Cecilia pacheco


Michel Onfray y el psicoanálisis de Freud:
el odio como método



Una contundente sentencia proferida a finales del siglo xix suscitó una manera distinta de concebir el alma: para Nietzsche nada define más el destino de los seres humanos que su cuerpo. Nacer hombre o mujer es una experiencia interna del tiempo, de la forma de estructurar el pensamiento y de las relaciones afectivas. El mundo, antes de esta revelación, dedicó muchas maneras de desviar la atención de la sexualidad. El cuerpo representó el recinto del pecado, el origen del caos del mundo. Debía estar ausente, negado como lo dictó durante siglos la tradición judeo-cristiana. Este conflicto definió la historia del pensamiento en Occidente. En La gaya ciencia (Die fröhliche Wissenschaft, 1887), el filósofo alemán anhela la llegada de un médico filósofo, un conquistador de la salud total de un pueblo, una voz capaz de encontrar la verdad. Nietzsche quiso fortalecer la herencia de la Ilustración y creyó importante incluir en su pensamiento una mejor comprensión de lo irracional. Todas las prohibiciones estipuladas para controlar y regular el deseo, para acostumbrar el cuerpo al sometimiento del trabajo industrial, crearon una sociedad con enfermedades nunca antes vistas. Los males tenían una rara manifestación física pero ningún médico podía curarlos. Los fármacos fallaban para sanar sufrimiento cuyo cauce era invisible, interno, oscuro. Era necesario empezar a escuchar el alma asfixiada dentro del sistema penitenciario en que el cuerpo se había convertido.


En 1900, año de la muerte del filósofo alemán, irrumpe en el panorama intelectual de Viena un libro envuelto en la bruma de esta “inteligencia mundana” que la Ilustración no logró producir y que a Nietzsche tanto le hubiera gustado tener: Traumdeutung de Sigmund Freud. Muere una forma de pensamiento para dar pie a un conocimiento basado en una pregunta más rigurosa y profunda. A partir de entonces, pero no sin opositores, los sueños lograron convertirse en objeto de la meditación científica, fueron una llave de entrada al material más íntimo del que está hecho el deseo, la memoria y el sufrimiento. Hasta el siglo xix la vida se entendía como un complejo fisiológico. Freud se encarga de convertirlo en un yacimiento en el que tras las estructuras materiales se acumula el residuo del mito, la religión y la cultura. La novedad de esta idea le costó al creador del complejo de Edipo, el aislamiento de la comunidad médica durante más de una década. A lo largo de esos años su pensamiento fue ignorado cuando no, objeto de las burlas más atroces.


La revisión de la obra de Freud ha dado pie a una infinidad de debates, como si en su conjunto la idea de una mente estructurada por capas psíquicas en perpetuo juego dinámico aniquilara al espectro modernista: la pátina corriente de una cultura orgullosa de su progreso y de su avance tecnológico. Las ideas que se gestaron en la calle de Bergstrasse 19, para bien o para mal, pronto se difundieron por el mundo y se convirtieron en tema de una polémica incesante. Ante la lluvia de indignaciones proferida por los sectores más conservadores del catolicismo, como era de esperarse, Freud no tuvo más remedio que explicar, con un escueto sentido del humor, que su profesión se trataba esencialmente de ganarse la vida destruyendo las ilusiones de los demás.
Para realizar un estudio juicioso del psicoanálisis en el siglo xxi, no es posible ignorar las aportaciones de las comunidades psicoanalíticas anglosajonas, francófonas, germanas ni latinoamericanas. Hablar del psicoanálisis en nuestros días, por tanto, implica adentrarse en el mundo de una investigación internacionalizada. Desde que Jean Martin Charcot (1825-1893) enseñó sus descubrimientos sobre la patología nerviosa a un atento y joven Freud en el anfiteatro de Salpêtrière, Francia no ha dejado de producir una cultura crítica sobre la psique cuyos exponentes primordiales han sido Jacques Lacan (1901-1981), Michel Foucault (1926-1984) y Jacques Derrida (1930-2004). Sometido a una constante revisión y a la intachable prueba del tiempo, el psicoanálisis desde Freud ha modificado muchas de sus premisas, siendo la más evidente la reforma hecha a la teoría sobre la psique femenina.


Las dos guerras mundiales provocaron en la humanidad no sólo el desencanto del sueño moderno si no también la búsqueda de un remedio más eficaz y práctico que la cura del inconsciente. Fue uno de los momentos en que las críticas a las teorías de Freud fueron más crudas. Los conflictos bélicos son malos tiempos para filosofar. La urgencia por remediar las secuelas traumáticas que ocasionó la guerra cambió de una manera total el concepto de intervención tera­péutica. El psicoanálisis se consideró como un tratamiento destinado a la alta burguesía, exclusivo para una especie de “paciente ideal”: el que tiene el tiempo y el dinero para recostarse en un diván y rememorar el trágico origen (como lo es en la mayoría de los casos) de las patologías de su personalidad.


Sobre psicoanálisis se sigue discutiendo, a pesar de que parece ser una práctica en extinción. Cada vez son menos seguidores quienes se quejan de realmente no tener el tiempo de conocerse a sí mismos. Es interesante plantear la siguiente pregunta: ¿cómo se discute en el siglo xxi la práctica de conceptos como “inconsciente”, “elaboración del sueño” o “complejo de Edipo”? La flexibilidad que la discusión ha adquirido se debe en parte a la bendición (y a la vez arma de dos filos) de la “pluridisciplinidad”. El tema provoca la curiosidad, cuando no perplejidad, en todos los miembros afines a las disciplinas intelec­tuales, sean éstos científicos o artistas. Uno creería entonces, que por la tradición ilustrada, los filósofos franceses estarían dispuestos a ejercitar su criterio desde el plano de la conciliación. Aún más si se trata de un joven filósofo francés, como Michel Onfray (Argentan, 1959), ferviente seguidor de la obra de Nietzsche.


Onfray incluso creyó tan necesaria la educación filosófica de las nuevas generaciones que fundó la Universidad de Caén, una institución antiacadémica y popular, preocupada por difundir una filosofía práctica cuyo manifiesto se publicó en 2004. Su finalidad no es tanto enseñar la filosofía como enseñar a pensar filosóficamente, aunque esto último queda en entredicho una vez que se comprende el mecanismo del análisis de Onfray.


Parecería como si un caluroso día de verano, aturdido por su propia fama o por los porcentajes de sus ventas editoriales masivas, Michel Onfray se hubiera sentado a la sombra de un manzano en flor a pensar en todo lo que está mal en Freud. El ejercicio debió parecerle sencillo, en especial cuando sus ideas atacan no tanto un pensamiento como a una persona. Los fallos saltan a la vista: adicción a la cocaína, amor desbordante hacia la madre, relación incestuosa con la hija Anna y si la discusión revelara su verdadero origen de bajeza, es factible asegurar que Onfray se habría encargado de quejarse del olor corporal de Freud. Además, como lo demuestra la tantas veces reproducida imagen del médico vienés, Freud fumaba y en el rígido mundo perfecto de Onfray un psicoanalista no puede permitirse el lujo de ninguna forma de manifestación oral. En Freud, el gusto por el cigarro es otra más de sus debilidades. Lo absolutamente intolerable para el autor es la pretensión del médico vienés a atreverse a creer que fundó una nueva ciencia, la cual hizo aportaciones tan meritorias como las de Darwin a la evolución o la ruptura de la física aristotélica de Galileo.


No carece de encanto pensar que aún ciento diez años después de la publicación de Traumdeutung, alguien siga rumiando con la idea de calumniar a Freud. Al parecer es aún inexistente el personaje capaz de desplazarlo de su protagonismo en la escena de los culpables. Los ataques en contra del médico vienés son fundamentalmente los mismos desde hace cien años… algo que por cierto termina por afirmar la teoría de la compulsión a la repetición. Esta especie de “retorno a lo conocido” se encuentra en un ejemplar de unas serias 500 páginas. En Freud. El crepúsculo de un ídolo (2010) este “rebelde sin causa” francés pretende demostrar el fracaso sistemático de la implantación de una nueva ciencia. Esta afrenta cuenta con su propia estrategia de guerra: la “lectura completa” de la obra de Freud, la cual según Onfray evitará el prejuicio que siempre se deriva de la “holgazanería intelectual”.1 Esta jactancia, un tanto romántica pero factible, se realizó en cinco meses. Es un tipo de información que recuerda más a una hazaña deportiva que a un ejercicio intelectual, más del tipo de frases “recorrí Europa en dos semanas”. Por desgracia el ejercicio sistemático de la lectura nunca ha sido garantía de una mejor comprensión (y esto debería de saberlo alguien que se vanagloria de ser un filósofo). Los ejemplos sobre los inconvenientes del speed reading abundan y no es necesario enumerarlos. Además el autor, haciendo uso de la tradición del épargne tan característico de la cultura campesina francesa, advierte haber comprado la edición de Presses Universitaires de France (puf), una de las más baratas y más difundidas. Mala idea. La confesión trunca el heroísmo, pues el intento de comprender el psicoanálisis en un tiempo récord puede, eso sí, ser muy nocivo para la salud… para la salud mental tanto del autor como del pobre lector. De hecho lo es. Un psicoanalista promedio (porque la decencia así se lo obliga a un profesional cuyo material de trabajo es la compleja psique humana) necesita estudiar por lo menos diez años para considerarse, en grado mínimo, capaz de realizar la espeleología psíquica. En ese sentido, el psicoanálisis más que ser una ciencia es la conformación de una cultura de la introspección.
De entre todas las ediciones que existen de la obra freudiana es sabido que la edición de puf es una de las más criticadas por parte de los especialistas. La traducción de la obra de Freud continúa siendo una de las primeras barreras para un correcto aprendizaje de su legado. Las ediciones populares no pueden darse el lujo de preocuparse por este inconveniente.2 En español existen dos grandes traducciones que difieren en diversos puntos y sobre lo cual también se polemiza: la traducción de Luis López Ballesteros y la de José Luis Etcheverry.
Como si la aventura no fuera de por sí complicada, Onfray enmarca sus hipótesis en lo que él llama “la escritura de una historia nietzscheana de la filosofía” a partir del discurso del método en el prefacio de La gaya ciencia. Así es como se estipula la promesa de analizar el freudismo y el psicoanálisis por el precio de uno. ¿Acaso no fue Lessing quien dijo que se daña a sí mismo tanto el que promete demasiado como el que espera demasiado? Pero a Lessing, llegaremos más adelante. Con este suculento itinerario en mente, Onfray en verdad debió haber previsto algo más de tiempo que sus cinco meses de lectura para criticar dos entidades que en apariencia son lo mismo pero que en realidad no lo son.


El ejercicio de este modo de pensar permite la construcción (o en todo caso la reconstrucción) de una de las difamaciones más comunes y de mayor mediocridad: que Freud era un mentiroso quien dedicó sus horas de trabajo a edificar su propia leyenda: “El psicoanálisis fue una aventura existencial autobiográfica”.3 Esta “autobiografía” con tintes literarios, como se hace referencia al psicoanálisis en reiteradas ocasiones, sólo activó un mecanismo que permitió al descubridor del inconsciente justificar sus terribles faltas (recordemos que no sólo fumaba: también quería a sus hijos) y su ausencia de toda formalidad científica. Esto lo demuestra el que las tesis fundamentales del psicoanálisis provengan de un sofisticado sistema de plagio de la obra de Nietzsche y de Schopenhauer, como lo demostraría la incorporación a la psicodinámica de la crítica a la religión cristiana, la abolición de la distancia entre la carne y el espíritu y los intentos del hombre por sublimar su naturaleza humana. En ese caso quedarían por escribirse los ocasos de muchos otros ídolos: de Spengler, Husserl o Heidegger. Con una latente manía del eterno retorno a lo largo de este “estudio” sobre Freud, el filósofo francés seguramente prepara ya más sorpresas editoriales.


En Freud. El crepúsculo de un ídolo, Onfray simplifica el cuerpo teórico del psicoanálisis en diez “postales” o clichés, aludiendo al juego de palabras que en francés refiere tanto a “imagen” como a “tópico”:


Freud descubrió el inconsciente por medio del autoanálisis.
El lapsus es el testimonio de una psicopatología por medio de la cual se accede al inconsciente.
Es posible interpretar el sueño, el cual es la expresión de un deseo reprimido.
El psicoanálisis pertenece al ámbito de la ciencia.
Freud descubrió una técnica capaz de curar las psicopatologías.
La conciencia de la represión durante el proceso de análisis cura los síntomas.
 El complejo de Edipo es un fenómeno universal.
 La resistencia al análisis es un síntoma de neurosis.
 El psicoanálisis es una disciplina emancipadora.
 En Freud permanece la racionalidad crítica de la Ilustración.

Onfray se propone derribar estos clichés protegido por una especie de disfraz filosófico y asegura que en todo descubrimiento científico se encuentra la “enfermedad” del investigador. Por tanto, el psicoanálisis no es una ciencia sino un constructo literario con la finalidad de crear una hagiografía, por lo que cualquier simpatizante con las teorías freudianas no es más que un “turiferario”. Los postulados psicoanalíticos vistos bajo esta óptica se reducen a un fraudulento mecanismo de fabulaciones, las cuales fungieron como justificaciones científicas a la propia psicopatología de Freud. Al hacer uso de este engaño el médico vienés estructuró un cuerpo teórico presuntamente científico y sólo funcional para la particularidad de su caso, por lo cual es de suponerse que es imposible de implementar en cualquier otro ser humano.4


Comienza entonces la activación de un cuestionamiento con olor a Inquisición que parece más el método del odio que un cuestionamiento productivo. Pero a toda acción corresponde una reacción inversa y en el colmo de la simplicidad cada una de las “postales” encuentra el negativo de su equivalente en las “contrapostales”: la hipótesis del inconsciente es el resultado de la cultura decimonónica, un producto directo (por no llamarlo plagio) de las lecturas no asumidas por Freud a lo largo de toda su obra. Para Onfray los accidentes de la vida cotidiana nada tienen que ver con la represión libidinal. Antes son productos literarios. De allí se deriva que la terapia psicoanalítica sea inoperante y navegue dentro de los mares del pensamiento mágico. En cuanto a su eficacia científica, los presuntos éxitos de la disciplina son resultado de algo que podría denominarse como “placebos” de la cura por la palabra.


Con este alentador panorama Onfray prosigue: los médicos que se empeñan en utilizar la asociación libre, la interpretación de los mecanismos de defensa y el diván no son más que charlatanes quienes basan su sabiduría en la literatura griega; ésta no puede considerarse como un acervo de sabiduría universal. Es decir: cualquier afirmación por mínima que sea en torno a la herencia ilustrada del psicoanálisis podría ser penalizada hasta con la muerte. Para Onfray todos los personajes de la puesta en escena son producto de la ficción y cualquier semejanza con la realidad es una mera coincidencia.


Los “historiadores críticos de Freud”5 han sido los responsables de proveer las municiones para pelear en este campo de batalla en la guerra por acceder a “la verdad”. Más de un siglo de discusiones queda resuelto en el mundo, ése sí mágico, de Michel Onfray. Por fin la humanidad ha encontrado a un verdadero héroe. En cinco meses de lectura y quinientas páginas de letanía, la leyenda se pulveriza. Pero también (y esto es sólo la página 35), la batalla comienza.
Nietzsche en efecto se preguntaba si el conocimiento es fiable desde la perspectiva de una cultura cristiana que niega al cuerpo; una ciencia que es por definición experimental y que se conforma con los datos que obtiene de los campos directamente accesibles, está sujeta a la mera especulación y genera un reflejo incompleto de la realidad.

Toda filosofía que coloca a la paz por encima de la guerra, toda ética con una concepción negativa del concepto de felicidad, toda metafísica y física que conoce un final, un estado último de cualquier tipo, todo anhelo predominantemente estético o religioso hacia un estado aparte, hacia un más allá, hacia un afuera, hacia un estar por encima, permite hacer la pregunta de si no ha sido tal vez la enfermedad lo que hasta ahora ha inspirado al filósofo. El disfraz inconsciente de las necesidades fisiológicas al socaire de lo objetivo, ideal, puramente espiritual, se extiende hasta lo aterrador — y muy a menudo me he preguntado si, considerada en su totalidad, la filosofía no ha sido hasta el momento, en general, mas que una interpretación y un malentendido del cuerpo.6

De este párrafo parte Onfray para ajustar su crítica a Freud, pero entendiendo el psicoanálisis como una filosofía de la enfermedad y de la negación del cuerpo. Cabe señalar el gran talento del autor para descontextualizar las citas. En el párrafo siguiente Nietzsche continúa y propone cuál debe ser la aspiración ideal del conocimiento:

Sigo esperando a un médico filósofo, en el sentido excepcional de la palabra —un médico que se dedique al problema de la salud total de un pueblo, del tiempo, de la raza, de la humanidad— que tenga alguna vez el coraje de llevar mi sospecha hasta el final y atreverse a formular el siguiente aserto: en todo lo que se ha filosofado hasta ahora nunca se ha tratado de la “verdad”, sino de algo muy diferente, digamos, de la salud, del futuro, del crecimiento, del poder, de la vida…7

¿Acaso Freud no es claramente ese “médico filósofo” que logró unir la ciencia a la vida? ¿Qué es lo que Nietszche realmente hubiera pensado del psicoanálisis? La premisa de Onfray es falsa: Freud no escribe sobre su propio cuerpo, sobre su fisiología, sobre su pensamiento. Freud parte del cuerpo y de la relación que entabla con la mente, de cómo percibimos la realidad del mundo; habla de los seres humanos, de los hombres y las mujeres que viven y padecen en ese mundo que les impide la realización de sus anhelos y a la vez provoca el deseo de otro cuerpo.
El problema es la forma en la que se “fabrica” el conocimiento; esto implica un grave problema para la ciencia. Es uno de sus mayores obstáculos. La ciencia no ha logrado defenderse del conflicto que subyace ante el hecho de que entre el observador (un sujeto individual) y el objeto (el cual se convierte en un problema de estudio) hay una relación estrecha, activa en todo momento a lo largo de la investigación científica. El “problema” científico en sí no es algo que exista por sí solo; el problema es algo que se busca de forma deliberada desde la necesidad subjetiva del investigador. Es el cuestionamiento el que desencadena todo el proceso racional del análisis del objeto. El problema es siempre una construcción del observador y no se puede establecer como un fenómeno privativo al campo de los estudios psicoanalíticos.
En todo caso no deja de ser sorprendente que un escritor que ostente una formación filosófica fracase en considerar sus propios prejuicios ante la materia de su estudio. Onfray parte de la definición del psicoanálisis como una “filosofía”. La simplificación conlleva siempre un peligro de por medio. Cualquier diccionario especializado en la materia, define al “psicoanálisis” como un sistema sumamente complejo de explicaciones fisiológicas, lingüísticas, filosóficas y culturales, cuya aplicación práctica es el ejercicio terapéutico. Se dice que el psicoanálisis es en primer lugar un método de investigación cuya preocupación primordial es hacer evidente la significación inconsciente de los actos, las palabras y las producciones imaginarias de un individuo (es decir: los sueños, las fantasías y los delirios). Su definición como método psicoterapeútico se basa, entre otras cosas, en interpretar la resistencia (acción natural de todo aparato psíquico a revelarse), la transferencia (la carga afectiva que se desencadena entre el paciente y el terapeuta) y el deseo (término controversial por provenir del alemán Wunsch y que implica tanto el ansia por obtener un objeto anhelado como su eminente connotación sexual).
Freud tardó mucho tiempo en llamar “psicoanálisis” al conjunto de sus descubrimientos. En su primer artículo La psiconeurosis de defensa (Die Abwehr-Neuropsychosen, 1894) utilizó el término análisis psíquico, el cual cambió por análisis psicológico y después hipnótico. El término psico-análisis lo escribió en un artículo publicado en francés. Psychoanalyse aparece por vez primera en alemán en 1896 en Nuevas observaciones sobre la psiconeurosis de defensa (Weitere Bemerkungen über die Abwehr-Neuropsychosen, 1896). El uso del término implicó el abandono de la hipnosis y de la catarsis como método para la obtención del material de análisis, utilizando como único recurso la asociación libre. En un mundo en el que la Historia es generadora de monumentos, nunca se ha levantado ninguno a la valiente Anna O., quien realizó la primera sesión psicoanalítica como la conocemos: sin apoyarse en el recurso de la hipnosis. Fue hasta 1922 cuando Freud escribió una de las definiciones más explícitas en donde llama psicoanálisis a un “método para la investigación de procesos mentales prácticamente inaccesible de otro modo”.8


Es probable que con sus “imágenes” o “postales” aberrantes, Onfray pretende entrar al ilustre panteón de opositores del psicoanálisis, un grupo que incrementa su número de miembros en razón proporcional a las promesas de la nueva ola de publicidad médica y la proclamación de su infalible capacidad para prometer el camino hacia la felicidad en unos cuantos instantes y… billetes. Pero no hay nada nuevo bajo el sol. A Freud se le ha odiado desde todas las aristas del pensamiento y casi desde el mismo instante en que proclamó su ciencia médica: la epistemología, la lingüística y la filosofía del lenguaje lo han despreciado tanto como la medicina y la psicología. La comunidad científica en su conjunto ha dudado si es factible considerar los postulados freudianos como parte de un cuerpo teórico, puesto que falla en poder demostrar de manera verificable y repetitiva la codiciada “materialidad” del inconsciente. El apoyo a las tesis de odio contra Freud cuenta con una extensa tradición editorial, misma que no escapa a nuestro verdugo en cuestión.


En un apartado del libro, Onfray revela sus fuentes biblio­gráficas. El apéndice lleva como sugestivo (aunque consecuente) título: “El odio como método”. El autor se basó para programar su tesis en uno de los trabajos más controversiales escritos hasta la fecha y que la totalidad de la comunidad psicoanalítica en Francia condenó de inmediato. Se trata de Le Livre noir de la psychanalyse. Vivre, penser et aller mieux sans Freud, París, Les Arènes, 2005.9 Bajo la dirección de Catherine Meyer, editora del sello independiente Les Arènes, el libro reúne una serie de artículos cuyo proyecto en esencia es realizar una especie de Libro negro del comunismo pero sobre el psicoanálisis. Con ese título, ejercicio de la más baja calaña editorial y publicitaria, no hace falta adivinar el contenido: Freud, ese judío ávido de dinero y gloria, aparece como un estafador y un mentiroso carente de toda ética. Los autores que contribuyeron a tan noble empresa son en su mayoría historiadores, psiquiatras y filósofos quienes definen el psicoanálisis como una “metapsicología” y estiman necesario informar “al público en general” acerca de los peligros de someterse a una terapia cuyo método es la improvisación y cuyos estudios clínicos, resultados y metodología carecen de cualquier seriedad científica. Los defensores del freudismo consideraron que el libro era en realidad una publicidad velada a las terapias conductivo-conductuales (tcc), cuyo éxito en términos estadísticos, frente a la creciente aversión al psicoanálisis, promete mejores resultados en un tiempo corto sin tener que pasar por los esfuerzos y sufrimientos de años en el diván. Para este tipo de acercamiento a la enfermedad mental, los seres humanos se rigen por un sistema de creencias que cuando falla puede repararse por medio de un ajuste cognitivo.


Sería imposible mencionar la cauda de libros críticos en contra del psicoanálisis, los cuales se remontan a una literatura con más de un siglo de tradición. Para Onfray el detonador (o como él lo llama “el desencadenante de mi lucidez”, p. 464) fue Souvenirs d’Anna O.: une mystification centenaire (1995) de Mikkel Borch-Jacobsen y Le Dossier Freud: Enquête sur l´histoire de la psychanalyse (2006) en colaboración con Sonu Shamdasani. El primer libro sustenta la idea de la mentira psicoanalítica; el segundo es una módica variación sobre la imposibilidad de basar una teoría en el autoanálisis de su fundador. En esencia la “literatura negra” sigue el mismo sistema: dudar de los postulados éticos y científicos de Freud, algo que él mismo denominó la fausse reconnaissance. Las discusiones se reducen a cometarios proferidos por los habitantes de una especie de vecindad de élite: ¿Freud alguna vez se acostó con Minna Bernays? ¿Era adicto a la cocaína? ¿Era favorable al fascismo? ¿Son sus teorías un plagio? ¿Ambicionaba la fama a toda costa? ¿Es el psicoanálisis la ciencia del nazismo? ¿Destruyó la vida de su hija Anna Freud?
Con una sonrisa sádica, y por si no hubiera sido suficiente, el caso de Emma Eckstein le parece a Onfray el epítome de los fracasos médicos de Freud. Aquejada de hemorragias nasales, migrañas y reglas dolorosas, la paciente acude a la consulta de Freud. Éste diagnostica una estructura psíquica fundamentalmente histérica. Como parte del tratamiento le pide a su estimado amigo, colega y cirujano Wilhelm Fliess (1858-1928) que le realice a la paciente una operación en la nariz, órgano asociado a conflictos sexuales. Tras la intervención, Eckstein presenta una fuerte hemorragia nasal imposible de parar. Ante la inminencia de muerte es necesario acudir a otro médico (Fliess se encontraba en Berlín) para efectuar una revisión de emergencia. La raíz del problema es una penosa negligencia médica: una porción de gasa que Fliess por descuido dejó dentro de la cavidad nasal. Eckstein quedó desfigurada de por vida. Onfray señala en esto otro argumento más para pulverizar al psicoanálisis, aunque Emma Eckstein se encargó en persona de degradar a sus médicos. Lo curioso es que ella al final dedicó sus días a la práctica psicoanalítica.


Por si no fuera posible creer en la ineficacia de método psicoanalítico, existe el capítulo “Una abundancia de curaciones de papel” (pp. 329-349) en el que Onfray descarta uno a uno los casos emblemáticos del psicoanálisis publicados en Cinq psychanalyses (1909), un libro que reúne en francés historias clínicas clásicas: Dora, El pequeño Hans, El Hombre de las Ratas, El presidente Schreber y El Hombre de los Lobos. Esta “serie de mentiras” (p. 334) responden a la necesidad del médico vienés por crear una ciencia con el estilo de la novela policíaca:

Así, Freud curó a Anna O. pero no a Berta Pappenheim; curó a Dora pero no a Ida Bauer; curó al pequeño Hans pero no a Herbert Graf; curó al Hombre de las Ratas pero no a Ernest Lanzer; curó al Hombre de los Lobos pero no a Serguéi Pankejeff; en otras palabras, curó en los papeles, en el silencio de su gabinete, a lo largo de artículos y páginas; curó para los biógrafos que son hagiógrafos, curó para las leyendas y las enciclopedias, los diccionarios y los discípulos, pero no los cuerpos a los cuales, para hacerlo, daba la espalda una vez más. Las curaciones freudianas son nouménicas, intelectuales, teóricas, pero lo real desmiente a la cohorte de creyentes en los poderes del mago.10

Esta simplificación de los casos expuesta bajo un estricto código de éxito/fracaso, bueno/malo, arranca de su contexto el resultado de estas historias clínicas. Pero lo que sucede con Onfray es que su confusión proviene de tergiversar una realidad por estar escrita en el modo de la ficción. El estilo literario de Freud, y por lo cual mereció el Premio Goethe de literatura en 1930, lo hace correr el peligro de plantear un estudio científico desde un ángulo metafórico. En Freud, la realidad y la ficción se confunden, generan un estilo híbrido semejante al problema de la novela histórica. Esto sucede en todos los registros de la operación de la escritura, sean científicos o no. La genialidad de Freud consiste precisamente en borrar esa frontera entre los géneros y las disciplinas, con lo cual crea una “medicina filosófica”.


La acusación que señala que ninguno de los casos tuvo un buen desenlace es algo muy relativo. Freud nunca ignoró que frente a las complejas situaciones que se presentan en la vida, el paciente ar­mado de las estrategias psicoanalíticas puede sobrellevar ciertas cargas existenciales pero no todas. Si estos casos, y no otros, merecieron su publicación fue porque en ellos Freud vio los rasgos de la histeria, la fobia, la paranoia y la neurosis. Le permitió construir el edificio teórico psicoanalítico porque en estos cinco casos emblemáticos descubrió el significado etiológico de la vida sexual y la importancia de los sucesos infantiles. Pero lo que verdaderamente revolucionó la manera de pensar sobre las enfermedades mentales fueron dos componentes, también clásicos, elementales en la vida anímica: la resistencia y la represión.
En la cura psicoanalítica, el paciente tiene que “educarse” en el sentido de saber encontrar en su discurso las claves para allanar el arduo camino a sus deseos inconscientes. Con frecuencia el sujeto se opone a la indagación del médico y al procedimiento de las preguntas que éste le efectúa a favor del descubrimiento de su vocabulario psíquico. Este proceso requiere de paciencia y de un gran esfuerzo en el caso del analizado, pues la resistencia es difícil de vencer y de interpretar. En los Estudios sobre la histeria (Studien über Hysterie, 1895) se puede encontrar la enumeración de los diversos fenómenos clínicos de resistencia. Ésta es un elemento que debe ser abolido pues impide la cura y obstaculiza un correcto ejercicio del diagnóstico. Durante el proceso analítico una forma especial de la resistencia es la llamada “transfe­rencia”, en la cual el recuerdo verbal se reemplaza por una “actuación” (muchas veces en el más puro estilo teatral) del material oculto por parte del paciente. Entre más se profundice en los recuerdos dolorosos que en su origen provocaron los síntomas, la resistencia aumentará proporcionalmente. Freud consideró la resistencia como un elemento inherente al análisis. En su forma más simple, la resistencia es una defensa para evitar la emergencia del material reprimido. De allí que el objetivo de todo tratamiento psicoanalítico sea “volver consciente lo inconsciente”:11 máxima y fin último del análisis de la personalidad. La represión, por tanto, pertenece al dominio de la prohibición y es el origen de toda neurosis.


Aunque los pacientes sometidos a la relación terapeútica intuyan que se les ha abierto la puerta de salida a sus pesares, existe una resistencia a la curación. El drama de todo tratamiento psicoanalítico es que de forma inconsciente el paciente no desea la mejora; de lograr exitosamente la salud perdería el beneficio de lo que Freud llamó la “ganancia secundaria”. Freud solía decir que la aproximación más factible a una “cura” es cuando el paciente, al relatar su periplo, termina por comprender que su historia es como muchas otras; la salud es admitir la participación en la corriente de la vida y saber que si bien la experiencia traumática es siempre única, resulta ser una condición inherente al riesgo que implica vivir.


A Onfray no le basta mencionar el caso Eckstein e insiste en mostrar otra evidencia más: el famoso caso denominado El hombre de los lobos, uno de los historiales más importantes desde el punto de vista de la técnica como de la teoría psicoanalítica y uno de los más logrados desde la perspectiva literaria. Para comprobar la equivocación de Freud cita un libro que apareció en 1974. Se trata de Conversaciones con el hombre de los lobos de Karin Obholzer. En la entrevista Serguéi Pankejeff (nombre verdadero del “hombre de los lobos”) se queja, ya a los ochenta y siete años, de padecer terribles depresiones y de haber pasado a lo largo de su vida por siete terapeutas distintos. Onfray acusa: Freud juró en los papeles su curación, cuando en la realidad su paciente sigue asediado por los mismos fantasmas. Un señalamiento tal implica olvidar que en el claro recuento del médico vienés, se muestra a los lectores una historia clínica cuyo pronóstico no puede ser más que reservado. En primer lugar cuando Pankejeff llega al diván de Freud ya ha pasado por diversos tratamientos psiquiátricos con motivo de una “locura maníaco-depresiva”. Freud señala como una de las claves del caso una fuerte tendencia familiar a los múltiples estados de la tristeza. El diagnóstico de, en aquel entonces el “joven ruso” se trataba de una histeria de angustia (zoofobia) la cual con el tiempo se transformó en una neurosis obsesiva de contenido religioso. Debido a la fuerte resistencia del paciente y una personalidad poco desarrollada con severos rasgos de infantilismo, fue sumamente difícil encontrar la raíz de su mal. Éste se encontraba, entre otras cosas, en el recuerdo de haber presenciado la “escena primordial”. Por medio del análisis del sueño de Pankejeff de los cinco lobos que lo miraban fijamente desde el árbol al que daba su ventana, Freud logra extraer la información esencial.
Un psicoanalista entrenado sabe que desde los primeros párrafos del relato de Freud se infiere que el paciente sufre de un grado tan alto de neurosis que raya en la psicosis. Por tanto la intervención en un momento tan desarrollado de la patología no puede obrar milagros. Freud logró descubrir la etiología del mal de Pankejeff pero se mostró reservado ante la falta de fuerza y valentía psíquica de su paciente de quien dice: “Su temor a una existencia independiente y responsable era tan grande, que compensaba todas las molestias de su enfermedad”.12 Es decir que este caso no sólo es una muestra de un paciente con un elaborado mecanismo de defensa si no también, el de un paciente que en el fondo no desea su curación. Basta con señalar cómo Pankejeff incluso logra que de su “enfermedad” se logre publicar un libro. Esa atención debe haberle resultado aduladora. Este es un tipo de paciente que desea retar al psicoanalista como si dijera: “Conmigo no puedes”. El peregrinaje con los siete analistas tiene la ganancia secundaria que Freud le predijo: no tener que enfrentarse a la vida. Freud reconoció en Análisis terminable e interminable (Die Endliche und die Unendliche Analyse, 1937) su equivocación y cree que los motivos por los cuales Pankejeff, “un hombre a quien la riqueza había echado a perder y había llegado a Viena en un estado de completo derrumbamiento”,13 no logró curarse son tan interesantes como la etiología de su enfermedad.


Los opositores al psicoanálisis encuentran polémicos y sospechosos todos los casos terapéuticos de Freud. Pertenece a la historiografía especializada en el tema el análisis puntual de cada una de estas historias, las cuales merecen un poco más de rigor metodológico para aseverar las acusaciones de las que son objeto. Hasta el momento Freud. El crepúsculo de un ídolo ha recorrido el itinerario clásico de las blasfemias habituales. Pero el capítulo que más revela el odio y la intolerancia desmedida de Onfray, no tanto al psicoanálisis si no a la familia Freud, es el dedicado a su hija Anna. El filósofo francés la describe como producto de un “accidente de alcoba” (p. 193), enferma de anorexia y de inclinaciones lésbicas. Las cenizas de Anna Freud quedan reducidas a ser el epítome de la “apoteosis del abandono edípico” (idem). La belleza de esta simplificación trabaja de nuevo para demostrar las incongruencias de Freud. ¿Por qué analizó a su hija si en Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico (1924) se advierte sobre los inconvenientes de analizar a los amigos, los parientes y los allegados? Lo más novedoso del capítulo x, “La Antígona virgen y mártir” (p. 193) (por otra parte complemento a “La gran pasión incestuosa”, p. 125), es decretar la muerte de Marilyn Monroe como una falla del tratamiento psicoanalítico.


En 1956 el gran símbolo sexual de todos los tiempos se encontraba en Londres para filmar una película. Durante su estancia la actriz llamaba todos los días por teléfono a su analista en los Estados Unidos, Marianne Kris, en un intento por evitar caer, una vez más, en otra de las crisis depresivas que desafortunadamente tanto le aquejaban. Ante la gravedad de la situación, Kris le recomienda a Monroe acudir a una consulta con Anna Freud. Durante una semana Monroe desaparece de los estudios de filmación, en uno de los episodios más misteriosos de la historia del cine. El trabajo de Freud con Monroe, permitió salvar a la actriz de la cuerda floja. En agradecimiento y como una parte normal de cualquier servicio terapéutico, Monroe envió lo que Onfray llama un “jugoso cheque” a su nueva amiga y terapeuta por sus honorarios (p. 204).
John Huston intentó filmar una película sobre Freud y el caso de Anna O. con la idea de que Monroe actuara el papel protagónico. Marianne Kris aconseja a Monroe que no acepte el contrato posiblemente con la finalidad de evitar una irrupción desfavorable en el desarrollo de su tratamiento terapéutico. A pesar de las quinientas páginas de guión escritas por Jean-Paul Sartre, la implicación de unas siete horas de proyección cinematográfica desalienta a Huston y la propuesta fracasa. Esta anécdota da pie para especular un poco más allá y percibir cierta rivalidad de egos entre los dos grandes hombres. Pero en la treceava edición del Festival de Cine de Berlín, Houston presentó The Secret Passsion (1962) con Montgomery Clift en el papel de Freud y Susannah York en el papel de la paciente histérica.


Marilyn Monroe, por su parte, no dejó de padecer fuertes episodios depresivos. El día de su muerte contactó a su último analista Ralph Greenson, un psicoanalista habituado al trabajo con las estrellas de Hollywood, ya desde entonces siempre en el borde de la locura. Poco tiempo después de la conversación telefónica, Marilyn murió de una sobredosis de barbitúricos. La escena del crimen hasta la fecha sigue sin esclarecerse y Greenson en un primer momento fue acusado de la trágica muerte de la actriz. Para Onfray ésta es la prueba ineludible de que una vez más, la ciencia psicoanalítica no pudo dar prueba de su eficacia y así evitar la desaparición de una de las mujeres más bellas de la historia. Monroe estipuló en su testamento el deseo de heredar la cuarta parte de sus bienes y sus derechos de autor a Marianne Kriss, quien a su vez legó su fortuna a la Fundación Anna Freud. Este hospital surgió, no de la idea de abusar de la neurosis característica (y hasta cierto punto necesaria) del mundo de la farándula, si no de asistir a los niños que quedaron huérfanos después de la Segunda Guerra Mundial. El esquema psíquico con el que Onfray presenta a Anna Freud, no es más que una triste repetición de las observaciones superficiales que suelen rodear la leyenda de una de las colaboradoras más originales de la teoría psicoanalítica.


De la carta que Freud escribe a Fliess en 1895 anunciando el nacimiento de su hija, no se puede derivar ningún rechazo o decepción del cual se infiera hostilidad hacia la recién nacida. En su juventud Anna Freud terminó sus estudios preparatorios y decidió convertirse por elección propia en maestra. En la época era muy difícil que las universidades vienesas aceptaran a una mujer como alumna. Mucho se ha escrito acerca de la relación tan peculiar que la hija sostuvo con su padre. No es viable considerar el análisis del primer psicoanalista del mundo a su última hija, como otra “herejía”. Cuando Anna se sometió al tratamiento ella tenía 23 años y la práctica psicoanalítica aún no había estipulado las formalidades con las que se ejerce la terapéutica hoy en día. De hecho era frecuente que Freud y Jung, antes de su ruptura, se contaran sus sueños a lo largo de los paseos que solían tomar juntos. El psicoanálisis era un ejercicio intelectual mucho más libre y no estaba constreñido a la seriedad con la que se le conoce en la actualidad. Además los principios de la “transferencia” aún no estaban del todo terminados y duele reconocer que si hubo algún daño hacia Anna Freud fue uno de los precios por obtener el conocimiento. Desde entonces los analistas están entrenados para no interferir en sus propios asuntos familiares.
Entender la vida de Anna Freud como una vida llena de tormentos e inhibiciones revela una mentalidad muy baja por parte del autor y un desprecio a las aportaciones que ella realizó para la teoría psicoanalítica. Autora de un estudio acerca de los mecanismos de defensa, introdujo en la disciplina psicoanalítica el estudio de las perturbaciones infantiles, algo que hasta la época era raramente estudiado. El psicoanálisis infantil es una de las especialidades más difíciles pues como es natural un niño no cuenta con los mismos recursos verbales que un adulto para elaborar la descripción de sus angustias ni de sus obsesiones. Al tomar esto en cuenta, Anna Freud desarrolló un método para el análisis infantil el cual requiere de la fina sensibilidad del observador así como de una agilidad fuera de serie para ganar la confianza de los jóvenes pacientes. En la práctica terapéutica el juego, el dibujo y la asociación libre son algunos de los elementos para descifrar las primeras construcciones del vocabulario psíquico infantil. Onfray, este velocista de la lectura, de alguna manera “olvidó” consultar la biografía de Robert Coles, uno de los más cercanos colaboradores de la psicoanalista. Su semblanza de Anna Freud muestra a una brillante mujer interesada por mejorar el mundo a través de la ayuda a la infancia, por completo desinteresada de la popularidad o de las ventas de sus libros.14


Las quinientas páginas que conforman la antología de atrocidades cometidas por el psicoanálisis parecerían estar escritas para poner el punto final a toda discusión. La gran ironía del asunto es que en el hipotético ejercicio de un juego inverso, el análisis de Onfray por Freud, el primero podría ser objeto de un “libro negro”, repleto también de tupidas páginas en donde se describiera la génesis de su odio. El estudio de Onfray lejos de realizar una “psicobiografía nietzscheana”, no es más que la revelación de su propia biografía. Es necesario prevenir que en esta lógica de dudosa factura positivista del filósofo francés, el resultado de su conclusión señala a Freud como una personalidad fascista y antisemita.


Como si el complejo de Edipo fuera el único eje desde el cual se deriva el psicoanálisis, el ataque de Onfray regresa de manera compulsiva a éste. En este temor a la familiaridad “siniestra” en el sentido en el que Freud lo entiende (Unheimlich), uno de los equívocos más grandes de este dueño de las “verdades antifilosóficas” es creer que el sueño se compone únicamente de una carga libidinal que refiere al complejo de Edipo. Pero el psicoanálisis no es como Onfray lo pinta. Se equivoca en el método de interpretación de los sueños el cual afirma es otro plagio, esta vez de La interpretación de los sueños de Artemidoro (s. ii). Sorprende en todo caso la omisión evidente de la diferencia entre Oneirokritiká y Traumdeutung. En la antigüedad los sueños eran considerados premoniciones. Para Freud el sueño no habla del futuro. Es la descarga psíquica de todo el material reprimido durante la vida diurna y su enlace con el vocabulario personal del paciente en análisis, el cual por medio de la metáfora traduce su vivencia en un relato onírico. Freud nunca se propuso escribir un “manual de los sueños” para la interpretación del analista; se trata de un manual de interpretación del sueño; éste permite al paciente la “lectura” de su sueño y por consiguiente la posibilidad de generar su interpretación. En el procedimiento freudiano el analista renuncia al desciframiento onírico para otorgarle el protagonismo a quien ha soñado. Todas las interpretaciones en el sujeto son la manera en la que la realidad y los acontecimientos se han filtrado a través de él en la forma de un “secreto”.
Esta aclaración es fundamental para comprender que el discurso psicoanalítico sólo funciona si se articula dentro de la práctica psicoanalítica. El analista no escucha con una teoría, sino para comprender la palabra del paciente cuyo discurso en ese contexto es todopoderoso. El analista escucha para que aquello que no ha sido escuchado por el paciente aparezca ante él. Esto es una de las diferencias esenciales entre la tcc y el psicoanálisis; las primeras funcionan en torno a un agrupamiento de síntomas generales que nada tienen que ver con una historia personal. Por el contrario, la experiencia psicoanalítica es irrepetible pues depende por entero de las experiencias vitales del individuo. En ese sentido, el intento por derrocar el psicoanálisis, es un intento por destruir la intimidad humana. Nabokov veía en el psicoanálisis la posibilidad de convertir la oscuridad del pasado humano en una especie de épica. Hasta el ser más insignificante encierra dentro de sí la posibilidad de comprender su valor en el fragmento de tiempo que le pertenece. De allí surge el Ulises de James Joyce, uno de los escritores que mejor entendieron la importancia de las aportaciones del psicoanálisis al pensamiento occidental. En la vida corriente de un ser humano el estado de vigilia desata una aventura interna que el sueño traduce por las noches en imágenes en apariencia dispares. Nuestra identidad se construye sobre el relato que nuestras mentes elaboran a partir de la formación de huellas anémicas; éstas surgen de experiencias como el trabajo, el amor, el odio y el deseo. El psicoanálisis ayuda a comprender el idioma personal con el que leemos nuestra vida. Renunciar a esta posibilidad es fomentar el declive de la noción de sujeto.


Onfray falla en ver que la ciencia de Freud es una ciencia elaborada a partir de la síntesis de la cultura occidental. Es la posibilidad de retornar al conocimiento clásico en el sentido griego: un conocimiento en el que el arte y la ciencia no estén escindidos. Preocupa mucho que un filósofo adopte una postura escéptica frente a la existencia del inconsciente por no poder demostrar su existencia física. El hecho de no comprender algo no implica su inexistencia.
Tal vez Onfray sea el anuncio del hombre del futuro en el peor de los sentidos: un hombre embriagado de positivismo, incapaz de soñar y anclado a la experiencia de lo material. Para Onfray el mundo debe ser práctico, como lo demuestra su obra. Un análisis psíquico únicamente sustentado en clasificaciones y generalizaciones corre el peligro de crear una sociedad “funcional” en donde no exista ni el deseo ni la tristeza. Esta obsesión permanente por la alegría deshecha un registro muy importante de experiencias. La alegría, el placer, la satisfacción sólo se conocen por el peso que sus opuestos aportan. Es un derecho humano el poder sentir aflicción ante los deseos no realizados. Todas las críticas que se le han hecho a Freud, en realidad se resumen en una crítica a nosotros mismos quienes no podemos soportar una “verdad” que no ha sido ajustada ni maquillada para agradarnos en permanencia. Freud, como Darwin o Copérnico, son objetos de odio porque a los seres humanos nos es imposible aceptar que carecemos de la importancia que creemos tener.


La única observación válida en la crítica de Onfray es que no existe una consistencia en el discurso freudiano. Pero esto más que ser un defecto es una virtud. El “discurso” pertenece al dominio de la filosofía, en el sentido de un cuerpo organizado de ideas, con una estructura y una lógica interna. Ese proyecto es irrealizable en el psicoanálisis. A Freud le fue imposible prever hacia dónde le llevaría su aventura en el conocimiento de la emoción humana. Es por esa razón que se expresa en varios géneros literarios: los escritos eminentemente “técnicos”, los metapsicológicos, los estudios de caso y las reflexiones sobre la cultura. En Freud la “coherencia interna” de una obra no es una preocupación. De allí surge la importancia de estudiar sus escritos en el sentido de su periodización. Freud parece ser la materialización del sueño de Nietzsche, el ejemplo de una “ciencia joven” capaz de cuidar la libertad humana, de purificar el cuerpo y de abolir el pasado. En este ideal del libre pensamiento se busca la obtención de la libre espiritualidad (Freigeist).


La gran aportación de Freud fue su capacidad para sintetizar la cultura occidental en una ciencia que le permita a los seres humanos encontrar una voz propia, ser capaces de experimentar una vida libre de la costumbre del miedo y la duda. En Freud la medicina es la palabra o mejor dicho la apropiación de la palabra.


Freud intentó encontrar un camino (ni siquiera una respuesta) a la presencia de la gran pregunta fundamental en todas las culturas a través de la historia de la humanidad: ¿quiénes somos? Es una de las interrogantes que acompañan y definen nuestra infancia expresada en toda simplicidad. Para un niño tal vez el primer ejercicio de su mente es lograr imaginar de dónde proviene su existencia en un mundo que se le presenta nuevo, visto por vez primera y ante la perplejidad que provoca la experiencia de existir sin un pasado previo.


El libro de Onfray preocupa porque implica un grave retroceso en la evolución del pensamiento occidental. El autor se olvida de ejercer un mínimo grado de autocrítica pues su primer olvido es que él es un hombre del siglo xxi interpretando una teoría que se gestó a finales del siglo xix. No se puede exigir a Freud que escriba para la posteridad no sólo en el sentido de actuar y vivir siempre para la temible costumbre de la biografía, sino en una previsión de todos los cambios que se sucederían en el siglo xx, uno de los más complejos de la historia de la humanidad. Estas “nuevas críticas” al psicoanálisis son el retrato de una sociedad carente de toda intención de detenerse a reflexionar en su vida interna. La crítica de Onfray recuerda a las comidas instantáneas de una sociedad de consumo ávida de arreglos inmediatos.


Si la alternativa contemporánea al psicoanálisis son las terapias cognitivo-conductuales, entonces los self-help books han ganado la batalla en contra de la cultura de la introspección. Cada vez habrá menos lectores dispuestos a enfrentarse a las obras completas de Freud a quien sólo se conocerá por las escuetas fichas reduccionistas que se encuentran en Wikipedia.
Freud. El crepúsculo de un ídolo es un regreso al más puro y estricto estilo romántico en el que se confunde la vida del autor con su obra. En su vertiente más apocalíptica anuncia la llegada del hombre del futuro, un hombre medicado, con una psique numérica, sin afectos, sin pasado y, lo que sorprende más, un hombre ya incapaz de cometer errores. En este anhelo de perfección, no puede surgir ningún aprendizaje.


El último libro de Onfray más que ser un fingido apéndice de la obra de Nietzsche parece más la lectura que hubiera hecho Elisabeth Nietzsche sobre Freud. Habría que hacer en todo caso, una crítica a los usos que la ciencia institucionalizada ha hecho del psicoanálisis, del cual se derivaron las terapias a corto plazo que ostentan un método comprobable para alcanzar la cura en tiempos breves y simplificando la relación entre el médico y el paciente en beneficio de una especie de mercantilismo científico.


Pero así como Onfray logra reconocer (como única concesión) que Freud no era un hombre perezoso, pensemos en Onfray como una oportunidad para leer a Freud, como un incentivo para revisar lo que podría considerarse una aportación al legado del pensamiento de las Luces. Por más que revisemos su obra, hurguemos en sus pertenencias, entrevistemos a familiares o leamos las quejas de los pacientes inconformes, no podemos saber realmente quien era Freud. Cuando Onfray intenta justificar su postura apoyándose en Nietzsche, lo que hace es traicionar a Nietzsche. Su postura no es otra cosa más que una síntesis de las críticas de la extrema derecha, del puritanismo norteame­ricano y de la extrema izquierda libertaria; su libro es un anacronismo; su libro, en fin, es una apología a un positivismo del cual Nietzsche precisamente trataba de huir:

“Ciencia” (tal como hoy se practica) es el intento de crear para todos los fenómenos un lenguaje convenido y común con el fin de hacer una naturaleza más fácilmente calculable y, por ende, dominable. Pero este lenguaje convenido, que reúne todas las “leyes” observadas, no explica nada: sólo es una especie de descripción brevísima (abreviadísima) de lo que acontece.15

En Autobiografía Freud parece contestarle a Onfray en un acto de telepatía, como si el creador del psicoanálisis hubiera previsto todas las objeciones futuras de las cuales sería objeto:

Llegan, en efecto, hasta mí objeciones de increíble ingenuidad, tal como la de que la tosca pedantería de la terminología psicoanalítica repugna a la sensibilidad estética francesa. Ante esta objeción no podemos menos de recordar al inmortal caballero Riccaut de la Marlinière, creado por Lessing. Otra de las manifestaciones contrarias a nuestra disciplina presenta un aspecto más fundamental y ha sido acogida por un profesor de Psicología de la Sorbona. Me refiero a lo que para el génie latin resulta insoportable la manera de pensar del psicoanálisis. Este reproche cae en parte sobre los anglosajones, amigos y aliados de Francia, que han aceptado generalmente dicha manera de pensar. Ante tales manifestaciones podría creerse que el génie teutonique ha acogido al psicoanálisis con los brazos abiertos desde su mismo nacimiento.16

Que distintas versiones de Nietzsche nos dan Freud y Onfray. Freud escucha la filosofía para poder escuchar al hombre. Onfray utiliza la filosofía para callar a un hombre. Disfraza de indignación intelectual su incapacidad por el verdadero trabajo filosófico: ver más allá de lo evidente. El cliché de Onfray consiste en carecer de la curiosidad y el ingenio para presentar de una manera nueva los problemas del psicoanálisis y aportar una mejora a la concepción del inconsciente. Presentados en la forma de una lista de errores y comparados con la crítica que hizo Nietzsche de la ciencia, da la impresión de que la filosofía actual vive una época de ideas cortas. Parece increíble además que el inventor del psicoanálisis tenga más sentido del humor que el crítico, cuya fría pesadez intelectual se olvida de una de las lecciones más sabias de Nietzsche: la capacidad de reírse de uno mismo.

 

Bibliografía

Robert Coles, Anna Freud. The Dream of Psychoanalysis, Massachusetts, Addison-Wesley Publishing Company, 1992.
Sigmund Freud, Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1973.
______, Autobiografía, Madrid, Alianza editorial, 2001.
Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2001.
______, Fragmentos póstumos, Madrid, Abada editores, 2004.
Michel Onfray, Freud. El crepúsculo de un ídolo, México, Editorial Taurus, 2011.
Elisabeth Roudinesco, “Roudinesco déboulonne Onfray”, en Le Nouvel Observateur, 16 de abril de 2010.


1  Michel Onfray, Freud. El crepúsculo de un ídolo, p. 29.

2  Élisabeth Roudinesco, “Roudinesco déboulonne Onfray", en Le Nouvel Observateur, 16 de abril de 2010.

3  Onfray, op. cit., p. 35.

4Ibid., p. 30.

5  Más adelante veremos quiénes son estas “fuentes críticas” tan importantes para Onfray.

6  Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, p. 64.

7 Ibid., p. 65.

8Cf. Jean Laplanche & Jean-Bertrand Pontalis, Diccionario de Psicoanálisis, p. 319.

9  Trad. esp.: El libro negro del psicoanálisis: vivir, pensar y estar mejor sin Freud, Buenos Aires, Sudamericana, 2007.

10  Onfray, op. cit., p. 334.

11  De allí la frase inmortal del psicoanálisis: “Wo Es war soll Ich Werden”.

12  Sigmund Freud, “El hombre de los lobos, en Obras completas, p. 1943.

13  Sigmund Freud, “Análisis terminable e interminable”, en Obras completas, p. 3340.

14Cf. Robert Coles, Anna Freud. The Dream of Psychoanalysis, Massachusetts, Addison-Wesley Publishing Company, 1992.

15  Nietzsche, Fragmentos póstumos, p. 113.

16  Sigmund Freud, Autobiografía, p. 69.