Andrés Luna Jiménez


Bolívar Echeverría y el malestar en la cultura



El malestar en la cultura (1930 [1929]) ocupa un lugar fundamental entre los textos que sitúan a Sigmund Freud como un referente para comprender las transformaciones que han experimentado en el último siglo el concepto de cultura y el estudio de los fenómenos culturales. La tradición teórica inaugurada con el psicoanálisis, así como las distintas formas como ésta se ha integrado a las disci­plinas humanísticas y sociales, continúan aportando elementos de gran importancia para las múltiples maneras de tematizar actualmente el problema de la cultura.


Plantear una relación entre la reflexión filosófica de Bolívar Echeverría, autor de la teoría de la cultura que comentamos en este ensayo, y las ideas vertidas por el fundador del psicoanálisis en aquel texto de 1929, podría parecer, por varias razones, problemático. Freud no se encuentra entre los referentes que suelen destacar los lectores y comentaristas de la obra del filósofo de origen ecuatoriano. Es verdad que no figura en sus escritos con la frecuencia o la relevancia que lo hacen Marx, Heidegger, Benjamin o los autores de la Escuela de Fráncfort. Podría también señalarse que las ocasionales menciones que Echeverría hace de Freud en sus textos tienen por objeto retomar elementos más o menos aislados que no llegan a ser fundamentales en su reflexión filosófica, mientras sí lo son, por ejemplo, aquellos que retoma de Sartre, autor que rechazaba la idea del inconsciente y las teorías freudianas que de ella se derivan.


Si bien Echeverría alude en ocasiones explícitamente al “malestar en la cultura”, es preciso decir que lo hace más como una manera de ilustrar un aspecto de su propia crítica de la modernidad capitalista, en virtud de una relativa semejanza de este aspecto con el planteamiento de Freud, que como una recuperación de éste en un sentido próximo al original. La idea del “malestar” funciona de maneras muy distintas en ambos autores, empezando por las grandes distancias que separan sus conceptos de cultura, y Echeverría no elabora este planteamiento más allá de dicha analogía ilustrativa.


No obstante todo lo anterior, y si bien lo que retoma explícita y directamente de Freud es relativamente poco, cabe señalar, por otra parte, la relevancia del diálogo que, en aras de construir una definición de cultura, Bolívar Echeverría entabla con diversos autores y corrientes teóricas del siglo xx que encontraron en el psicoanálisis importantes herramientas para el estudio de los fenómenos propios de sus respectivas disciplinas. Es en buena medida debido a este diálogo con ciertas derivaciones de la teoría psicoanalítica —en particular aquellas que resultaron de su aplicación a la investigación antropológica y lingüística— que es posible, como podrá apreciarse más adelante, encontrar resonancias freudianas en algunos aspectos del trabajo teórico que permite a este autor formular un concepto de cultura. Es también en virtud de ello que nos parece posible elaborar de un modo distinto y sugerente, a partir de su propuesta, la idea del “malestar en la cultura”. La fórmula freudiana puede tomarse en préstamo para aprehender algo que en realidad se encuentra ya insinuado o sugerido en distintos puntos de la obra de Echeverría.


Así pues, el interés de este ensayo se dirige a hacer un breve esbozo y comentario sobre cómo este autor construye su concepto de cultura, haciendo énfasis en los elementos que nos permitirán, en el apartado final, plantear en qué sentido puede entenderse aquella fórmula a partir de su elaboración teórica. Ensayamos una manera de explorar la propuesta de Bolívar Echeverría localizando y desarrollando este elemento que está apenas sugerido en algunos de los textos que legó como una valiosa contribución al pensamiento crítico sobre la modernidad y la cultura contemporánea.

I

Bolívar Echeverría, de cuyo fallecimiento recién se cumplieron cinco años, sostenía que los tiempos que corren están marcados por una crisis cuya radicalidad la constituye una crisis civilizatoria. El problema de la cultura llegó a ocupar un lugar fundamental en su itinerario reflexivo debido a la relevancia de este concepto en el contexto teórico contemporáneo, que se encuentra frente al desafío de pensar en su complejidad y densidad histórica las vertiginosas transformaciones sociales y culturales que acontecen actualmente.


Echeverría se introduce en la problemática que encierra el concepto de cultura partiendo de la constatación de que la discusión que gira en torno a ella se ha vuelto inabarcable en nuestro tiempo, debido a la actual multiplicidad de disciplinas y orientaciones teóricas que se ocupan de estudiar el intrincado universo de lo cultural. Si bien durante el siglo xx fueron objeto de diversas críticas las acepciones sustancialistas, elitistas y occidentalistas de cultura que provienen del discurso moderno, el concepto tiende ahora a ser ampliado de tal manera —observa Echeverría— que en ocasiones su objeto llega a desdibujarse. Advierte también que, a pesar de la multiplicación de los enfoques y la ampliación de los horizontes temáticos de las disciplinas que se ocupan del estudio de los fenómenos culturales, no es sencillo encontrar claves explicativas que hagan “conmensurables” los aportes de las distintas y heterogéneas orientaciones de investigación; claves que permitan una suerte de traducción entre sus distintos lenguajes y aparatos conceptuales.


Al formular un concepto de cultura, Bolívar Echeverría intenta hacer una contribución en el sentido que ya se insinúa en las observaciones anteriores. Busca seguir en la línea que replantea el concepto lejos del encumbramiento de las culturas de la tradición occidental como parámetro contra el que se miden todas las formas de cultura; lejos también de aquella “inspiración logocentrista (‘es asunto del espíritu’) y elitista (‘es asunto de las bellas artes’)”;1 pero, al mismo tiempo, intenta evitar su ampliación desmedida, acotando y definiendo con precisión aquello que busca aprehender con el concepto. Mediante una elaborada articulación de elementos provenientes de diversas tradiciones filosóficas y de las ciencias sociales, construye una propuesta que invita a tender los puentes teóricos que se requieren para facilitar y potenciar ese diálogo entre las disciplinas que, en aras de comprender en toda su complejidad los fenómenos culturales, se buscan unas a otras. Se trata de un esfuerzo teórico heterodoxo y creativo que intenta, en última instancia, contribuir a la discusión contemporánea sobre el problema de la cultura, que tiene frente a sí el desafío de situarse a la altura de la crisis de la civilización contemporánea.


La elaboración teórica de Bolívar Echeverría sobre la cultura va tejiéndose en un diálogo que sostiene desde la filosofía, tomando como base su formación en la tradición del marxismo crítico —Lukács, Bloch, Horkheimer, Adorno, Benjamin—, con algunos autores de la semió­tica y de la antropología estructural. Simultáneamente, va entablando una discusión constante con las acepciones de cultura que construyó el discurso filosófico moderno y que encontraron cauce en el ámbito de las ciencias humanas y sociales. Echeverría considera que desde los esquemas legados por la modernidad resultan inaprehensibles algunos aspectos fundamentales de lo que él identifica como la dimensión cultural de la vida social.2 Se trata de una dimensión —observa— que presenta comportamientos y actividades innecesarias e “irracionales” desde el punto de vista productivo o funcional de una sociedad —eso que no cabía, por ejemplo, en los esquemas de las corrientes antropológicas que suponían un modelo ideal-funcional de la estructura social y del proceso de trabajo—; comportamientos y actividades cuya realización, sin embargo, parece ser indispensable para las sociedades humanas. “Bolívar Echeverría —comenta Roger Bartra—, con gran sensibilidad, recoge esa dimensión incongruente y mágica para proyectarla, a la manera de Koestler, como un fantasma dentro de la máquina marxista”.3


Echeverría advierte también que la cultura, en sus manifestaciones históricas, se resiste a ser subsumida en un esquema que la supedite o la considere un simple reflejo de otras dimensiones más fundamentales y decisivas; como una superestructura, por ejemplo, como planteaba el marxismo ortodoxo. Por el contrario, su intervención en los procesos históricos opera de manera determinante en los comportamientos individuales y colectivos —afirma—, e incluso cuando no incide en el desenlace de dichos procesos, parecería ser la dimensión cultural la que les imprime un sentido específico. Estas apreciaciones generales constituyen el punto de partida de la elaboración teórica de Echeverría, y nos dan indicios de los problemas fundamentales a los que su concepto de cultura buscará ser sensible.


Cabe recordar que buena parte de la filosofía moderna —concédase aquí cierto esquematismo— consolidó una dicotomía tajante entre cultura y naturaleza; al grado de considerar que, en aras de alcanzar la primera, el Hombre debía reprimir, domar o distanciarse de la segunda, ya se tratara de lo natural extra-humano o de su propia naturalidad. Los términos de esta oposición fueron matizados y criticados de distintas maneras a lo largo del siglo xx, desde aperturas como las inauguradas por Nietzsche o el propio Freud, y el ser humano se ha ido reconciliando, al menos en la teoría, con su animalidad. Queda entonces el problema, abordado de muy diversas maneras por el pensamiento contemporáneo, de cómo tematizar la innegable discontinuidad que se observa entre el mundo de lo humano con respecto del mundo animal y de la naturaleza en general. Echeverría considera que es posible adentrarse en este problema con miras a construir un concepto de cultura a partir de una lectura de Marx “aleccionada” por la ontología fenomenológica y la filosofía existencial. Más específicamente, emprenderá esa búsqueda a partir de una reelaboración, orientada principalmente por algunas aportaciones de Heidegger y Sartre, de la teoría del proceso de reproducción social expuesta en El Capital.


Por otro lado, el lugar teórico y conceptual del cual parte la propuesta de Echeverría puede ubicarse por medio de la oposición entre las posturas que Sartre y Lévi-Strauss expresaron en aquel debate que sostuvieron a finales de la década de 1950. Echeverría se remite a esta polémica, que condujo a sus interlocutores al problema de la especificidad de lo humano, para dar cuenta del conflicto que le parece estarse jugando debajo de las transformaciones que el concepto de cultura ha experimentado a partir de los discursos teóricos de la modernidad.4 En las posturas allí expresadas, Echeverría encuentra concentrados los aspectos principales de la problemática contemporánea de la definición de cultura.


Sartre le criticaba a Lévi-Strauss pretender tratar teóricamente a la vida humana estrictamente como si fuese una variante del mundo animal. Estudiar a las comunidades humanas como si se tratara, por ejemplo, de colmenas de abejas, dejaba fuera —consideraba Sartre— lo esencial del ser humano. Echeverría añade que, si bien Lévi-Strauss lo hacía de manera revolucionaria, insistía en el error fundamental de las ciencias antropológicas modernas, que consiste en pretender encontrar leyes naturales en un mundo cuya peculiaridad reside precisamente en trascender el mundo natural. Sartre planteaba que, si bien sobre el comportamiento humano y la vida social pesa la estricta vigencia y determinación de ciertas estructuras naturales, lo fundamental en ellos reside en que el modo humano de vivir esas determinaciones y la manera como esas estructuras se hacen efectivas en la vida social concreta, implica la intervención de la libertad de los individuos. Lévi-Strauss, por su parte, criticaba a Sartre el introducir la noción metafísica de libertad en la explicación de un mundo que, si bien —como demuestra en sus propias obras el autor de Las estructuras elementales del parentesco— da cuenta de la capacidad exclusivamente humana de crear y variar sus formas de comportamiento, no deja, sin embargo, de estar regido por leyes inmutables.


¿Es el sujeto humano una corporización singular de formas sociales dispuestas por estructuras profundas e inamovibles, o bien, se trata de un sujeto libre, capaz de fundar una legalidad propia sobre la legalidad natural y de disponer de las estructuras en función de su capacidad inventiva? La oposición entre ambas perspectivas, representadas aquí por dos de sus más destacados exponentes, parece ser, sugiere Echeverría:

…una variante más del combate permanente que Nietzsche observa en la historia de la cultura occidental entre el principio “apolíneo”, que afirma la preeminencia de la forma institucional y el nomos (la estructura) en la constitución de la vida humana, por un lado, y el principio “dionisiaco”, por otro, que ve en ésta principalmente lo que hay en ella de sustancia pulsional o irrupción anómica (de “ek-sistencia”).5

Se trata de una oposición entre dos vías que se desarrollaron como perspectivas críticas ante el concepto de espíritu, propio del discurso moderno, que operaba, ya fuera abiertamente o de manera implícita, como referente o fundamento de la aproximación teórica a lo cultural. Dado que Echeverría considera que ambas vías encuentran su expresión última en las corrientes representadas por Lévi-Strauss y Sartre, la tensión entre ellas y los problemas que se concentran en aquel debate constituyen su punto de partida en el intento de explorar otras densidades teóricas que, en diálogo con estas posturas y retomando de ellas algunos elementos, trasciendan el planteamiento de la cuestión en términos de una rígida oposición binaria en aras de aproximarse a una definición contemporánea de cultura.

II

El principio materialista, propio de la tradición que Bolívar Echeverría toma como punto de partida, sostiene que el ser humano no se distingue sustancial o esencialmente del mundo natural: forma parte de éste sin importar lo peculiar que pueda ser la relación que ambos sostienen entre sí. Esta relación, ese “diálogo” que el animal humano entabla con la naturaleza y que le permite subsistir y reproducirse como especie, es, en principio, análogo al que podemos observar en el conjunto del mundo animal. El proceso de reproducción de una comunidad humana se realiza, igual que en el caso de los demás animales gregarios, mediante la apropiación, alteración y consumo de elementos u objetos que obtiene de la naturaleza a partir de ciertas estrategias que implican una determinada organización entre sus miembros. No obstante, Echeverría observa que, en los modos específicos en que se reproducen los grupos humanos, se advierte que este proceso tiene una doble consistencia, o bien, presenta dos niveles: uno puramente operativo o “físico”, fundamentalmente idéntico al que observamos en el mundo animal; y otro de distinto orden, coextensivo al anterior pero extraño desde la perspectiva de la animalidad pura, que persigue objetivos “meta-funcionales”, no-operativos, y cuya realización dota a la comunidad de una determinada figura o identidad, siempre distinta en el caso de cada grupo humano. Sobre el proceso básico de la reproducción animal, cuyo objetivo fundamental es la reproducción física del cuerpo comunitario, el ser humano no puede sino encabalgar esta suerte de segundo plano “meta-físico” que lo desvía de aquél, dando así lugar —afirma Echeverría— al proceso de reproducción propiamente social. Así pues, en el sentido que se desprende de lo anterior, Bolívar Echeverría sostiene que la existencia social consiste en el diálogo que la naturaleza sostiene con el animal humano, esa extraña parte de sí misma que, no obstante y sin dejar de serlo, cobra una peculiar autonomía con respecto de ella.


Echeverría sigue de cerca a Marx en su consideración de que este diálogo, cuya consistencia es metabólica, se realiza a través de la mediación de la técnica, ese campo instrumental del que el ser humano se sirve para introducir en la naturaleza las modificaciones necesarias para construirse un mundo para la vida. Cabe enfatizar, sin embargo, que la técnica no es entendida por Echeverría sólo como aquellos objetos mediante los cuales una sociedad transforma su entorno y cuyo grado de perfeccionamiento y complejidad se da en función de las relaciones sociales y del desarrollo de las fuerzas productivas. El campo instrumental es entendido por el autor en un sentido am­pliado o complementado por la perspectiva que podemos encontrar en Heidegger cuando trata el problema de la técnica o en la antropología simbólica influida por la ontología fenomenológica. No sólo se refiere entonces a las herramientas en un sentido puramente material, sino también a los saberes sobre las mismas, a los escenarios de interacción donde los recursos técnicos son utilizados, a los entramados simbólicos que se construyen en torno a ellos. En suma, el campo instrumental comprende todo aquello que le permite al animal humano hacerse de un mundo para habitar y reproducirse en términos comunitarios y construir o introducir en la naturaleza un “cosmos” dentro del que la existencia social es dotada de sentido.
Con la mediación que constituye el campo instrumental, el animal humano produce a partir de aquello que extrae de la Naturaleza bienes u objetos para su consumo, y al hacerlo le da a esos objetos una determinada forma. Si bien cumple, en general, las mismas funciones vitales que realizan los demás animales gregarios, el ser humano las lleva a cabo siempre de una forma específica —distinta en cada comunidad—, afirma Echeverría. Toda actividad productivo-consuntiva que realiza el animal humano involucra la producción y el consumo de las formas de los bienes y de las funciones que constituyen su proceso de reproducción social. Se trata, pues, de las formas que singularizan a una comunidad humana. En el despliegue histórico de las socie­dades humanas, observa Echeverría, se advierte que la reproducción de estas formas se prioriza por encima de la reproducción del cuerpo comunitario mismo.


Lo distintivo del proceso de reproducción social, para este autor consiste en su doble consistencia política y semiótica. Mediante la primera hace eco del planteamiento aristotélico (zoon politikón), afirmando que el animal humano está facultado para disponer de su socialidad como de algo a lo que se le puede dar forma. Dicho proceso es constitutivamente político en la medida en que la reproducción física de la comunidad no puede darse sino mediante un proceso en el que se reproduce también —y es posible alterar— la figura concreta de socialidad del sujeto humano, esa red de relaciones sociales y de reciprocidad que lo definen e identifican. En otras palabras, al producir y consumir alteraciones de la naturaleza, el animal humano produce también la forma concreta de su socialidad. Ello implica que el proceso de reproducción meramente físico o animal deviene una sustancia que es “formada” mediante el proceso de reproducción propio del animal humano. Desde el punto de vista de la animalidad, cabe entender esta discontinuidad en términos de una deformación o desviación, admite Echeverría —quien recuerda que Nietzsche se refería al ser humano como un “animal enfermo” —, dado que se trata de un animal que no cumple sus funciones vitales como fines en sí mismas, sino como “vehículo de la realización de un télos meta-animal (meta-físico), el de la (re)producción de una figura concreta para su socialidad”.6

III

Bolívar Echeverría plantea que el proceso mediante el cual el sujeto humano se (re)produce en términos políticos puede entenderse simultáneamente como un proceso comunicativo; es decir, que tiene una consistencia semiótica, indisociable de su consistencia política. Con ello se refiere, en principio, a que la producción y el consumo de todo tipo de objetos y formas es también una producción y consumo de significaciones. La base de la definición de cultura de Echeverría se constituye por la teorización sobre cómo, en este entramado de lo político y lo semiótico, mediante la actividad práctica y significativa sobre la Naturaleza, que tiene lugar como parte del proceso de autoproducción humana de una figura concreta para su socialidad, se abre la posibilidad de la metamorfosis del sujeto social.


La dimensión semiótica de la vida humana puede entenderse como un proceso de comunicación que el sujeto social lleva a cabo consigo mismo y que se efectúa mediante la secuencia cíclica de su proceso de reproducción.7 Introducir, durante la fase productiva de este proceso, una modificación específica en aquello que se extrae de la Naturaleza, es decir, dotar de una forma concreta al objeto producido mediante el trabajo humano, equivale a cifrar y enviar una significación determinada para que sea posteriormente des-cifrada en la fase consuntiva del proceso, momento en el que el sujeto social interioriza la propuesta de alteración emitida mediante la producción del objeto. Cada una de las formas que se producen es, en este sentido, un “mensaje” inscrito en la consistencia cualitativa de los objetos, las actividades o los comportamientos humanos que son formados. En este sentido, el cosmos que el animal humano construye para sí, el mundo de las formas que lo singularizan e identifican como sujeto social, es un universo de signos, sugiere Echeverría, y su actividad práctica un constante cifrado y descifrado de significaciones.


Uno de los aspectos más interesantes del trabajo teórico de Bolívar Echeverría es precisamente su manera de elaborar la teorización semiótica del problema de la cultura. El autor advierte que la descripción que hizo Roman Jakobson del proceso de comunicación lingüística, central para la semiótica de la segunda mitad del siglo xx, se corresponde y puede ponerse en paralelo —concepto por concepto, incluso— con aquella que hizo Marx del proceso de reproducción social en general. Ello no resulta extraño, apunta Echeverría, pues, si consideramos desde una perspectiva amplia el campo instrumental del que dispone el sujeto social para las actividades productivo-consuntivas mediante las cuales se reproduce física y políticamente, encontraremos que el lenguaje se inscribe de una manera muy peculiar dentro de ese campo. La palabra —plantea— puede ser vista como un objeto práctico, indispensable para la construcción del mundo de la vida humana, que se trabaja y se consume, y cuya practicidad sui generis se distingue en el mundo de los objetos producidos por ser pura y completamente semiótica, desatada de su materialidad. Al trazar una homologación entre las teorías de Marx y de Jakobson, Echeverría propone que existe una identidad esencial entre los procesos que estos autores describen; en otras palabras, que ambos en realidad se refieren, desde distintas perspectivas, al mismo proceso.


Toda semiosis o proceso comunicativo requiere de lo que en la terminología de Jakobson es denominado el “código” —aquello que para Ferdinand de Saussure era la “lengua”—, “instrumento” que poseen como horizonte común el emisor y el receptor, a partir del cual les es posible cifrar y descifrar significaciones. El código, que consiste en un conjunto de principios y normas de composición o cifrado de mensajes, determina el proceso comunicativo en la medida en que establece los límites dentro de los cuáles una composición de elementos potencialmente significativos adquiere efectivamente una función significante. En otras palabras, permite u ofrece una multiplicidad, si bien amplia, limitada de maneras posibles de producir significantes y significados.


El código, en la homologación que propone Echeverría, se corresponde con el campo instrumental del que el ser humano se sirve para la composición y la des-composición de mensajes inscritos en la consistencia cualitativa de su mundo. Constituye un horizonte general de posibilidades de inscribir o inventar formas para los objetos y las acciones humanas que forman parte del proceso de reproducción social. Ahora bien, Echeverría retoma de Jakobson el planteamiento de que un código, en su existencia histórico-concreta como instrumento que permite la semiosis, presenta siempre una sub-estructuración instrumental, un subcódigo que actúa de manera sobredeterminante en el uso que del código hacen los sujetos singulares, recortando ese horizonte general de posibilidades de componer y des-componer mensajes. Esta subcodificación se configura históricamente en función de los modos concretos de uso del código general o abstracto que una comunidad ha privilegiado de acuerdo con las necesidades y funciones semióticas involucradas en su existencia social. Es decir que, de entre la multiplicidad de maneras posibles de emplear el código para cifrar y descifrar significaciones, producir y consumir formas en la constitución de un mundo para la vida humana, el sujeto social ve siempre acotada esta multiplicidad en función de su compromiso histórico con una subcodificación determinada.


Conviene hacer énfasis en el hecho, implícito en lo expuesto hasta aquí, de que el proceso de reproducción social no existe en términos genéricos o abstractos. Lo que observamos en el mundo histórico son innumerables maneras, todas ellas singulares y distintas, de llevarlo a cabo, de darle concreción histórica. Cada una de ellas es vista por Echeverría como una subcodificación del código estructural o general del comportamiento humano, una acotación o un recorte del horizonte de posibilidades inagotables de dar forma a los objetos, a las funciones vitales para la reproducción de una sociedad, a los objetivos meta-funcionales propios de la existencia social y a los modos de la vida humana en general.


Ahora bien, Jakobson, tal como ha sido teorizado de distintos modos desde Saussure, plantea que la semiosis se desenvuelve siempre en medio de la tensión que se genera entre el código —siempre subcodificado en su existencia histórico-concreta— y el habla o el uso que se hace del mismo. En virtud del paralelo trazado por Echeverría entre la propuesta de Jakobson y la de Marx, lo anterior se traduce en una dinámica marcada por la tensión entre el campo instrumental y el uso que el sujeto social hace de él para introducir formas en el mundo natural y humano. Esta tensión inherente a la semiosis, indica Echeverría, implica el hecho de que el código está siendo permanentemente cuestionado en su capacidad simbolizadora o en su instrumentalidad por la actividad humana. Por lo tanto, la reproducción de la figura concreta de la socialidad de una comunidad y del conjunto de sus formas identitarias, se desenvuelve en medio de esta tensión y es motivo del cuestionamiento de la vigencia de la subcodificación que singulariza al sujeto social y prefigura la introducción de las formas específicas que componen su mundo.


Conectando su teorización semiótica con algunos planteamientos que resultan de la investigación antropológica del siglo xx, Echeverría afirma que en el mundo de lo humano, en la diversidad de sus formas y en todas sus actividades, es posible advertir que coexisten dos modalidades básicas o generales de hacer uso de la subcodificación, dos maneras que pueden caracterizarse por su contraposición. Una de ellas se desenvuelve como un cumplimiento ciego, automático, de las disposiciones inscritas en el subcódigo, tal como está configurado en un momento histórico determinado, mientras la otra se manifiesta como una “asunción cuestionante”, crítica o reflexiva de dichas disposiciones. La vida cotidiana del animal humano —afirma Echeverría—, se muestra como una oscilación y un entrecruzamiento entre ambas modalidades, que denomina respectivamente de existencia “rutinaria” y de existencia “en ruptura”. Aquello que Echeverría propone entender por cultura se hace especialmente manifiesto en esta última modalidad, en los momentos de la vida social en los que el sujeto suspende el comportamiento automático o conservador y se abre a la posibilidad de modificar la subcodificación y producir formas distintas.

IV

La cultura, afirma Bolívar Echeverría, “es el momento autocrítico de la reproducción que un grupo humano determinado, en una circunstancia histórica determinada, hace de su singularidad concreta”.8 Siendo propiamente una dimensión de la vida social, la cultura está presente en todos los modos de su realización y en todo momento; sin embargo, se hace especialmente manifiesta en los momentos de existencia “en ruptura”, en la medida en que este modo de la reproducción se realiza como un cuestionamiento abierto de la vigencia de la subcodificación que identifica a una comunidad humana. Echeverría entiende, pues, la cultura como las actividades cuya realización impugna la vigencia de la subcodificación que singulariza a la comunidad humana; ese comportamiento que, al constituirse como un empleo crítico del sistema de posibilidades semióticas estipuladas en un momento determinado, promueve modificaciones o actualizaciones en él.


Así, Echeverría recupera la etimología del concepto afirmando que cultura hace referencia al cultivo de la identidad del sujeto social; identidad o mismidad que no es sino esa propuesta singular de subcodificación del código general del comportamiento humano que representa cada comunidad humana en la historia.9 Para el autor es fundamental insistir en que se trata de un cultivo crítico dialéctico, en el sentido de que la permanencia y continuidad de las formas identitarias se dan a través de su constante alteración; a través de una dinámica que oscila entre su consolidación y cuestionamiento, entre su cristalización y disolución. Se trata de una dinámica —afirma— que sistemáticamente de-sustancializa y re-sustancializa dichas formas y en el que corren el riesgo de perderse. La cultura consiste, pues, en la reproducción autocrítica de la singularidad concreta del sujeto en la medida en que él mismo la pone en crisis mediante este proceso, al impugnar la vigencia de la subcodificación que prefigura la introducción en su mundo de las formas que lo identifican. Así, Echeverría propone entender la identidad como el conjunto de formas que singularizan a un sujeto humano, haciendo énfasis en que ella consiste sólo en una coherencia interna puramente formal y transitoria, de consistencia evanescente: “una coherencia que se afirma mientras dura el juego dialéctico de la consolidación y el cuestionamiento, de la cristalización y disolución de sí misma”.10 


La teoría de la cultura de Bolívar Echeverría busca ser particularmente sensible a esta cualidad, a ese carácter evanescente y transitorio de la identidad del sujeto humano que, sin embargo, conserva su mismidad a través de su transformación. Se advierte entonces lo importante que resulta esta historicidad para comprender los fenómenos relacionados con la identidad y la cultura. Se trata, cabe señalar, de una historicidad inaprehensible para las concepciones sustancialistas de cultura que encontramos en el discurso moderno. Todas ellas tienen en común la misma inconsistencia, plantea Echeverría, “la convicción inamovible pero contradictoria de que hay una sustancia ‘espiritual’ vacía de contenidos o cualidades que, sin regir la vida humana y la plenitud abigarrada de sus determinaciones, es sin embargo la prueba distintiva de su ‘humanidad’”.11 La cultura es por ellas entendida, o bien como un patrimonio heredado del que el sujeto puede apropiarse, o bien como una entelequia que se auto-reproduce y de la que el sujeto no es sino un simple vehículo. Se la concibe como dotada de una consistencia fija y consolidada que se desprende de un núcleo sustancial, sólo susceptible de enriquecerse o empobrecerse. De ahí que, en el discurso moderno, plantea Echeverría, quede descartada por principio esa relación de interioridad, esa interdependencia entre el objeto cultural y el sujeto de la cultura, que es la clave para comprenderla en su consistencia evanescente.


La teoría de Echeverría, por su parte, no sólo libera las nociones de identidad y cultura de aquella carga metafísica, sino que también las sitúa lejos de la pretensión, que no es sino el corolario de la sustancialización de la identidad, de que la cultura consistiría en el resguardo o la conservación de ésta. Contra el fundamentalismo identitario, afirma que la actividad cultural implica poner a prueba la vigencia de las formas propias, “aventurarse al peligro de la ‘pérdida de identidad’ en un encuentro con los otros realizado en términos de interioridad o reciprocidad”.12 En el despliegue histórico de las culturas, en términos de larga duración, Echeverría observa un indetenible proceso de mestizaje cultural, en el que cada forma social, mediante su reproducción, se abre a las otras para transformarlas y ser transformada por ellas. Una mirada más cercana a esta idea, a partir de algunos elementos de la teoría semiótica y antropológica que retoma Echeverría, nos encamina a lo que dentro de su propuesta puede entenderse como el “malestar en la cultura”.


Antes, cabe apuntar que, si bien en el terreno filosófico asociamos las nociones sustancialistas de cultura con el apogeo de la modernidad y aún con los inicios del siglo xx, todavía subyacen en las acepciones contemporáneas que son moneda corriente en los mass media y en el discurso político de los Estados nacionales, al cual Echeverría dirige también su crítica. Estos conciben la cultura como un patrimonio de formas propias, una “herencia cultural” que debe ser cuidada o cultivada. La cultura promovida en este sentido, señala Echeverría, es el cultivo de una identidad “museificada”, construida artificialmente en torno a la figura del Estado-nación; construcción que implica la negación de las identidades histórico-concretas que, o bien son desdeñadas, o bien forzadas a conformar la “identidad nacional” en versiones cristalizadas de sí mismas.


Si bien Echeverría rechaza la noción metafísica del Origen (Ursprung) de la identidad que está frecuentemente en la base de los discursos nacionalistas o fundamentalistas, un elemento sugerente en su teorización consiste en plantear que el recurso a la hipótesis de un momento originario —así como el uso racista o etnocéntrico que se ha hecho de este recurso— no está necesariamente atado a ella. En realidad, desde la teoría semiótica que Echeverría desarrolla para tematizar el problema de la cultura, resulta ineludible la idea de un episodio inaugural, un momento originario de constitución del sujeto, de la fundación de su mundo y de la figura concreta de su socialidad. Aquí entra en juego un concepto fundamental dentro de la teoría de la cultura de Echeverría, aquello que denomina la transnaturalización del animal humano: el momento del desgarramiento de su vida vivida en animalidad pura; el momento de irrupción de su politicidad/semioticidad en medio del mundo natural. Lo exponemos brevemente a continuación.

V

Saussure había planteado que en el código comunicativo de las sociedades no existe conexión alguna, previa a la semiosis como tal, entre los significantes y sus significados. Es decir, en el hecho de que en un código, a una determinada composición de elementos significantes —fonéticos o escriturísticos, por ejemplo—, le corresponda un significado específico y no cualquier otro, se observa una clara arbitrariedad. Según esta idea, no suele haber, en general, ninguna conexión que prefigure dicha correspondencia; salvo en casos como, por ejemplo, el de los significantes “onomatopéyicos”, cuya presencia, de cualquier manera, no es generalizada en los universos semióticos del animal humano.


El planteamiento de la “arbitrariedad del signo”, no obstante, fue criticado por el estructuralismo, en gran medida como resultado de la aplicación de la teoría lingüística a la investigación antropológica. Diversos autores —comenzando por Lévi-Strauss y Jakobson, recuerda Echeverría— han insistido en que, si bien en un sentido inmediato puede apreciarse la asignación arbitraria de significados a determinados significantes, es posible advertir, en un estudio más detenido, que dentro de cada universo semiótico —cada propuesta de subcodificación del código general de lo humano, diría Echeverría— existen tendencias “a preferir determinadas formas perceptibles […] y a rechazar otras, así como también a preferir determinados aspectos […] del material conceptual, y a rechazar otros, todo ello espontáneamente”.13 Este hecho documentaría la existencia —afirma Echeverría— de un nexo que, por debajo de la aparente ausencia de conexión previa entre significantes y significados, articula la esfera de la expresión y la esfera del contenido en los sistemas comunicativos del animal humano.


Echeverría se remite a investigaciones como las del antropólogo francés André Leroi-Gourhan sobre el origen de los sistemas semióticos, que concluyen que en el código del comportamiento comunicativo de las sociedades queda algo así como la huella o la marca del “shock de la hominización”. Echeverría reformula filosóficamente esta idea mediante el concepto de “transnaturalización”: la Aufhebung de la animalidad del ser humano. Con ello se refiere a la singular manera como éste trasciende su ser animal dialécticamente, es decir, transformándose en otra cosa pero conservando una relación de contradicción con aquello que es trascendido. Mediante el concepto de transnaturalización, Echeverría hace referencia al “surgimiento” del animal político, a esa transición violenta en la que su animalidad deviene sólo la sustancia que pasa a ser formada por lo social. Se refiere a esa suerte de ruptura del “paraíso” que constituye el mundo puramente animal; ruptura que hace de la naturalidad del ser humano una simple plataforma de partida para una necesidad de otro orden, necesidad que conmina al animal transnaturalizado a perseguir una serie de metas absolutamente extrañas desde la perspectiva de la pura animalidad. Se trata, por lo tanto, de la ruptura o discontinuidad que representan la irrupción de la politicidad humana y la apertura del universo semiótico en medio del mundo natural.


De manera que ese nexo al que hacíamos referencia, aquel que, por debajo de la arbitrariedad aparente, articula las esferas de la expresión y del contenido, de los significantes y los significados, remitiría a una suerte de momento originario del sistema comunicativo, en el que fue primigeniamente resuelta la necesidad del animal humano de introducir un Orden en el Caos, de alegorizar lo innombrable o decir lo indecible; de enfrentarse semióticamente a lo Otro afirmando su sí-mismo, como condición indispensable para dotar de sentido a su existencia y construir un mundo para la vida humana. La transnaturalización —plantea Echeverría— sería entonces la razón de que la simbolización elemental del código del comportamiento humano no sea fundamentalmente arbitraria, “de que siga una necesidad profunda, difusa pero imborrable”.14 

Así como en el caso de los sistemas semióticos en general, Echeverría considera que puede suponerse un momento originario y fundador de la identidad de un grupo humano determinado: el episodio singular de transnaturalización al que remitiría la simbolización elemental del código de su identidad concreta. “Sería un episodio ‘fundador de identidad’ porque implicaría necesariamente la creación de una subcodificación arcaica y fundamental para ese código general, la elección inaugural de un cosmos singularizado y excluyente”.15 Claro está que la formulación de esta hipótesis no tiene como objetivo lanzarse a la búsqueda de este episodio en el mundo histórico ni aventurar ideas sobre los pormenores del suceso. Se trata de una manera de aprehender estructuras civilizatorias profundas y de un recurso, plantea Echeverría, que “puede tener la gran virtud heurística de recordarnos el carácter constitutivamente contradictorio y conflictivo que tienen todas las innumerables versiones de lo humano, y todas sus culturas”.16
La transnaturalización constituye una aventura traumática y, en ese sentido, está siempre inconclusa. Refiere siempre al proceso de “deformación” de la animalidad del ser humano en el que, del conjunto de las funciones y cualidades propias de la vida puramente animal, son algunas reprimidas, otras fomentadas y sobredimensionadas, y otras sublimadas o sustituidas, en función de lo que es requerido por el proceso de reproducción social. Da lugar a una relación de subordinación que jamás pierde su tensión conflictiva. De manera que la cultura, plantea Echeverría, en cuanto cultivo de las formas identitarias, es siempre también el cultivo de esta contradicción inherente a la existencia humana, de este conflicto entre lo social como forma y lo natural como sustancia formada.

 

VI

Decíamos previamente que la reproducción autocrítica de la identidad humana implica su apertura a las otras formas sociales y que, en esta operación, se encuentra frente a la posibilidad de transformarlas y ser transformada por ellas. Bolívar Echeverría considera que la cultura entraña una peculiar saudade —Roger Bartra prefiere hablar de melancolía17 dirigida hacia el otro, hacia las otras formas identitarias, en las que quizá “la contradicción y el conflicto propios hayan encontrado una solución, en la que lo humano y lo Otro, lo ‘natural’, se encuentren tal vez reconciliados”.18 El proceso de mestizaje cultural que Echeverría observa en la larga duración de la historia de la cultura estaría motivado por esta peculiar aflicción, esta búsqueda que lleva a las formas sociales a abrirse a las otras, “anudando según su propio principio el tejido de los códigos ajenos, afirmándose desestructuradoramente dentro de ellas”.19 


Es a partir de este punto de la teoría de Bolívar Echeverría, que podríamos aludir a una suerte de “malestar”, inherente a la cultura en cuanto tal, que se relaciona con la tensión entre la forma de lo humano y la animalidad que se le resiste; malestar que se manifiesta en esa búsqueda de toda identidad humana por encontrar en la otredad algún tipo de solución al conflicto propio. La actividad cultural tendría como motor profundo esta suerte de “pulsión”, este deseo de reencontrarse con lo Otro que conmina al sujeto social a buscar incesantemente en las otras formas identitarias elementos que, al integrarlos a la propia, ayuden a resolver, atenuar o apaciguar esa angustia, ese malestar inherente a la forma de lo humano en cuanto a calidad de transnatural.


Lo anterior puede suponerse como el fundamento o la base de la multiplicidad de configuraciones histórico-concretas que este “malestar en la cultura” adopta en función de la singularidad de cada forma de humanidad. Si mediante la reproducción crítica de las formas identitarias del animal humano se reproduce y cultiva también el conflicto insalvable que implica su transnaturalidad, podemos pensar que la configuración histórica del “malestar en la cultura” de un grupo humano determinado le viene de las formas concretas que en su caso adopta la relación o el conflicto que sostiene con lo natural extra e intra-humano. Es decir, le viene, por una parte, de las formas que adopta el conflicto que necesariamente supone su relación con el entorno natural que le rodea y, por otra, de las formas de represión, fomento y sublimación de las funciones o cualidades propias de su animalidad que son exigidas a los sujetos, tanto en términos individuales como colectivos, por las estrategias comunitarias de enfrentamiento con lo Otro y de diálogo con la naturaleza. Exigencias que conforman códigos de comportamiento que hacen posible el cumplimiento de las funciones del proceso de reproducción social en las formas propias de una comunidad determinada y que, en esa medida, constituyen parte fundamental de la identidad que cultiva.


En este sentido, podríamos considerar que en cada alteración del medio natural, en cada forma inducida sobre un material extraído de éste, en cada comportamiento exigido al sujeto individual para la realización de las funciones necesarias para la continuidad del cuerpo social o para la reproducción de sus formas identitarias —incluidas las exigencias que éstas implican en términos de auto-represión o fomento de las cualidades físicas y psíquicas de los sujetos—, en cada celebración ritual o experiencia festiva, se encuentra cifrada o codificada la configuración histórico-concreta del malestar que subyace a la actividad cultural del grupo humano que las realiza. En todas estas formas, actividades y comportamientos estaría simbolizado el conflicto que resulta de la presencia y la reproducción de esa versión singular de lo humano sobre la sustancia natural.


Así, cuando la relación de una sociedad humana con lo Otro supone para ella un conflicto demasiado agudo, cuando la naturaleza se yergue frente a lo humano poderosa y permanentemente amenazante —así sea una amenaza latente, que no necesariamente llega a concretarse—, ello es inconscientemente simbolizado por la comunidad en su producción cultural: en la trama mitológica que da sentido a su existencia, en sus rituales y en sus instituciones, en los comportamientos socialmente requeridos a cada uno de sus miembros, etcétera. La reproducción de la forma de la socialidad de un grupo humano que debe vivir en tales condiciones lleva siempre la impronta de esta amenaza latente o efectiva.


Acorde con esta idea, observamos que Bolívar Echeverría retoma, como un elemento fundamental para su reflexión sobre los principales temas de los que se ocupa a lo largo de su obra, el planteamiento que Sartre expone en su Crítica de la razón dialéctica sobre la “escasez absoluta”. Se trata de la determinación básica de la concreción de la socialidad en tiempos arcaicos, en los que el animal humano se veía permanentemente amenazado por la naturaleza y donde la posibilidad de destrucción del mundo de lo humano estaba siempre latente. Determinación que obligaba a la socialidad a concretarse en torno a estrategias de supervivencia donde la técnica se desenvolvía en términos —como planteaba Walter Benjamin— de una “técnica mágica”, destinada a pactar o incidir en las fuerzas sobre-humanas, en el mundo natural deificado, para conjurar su poder y así evitar la destrucción de mundo de lo humano. Ante las circunstancias impuestas por la “escasez absoluta”, las formas de represión, potenciación y sublimación de la animalidad humana conformaban códigos de comportamiento que exigían de los sujetos fuertes sacrificios como condición necesaria para la realización de las estrategias comunitarias de defensa ante la amenaza de la naturaleza y como contribución a la lucha colectiva por afirmar la identidad en el enfrentamiento hostil con lo Otro. Las formas institucionales del mundo premoderno, propone Echeverría, pueden ser vistas como medios de sublimación del sacrificio exigido por la comunidad a cada uno de sus miembros.


La “escasez absoluta” de la que hablaba Sartre puede a su vez suponerse como una determinación general con base en la cual adquiere su configuración histórico-concreta el “malestar en la cultura” de las sociedades que la enfrentan. A esta determinación, relacionada con el conflicto entre lo humano y lo Otro extra-humano, se agrega en cada caso aquella que le es correlativa y que resulta de la forma del conflicto entre lo humano y lo Otro intra-humano, su propia animalidad, para dar lugar así a lo que se manifiesta sintomáticamente como esa “sau­dade” de la que habla Echeverría, y que queda codificado o simbolizado, así sea difusamente, en las formas que singularizan al sujeto humano.


Es en este sentido, cerca y lejos de Freud al mismo tiempo, que nos parece que puede pensarse el “malestar en la cultura” a partir del entramado teórico que le permite a Bolívar Echeverría formular un concepto de cultura y reflexionar sobre los fenómenos histórico-culturales que formaron parte de su itinerario reflexivo. Buena parte de su labor intelectual estuvo dedicada a hacer un diagnóstico crítico de la cultura de las sociedades actuales; de lo que puede denominarse la crisis de la cultura contemporánea, correlativa a la crisis civilizatoria que marca los tiempos en que vivimos. En sus ensayos encontramos agudos análisis y una serie de claves de inteligibilidad en torno a lo que, desde la perspectiva de lo desarrollado en este ensayo, podemos entender como la configuración histórica del “malestar en la cultura” contemporánea; configuración que obedece a las pautas que la modernidad capitalista impone a la realización de la actividad cultural en las sociedades actuales, al reproducir de manera artificial y sistemática la “escasez absoluta”. En esa dirección se encauza la importante contribución al pensamiento crítico sobre la cultura de nuestro tiempo que es posible encontrar en la obra de Bolívar Echeverría.

 

Bibliografía

Roger Bartra, “Definición de la cultura. A propósito de un libro de Bolívar Echeverría”, en Revista de la Universidad de México, n° 608, febrero de 2002.


Bolívar Echeverría, Definición de la cultura, México, Fondo de Cultura Económica/Ítaca, 2010.


______, La modernidad de lo barroco, México, Ediciones Era, 2013.

 

Notas

1  Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, p. 129.

2Cf. Echeverría, “Lección I. La dimensión cultural de la vida social”, en Definición de la cultura, pp. 16-41.

3  Roger Bartra, “Definición de la cultura. A propósito de un libro de Bolívar Echeverría”, p. 74.

4Cf. Echeverría, op. cit., Definición…, pp. 33-40.

5Ibid., p. 35.

6Ibid., p. 131.

7Cf. “Lección III. Producir y significar”, en ibid., pp. 71-108. Véase también “Valor de uso: ontología y semiótica”, en Bolívar Echeverría, Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI, 2010.

8  Echeverría, op. cit., Definición…, pp. 163-164.

9Cf. “Lección V. La identidad, lo político y la cultura”, en ibid., pp. 147-171.

10Ibid., p. 149.

11Ibid., p. 26.

12Ibid., p. 164.

13Ibid., p. 116.

14Ibid., p. 118.

15  Echeverría, op. cit., La modernidad…, p. 137.

16Idem.

17  Bartra, op. cit., p. 75. “Esta saudade —continúa Bartra— es una especie de locura erigida en expresión cultural de la identidad”.

18  Echeverría, Definición…, op.cit., p. 165.

19Idem.