Tony Judt

¡Traigan de vuelta los rieles!

 

 

 

 

Los ferrocarriles han estado en decadencia desde los años cincuenta. Siempre ha habido competencia por el viajero(y, aunque menos marcada, por la carga). De los tranvías arrastrados por caballos y los autobuses de la última década del siglo XIX, siguió una generación que, usando electricidad, diesel o petróleo funcionaba con un costo mucho menor que los tráileres; el sucesor del caballo y la carreta, quienes siempre fueron competitivos en el trayecto corto. Pero con los motores de diesel se volvieron capaces de cubrir distancias más largas. Además aparecieron nuevos aviones y sobre todo; automóviles: que año con año se volvieron más baratos, seguros y confiables.

Inclusive para las largas distancias para las que había sido concebido originalmente, el ferrocarril estaba en desventaja; su arranque y costos de mantenimiento: en vigilancia, creación de túneles, puesta de rieles, construcción de estaciones, carga sobre ruedas, cambiando a diesel, instalando electricidad; eran mucho mayores que los de la competencia y nunca lograron pagarlo completamente. A diferencia de los coches producidos en serie, cuya barata manufacturación y los caminos diseñados para que circularan estaban subsidiados por los impuestos. Para estar seguros, implicaban un gran costo general para la sociedad, notablemente para el medio ambiente, pero eso solo sería pagado en una fecha futura. Sobre todo, los coches representaban la posibilidad del “viaje privado”. El viaje en ferrocarril, en lo que fue desarrollándose como un plan abierto que los gerentes tenían que llenar para acabar tablas, era obviamente un “transporte público”.

Enfrentándose a tales trabas, el ferrocarril se encontró con otro desafío justo después de la segunda guerra mundial. La ciudad moderna nació del viaje en ferrocarril. Tan sólo la posibilidad de vincular a millones de personas, haciendo el mundo mucho más pequeño, donde todos estuviesen cerca., o transportándolos por considerables distancias de casa al trabajo y de regreso, fue el logro de los ferrocarriles. Pero al extraer a la gente del campo hacia las ciudades, vaciando el campo de comunidades, pueblos y trabajadores, el ferrocarril había empezado a destruir su propia raison d’etre: el traslado de personas entre ciudades y de lejanos distritos hacia focos urbanos. El mayor catalizador de la urbanización se volvió una víctima de su propio proceso. En cuanto la abrumadora mayoría de los viajes obligados fueron o muy largos o muy cortos, tuvo m mucho más sentido para le gente hacerlos en coche o en avión. Todavía había un espacio para las corridas cortas, generalmente parando en el tren suburbano, y, por lo menos en Europa, para distancias medias trenes express. Pero eso era todo. Inclusive el transporte de carga se vio amenazado por los servicios más baratos de los camioneros, respaldados por el estado a con la construcción de carreteras públicas. Todo lo demás era una propuesta con todas las de perder.

Y los ferrocarriles decayeron. Las compañías privadas, donde fuera que todavía existían, se fueron a bancarrota. En numerosos casos fueron cooptadas por corporaciones públicas de reciente creación y a expensas del estado. Los gobiernos trataron a los ferrocarriles como algo de que arrepentirse, una inevitable carga para el échiquier, restringiendo su inversión capital y cerrando con líneas “no económicas”.
Que tan inexorable y dispar fue este proceso de lugar a lugar. Las fuerzas del mercado fueron completamente inmisericordes, y los ferrocarriles lo más amenazado. En America del Norte, donde después de los años sesenta las compañías ferroviarias redujeron sus ofertas al mínimo, y en Inglaterra; donde la comisión nacional de 1964 bajo la tutela del Dr. Richard Beeching anexo un extraordinario numero de líneas rurales y pequeños ramajes y servicios para poder mantener la viabilidad económica de los Ferrocarriles de Inglaterra. En ambos países el resultado fue de lo más infortunado: Los ferrocarriles americanos, en completa quiebra, fueron nacionalizados de facto en los setentas. Veinte años después, los ferrocarriles ingleses, que estaban en manos públicas desde 1948, fueron vendidos sin ceremonia alguna a las compañías privadas que estuvieran dispuestos a pagar por las rutas y servicios más lucrativos.

En la Europa continental, a pesar de algunos cierres y reducciones de servicios, una cultura de provisión pública y una consideración menor en el desarrollo de los automóviles permitió la preservación de la mayoría de la infraestructura ferroviaria. En gran parte del resto del mundo la pobreza y el atraso ayudaron a preservar el tren como la única forma practicable de comunicación masiva. Donde fuera, como fuera, los ferrocarriles; profetas y emblemas de una época de inversión pública y orgullo civil, fueron víctimas de una doble pérdida de fe: dentro de los beneficios auto justificables del servicio público, ahora desplazado por consideraciones de rentabilidad y competencia; y en la representación física de deber colectivo a través del trazo urbano, espacio público y confianza arquitectónica.

Las implicaciones de estos cambios podían ser vistos al desnudo en el destino de las estaciones. Entre 1955 y 1975 una mezcla de moda antihistóriscista y la codicia corporativa vieron la destrucción de un importante número de estaciones y terminales; precisamente los edificios y espacios que ostentosamente habían impuesto el viaje en ferrocarril como lugar central del mundo moderno. En algunos casos; Euston(Londres), la Gare du Midi(Bruselas), Penn Station(Nueva York); el edificio que fuese demolido tuvo que ser reemplazado de una u otra manera, ya que la función de movilidad del grueso de la gente seguía teniendo importancia. En otros casos; el Anhalter Bahnohof en Berlin, por poner un ejemplo, una estructura clásica fue destruida sin ningún plan para reemplazarla. En muchos de estos cambios la estación en funcionamiento fue trasladada al subterráneo y fuera de la vista mientras que el edificio visible, del cual ya no se esperaba ningún uso de gran relevancia social, fue demolido y sustituido por un centro comercial anónimo, un edificio de oficinas o un centro de recreación; o incluso los tres juntos. Penn Station, o su casi contemporánea; la monstruosa y anónima Gare Montparnasse en Paris, es quizás el caso más notorio de este punto.[1]

Por supuesto el vandalismo urbano de la época no estaba limitado a las estaciones de ferrocarril, pero(junto con los servicios que solían proveer, como hoteles, restaurantes o cines) eran por mucho su víctima más prominente. Y al mismo tiempo una victima simbólicamente apropiada: un subutilizado e insensible mercado reliquia de altos valores modernos. Sin embargo debería ser considerado que por si mismo, el viaje en ferrocarril no decayó, por lo menos en cantidad: inclusive cuando las estaciones de tren perdieron su encanto y su simbólico lugar público, el número de personas que insistió en usarlos siguió en aumento. Esto ocurrió particularmente en el caso de lugares pobres y aglomeradas en las que no existían alternativas reales; India siendo el caso más ilustrativo, pero en lo absoluto el único.

De hecho, a pesar de la baja inversión y un nivel de promiscuidad social entre castas que le parecía poco atractivo a nuevos profesionales del país, los ferrocarriles y estaciones de la India, junto con muchos de los que se encuentran en el mundo no occidental( Por ejemplo, China, Malaysia, o inclusive la Rusia Europea), tienen probablemente un futuro seguro. Los países que no se beneficiaron del alza del motor de combustión interna a mediados del siglo XX, la época de la gasolina barata encontraría precios impagables para reproducir la experiencia Norteamericana o Inglesa en pleno siglo XXI.

El futuro de los ferrocarriles, un tema sombrío y mórbido hasta hace muy poco, va más allá de un interés pasajero. Es también algo bastante prometedor. Las inseguridades estéticas de las primeras dos décadas que le siguieron a la segunda guerra mundial, el “Nuevo Brutalismo”, que expeditamente favoreció y ayudó a la destrucción de muchos de los grandes logros de la arquitectura decimonónica y la planeación urbana, ha pasado. Ya no nos avergonzamos por los excesos del rococó, el neo-gótico y de las bellas artes en general que sucedían en las grandes estaciones de ferrocarril de la época industrial, y podemos ver dichos edificios tal y como sus diseñadores y contemporáneos los vieron; como las catedrales de su era, para ser preservados por su bien y por el nuestro. La Gare du Nord y la Gare d’Orssay en Paris; Grand Central Station en Nueva York y Union Station en St. Louis; St. Pancras en Londres; Keleti Station en Budapest; y docenas de otras han sido preservadas e incluso mejoradas: algunas en su función original, otras en un rol mixto; como centros comerciales y de viaje, otros aún como monumentos cívicos y memoriales culturales.

En muchos casos tales estaciones están más llenas de vida y son más importantes para sus comunidades de lo que han sido en cualquier momento desde los años 30. Es verdad, tal vez no vuelvan a ser completamente apreciadas dentro del rol en el cual fueron concebidas; como dramáticos portales de entrada a las ciudades modernas, si tan sólo porque la mayoría de las personas que las usan, conectan del metro al tren, de taxi a subterráneos a escalador eléctrico, sin jamás ver el edifico desde afuera o desde la distancia, tal y como fue pensado para ser visto. Pero millones los usan. La ciudad moderna es tan amplia hoy en día, tan vasta, y tan engentada y cara, que inclusive los mejor colocados han decidió usar el transporte público una vez más, y tan sólo en el viaje diario para ir al trabajo. Más que en cualquier punto desde los finales de los años cuarenta, nuestras ciudades dependen del tren para su supervivencia.

El precio de la gasolina, estancado con eficacia de los cincuentas pasando por los noventa( permitiendo manejar crisis con fluctuación), está aumentando con rigor y no pareciera que fuese a regresar al nivel en el que el viaje en auto sin restricciones se vuelva viable económicamente una vez más. La lógica del suburbio, incontrovertible con la gasolina a $1 por galón, está ahora siendo puesta en duda. El viaje aéreo, inevitable para viajes de larga distancia, es ahora inconveniente y caro para distancias medias: y en Europa Occidental y Japón el tren es una alternativa más barata y placentera. Las ventajas ambientales del tren moderno son más que considerables, tanto técnica como políticamente. Una red de rieles electrificados, como su compañero el ferrocarril eléctrico o el sistema de tranvía entre ciudades, puede funcionar en cualquier fuente combustible convertible, tanto convencional como innovadora, desde energía nuclear a energía solar. Para el futuro en el horizonte esto da una ventaja única sobre cualquier otra forma de transporte.

No es por azar que la inversión en infraestructura pública en viaje por riel haya estado creciendo durante las últimas dos décadas en cualquier parte de Europa Occidental y gran parte de Asia y América Latina (las excepciones incluyen África, donde tales inversiones son de cualquier manera insignificantes, y EU, donde el concepto de fondos públicos de cualquier clase continúa sin ser apreciado, con la gravedad que esto implica). En los años más recientes, los edificios ferroviarios han dejado de ser enterrados en obscuras cámaras subterráneas, su función e identidad escondida sin gloria alguna debajo de sendos edificios de oficinas. Las nuevas estaciones públicas fundadas en Lyon, Sevilla, Chur(Suiza), Kowloon o en el Waterloo International en Londres afirman y celebran su restaurada prominencia, tanto arquitectónica como cívicamente, y cada vez más son el trabajo de innovadores arquitectos de primer nivel como Santiago Calatrava o Rem Koolhaas.

¿Por qué este renacimiento sin anticipación alguna? La explicación puede ser puesta en una forma contraria a los hechos: es posible( y puesto en consideración en muchos lugares hoy en día) imaginar una política pública mandando una reducción fija en le uso de los innecesarios coches privados y camiones. Es posible, aunque difícil de visualizar, que el viaje por aire se pueda volver tan caro, y/o poco atractivo para la gente tomando viajes de esparcimiento, que reducirá sólidamente. Pero simplemente no es posible entrever ninguna economía urbana actual que pueda respirar de sus metros, redes de trenes, su tren ligero y redes suburbana, sus conexiones de trenes y sus enlaces dentro de la ciudad.


Nosotros ya no vemos el mundo moderno a partir de la imagen del tren, pero seguimos viviendo en el mundo que los trenes hicieron posible. Para cualquier recorrido debajo de 10 millas o entre 150 y 500 millas en cualquier país con una red de ferrocarriles activa, el tren es la manera más rápida de viajar, así como, tomando todos los costos en la adición, la más barata y la menos destructiva. Lo que pensábamos como la modernidad tardía; el mundo después del ferrocarril, la era de coches y aviones, resulta que, como mucho sobre las décadas de los décadas de 1950 a 1990, fue sólo un paréntesis: manejado, en este caso, por la ilusión perenne de que la gasolina siempre sería barata aunado al inherente culto a la privatización. Los atractivos de un regreso al cálculo “social” están volviéndose tan nítidos para lo planeadores modernos como alguna vez lo fueron, aunque por diferentes razones, para nuestros predecesores victorianos. Lo que por un tiempo fue anticuado se ha vuelto moderno una vez más.


Desde la invención de los trenes, y debido a esta, viajar ha sido símbolo y síntoma de modernidad: los trenes, junto con bicicletas, autobuses, coches, motocicletas y aviones, han sido explotados en artística y comercialmente como el signo y prueba de la presencia de una sociedad en el frente del cambio y la innovación. Sin embargo, en muchos casos, la imposición de una forma particular de transporte como el emblema de novedad y contemporaneidad fue algo de una sólo vez. Las bicicletas fueron “nuevas” sólo una vez, en la ultima década de mil ochocientos. Las motocicletas fueron “nuevas” en los veintes, para fascistas y Bright Young Things (desde entonces han evocado lo “retro”). Los carros(como los aviones) fueron “nuevos” en la época eduardiana y otra vez, brevemente, en los cincuenta: desde entonces y en otras ocasiones han representado muchas cualidades; confianza, prosperidad, consumismo, libertad-pero no “modernidad” per se.

Los trenes son diferentes. Los trenes ya eran la encarnación de la vida moderna en 1840; he aquí la razón del atractivo que los pintores “modernistas” les encontraban. Todavía cumplían con ese rol en 1890, la época de las grandes Cross Country Expresses. Nada era más ultramoderno que los nuevos streamlined superliners que relucían en los afiches neo-expresionistas de los años 30. Los trenes tubo electrificados fueron los ídolos de los poetas modernistas después de 1900, de el mismo modo que los Shinkansen Japoneses y los TGV Franceses son los grandes íconos de la destreza tecnológica y el confort de primer nivel de hoy en día, todo sin dejar de avanzar a 190 mph. Pareciera que los trenes son modernos perennemente, aunque se escapen de la vista por un momento. Algo parecido ocurre con las estaciones de tren. Las estaciones de gas de la vieja carretera camionera son objeto de afecciones nostálgicas cuando son recordadas hoy en día. pero han sido remplazadas constantemente por pequeñas variaciones funcionales y su forma original sobrevive sólo en el nostálgico recuerdo. Es común (e irritante) que los aeropuertos sobrevivan bien al comienzo de la obsolescencia estética o funcional; pero nadie querría conservarlos por su propio bien, mucho menos suponer que un aeropuerto construido en 1930 o incluso en 1960 siga siendo de utilidad o de interés a la fecha.


Pero las estaciones de tren construidas hace un siglo, o incluso hace un siglo y medio, LaGare de l’Est Parisina(1852), la londinense Paddington Station (1854), la Victoria Station en Bombay (1887), Hauptbahnhof en Zurich(1893), no sólo son grandes atractivos estéticos y cada día se transforman en objetos de aprecio y admiración: funcionan. Y yendo al grano, funcionan de manera fundamentalmente idéntica a como funcionaban cuando fueron construidas. Esto es obviamente una gran evidencia a la calidad de su diseño y construcción, pero también habla de su perene contemporaneidad. No se han desactualizado. No son un adjunto a la vida moderna, o a parte de ella, ni tampoco un subproducto. Las estaciones, como los trenes a los que les sirven, son parte integral del mundo moderno.

A veces nos encontramos afirmando o asumiendo que la característica distintiva de la modernidad es el individuo: el irreducible sujeto, la persona que se mantiene en pie por si solo, el ser sin ataduras, el ciudadano a quien nadie observa. El individuo moderno es común y favorablemente contrastado con el dependiente, respetuoso y esclavizado sujeto del mundo pre moderno. Por supuesto hay algo en esta versión de las cosas, tanto como hay algo en la idea que la modernidad es también una historia sobre el estado moderno, con sus ventajas, sus capacidades y sus ambiciones. Pero tomando todo en consideración, y al pesarlo todo, es un error, un peligroso error. La verdadera característica distintiva de la vida moderna, con la cual perdimos contacto, a nuestro riesgo, no es ni el individuo sin cadenas ni el estado sin restricciones. Es lo que está en medio de ellos: la sociedad. Con mayor precisión; la sociedad civil, o(como figuraba en el siglo diecinueve) la sociedad burguesa.

Los ferrocarriles fueron y siguen siendo el acompañamiento natural y necesario a la emergencia de la sociedad civil. Son un proyecto colectivo para beneficio individual. No pueden existir sin acuerdo común( y, en tiempos recientes, gasto común), y por su diseño ofrecen un beneficio práctico, individual y colectivo por igual. Esto es algo que el mercado no puede cumplir, excepto en cuenta propia, bajo una feliz inadvertencia. Los trenes no siempre fueron sensibles al medio ambiente, aunque en costo ambiental global no queda claro si el motor de vapor hacía más daño que su competidor de combustión interna, pero eran, y tenían que ser, socialmente responsables. Esa es una razón de porque no generaban muchas ganancias.

Si perdemos los trenes no sólo habremos perdido un bien valiosamente práctico cuyo remplazo o recuperación sería demasiado caro para tolerarse. También hay que darnos cuenta de cómo nos hemos olvidado de vivir colectivamente. Si tiramos las estaciones de tren y las líneas que pasan por ellas por la borda, tal como empezamos a hacer en los años cincuenta y sesenta, estaríamos tirando a su lado nuestra memoria de cómo vivir la confidente vida cívica. No es por casualidad que Margaret Tatcher, quién afamadamente declaró que “ no hay tal cosa como sociedad. Hay hombres y mujeres individuales, y también sus familias”, hizo un punto de nunca viajar en tren. Si no podemos gastar nuestros recursos públicos en trenes y viajes contenidos en ellos es porque hemos entrado en comunidades encerradas y no necesitamos nada mas que coche articulares para movernos entre ellas. Será porque nos hemos transformado en individuos encerrados que no saben como compartir espacio público para ventaja común. Las implicaciones de tales perdidas trascenderían por mucho el hundimiento de un sistema de transporte entre otros. Significaría que hemos terminado con la vida moderna.

Traducción: Jerónimo Plá Osorio
Publicado originalmente en las reseñas del NYT

[1] Penn Central Railroad salió del negocio en 1972, justo ocho años después de escoger la ganancia por encima del prestigio, después aplanando Penn Station para abrirle espacio al Madison Square Garden.