra vez— perro, hombre, pájaro, camello:

en esta media noche del exilio
soy yo mismo una bestia/

 

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Poblar —lo sabemos desde siempre— significa crecer, multiplicarse. Por eso la poesía de Gelman está llena de animales, de pájaros, y de nombres: los de sus compañeros, los de sus amigos, pero también el suyo, desdoblado. En Hacia el sur (1981-1982) aparecen poemas de Julio Greco y José Galván, dos nombres falsos que señalan en el nombre del autor una pequeñísima fractura que le ayuda a multiplicarse y acompañarse en el exilio.
No son heterónimos; la escritura cambia poco y es posible leer el libro entero como si esos nombres no removieran nada. No son tampoco personajes ficcionales, un producto de la genialidad del autor, de su última arrogancia. Son apenas indicios de un movimiento anterior a ellos mismos: el nombre del autor vuela en múltiples direcciones y Julio Greco, Juan Gelman o José Galván son apenas instantes en cada uno de esos trayectos. El autor no es nunca un solo pájaro; se divide y se multiplica según una regla para la cual no hay aritmética posible. Juan Gelman crece y se dispersa para poder vivir sin tener que numerarse.
En Com/posiciones (1984-1985), el autor vuelve a situar su nombre entre una multitud: Ibn Gabirol, Amós, Yehuda Alevi. Poetas, filósofos y profetas judíos, desterrados permanentes. Gelman justifica el título del volumen en una pequeña nota: “llamo com/posiciones  a los poemas porque los he com/puesto, es decir, puse cosas de mí en los textos que grandes poetas escribieron hace siglos”. Pero en ese nombre se esconde, también, otro sentido: Spinoza —otro exiliado— llamaba composición al choque entre partículas, sustancias, átomos; el momento azaroso en el que los cuerpos se encuentran para articular sus alegrías.
Porque vivir —lo sabemos también— no es, simplemente, vagar solos por un desierto. Hay que saber multiplicarse y saber, también, encontrarse con otros nombres, con los instantes de otras fugas. Julio Greco escribió esa experiencia, donde los cuerpos y las tierras se entrelazan y se desplazan mutuamente:

esa mujer mezclaba la geografía tanto/
[…]
siempre había una selva/un tigre o tigra/una luna rosada
misterios vegetales y minerales

Julio Greco puede amar, por ello, sin contar: “decir que esa mujer era dos mujeres es decir poquito”, escribió en algún instante; “debía tener 12 397 mujeres en su mujer”. Pero esa cifra no es un número. Es algo mucho más sutil y, quizá por ello, algo mucho más poderoso. Es un indicio, una sospecha, un cálculo. Una multitud incuantificable en la que caben mujeres, hombres, pájaros, caballos, bestias, piedras y granos de sal. 12 397 es una fórmula de la matemática imposible que Gelman —como Greco— supo decir de múltiples maneras:

Un hombre dividido por dos no da dos hombres.
Quién carajo se atreve, en estas circunstancias, a multiplicar mi alma por uno.

Es posible que la poesía de Gelman no haya vuelto nunca del exilio; su autor no dejó nunca de habitar una tierra extranjera, y quizá no haya hecho otra cosa que intentar escribir esa experiencia. Pero es posible, también, que al menos uno de sus exilios haya terminado. Tal vez el poeta descubrió una forma peculiar de acabar con él: trabajar con una lengua que le permitiera estar siempre en fuga.


En Dibaxu (1983-1985) logra con una sencillez inusitada lo que todos los poetas han intentado, incluso sin saberlo: traducirse a sí mismos. El autor escribe en sefardí —el castellano de los judíos expulsados por los Reyes Católicos— e intenta verter la sutileza de la huida al español contemporáneo. En ese tránsito —el del desierto, el de la lengua, el del exilio— Gelman logró por fin encontrar una forma de vida; un cierto modo de juntar memorias y olvidos; pájaros, fugas, migraciones, cuerpos:

nil trigu di tu ventre            en el trigo de tu vientre
volan páxarus                   vuelan pájaros
qui cantan                        que cantan
in lu qui va a venir/            en lo que va a venir/

En la página derecha del libro aparece la versión castellana; en la izquierda, escrita en cursivas, la sefardí. El original parece un fantasma, un doble espectral de su transcripción española. El poema se lee como si —aun estando allí antes de la traducción— su doble lo hubiera multiplicado, volviéndolo distinto de sí mismo. ¿Un poema multiplicado por dos da dos poemas? ¿Cuántas palabras pueblan el espacio entre los dos? ¿Cuántos pájaros lo cruzan? La fórmula de la poesía de Gelman, y de su vida, se halla en ese espacio.

 

100 millas náuticas

Herman Melville narra en The Encantadas que, hasta 1750, los mapas de navegación ingleses registraban un segundo grupo de islas al este de las Galápagos. Los bucaneros no podrían explicar las extrañas corrientes que los rodeaban y, para explicarlas, dibujaron cien millas al este un archipiélago imaginario. Las islas, por supuesto, no fueron nunca descubiertas, pero quizá no hayan dejado, tampoco, de existir. ¿Qué otra cosa podría dar cuenta de nuestros flujos, nuestras extrañas corrientes, nuestros encuentros, nuestros nombres desdoblados?


Deleuze escribió alguna vez que una isla no deja de ser desierta simplemente porque alguien vive en ella. Es posible que, para poblarla, sea necesario multiplicarse; ser una bestia o un pájaro, un archipiélago real y otro imaginario, comenzar una fuga con 12 397 o con la cifra justa. Encontrar una lengua para poder decir la huida; mostrar el espacio que la separa de sus posibles traducciones. Si es verdad que toda poesía se escribe en un idioma extranjero, es posible que vivamos siempre como exiliados en un desierto. Quizá la poesía del exilio —la de Gelman, la de Greco, la de Goldberg— no sea más que una fórmula para poder poblarlo.