Mehdi Belhaj Kacem


Ser = acontecimiento*



Tomar en serio la reivindicación —¡predicado “femenino” si los hay!— de un ser-bruja de la filosofía arrojada por Deleuze es algo más que necesario. Jamás consigo leer a este filósofo, tan enorme como Kant, Hegel, Nietzsche, Husserl o Heidegger, de otra manera que con la imagen de un hada Carabosse con los ojos enrojecidos, constantemente agitada con una risa diabólica de timbre agrio, atareada revolviendo hasta que hierva la mezcla lúgubre de su caldero trípode, sin concederse ninguna pausa más que para manipular frascos inquietantes y ungüentos repugnantes. La inmanencia, nos dice en el fondo y a pesar de todo Deleuze, es buagg. Y en el fondo, el ultraplatonismo de Badiou no dice otra cosa, incluso si lo hace con la prudente mediación de Lacan, quien es nada menos que su Sócrates:

Ya hemos visto cómo a propósito del Fedón, Lacan insinuaba que en él Platón embaucaba a sus discípulos acerca del tema hueco de la participación. Existe un texto aún más singular donde Lacan declara que toda la construcción política de La República, que es, dice, una especie de criadero de caballos bien llevado, Platón también sólo nos la expone con el sentimiento de su horror absoluto. Esa ciudad perfecta sólo sería ironía vertida sobre aquello que Platón abomina, con una abominación evidente, y que es, dice Lacan, la de todos.

Es por esto que Deleuze y Badiou se amaron tanto, incluso en el odio. Por definición. El número de cosas de Badiou que provienen de Deleuze es sin duda mucho más considerable de lo que ordinariamente se evalúa. Para ambos, inmanencia = náusea, lo cual nos remite a Sartre (de quien será necesario que dedique un día algunas palabras). El pequeñísimo paso kacemiano, minúsculo, pero que en el fondo armoniza con los dos (¡los tres!), es: ese asco “ontológico” es, pura y simplemente, antropológico. Esto es, de la noción de acontecimiento que yo trazo, lo que difiere de los dos, a quienes debo tanto (¿a los tres?).


El acontecimiento deleuziano es pura y simplemente la “transgresión” del principio de no-contradicción. He puesto la palabra entre comillas, porque intentaré indicarles en estas páginas por qué a Deleuze no le gusta el concepto de transgresión, así como Eva misma no piensa en el Mal puesto que no prestó ningún juramento a Papá. Ésta es la cuestión, de igual modo, que yo planteo a Meillassoux: decir que “el Caos es el único en-sí” equivale a decir, de igual modo, que lo ente contradictorio es el único en-sí. Y tal vez sea por esto, por esta concesión implícita a Deleuze, que lo implícito se literaliza explícitamente, como una forclusión que vuelve a aparecer, en el título que Meillassoux se propone dar a su opus magnum: “La inexistencia divina: ensayo sobre el Dios virtual”. Forclusión, pues aquí Meillassoux quedaría dividido entre aquello que es el “nervio” de su hallazgo metafísico, la inexistencia absoluta de un ente contradictorio, y la afirmación de un en-sí caótico de las cosas, que es de igual modo un “Dios virtual”. Pues Deleuze, por su parte, estaba absolutamente convencido de que el Caos era el único en-sí de las cosas, y lo virtual el nombre de Dios. Meillassoux tendrá que elegir aquí; de lo contrario, como lo dice Badiou de Deleuze, “su idea del acontecimiento habría tenido que convencer a Deleuze de seguir hasta el final a Spinoza […] y de llamar ‘Dios’ al Acontecimiento único en el que se difractan todos los devenires”.


Es sobre esta convicción que la astucia metafísica de Deleuze se despliega. Digo bien convicción: Deleuze está absolutamente persuadido de que el ser en-sí, lo virtual puro, es lo ente absolutamente contradictorio. Juzguemos nosotros mismos.


El acontecimiento es el nombre deleuziano del ser, en lo que se refiere a que es “puro devenir”.

Desde luego, no es al mismo tiempo [que Alicia] es más grande y más pequeña. Pero es al mismo tiempo que lo deviene. Es más grande ahora, era más pequeña antes. Pero es al mismo tiempo, en un solo instante, que uno deviene más grande de lo que uno era, y que uno se hace más pequeño de lo que uno deviene. Tal es la simultaneidad de un devenir que tiene como propio esquivar el presente.

Ésta es la obsesión, lo hemos visto, del masoquista: esquivar el presente, esquivar la cesura del goce fálico. Es en este sentido que espero hacerles ver sin lugar para zonas grises cómo, donde la mujer “esquiva”, mediante exponenciación y difracción mimética, un presente que le es inaccesible, la identidad deseo = goce, el devenir-mujer de Deleuze parodia esta mímesis, y reúne mediante la suspensión del goce masculino la composibilidad del deseo y el goce, en la Esfera “incorporal” de esta misma suspensión. Es también esta suspensión, esta ingravidez deseante, lo que él va a llamar pura y simplemente acontecimiento. En su “erotología” propia podemos reconocer la matriz misma del conjunto de la ontología deleuziana.


También he dicho, y es sobre esto que me pidieron insistir, que es el masoquismo masculino, en Deleuze, lo que elucidaba la esquizofrenia.


Para elucidarla completamente, les cito las páginas de Lógica del sentido que a mi juicio concentran en su estado más puro toda la metafísica deleuziana.

Donde las series divergen comienza otro mundo, incomposible con el primero. La extraordinaria noción de composibilidad se define, por tanto, como un continuum de singularidades, teniendo la continuidad como criterio ideal la convergencia de las series. Tampoco la noción de incomposibilidad es reductible a la de contradicción; antes bien, es la contradicción la que, de cierta manera, deriva de ella: la contradicción entre Adán-pecador y Adán-no pecador deriva de la incomposibilidad de los mundos en los que Adán peca y no peca. En cada mundo, las mónadas individuales expresan todas las singularidades de este mundo —una infinidad— como en un murmullo o un desvanecimiento; pero cada una envuelve o expresa “claramente” sólo un cierto número de singularidades, aquellas en cuya vecindad se constituye y que se combinan con su cuerpo. Está claro que el continuum de singularidades es completamente distinto de los individuos que lo envuelven con grados de claridad variables y complementarios: las singularidades son preindividuales. Si bien es cierto que el mundo expresado sólo existe en los individuos, y que existe en ellos como predicado, subsiste de una manera bien distinta, como acontecimiento o verbo, en las singularidades que presiden en la constitución de los individuos: no ya Adán pecador, sino el mundo donde Adán ha pecado. […] El primer nivel de efectuación produce correlativamente mundos individuados y yos individuales que pueblan cada uno de estos mundos. Los individuos se constituyen en la vecindad de las singularidades que envuelven; y expresan mundos como círculos de convergencia de las series que dependen de estas singularidades. En la medida en que lo expresado no existe fuera de sus expresiones, es decir, fuera de los individuos que lo expresan, el mundo es sin duda la “pertenencia” del sujeto; claramente, el acontecimiento ha devenido predicado, predicado analítico de un sujeto. Verdear indica una singularidad-acontecimiento en cuya vecindad se constituye el árbol; o pecar, en cuya vecindad se constituye Adán; pero ser verde y ser pecador son ahora los predicados analíticos de sujetos constituidos, el árbol y Adán. Como todas las mónadas individuales expresan la totalidad de su mundo —aunque sólo expresen claramente una parte seleccionada—, sus cuerpos forman mezclas y agregados, asociaciones variables con las zonas de claridad y de oscuridad: es por esto que las relaciones son aquí predicados analíticos de las mezclas (Adán comió del fruto del árbol).

Se puede decir que la singularidad preindividual es la “esencia” deleuziana de lo virtual como acontecimiento, es decir, un “verdear distinto del árbol y de su verde, un comer (ser comido) distinto de los alimentos y de sus cualidades consumibles, un aparearse distinto de los cuerpos y de sus sexos: verdades eternas”. Así pues, la singularidad preindividual es que existe un “Adán-vago”, dice Deleuze, “es decir, vagabundo, nómada, un Adán = x, común a varios mundos”. El hombre, dirá Badiou, es “el animal que habita la mayor cantidad de mundos”. La “singularidad preindividual” adánica es ese flujo que atraviesa tanto el paraíso original como la sucesión del pecado que le pone fin. Lo cual resulta bastante cómodo, porque en alguna parte, literalmente, del paraíso leibnizo-deleuziano de los incomposibles vueltos todos composibles, el pecado no ha tenido realmente lugar. Mi luteranismo radical resulta aquí escandalizado tanto por el juego de manos, “regresión pagana” de Deleuze como por la “superación católica” de Badiou (el acontecimiento suprime pura y simplemente aquello que lo precede). Y en esto radica toda la ambigüedad de Deleuze: ¡en esta genial concepción de un acontecimiento que, en el acto que lo realiza, es precisamente aquello que en él no ha sido efectuado! ¡Ése es su acontecimiento! El acontecimiento del pecado original es la singularidad “inocente”, o de una manera más exacta: el Adán = x, la “singularidad preindividual”, es aquella que es al mismo tiempo el acontecimiento y su sitio: aquel que ha pecado y aquel que no ha pecado. Pero, de todas maneras, lo que es propiamente acontecimental para Deleuze no es del todo el pecado original, el acto de comer el fruto y la catástrofe que de ello resulta: es el sitio de ese acontecimiento, Adán inocente, en cuanto que es virtualizado por su Desliz metafísico. La operación es, a pesar de todo, sorprendente: el pecado original, el acontecimiento mismo para un ingenuo como yo, a saber, el acto en el que se cumple, es pura y simplemente irrealizado por Deleuze, en el sentido de que es sencillamente la expresión de Adán inocente, Adán virtual.

Dicho de otra manera, en Deleuze, ningún acontecimiento es irrever­sible, contrariamente a Badiou. El acontecimiento no es el pecado actual irreversible, la Castración; es lo virtual adánico lo que peca y no peca: “la pura reserva”, dice en otra parte Deleuze: la Castración enteramente reabsorbida, neutralizada, como en el propio ritual masoquista varonil.


Por una parte, en el caso de Badiou, el acontecimiento es la pura consunción del sitio en el acto de su acontecimiento, que a continuación lo “convierte” en Sujeto (en el sentido en que Espartaco y sus tropas crucificadas, o los comuneros de París masacrados, eliminados para siempre como tales —como sitio realen el acontecimiento, son “elevados” por el seguimiento de las consecuencias de determinado partido u organización política), pero por otra parte, en cierto modo, en el caso de Deleuze, es el acto mismo lo que es consumido en su actualidad irreversible, únicamente para “hacer advenir” la “verdad eterna” de aquello que él llama la “singularidad preindividual”: el Adán = x, a la vez el devorador de fruta y el inocente que se regodea eternamente en el Jardín, frescamente y con el glande dilatado. Tendrá una erección cuando tenga ganas de tenerla, y ahí, actualizando lo irreparable, no hará otra cosa, para Deleuze, que expresar el infinito de las “singularidades preindividuales” que son las líneas divergentes de Adán inocente y de Adán pecador, eternamente composibles en el propio acontecimiento, que es lo virtual mismo: el sitio (Adán inocente) y su actualización (Adán pecador) al mismo tiempo.


Badiou es obviamente mucho más “realista”: Adán pecador suprime para siempre la inocencia de Adán. De ahí lo insoportable que hay de su parte en provocaciones del tipo “el hombre es naturalmente bueno”, “inocente”, etc. De ahí también mi posición incorregible “entre” los dos, es decir, finalmente, bajo esa sola relación, más allá, no por mera veleidad narcisista, sino porque es así como para mí evidentemente son las cosas: Adán pecador es para mí el expositor de Adán inocente, es decir, de la Naturaleza, de la cual jamás habríamos sabido nada, como los dichosos animales, nuestro gato que se regodea todo el día en el sol, si Adán no hubiera pecado. Pero esa Naturaleza (esa “inocencia”) se nos vuelve para siempre inmediatamente inaccesible.
Y aquí radica mi diferencia con Deleuze: para mí, lo que es “suprimido-conservado” en el acontecimiento, para este caso el pecado original, no es la Naturaleza como virtual, es la Naturaleza como actual. Mi cuerpo biológico, aquí y ahora: aquel, por ejemplo, que tratamos de recubrir compulsivamente con la “sexualidad”, sin jamás conseguirlo, y de ahí precisamente la compulsión, la mimetología generalizada. Es lo actual lo que en cada acontecimiento se nos vuelve “inaccesible”. Ésta es también mi diferencia con Badiou, quien es en el fondo “hegeliano”: el acontecimiento no suprime pura y simplemente eso que él supera: de ninguna manera lo hace desaparecer. Lo conserva en su plena actualidad misma, bajo la figura general, debo decirlo, del Mal: aquí radica toda la diferencia del protestantismo y del catolicismo… y evidentemente del paganismo deleuziano.


La “singularidad preindividual”, a expensas de todas esas geniales permutaciones diabólicas, con el sello “Carabosse”, es entonces algo que quiere hacerse pasar por pura y simplemente originario, la “gran línea de lo virtual” en el paraíso de los composibles, el equivalente deleuziano de la esencia, que no es precisamente una esencia sino aquello que él llama, por su parte, un acontecimiento (“no Esencia, sino acontecimiento”, dice explícitamente en las páginas que me dispongo a citar): “cabeza sin cuello, brazos sin hombros, ojos sin frente”. Lo cual depende, de todos modos, del puro y simple juego de manos. Lo que en Deleuze deviene “esencia originaria” son todas esas cosas que no existen absolutamente, esas cosas que en términos kanto-lacanianos la facultad imaginativa puede “desbrozar” en los “estados de cosas” actuales. Cuando se desbrozan todas realmente, producen carnicerías en lo real, y ciertamente no esas maravillosas esencias “noemáticas” que Deleuze coloca en el fondo de las cosas, es decir, en lo virtual: es en lo real donde el hombre, mucho más que todos los demás animales, encuentra cabezas sin cuello, brazos sin hombros, etc. Todo esto nos remite irresistiblemente a lo que Hegel llama la “noche del mundo” en un pasaje famoso de la Filosofía del espíritu, pero que tiene el mérito, por su parte, de delimitarla al animal que es susceptible de ella. Esta descripción podría sin el menor daño aplicarse a lo virtual de Deleuze:

El hombre es esta noche, esta nada vacía, que contiene todo en su simplicidad, una riqueza de representaciones, de imágenes indefinidamente múltiples, ninguna de las cuales le viene precisamente a la mente, o no están como realmente presentes. Es la noche, el interior de la Naturaleza, lo que existe aquí —puro sí mismo— en representaciones fantasmagóricas: es la noche toda alrededor; aquí surge repentinamente una cabeza ensangrentada, allá otra silueta blanca, y se esfuman también. Esta noche es lo que se divisa cuando se mira al hombre a los ojos: uno sumerge su mirada en una noche que deviene espantosa.1

Tal es el “delirio” deleuziano de las “líneas convergentes”, en lo virtual puro, donde todo es composible, incluido el deseo y el goce. Las líneas divergentes que producen las actualizaciones de lo virtual, como Adán pecador actualiza a Adán inocente, o un cuerpo con órganos al cuerpo sin órganos, sólo están ahí para expresar el Único acontecimiento del ser como Devenir donde todas las líneas infinitas de singularidades preindividuales convergen, son compatibles. Líneas singulares que en última instancia son todas, para Deleuze, “verbos”, es decir, acontecimientos-devenires “puros”: “rojear”, “palpitar”, “circular”, “globular”, etc. La convergencia actual de estas líneas divergentes puras es pues también lo que produce, en el léxico de Deleuze, “estados de hechos”, que no tienen estrictamente nada que ver con aquello que Badiou entiende por “Estado”. Por ejemplo, la convergencia de “rojear”, “palpitar”, “circular”, “globular”, se hace en el “estado de hecho” actual “sangre”. Lo virtual es la composibilidad absoluta de todas las líneas divergentes: he citado aquí a propósito “singularidades impersonales”, con vistas al ejemplo de convergencia determinado que quería darles para ilustrar el asunto: rojear, palpitar, circular y globular, es evidente que estas divergencias convergen sin ningún problema en el estado de cosas actual “sangre”.


Para actualizarse, el acontecimiento único del ser, que es la convergencia extática de todos los incomposibles, tiene que escindirse, precisamente, en líneas divergentes, y “sinterizarse” en un estado actual individuado, que “desbroza” un predicado (“verde”), en la singularidad preindividual, eternamente virtual (“verdear”), que ella no tiene por tarea sino expresar. Todo “acontecimiento” actual no es para Deleuze sino un simulacro de acontecimiento encargado de expresar el Acontecimiento Único de lo virtual, o todo cuanto finge divergir en los “estados de hechos” empírico-actuales (la “banalidad de lo cotidiano”) no hace sino afirmar ahora y siempre la Universal Convergencia de… todo. La gran Olla del Caos primordial, el último Noúmeno deleuziano, que no es otro que el del Kant de la tercera crítica: ésta es la advertencia que yo lanzo amistosamente (con una amistad enteramente platónica, pues no lo conozco personalmente) a Meillassoux.


Por ejemplo, “rojear” y “azular” son dos series divergentes, que sólo convergen como estado de hecho en el “violeta”. En lo actual, hay siempre principio del tercero excluido; o rojo, o azul, o violeta: es en esto, dice más o menos Deleuze, que el estado de hecho actual, el cuerpo donde lo virtual se actualiza, ha “devenido” predicado. Devenido: el devenir eterno deviene actual, si me atrevo a decir. Les he mostrado de qué modo “mi” concepción del devenir no podría diferir de semejante… idealismo. El empirismo inmanentista de Deleuze es para mí un idealismo. Pero, en lo virtual, esas “singularidades preindividuales” que son las series “rojear”, “azular”, “verdear”, etc., no cesan de mezclarse: donde lo Absoluto de Schelling era la noche donde todas las vacas son negras, lo Virtual de Deleuze es el caldero donde todas las campesinas son multicolores, incesantemente… “cambiantes”, en lo connotado no fortuito de Malabou.

Pero, en la medida en que la divergencia es afirmada o la disyunción deviene síntesis positiva, parece como si todos los acontecimientos, incluso los contrarios, fueran compatibles entre sí, y que “se interexpresan”. Lo incompatible no nace sino con los individuos, las personas y los mundos donde se efectúan los acontecimientos, pero no entre los acontecimientos mismos o sus singularidades acósmicas, impersonales y preindividuales. Lo incompatible no se da entre dos acontecimientos, sino entre un acontecimiento y el mundo o el individuo que efectúan otro acontecimiento como divergente.

Dos acontecimientos no pueden ser en última instancia incompatibles, porque siempre son noemas expresivos, el “sentido” mismo, “suspendidos” por encima de los estados de cosas actuales: aquello que, del estado de estas cosas, “vuelve a su fuente” virtual, donde no hay sino un solo acontecimiento, y donde todas las “esencias”, incompatibles “alógicamente”, o contradictorias lógicamente en lo actual, son absolutamente compatibles y no-contradictorias. Que el pez grande coma al pequeño, diría Deleuze, no es contradictorio lógicamente, es sólo la incompatibilidad “alógica” del grande y el pequeño, que el “comer” del grande vuelve perfectamente “compatible”. La contradicción lógica, por su parte, es aquello que se aplica a un solo y mismo ente a la vez: imposible estar muerto y vivo a la vez, ser hombre y mujer, etc. Éste es uno de los numerosos puntos que marca la extraordinaria agudeza conceptual de Deleuze: la contradicción lógica es a partir de aquí uno de los efectos del sentido noemático que se eleva por encima del estado de cosas actual, y que está más allá del principio de contradicción.


En lo virtual, que es en última instancia el acontecimiento mismo, el Acontecimiento único en el que todos los demás convergen, ustedes no pueden, con pleno derecho, suponer ninguna divergencia absoluta: blanco y negro, ying y yang, vida y muerte, hombre y mujer, etc., las contradicciones e incompatibilidades más radicales se comunican aquí perfectamente. Por ejemplo: deseo y goce. Hemos visto cuál sería la “transferencia mortal” de acuerdo con nuestra Tesis: deseo y goce son incompatibles “alógicamente” en el cuerpo biológico mamífero macho. Éste transforma esta ley “alógica” apropiada en principio universal de no-contradicción “lógica”, y lo aplica al cuerpo mujer. ¡Milagro! No funciona. Como lo decía placenteramente Lacan: “Me entrego a ti —insiste el paciente—, pero esta donación de mi persona —como suele decirse— ¡misterio!, inexplicablemente se transforma en el regalo de una mierda — término igualmente esencial de nuestra experiencia”. Desde este punto de vista, Deleuze está completamente en lo correcto al decir que lo ente paradójico, alógico, precede siempre al “estado de cosas” actual establecido por la lógica; y en el fondo, Badiou no dice nada distinto, y Heidegger mismo buscaba algo por el estilo con la noción de “acontecimiento”. Pero es aquí precisamente que resultará muy necesario marcar la diferencia.


Badiou no se equivoca al decir que no es tan fácil salir del platonismo, a pesar de los enérgicos argumentos que Deleuze desarrolla en este mismo libro para “demostrar” que él está más próximo a los estoicos, a aquellos que “traen todo a la superficie”, más o menos dice él. Pues lo que es “traído a la superficie” por medio de las actualizaciones “acontecimentales”, que no hacen otra cosa que expresar el acontecimiento único del ser (y por consiguiente sólo son apariencias de acontecimientos encargadas meramente de “decir” al infinito el ser infinitamente caótico), es ahora y siempre el Cielo “platónico” de lo virtual.


Como jamás nos hallamos allí, con Deleuze en la hoguera y salvo en una paradoja, es esa “diversión” sintética, cuyo ejemplo específico es nombrado oportunamente el pecado original, lo que atestigua la Gran Convergencia Cósmica de lo Virtual: sin la “síntesis disyuntiva”, que provee après coup el sujeto de su predicado (el acontecimiento indivisible, la singularidad preindividual “verdear”, deviene un verde analítico “después [après]” de la disyunción sintética que “lo expresa”, es decir, divide la indivisible singularidad en predicado fijo), el acontecimiento mismo no sería, evidentemente, nada. La “singularidad preindividual”, la gran línea divergente que no cesa de converger en lo Virtual Absoluto, resulta destinada a “expresarse” en una divergencia actualizada, un “estado de hecho” que “fija” al acontecimiento como predicado para expresarlo. Aquí como en otras partes, y como lo he apuntado desde el comienzo, el acontecimiento deleuziano “singular” es una ralentización de la velocidad infinita del ser, ente contradictorio en el que todo sucede incesantemente dentro de todo, pero en el que ese Todo no se expresaría sin esa ralentización esencialmente falsificante. El acontecimiento es siempre un “falso movimiento” del ser mismo, un simulacro sin el cual la velocidad infinita de lo virtual no sería probablemente… nada. Sin el predicado “verde” que ralentiza la velocidad infinita del verdear prelógico, nosotros no tendríamos la menor idea de este último. Aquí también, el movimiento es muy “hegeliano”: lo falso es un movimiento desvaneciente de lo “Verdadero”, salvo que en Hegel existe realmente Verdad terminal, mientras que en Deleuze esa Verdad terminal es ella misma esencialmente mentira, desvarío, mezcla. Es más bien la verdad lo que es un momento de lo falso, como lo decía Debord de la sociedad del espectáculo: el predicado de adherencia lógica, “verde”, definición clásica de la verdad, no es más que un efecto óptico, literalmente y en cualquier sentido, que “expresa” la línea virtual infinita del “verdear”, línea ella misma, en la totalidad virtual, pronta a mezclarse y a confundirse con otras líneas: “azular”, “amarillar”, etc.


En este sentido preciso, las “singularidades preindividuales” de Deleuze son lo virtual puro. Son el opuesto exacto de aquello que el Sistema de Badiou tiene por singularidad, y que es siempre una especie de real absolutamente puro: de real absolutamente excluido tanto por la normalidad como por la representación. Se trata de la presentación oprimida por la representación como exceso, y que toma “venganza”, eventualmente, por medio del acontecimiento [événement]. Por ejemplo, los esclavos son esas singularidades reales que son oprimidas por el Estado normal del mundo “Imperio romano”, y que, saliendo de su ser-sitio, de su inexistencia estatal, hacen acontecimiento (pero en ese acontecimiento glorioso se suprimen, ay, literalmente, en cuanto sitio).


Las “singularidades” de Deleuze son, por el contrario, lo virtual puro: el abracadabra de esta Carabosse del concepto consiste en transformar el sitio del acontecimiento, Adán inocente, en virtual puro tras su actualización en el pecado. El pecado adánico no tiene otra función que la de “expresar” lo virtual puro de Adán inocente. Es por esto que, y es con este punto que yo acabaría, la forma absolutamente pura del acontecimiento, en Deleuze, es el fantasma.


A modo de torsión, y aquí nuevamente “como” en Badiou, el acontecimiento es llamado “extra-ser”, pero a diferencia de Badiou, puesto que el acontecimiento es en última instancia el ser mismo, es el ser mismo lo que hace la torsión, porque “el ser unívoco es neutro. Él mismo es extra-ser”. Para comprender bien esta curiosa torsión, cito el pasaje usualmente canónico donde Deleuze resume su posición. Subrayo yo.

La filosofía se confunde con la ontología, pero la ontología se confunde con la univocidad del ser […] La univocidad del ser no quiere decir que haya un solo y mismo ser: al contrario, los entes son múltiples y diferentes, producidos siempre por una síntesis disyuntiva, membra disjoncta. La univocidad del ser significa que el ser es Voz, que se dice, y se dice en un solo y mismo “sentido” de todo aquello de lo que se dice. Aquello de lo que se dice no es en absoluto lo mismo. Pero él es el mismo para todo aquello de lo que se dice.

Deleuze paga aquí factura por haber sido el único filósofo de envergadura en la posguerra en no haber, precisamente, pagado factura a Heidegger. Bien se lo ha llevado, pues ha sido el único en producir una ontología que no debe estrictamente nada a este último. Sartre le pagó, Derrida y Nancy ni hablemos, Foucault y Lacan, Lacoue-Labarthe expió su dependencia a Heidegger durante toda su vida, etc. Pero esto quiere decir que Deleuze no toma en consideración la diferencia ontológica (que Badiou, por su parte, maximizará al contrario: ser y ente no tienen estrictamente nada que ver: volveré a esto pronto). No hay más ser que de lo ente, infinitamente múltiple, del que se dice él, y es por esto que el ser como acontecimiento es ese ente paradójico que es el no-ser que distribuye unívocamente la universal multiplicidad divergente de los entes, y los hace converger en su Paradoja genérica. El ser es el no-ser que distribuye el ser siempre diferente de lo ente, cuya divergencia actual no expresa más que la eterna paradoja virtual del mismo Acontecimiento.


Es por esto que he considerado salvador introducir la dimensión de apropiación en el acontecimiento badiousista, por su parte enteramente discriminado del ser, siempre singular y siempre resultado de una singularidad real. Necesito reconciliarme con la inspiración Rousseau-Marx-Freud: exijo de la metafísica que redevenga, sin ceder ninguna de sus exigencias, con los pies en la tierra.


Es preciso romper con la dimensión “milagrosa” del acontecimiento, tanto en la forma de la paradoja deleuziana como en la forma del “Misterio”, vaya, del acontecimiento de Badiou que resulta puramente “extra-ser”, en última instancia de manera inexplicable, y que por consiguiente se presta a la interpretación del acontecimiento como puro y simple “milagro”, por heroicos y concluyentes esfuerzos que haya desplegado Badiou para “corregir” esta “desviación izquierdista originaria” de su filosofía. Es preciso retomar las cosas desde la raíz: el acontecimiento es muy simplemente apropiación de ser, desde lo vegetal y lo animal. Este último se apropia el ser de manera “kantiana”, o bergsoniana: en la forma del tiempo y del espacio, mediante el “despilfarro”, dirá Bergson, absolutamente supernumerario y gratuito, del movimiento en cualquier sentido, y de la duración extraordinariamente disminuida de los entes orgánicos en relación a los entes, por ejemplo, “minerales”.


El goce sexual es el punto extremo de ese insensato despilfarro apropiador: cuanto más nos apropiamos el ser, tanto más nuestro tiempo está contado. Se trata del punto extremo “cósmico”, deben notarlo, de aquello que exploramos más “a ras de tierra” en las presentes jornadas. La capacidad de reapropiarnos el goce mediante la mímesis y la de desplegar la apropiación del ser como tecnología planetaria son un solo y mismo fenómeno. El goce representa para nosotros el punto extremo de la apropiación, aunque, siendo buenos lectores de Lacan, no nos haríamos ilusiones sobre la posibilidad de un goce eternizado, que sería apropiación eternizada. Ésa no es la cuestión: pues, mucho más seria que la cuestión del “fin de las utopías”, es la cuestión de la creencia de la humanidad presente, y la que viene, en la posibilidad de un goce eternizado. Como lo he dicho en la Ontologique, la eternidad es algo bastante menos interesante, filosóficamente, que el fenómeno que nos agobia: el de su apropiación como acontecimiento, y del uso tecnológico que esta apropiación permite. Tal es el círculo vicioso esclarecedor del concepto de goce. Cuanto más nos apropiamos la eternidad indiferente, tanto más somos nosotros mismos “desvanecientes”: las estrellas y los planetas perduran bastante más tiempo que nosotros, pero no tienen la apariencia de apropiarse gran cosa de la eternidad que habitan mucho más plácidamente que nosotros. Apropiación del ser y patetismo del desaparecer son una sola y misma cosa, existe una verdadera “termodinámica” perfectamente medible de esto, que de igual manera hace del patetismo de lo ente apropiador una gracia, pero una gracia perfectamente descriptible y “medible” en cuanto tal.


De ahí el patetismo presente siempre en los metafísicos subordi­nados al Tiempo, es decir, a la finitud, particularmente Heidegger. De ahí el pensamiento trágico de la ciencia como “premio al dolor”, o el pensamiento monoteísta del pecado original. Pero este premio pagado es, sin embargo, completamente “recompensado”: nos apropiamos efectivamente mucho más ser a través del despilfarro supernumerario del acontecimiento. La prestación suntuaria del movimiento en cualquier sentido “gratuito”, de la duración acontecimental desvaneciente del celo, y luego del sílex, de la caza, de la agricultura… predisponiendo al lógico-matemático y todo aquello que de él se sigue. Este pensamiento retira la paradoja fundamental en la que se mantiene ahora y siempre Badiou, bajo esa relación aún demasiado próxima a Deleuze. La “paradoja” del acontecimiento deja de serlo, una vez que se la marca con el sello de la apropiación, en el sentido que he dado a este último concepto, y no en el de Heidegger: ésta es una paradoja enteramente racionalizada. El acontecimiento es lo ente que se apropia el ser. Es tan “simple” como esto.


Badiou me “felicitó” hace varios años diciéndome: “¡Tú vas a darnos el Relato!”. Ahora que ya está hecho, no estoy seguro de que se alegre tanto de que recapitule mis “edades del mundo” en relación a la discusión con estos dos Maestros: 1) Momento “nostálgico-pagano” (Deleuze): el acontecimiento es aquello que no solamente conserva, sino que hace advenir eso que no “suprime” más que falsamente en su acto actual: Adán-Naturaleza es expuesto por Adán-pecador, en su “verdad eterna” puramente virtual (fantasmática). 2) Momento “antinostálgico” católico, paulino (Badiou): el acontecimiento suprime absolutamente el sitio que lo hace advenir: Adán-Naturaleza (y por consiguiente la Naturaleza misma) deja de existir en Adán-pecador; Adán-pecador es a su vez suprimido sin tregua por Cristo: toda la humanidad es redimida para siempre, con tal que suscriba la buena nueva y el Bien. El Mal ya no existe, literalmente. 3) Momento protestante: el acontecimiento es perfectamente el expositor de su sitio, pero la supresión de éste es al mismo tiempo su “eternización”: la Naturaleza preadánica es eternizada por el pecado original, y el pecado original es a su vez eternizado por la redención crística.


Esta paradoja esclarece a cambio la astucia metafísica de la construcción de Deleuze, que confirma lo que Badiou dice al final de sus Lógicas de los mundos: no se puede oponer nada a una filosofía que le sea puramente exterior. Es decir, para a la vez mostrarlo y solucionármelo, la paradoja de la redención crística por medio del Calvario es que, si uno se había quedado en el “momento judío” de la religión, entonces para Deleuze nos habríamos quedado, en un sentido, en la redención real, puesto que es puramente virtual. Seremos, algún día, redimidos, dicen los judíos, cuando el Mesías venga, y por tanto estamos, para Deleuze, absolutamente redimidos, puesto que es en lo posible del futuro, el cual es actualmente, de este modo, absolutamente virtual, y por consiguiente absolutamente real.


Que el Mesías haya venido, y bajo esa forma, la abyección de la Cruz, hace que, puesto que para los cristianos estamos redimidos actualmente —con tal que suscribamos (¡esquema de Badiou!) la Verdad eterna de Cristo—, entonces lo que deviene real para Deleuze es precisamente lo que el acontecimiento virtualiza universalmente: el pecado original mismo, el Mal. La Redención, de ser actual, no es el acontecimiento sino de aquello que ella redime: el pecado original. En el “momento judío”, el pecado original era lo único actual, la Redención lo virtual, lo cual quiere decir que para Deleuze es en los judíos que la Redención era acontecimental, ¡no en los cristianos! Diabólico, les digo.


Lo que el acontecimiento hace advenir, el sitio real de Badiou, donde en Badiou ese sitio queda enteramente “suprimido” en el acontecimiento, pues bien, dicho sitio deviene inaccesible en cuanto real: la Naturaleza por el pecado original; el pecado original por la Redención; etc. Es esta inaccesibilidad a lo real, por la falta de la apropiación, lo que es el nombre conceptual del Mal. Entonces se me dirá, y es lo que yo quería decirles con la mención del hecho de que no se puede oponer nada a un filósofo grandioso que le sea puramente exterior, ¡pero todo eso “sigue siendo” deleuziano! Porque la Naturaleza, que es real, y es el sitio que se “suprime-conserva” en el acontecimiento del pecado original, tanto en mí como en Deleuze “deviene” virtual (y el pecado mismo luego de la Redención, etc.). Pues bien, a pesar de todo, no es lo mismo. Heidegger decía en alguna parte (en su Schelling, me parece) que si los grandes filósofos no se comprenden los unos a los otros (hablo de Deleuze y Badiou, ¡ay, no de mí!), no es porque busquen cosas completamente diferentes las unas de las otras, sino precisamente porque sus construcciones singulares les hacen buscar exactamente la misma cosa, y es en los medios que ellos emplean para llegar a ella que se produce siempre toda la diferencia. Se los haré ver muy claramente aquí mismo: decir, como yo digo, que el sitio no es pura y simplemente suprimido, como en el catolicismo metafísico de Badiou, ni pura y simplemente conservado como virtual, realizado plenamente como virtual, como en el paganismo metafísico de Deleuze, se debe a que en este último el “sitio virtual”, Adán inocente, que el acontecimiento hace advenir en la actualización de Adán pecador, está “por encima”, para siempre, del estado de cosas actual donde fue realizado (toda la humanidad), aunque para mí, permanece para siempre “debajo”, inaccesible-virtual, si así quieren, pero como real-actual. Es la Naturaleza lo que es, aquí y ahora, en su actualidad pura, absolutamente inaccesible, “virtualizada” desde abajo y no “noemáticamente desde arriba” como en Deleuze. Así, “entre” Heidegger, el pensador más extremista de la finitud que hubo jamás, y Badiou, el pensador más extremista del infinito que hubo jamás, yo he demostrado en la Ontologique cómo era precisamente mediante la apropiación del infinito, constantemente más desplegada por la ciencia, sobre todo desde Galileo y Cantor, pero a decir verdad desde los orígenes de nuestra Historia (la apropiación fue siempre del infinito, sobrepasamiento de nuestra finitud animal: Transgresión), que nosotros revelamos nuestra finitud, y que nosotros la revelamos como Mal. Yo “transformo” el choque de la hermenéutica de Heidegger y de la axiomática sustractiva de Badiou en dialéctica: sin apropiación de infinito, no hay de finitud. Y es el mismo movimiento el que hace que nos extenuemos por la apropiación, que perdamos nuestros reflejos animales, nuestra velocidad y nuestra fuerza, que nos desanimalicemos: la animalidad finita que el propio animal no sospecha, que soporta tan bien, deviene patetismo, se revela al devenir inaccesible a causa del infinito del que estamos por todas partes estremecidos: conciencia de la eternidad y del infinito, conciencia de todo aquello que habita el planeta y de todo aquello que se encuentra fuera, etc.: que esclarece patéticamente nuestra condición finita, y la transforma efectivamente en Mal, donde existen muchas posibilidades de que el animal no soporte tan bien su finitud y de que tampoco hay nada que sospechar del infinito.


El pecado mismo, el Mal, es esta “Naturaleza” automática, inac­cesible, en la medida en que tortura, expropia, mata de hambre, viola, etc.aquí y ahora. Es decir, una vez más: aquello que es inaccesible, en modo deleuziano, es precisamente aquello que es “deleuziano”, a saber, spinozista: la pura concatenación sin interrupción, natural, “homeo­mérica”, de las causas y los efectos continuos. Aquí, en efecto no hay “Mal”, ni para Deleuze ni para Badiou: aquello que nos da a entender que hay Mal en Auschwitz o en las hambrunas africanas, es aquello que ha permitido eso que, en el puro orden de la “Naturaleza”, se desprende de la misma cadena que “el pez grande come al pequeño”: es precisamente el acontecimiento lo que nos ha separado de esa Naturaleza, de esa animalidad puramente “causal”, en el sentido spinozista del adjetivo (y por tanto deleuziano). Si no, no podríamos explicar (y Spinoza-Deleuze no podrían explicar) por qué la hambruna no ex-siste más que en el animal que resulta ser el más poderoso, el animal máximamente apropiador: nosotros. Es de esta paradoja que he querido dar cuenta, y no de la paradoja del “ser mismo como acontecimiento”, en Deleuze (y de paso Heidegger), ni siquiera del acontecimiento como paradoja extra-ser, en Badiou. Hay aquí un desacuerdo, con Deleuze y con Badiou, que va mucho más allá, créanme, de la promoción de la pequeña diferencia narcisista.


He explicado de qué modo con relación a Deleuze. Con relación a Badiou, el desacuerdo se enuncia simplemente: el sitio real que hace acontecimiento es antes del acontecimiento que no existía: los esclavos, diría él, son los inexistentes de la situación, y llegando a existir aquí máximamente con Espartaco, se suprimen literalmente como sitio y debido a eso, para Badiou, la única cuestión que cuenta es: cómo suscribir la subjetividad positiva, política, militante, que ha autorizado este acontecimiento. Para mí, lo que el acontecimiento hace de igual manera advenir, es el Mal como tal: antes del pecado original, no ex-sistía. Antes de la revuelta de Espartaco, la esclavitud como Mal, atrocidad antropológica, no existía. No era nada más, precisamente, que natural, dice el Maestro: el pez grande que se come al pequeño. Así pues, lo que el acontecimiento hace advenir es también la eternidad de la esclavitud como Mal, es el saber que la esclavitud es un Mal que perdura hasta nuestros días en su verdad eterna en nuestro mundo, es decir, eternizada como real ahora inaccesible por el acontecimiento. Inaccesible queriendo decir aquí precisamente: lo que nos es ahora inaccesible, digo yo contra Deleuze, es lo real de la esclavitud, las cadenas, los latigazos, las crucifixiones, etc., como “Naturaleza”, como concatenación puramente “real” e in-sensata de causas y efectos “spinozistas”. Y éste es el único, aunque crucial, reproche que yo opongo tanto a Deleuze como a Badiou: ambos tienen anchas las espaldas para justificar su Sistema con la interdevoración “ontológica” universal (Deleuze), o con el hecho de que, en la ontología, el Mal no existe (Badiou). Por supuesto que no existe. Pero el ser tampoco existe. Y, ¡estupor! Con la apropiación de la inexistencia del ser, de igual modo hacemos existir horrores que no existían antes.


El sitio del acontecimiento, por ejemplo el esclavo, es eternizado en su actualidad pura, como inaccesible: y es exactamente esta inaccesibilidad de lo actual lo que hace fantasear a Deleuze su accesibilidad en lo virtual, o, tal vez peor, su inexistencia posacontecimental por parte de Badiou. Humanidad redimida por el Bien, inexistencia del Mal antropológico donde aparece esa consunción del sitio en el acontecimiento: la inexistencia de la Tortura, de la hambruna, del dolor, de la Muerte, de la locura: evidencias propiamente antropológicas de la animalidad sucediendo a las innumerables apropiaciones de ser. Aquello que por poco llamo, en vez de mi Algèbre de la tragédie, “el Deniego” en Badiou. Deniego de la finitud, que cree “equilibrar” el deniego del infinito en Heidegger (quien era, desgraciadamente, católico y no luterano, como todo el mundo sabe: volveré a esto en Le sinthome politique). Deniego del Mal mediante la pura y simple apologética de las “verdades eternas”, que cree superar treinta años de nihilismo democrático. Deniego de la psicosis y del irracionalismo, que quiere no saber nada,  no sólo de la causa por la que estos “predicados”, en modo deleuziano, afectan sólo a una especie, la nuestra, sino sobre todo aquello que el ser-en-el-acontecimiento antropológico debe a la manía originaria que dichos predicados, en el momento oportuno, eternizan de manera paralela a la pura “vía angélica” de Badiou. Desde este punto le doy toda la razón a Foucault: el acontecimiento cartesiano del cogito (pues es uno: existen, muy probablemente, acontecimientos filosóficos), “no es el advenimiento de una mayor tolerancia, sino que resulta ser, por el contrario, el producto de una violenta segregación de la locura, que, divina manía en la Antigüedad y alabada por Erasmo en el siglo dieciséis, es ahora aislada como patología”. De hecho, en los antiguos, la manía sagrada era percibida como al origen del acontecimiento mismo; su forclusión como patología sólo puede volver a aparecer en la Razón misma, y esto es exactamente lo que sucedió desde Hölderlin hasta Artaud como mínimo, y en la Ciencia misma que inspira mayormente al racionalismo francés de Badiou: Cantor, Gödel y Grothendieck. La locura se eterniza como verdad tanto como la Ciencia positiva, el Mal se eterniza tan verídicamente como el Bien que el ultraplatonismo nos invita a suscribir sin condiciones, etc.
Es por todas estas razones que Deleuze “sustituye” la verdad por el sentido. La “lógica del sentido”, o qué más da, del acontecimiento primordial, de lo ente absolutamente contradictorio que es lo virtual, reserva inagotable donde todos los incomposibles convergen sin contradicción, da igual, digo yo, que él sea verdadero o falso: lo importante es que la proposición que expresa este acontecimiento haga sentido (ya que si “el acontecimiento es posible en el futuro, y real en el pasado, es preciso que sea los dos a la vez, pues se divide en ellos al mismo tiempo”). Por ejemplo, el círculo cuadrado es falso, no existe, pero hace sentido precisamente como sin-sentido, y es este sentido in-sensato el que es el nombre último, para Deleuze, del ser como acontecimiento. La única “verdad eterna” de la que él hace mención es evidentemente, como hemos visto, aquella de los acontecimientos expresados mediante verbos infinitivos, las propias singularidades preindividuales en cuanto que escapan a la actualización: no estos dos cuerpos copulando actualmente, sino el puro “copular” que ellos expresan, no el verde de este árbol, sino el eterno verdear, etc.


Deleuze tradujo genialmente la consigna antiplatónica de Nietzsche a su manera: “más allá del Bien y del Mal” se vuelve en él: “más allá de lo verdadero y de lo falso”. La verdad, dice más o menos él, sólo se relaciona con la verificación del estado de cosas actualizado; el sentido, por su parte, es la “verdad” de lo virtual, verdad tan absoluta como el Saber de Hegel, puesto que reúne todo y su contrario. La verdad según Badiou, en efecto siempre se relaciona con “lo actual” de un estado de hecho, pero no exactamente en el sentido de Deleuze, e incluso no del todo. Se relaciona siempre con un estado de hecho singular, pero no con un predicado o cualquier cosa similar: con las contradicciones que lo “animan”, por ejemplo en una situación política revolucionaria, con los procesos, las cabezas cortadas, etc. Es la Síntesis no dialéctica, políticamente siempre violenta (es decir: incluso en arte, en amor, en ciencia), de las contradicciones que se enfrentan en esa situación y no en la gran Matriz de lo Virtual. Designa el régimen de incomposibilidad de enunciados determinados que se relaciona con tal situación y no con “el ser” en general, virtual u otro (salvo, diría Badiou, en la situación “matemáticas”: los debates, casi siempre extremadamente violentos como en otras partes, que oponen a los matemáticos en lo que atañe a la esencia de su disciplina, son, de hecho, interdesgarramientos en lo que atañe a la verdad del ser mismo). La verdad es el interdespedazamiento concreto de las “líneas divergentes”, ellas mismas de los “incorporales”, concretamente sostenidos por cuerpos que los actualizan: las opiniones diversas o antagonistas, incompatibles, que se sostienen sobre el punto ciego de una situación, y que es su verdad.


Es aquí que se aproximan lo más cerca el concepto deleuziano y el concepto badiousista de acontecimiento: en ambos casos, se trata completamente de un ente paradójico. A decir verdad la cercanía es tan extrema a veces, especialmente en lo que toca a la deducción matemática del acontecimiento, que a veces me he preguntado leyendo la Lógica del sentido2 en qué medida ésta no inspiró directamente a Badiou, mucho más directamente en todo caso de lo que éste jamás ha admitido explícitamente. Salvo que en Badiou, lo ente paradójico que es todo acontecimiento —la mujer para el hombre, por ejemplo…— nunca es el ser mismo, el vacío que no tiene nada de paradójico. En tanto que en Deleuze es sin duda el ser mismo el que es en última instancia el acontecimiento: lo ente paradójico que “reúne” todos los entes.


Recuerden: así como el acontecimiento, como paradoja pura, idéntica a la propia totalidad virtual como Paraíso de los incomposibles, explica de este modo que “la noción de incomposibilidad no es […] reductible a la de la contradicción; es más bien la contradicción lo que deriva de aquélla de una cierta manera”, así exactamente “la fuerza de las paradojas reside en esto, en que no son contradictorias, pero nos hacen asistir a la génesis de la contradicción. El principio de contradicción se aplica a lo real y a lo posible, pero no a lo imposible del cual deriva, es decir, a la paradoja o más bien a lo que representan las paradojas”. Yo he subrayado todo. Así pues: la contradicción misma es muy simplemente, para Deleuze, un simulacro de aquello que es la esencia del ser: la divergencia, la diferencia infinita. Pero la divergencia sólo es una “esencia” tal en la medida en que no hace otra cosa que afirmar su distancia con la otra serie singular de la que diverge, y no únicamente la divergencia, sino también la otra singularidad de la que diverge. Esto es lo que, en el fondo, inspira a Badiou un legítimo horror, porque, de esta manera, el esclavo no está ahí más que para afirmar al Amo romano del que diverge, el proletariado no está ahí más que para afirmar a la burguesía, la Locura y el irracionalismo a la Razón y a la Racionalidad, etc., etc. Contra Hegel, dice Deleuze, “es la contradicción la que debe revelar la naturaleza de su diferencia siguiendo la distancia que le corresponde”, y da como ejemplo a Nietzsche, en quien la enfermedad no es negación de la salud sino “punto de vista” superior a ésta, e inversamente: la divergencia afirma la convergencia última de cualquier cosa, donde muy simplemente “ya no subsiste nada más que el Acontecimiento, el Acontecimiento solo, Eventum tantum para todos los contrarios, que se comunica consigo mismo por su propia distancia, resonando a través de todas sus disyunciones”.


Lo virtual es pues, aunque en modo antihegeliano, una “negación de la negación” terminal, que es afirmación pura de la Diferencia como red rizomática infinita: una contradicción de la contradicción que no tiene ya nada de contradictoria: una negación de la negación que es una afirmación pura de todo cuanto es. Por supuesto, porque la propia contradicción determinada, siendo contradictoria, sólo se relaciona con el Único acontecimiento “caoido” y por tanto no tiene, en su esencia, estrictamente nada, digo bien nada, de contradictoria en la ontología de Deleuze, porque es algo que se desprende de lo ente contradictorio terminal en el que, diría Meillassoux, todo es igualmente su contrario. Nos aproximamos, claramente, a Derrida por todas las demás vías: la muerte es, en efecto, sólo una vida diferente, un punto de vista disyuntivo que afirma la conjunción última de la distancia que las separa; la mujer es sólo un hombre diferente en el que la divergencia sólo expresa la esencial convergencia virtual; etc. Por ello el Paraíso deleuziano, que se asemeja mucho a un infierno (“incesto, antropofagia”…), es “el más grande presente, el presente divino, [y] es la gran mezcla, la unidad de las causas corporales entre sí”.


En Badiou, el concepto de verdad, marcado con el signo femenino, será la “lucha a muerte”, en modo hegeliano, del conjunto de las contradicciones que se sostienen con referencia a una verdad posacontecimental singular, científica, política, amorosa o artística: la verdad es pues en él, en cuanto “femenina”, el “hogar” efervescente de las contradicciones que se interdesgarran a por mayor. Al igual que en Deleuze, es de lo ente contradictorio que surgen las “contradicciones”, es decir, es de un acontecimiento que se originará la “lucha a muerte” por la verdad. Con la excepción de que en Badiou siempre se trata de un acontecimiento singular, y sobre todo del Acontecimiento Único como Vivero inagotable de diferencias convergentes-divergentes, de las cuales la “contradicción” no es más que un modo entre una infinidad de otras posibles. En Deleuze, ese hogar de “contradicciones” es el ser mismo, de ahí la no-necesidad en él de un concepto de verdad que “acoja”, como en Badiou, el ñam-ñam inmundo que es factualmente siempre una “lucha a muerte” singular por la verdad (científica, amorosa…), el ñam-ñam inmundo que Deleuze ve, por su parte, “en el fondo” de las cosas y no en tal o cual “procedimiento de verdad” singular. Bien hay ñam-ñam inmundo, pero en Deleuze este autocanibalismo es el ser mismo, en su conjunto.


El “sentido” y su lógica bastan para “acoger” aquello que el acontecimiento del ser, en Deleuze, vuelve posible, es decir, “estados de hecho”, actualizaciones, que son enteramente merecedores del principio de no-contra­dicción, al mismo tiempo que proceden, en su “génesis”, de lo ente contradictorio mismo. Deleuze ve perfectamente, en numerosos pasajes, que el acontecimiento es una aberración topológica, donde interior y exterior se subvierten incesantemente. Badiou no dice estrictamente nada distinto, excepto que se trata siempre de un acontecimiento localizado, por ejemplo los esclavos o proletarios que se hallan debajo del Estado, invisibles, y bruscamente devienen encima, o cierto arte que nos hace ver o escuchar una Cosa sensible que ni siquiera imaginábamos, etc. El acontecimiento es siempre un ente contradictorio que interviene sobre el “estado de las cosas” (aquí el sentido deleuziano y badiousista del estado pueden casi intercambiarse) y, literalmente, lo revoluciona. Lo que es más “exterior”, inexistente, como el esclavo, deviene lo más interior, o también lo que es más interior, el esclavo o el proletario mismo en cuanto entes absolutamente necesarios para el buen funcionamiento de la totalidad antropológica, Ciudad romana o capitalismo, se exteriorizan absolutamente, se hacen ver como tales, como existentes necesarios para la totalidad que ellos estremecen consiguientemente. Es en esto que el acontecimiento resulta siempre “aberración topológica”, como en última instancia el hombre mismo: absolutamente interior al Orden de la Naturaleza, y al mismo tiempo radicalmente exterior a ella, mediante el acontecimiento arquiapropiador de dicha Naturaleza y del ser mismo.


Audazmente, he añadido a esta sólida construcción un solo elemento, que sin embargo ha terminado por modificar radicalmente toda mi “meditación” sobre el acontecimiento: lo ente contradictorio, considerando lo que hasta ahora conocemos, no puede ser otra cosa que el hombre mismo, ese “animal anfibio”, como dice Hegel en su Estética, intersección paradójica de ser y ente, que

tiene que vivir en dos mundos que se contradicen el uno al otro, de suerte que la conciencia también se extravía en esa contradicción y, empujada unas veces aquí, otras allá, es incapaz de encontrar por sí misma alguna satisfacción tanto en una parte como en otra. En efecto, por una parte vemos al hombre prisionero de la realidad común y de la temporalidad terrestre, oprimido por las necesidades, acosado por la naturaleza, enredado en la materia, en fines sensibles y en el goce de estos últimos, desgarrado por los impulsos naturales y las pasiones; por otra parte, se eleva a las ideas eternas en el reino del pensamiento y de la libertad, se da, como voluntad, leyes y determinaciones universales, despoja el mundo de su realidad animada y floreciente y la disuelve en abstracciones.

Jamás encontramos, en la Naturaleza, ningún ente contradictorio, salvo el hombre mismo, y según un modo que se puede describir de manera enteramente racional, sin fantasearlo en el desdoblamiento espectralizado al infinito de lo virtual, pero sin tampoco atribuirle alguna “gracia” irracional, “caída del Cielo”, eureka científico o “milagro” insurreccional. El científico supo eso toda su vida antes de conseguirlo, Mozart fue un genio por haber sido entrenado desde el biberón en la música como un mono amaestrado en las acrobacias, y la revolución es un arte sofisticado, como Lenin lo sabía. A decir verdad, el arquiacontecimiento antropológico como apropiación de ser, constituido en millones de años a través de los “pequeños hallazgos” del sílex (“El trueno, un volcán, o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno”, dijo Rousseau), de la agricultura, etc., depura también la concepción “badiousista” del ligero irracionalismo que su concepto de acontecimiento como ente paradójico precisamente aún podía dejar rondar, y que no es otro que el animal “racional”, aquel de la apropiación por medio de la lengua y la Idea (el sílex ¡es ya una Idea!), tal como Hegel lo describe de manera tan excelente.


En ambos casos, Deleuze y Badiou, es sin duda de un imposible, el acontecimiento mismo, de un ente contradictorio, que procede después todo lo demás. Badiou exagera un poco su desacuerdo con Deleuze cuando dice que este último pone “todo” bajo el signo del sentido: cita como prueba una frase precisamente de Lógica del sentido, “el acontecimiento, es decir, el sentido”. Sólo se trata de una frase, porque en Deleuze, el “sentido” y su lógica sofisticada tienen muy claramente su condición de posibilidad en un sin-sentido radical que es el acontecimiento mismo. Pero es el acontecimiento, en efecto, como ser el que soporta, en el éxtasis de lo virtual, todas las contradicciones; aunque Badiou es mucho más coherente, al definir el ser como vacío puro, es decir, como un no-ente de este modo ni contradictorio ni no-contradictorio, y por tanto al poder discriminar radicalmente el ser del acontecimiento, este último ente, y sólo él, lo ente contradictorio, es decir, “transapropiador”: algo que sea todo y su contrario (nada), “como” en Deleuze, salvo que la “duración de vida” de tal ente contradictorio no es, como tal, eternizada, como en Deleuze. Ella permanece extremadamente corta y precaria: así de la Comuna de París, del eureka científico… y por supuesto del goce fálico; ¡no lo digo en el doble sentido! El acontecimiento como ente contradictorio, distinto del ser, sólo se eterniza, y entonces literalmente, en sus consecuencias lógicamente pautadas, contrariamente a Deleuze donde esa eternización se hace en el desafío de cualquier principio lógico, “volviendo” de manera continua a lo virtual. Consecuencias quiere decir: saber modificado de la situación (la esclavitud ya no es natural para cualquiera —ya sea para sus partidarios o para sus enemigos— que acabe históricamente por asumirla), Sujeto repitiendo ese acontecimiento en tal o cual situación concreta (Toussaint Louverture, Rosa Luxemburgo…), y desde luego “verdad” como nombre del trabajo lógico, transhistórico, de las consecuencias del acontecimiento.


La verdad es entonces más de lo que le gustaría —siempre en el caso de Badiou— aquello que se sigue del acontecimiento, y es ese “hogar” efervescente lo que “acoge” todas las contradicciones y que no tiene nada por sí mismo de contradictorio (como en última instancia la Mujer, aquello que demuestra para siempre nuestra Tesis: ella es contradictoria para el hombre, y resulta, por tanto, bastante maquiavélico por parte de Badiou haber concedido el signo femenino a su construcción sofisticada del concepto de verdad. Aquí está por lo demás, yo lo indicaría al final, el “pompoir” en que la metafísica de Deleuze y la de Badiou se reúnen). Él formaliza al contrario sin lugar para zonas grises por qué la verdad se fabrica directamente en la lucha de los enunciados “incomposibles” que tienen lugar en esa misma verdad, la cual sólo “se alcanza” (sin alcanzarse) mediante cruel “eliminación” de los enunciados falaces. (Pero de igual modo, los enunciados verídicos que tienen lugar encima pueden ser temporalmente “vencidos” por la mentira, al igual que los comuneros exterminados: la verdad ganará siempre al final, pero casi siempre hay, mientras sucede, terribles sacrificios de los “héroes de la verdad”: de tales sacrificios está hecha la Historia, incluso en filosofía).


Lo que al final difiere entre Badiou y Deleuze es que para este último el ser es el acontecimiento mismo, y por tanto permanece cautivo de aquello que Meillassoux llamaría la edad “metafísica” del ser considerado como ente supremo contradictorio.


Es por esto que Deleuze encuentra “lamentable que la filosofía trascendental escoja la forma sintética finita de la Persona, antes que el ser analítico infinito del individuo”,  dice también una de esas paradojas “abracadabra” con las que Deleuze es capaz de enloquecer a su discípulo. Las “series” divergentes, convergiendo únicamente en el Absoluto inaccesible del Dios virtual donde todos los incomposibles son compatibles, donde ellas hacen Síntesis (pero también “Caos” furioso, schellingiano pero desde arriba), deben en la actualización “indivi­duada” —el “estado de cosas”, como él dice— “castrarse” en predicados analíticos. El “infinito” evocado aquí al que remiten es el infinito de lo virtual en el que el cuerpo orgánico, por ejemplo, es “liberado” de sus predicados orgánicos, por ejemplo en el pleno éxtasis deseante del masoquista, liberado de las localizaciones orgánicas del goce, o el delirio del esquizofrénico que confunde palabras y alimentos, etc.


La castración de la castración, en lo que respecta al hombre, es, como lo muestro a lo largo de estas páginas, la asunción sin condiciones del fantasma. Es decir, el Masoquista a los pies de la Ama. Esto marcha tan perfectamente bien que la Ama, en el fondo, también ha castrado de manera definitiva la castración: deseo = gozar absolutamente de no estar ya obligada a pasar por la repetición de la “violación arcaica”, y triunfo en la satisfacción realizada del “deseo del deseo”, y, a escuchar de numerosas dominadoras eméritas, experimenta verdaderos éxtasis, por consiguiente una recuperación maximizada del deseo = goce originario. Es por esto que yo no dudo un segundo de que la “superación dialéctica” sofisticada del pecado original, en el porvenir más inminente, se realice, en estricto modo deleuziano, en la eternización paralizada de la “imagen” de Épinal de la Ama que lleva atado al macho anuente. Imagen, Ídolo, regresan frecuentemente en el léxico deleuziano cuando hace falta rematar el concepto de acontecimiento, mediante una fina fenomenología estrictamente sexual en la última cuarta parte de Lógica del sentido, saturada de psicoanálisis, concepto que acaba por confundirse estrictamente con el Fantasma eterno. Pero incluso alguien tan “seductor viril”, avisado, erudito, donjuanesco, como Sollers, concluye infaliblemente en la ausencia de relación sexual como penetración, en el cumplimiento libidinal último como evitación de la penetración. Sin ninguna necesidad, diría él, de “trovadurismo”, de amor cortés o de astucia sadomasoquista.


Hago hincapié en estos extractos conclusivos de Deleuze:

La distinción no es entre lo imaginario y lo real, sino entre el acontecimiento como tal y el estado de cosas corporal que lo provoca o en el cual se efectúa. […] Crimen perfecto, verdad eterna, esplendor regio del acontecimiento, cada uno de los cuales se comunica con todos los demás en las variantes de un solo y mismo fantasma: distinto tanto de su efectuación como de las causas que lo producen, haciendo valer esa eterna parte de exceso con respecto de esas causas, esa parte de inconsumado con respecto de sus efectuaciones, sobrevolando su propio campo, haciéndonos hijos de él mismo. […] Lo que aparece en el fantasma es el movimiento por el cual el yo se abre en la superficie y libera las singularidades acósmicas, impersonales y preindividuales que aprisionaba […]. Entonces la individualidad del yo se confunde con el acontecimiento del fantasma mismo […]. El fantasma-acontecimiento se distingue del estado de cosas correspondiente, real o posible; el fantasma representa el acontecimiento en función de su esencia, es decir, como un atributo noemático distinto de las acciones, pasiones y cualidades del estado de cosas. […] El fantasma es inseparable del verbo infinitivo, y con ello es prueba del acontecimiento puro.

Se trata de un abc deleuziano: de ninguna manera hay que confundir lo virtual con lo posible y lo real, que aquél subsume ontológicamente. El acontecimiento como real es el acontecimiento pasado, aquello que ha tenido lugar, por ejemplo el pecado de Adán. El acontecimiento posible es siempre, por definición, el acontecimiento por venir. El acontecimiento puro es el acontecimiento virtual como devenir: Alicia, mientras crece, ha sido más pequeña en el pasado (acontecimiento real), pero sólo es más grande en el futuro que el presente virtualiza sin descanso: el estado de cosa actual “paralizado” no es, para Deleuze, sino pura abstracción. En el masoquismo masculino esencialmente fantasmático, el deseo está siempre en el pasado, y por tanto es real, el goce es siempre posible, y por tanto futuro: sólo lo actual diferido en el que los dos componen la eternidad del fantasma es absolutamente “acontecimental”, es decir, virtual. La Ama, por su parte, parece claramente reunir la identidad deseo = goce cuya violencia falocéntrica original la ha partido.
Así pues, la distinción deleuziana no puede ser entre “real e imagi­nario”, porque el acontecimiento es precisamente lo imaginario donde el masoquista se instala para contemplarse él mismo, maquiavélicamente, a los pies de la Ama, y ésta lo mismo, en el puro goce “narcisista” que es en última instancia, como hemos visto con el debate Lacan-Badiou, el “goce” femenino infinito. Por él mismo la Imagen (“el Ídolo”) de la Ama soberbia y del perro mascota manejado a su antojo, el “estado de cosa”, no significa nada; el acontecimiento es su sentido, su “atributo noemático”, su “verdad eterna”.
Pero ¿cuál es, preguntaría yo para acabar, esa “verdad eterna” como singular, singularidad de la Escena sadomasoquista destinada a popularizarse por doquier para los tiempos que corren? Es que lo inaccesible que el esclavo reúne “por encima” de sí mismo en la asunción del Fantasma como “acontecimiento”, la Ama lo tiene debajo de sí misma. Y no es un hombre lo que ella tiene debajo, es la identidad de su deseo = goce como “devenidos” inaccesibles a causa del hombre. Ponerlo, por su parte, debajo, es comenzar a acceder a aquello inaccesible (que ella “decide” axiomáticamente, diría Badiou). Deleuze dice maravillosamente:

De lo que se trata es menos de alcanzar lo inmediato que de determinar ese lugar en el que lo inmediato se posee “inmediatamente” como algo no-por-alcanzar…

Lo que el Masoquista, supremamente inteligente, reúne en el “fan­tasma” como ontología erótica última, la Mujer lo reúne siempre en lo real, mediante el flechazo, o las técnicas eróticas, pero nunca primordialmente mediante el fantasma. La identidad deseo = goce es el nombre erotológico/amoroso del acontecimiento, y esta identidad es, de hecho, “encarnada” por la Mujer. La mujer es el sitio erotológico-amoroso absoluto, porque ella es esa materialidad oprimida primero físicamente y luego por el lenguaje: por el Estado que impone el hombre. Una vez más, la mujer es para el hombre la aberración topológica absoluta, a la vez la carne de su carne, el hueso de sus huesos, como dice Adán, es al mismo tiempo lo Otro radical, el exceso. Ella es por esto mismo sitio absoluto, en la medida en que un sitio se define, antes del acontecimiento que atestigua por sí solo su existencia, por ser un ente del que es indecidible si es interior o exterior a la situación (así, los animales no saben si son interiores o exteriores a la Naturaleza, no habiéndola abandonado luego del acontecimiento del pecado original). Ocurre que en la mujer, deseo y goce son idénticos, y no se “pulsan” según una dialéctica de interioridad/exterioridad como en el hombre: y esta identidad deviene el sustituto de lo ente contradictorio para el hombre, quien descifra en él mediante el principio de no-contradicción que yace aquí una aberración topológica, algo que no es precisamente ni contradicción lógica ni incompatibilidad alógica. El acontecimiento maso-deleuziano consiste en acceder a esa imposible paradoja como condición de posibilidad trascendental de todas las contradicciones, para Deleuze, “superficiales”, que no expresan sino la paradoja misma del ser = acontecimiento. Lo “inmediato” del deseo = goce femenino real como “‘inmediatamente’ no-a-alcanzar”: a sus pies, sin consunción de ese sitio virtual en el deplorable acto actual de la penetración y la eyaculación.
En otros términos y para terminar, el masoquismo masculino es aquello que predispone a una “ontología esquizofrénica”, literalmente, porque el Masoquista es aquel que vuelve, como todo lo demás a continuación, la incomposibilidad masculina del deseo y del goce “composibles”, poniendo en fuera de juego al segundo. Es por esto que a Deleuze le gustan tanto los reptiles, los piojos, el mundo subterráneo de los topos y de los presocráticos: el masoquista es aquel que, arrastrándose a los pies de la Ama, reúne la composibilidad del deseo y del goce que es originariamente esta última, en cuanto Mujer; composibilidad sublimada a continuación como concepto en el Reino de los Incomposibles que es lo virtual mismo. Y esto, con el intermediario de la mujer, identidad “oscura”, fantasmática hasta nuestra Tesis que elucida su enigma, del deseo y del goce que se trata de “reunir”.
Salvo esta excepción: el Masoquista masculino es aquel que reúne en y por lo virtual lo real de la Mujer al presentar su goce a sus pies, al irrealizar ese goce cerca de la plenitud virtual del Deseo que lo reabsorbe sin tregua. Pero ese “real de la Mujer” no es otro que la identidad deseo = goce, aquel que ella precisamente ha perdido, y definitivamente, por la violencia “falogocéntrica” originaria: ella tampoco “encuentra” esa identidad sino virtualmente, pero por alguna razón “desde abajo”, “volviendo a descender”. “Lo inaccesible virtual” que Badiou estenografiaba de la esencia infinita del “goce” femenino, la “decisión axiomática” que permite acercarse a él, asintóticamente, no se hace, como en la posición masculina, por “remontada”, sino por “redescenso”. El “pompoir” singular por el que las dos posiciones se “reúnen” son dos asíntotas donde, en lo virtual, Ama y Esclavo, hombre y mujer, “comulgan” en el acontecimiento deleuziano propiamente dicho: lo virtual puro donde deseo y goce se identifican nuevamente, siendo inaccesibles en lo real como tales para el animal humano, debido al pecado original. Tal es la “viñeta” de la escena eterna que nos describe Deleuze: él produjo completamente, por tanto, la ontología femenina propiamente dicha, con medios de una impresionante sutilidad. Consiguió “devenir-mujer”, en el concepto: producir, eternamente, la metafísica de la posición “mujer”, que nosotros hacemos comunicar con el “machismo trascendental”.
Sin embargo, aunque aquí bajo mi propio riesgo, tal vez podamos decir que en efecto Deleuze es a Badiou, como por adelantado, lo que Aristóteles es a Platón, por las razones arqueolibidinales que hemos puesto aquí en evidencia. La libido masculina sólo puede ser “ascensional”, y entonces su verdad sólo puede estar “abajo”: para subir hace falta estar en el suelo.3 A la inversa, la libido femenina sólo puede ser “ahondante”, contraascensional, activando los medios para “redescender” a la identidad “ctónica” deseo = goce cuya violencia falogocéntrica siempre la ha partido. Pero es por esto que ella permanece, por su parte, “arriba”: para redescender hace falta sobrealzarse. Y ésta es la “viñeta” de Deleuze en su verdad eterna.
Ahora bien, corre una anécdota sobre Aristóteles quien, poseído por su Deseo por una célebre prostituta griega, habría dejado a ésta “montarlo” a horcajadas. Aristóteles, la “mujer” de Platón, el “masoquismo” del sadismo inherente a todo platonismo, como lo ha conjeturado Milner, es asimismo la verdad de éste: mucho antes de Sacher-Masoch y Deleuze. Ontológicamente, la “verdad” de la ascensión separadora y viril es la inmunda mezcla subterránea y ctónica que la sanciona.

En el principio, la esquizofrenia: el presocratismo es la esquizofrenia propiamente filosófica, la profundidad absoluta cavada en los cuerpos y el pensamiento, y que hace que Hölderlin antes de Nietzsche haya encontrado a Empédocles. […] Se trata de un mundo del terror y la crueldad, del incesto y la antropofagia.


Ese mundo, para un badiousista, o digamos para un badiousista “kacemizado”, es el de las verdades, y no del principio. El principio es aquello que permite terror y crueldad, incesto y antropofagia: antes del pecado original, nada de todo esto: a lo sumo figuras del tipo “el pez grande come al pequeño”. Es también la apropiación lo que permite, a continuación, la esquizofrenia, que es todo salvo “en el principio”, pero infinitamente posterior.  Cuando Badiou dice que el hombre es el animal que habita la mayor cantidad de mundos, dice de manera estricta —pero inconscientemente, así que soy yo quien lo dice— que la esquizofrenia es una de esas caras, oscuras, de la aptitud antropológica para la apropiación “ilimitada” del ser. Ella no está, ciertamente, “en el fondo” de las cosas. Digamos incluso que es de este modo como yo singularizo mi “vista” del acontecimiento con respecto de la de Badiou: las verdades eternas se consiguen también a costa de ho­rrores innumerables. Éstos sólo existen por nosotros. No “en el fondo de las cosas”, como para Deleuze, tampoco en la inexistencia beata a la que los condena la contemplación ontológica de Badiou, y que los irrealiza más de lo que querrían. Deleuze, de manera ética, otorga una plenitud ontológica, y por tanto resignada, al Mal (“antropofagia, incesto”, etc.), al virtualizarlo. Badiou irrealiza el propio Mal en el Cielo subjetivante de las verdades eternas, angélicas y benedictinas.
Concluyo en esta verdadera profesión de fe emitida por Deleuze, que excede, en algún sentido, su ontología estricta: ésta más bien prescribe aquello que su lector puede hacer mejor con ella.

Así pues, el problema es saber de qué modo el individuo podría superar su forma y su vínculo sintáctico con un mundo para alcanzar la comunicación universal de los acontecimientos, es decir, la afirmación de una síntesis disyuntiva más allá no sólo de las contradicciones lógicas, sino incluso de las incompatibilidades alógicas. Sería preciso que el individuo se captara a sí mismo como acontecimiento. Y que el acontecimiento que se efectúa en él fuera captado también como otro individuo injertado en él.

Traducción del francés: Alan Cruz Barrera


* “L’être=événement de Deleuze”, en Nessie: Revue Numerique de Philosophie Contemporaine, Fabien Tarby (dir.), n° 5, diciembre de 2010. [N. del T.]

1 “Filosofía del espíritu” es la segunda parte del curso impartido por Hegel en 1805-1806 que lleva por título Filosofía real. [N. del T.]

2  Que se relea, particularmente, la “Onceava serie” de Lógica del sentido, acerca del “sin-sentido”, en particular la página 86 o la página 98 sobre la paradoja de Russell, donde se originó el concepto badiousista del acontecimiento. Igualmente, en las reflexiones en el apéndice sobre Lucrecio —de quien Badiou, consenso curioso, siempre ha pensado tan bien como Deleuze—, y se reconocerán más que prefiguraciones de la ontología de Badiou mismo.

3Por otra parte, Badiou no deja de poner algunas cartas sobre la mesa, para quien sabe leer. Por ejemplo, en las notas de conclusión de Lógicas de los mundos: “Mallarmé narra cómo el naufragio de un navío convoca, en el caso del capitán en el fondo del mar que inscribe la escasez en la superficie de las olas, la inminencia del abismo. Entonces, en el Cielo, aparece la Constelación. Beckett narra cómo una larva, que se arrastra en la noche con su saco, le arranca a otra, encontrada por azar, el relato anónimo de lo que significa vivir. […] Es probable que mi filosofía no apunte a otra cosa que a comprender completamente estas dos historias.”.