José Ramón Enríquez


De Havel a Stoppard

 

Una de las obvias desventajas de la descentralización individual en un país tan fuertemente centralizado como México es que uno se queda sin ver el teatro que se produce abundantemente en la capital. Llegará un día en el que las obras se estrenarán antes en eso que llaman provincia, como ocurre en otros países del Primer Mundo, o ya estrenadas, emprenderán esas giras que han caracterizado la historia del teatro.
A continuación haré una reflexión literaria y sociológica en torno a los textos dramáticos, La inauguración de Václav Havel, y Rock’n’ Roll, de Tom Stoppard, a través de lo cual daré también un testimonio generacional acerca del tema central de ambas obras: lo ocurrido en la Primavera de Praga de 1968 y sus consecuencias a nivel global durante aquel año. Repercusiones que llegan hasta nuestros días, como lo prueba el hecho de que se nos congregue para eso y de que dos de los más potentes dramaturgos de la Europa contemporánea hayan dedicado a ello dos obras magníficas.
Fue un año que me cambió, puedo asegurarlo sin retórica. Me dio un sentido, a pesar de haberme lanzado a los mares de una desconfianza metódica hacia todos aquellos que tuvieran más de treinta años. Y, hasta el día de hoy, esa frontera de los treinta años se ha vuelto metafísica y tan móvil como nebulosa. Desde el doble de esa edad, desconfío de jóvenes y de viejos, y veo como menores de treinta a algunos que cargan ochenta en sus espaldas, o muy viejos a teenagers que cuentan con no más de un refrigerador entre sus pertenencias. Polvos y cicatrices ideológicas o morales de aquellos lodos.
La mayoría de quienes entonces compartíamos una edad cronológica durante la Primavera de Praga –yo tenía 22 e iba a cumplir 23 en el verano– comenzamos a soñar una utopía que ha sido traicionada en muchas de sus facetas, vencida en otras y reducida al absurdo en las más, pero que no puede plantearse como distopía porque no tuvo la oportunidad de llegar al poder. En cambio, la Primavera de Praga del 68 partió precisamente de una comprobación más de que la utopía revolucionaria que asaltó el Palacio de Invierno en 1917 era una distopía. Tal como la definen los especialistas e igual que reza en el título de la mesa redonda que nos convoca.
Todo el empuje creador, la voluntad de cambio radical en lo político y en lo artístico de aquellos revolucionarios de principios del siglo xx, ya para el 68 se había vuelto memoria cruel de purgas inexplicables o se había marchitado, en los sobrevivientes y en sus herederos, al igual que en los viejos jardines perece todo lo verde.
Ya en el 68, hablar de los países revolucionarios era penetrar en los espacios de la melancolía. Y eso lo encontramos, a pesar de sus distancias, en los dos autores que nos congregan. Desde luego, no todo es producto de los caminos tomados por la revolución socialista. Mucho venía de antes. Hay en los personajes de Havel una íntima tristeza, la misma que agobia también a los de Stoppard, en ambos casos hasta la desesperación. Una íntima tristeza que siento como un ethos de los grandes escritores que van del centro de Europa hacia todo cuanto significan los hielos siberianos. Un ethos de tristeza que se volvió autoescarnio en Ionesco, aunque nosotros lo hayamos confundido tantas veces con juegos del absurdo, y que llegó a sus últimas consecuencias en Ivonne, princesa de Borgoña de Gombrowicz y, sobre todo, en la monumental novela Ferdydurke de este último.
Muy a propósito, de alguna manera hago sinónimos melancolía e íntima tristeza para conectar con nuestro bardo cumpleañero, Ramón López Velarde, quien en su Retorno maléfico define la íntima tristeza como reaccionaria. Políticamente lo era más aquello contra lo cual los tristes reaccionaban. Y eso que López Velarde apenas conoció la vacuidad de la retórica “revolucionaria” mexicana, pero nunca llegó al catecismo brutal que sufrieron los checos ni a su constante sensación de estar frente al Big Brother orwelliano. Y es precisamente el orwelliano Big Brother quien, como cuarto personaje, ocupa el espacio de La inauguración. Es preciso recordar la asfixia en que nos sume esa extraordinaria película, La vida de los otros, para entender los silencios de un Ferdinand, que es el propio Havel, y tanto los sobreentendidos como la histeria de Vera y Michael, sus anfitriones.
Es el mismo Big Brother que cruza las fronteras, de Checoslovaquia a Inglaterra, en el Rock’n’ Roll de Tom Stoppard y hace que en ambos países todos se espíen los unos a los otros para no averiguar nada más importante que cuanto se oye en las conversaciones diarias y cuanto se conoce a simple vista, pero que justifica su eficacia al sembrar el miedo y la desconfianza como las únicas formas posibles de relación humana, inclusive en lo más íntimo.
Ya lo comprendían en tiempos inquisitoriales cuando hacían entender bien a uno que el amadísimo hermano estaba dispuesto y bien preparado para denunciarte por la salvación de tu alma. En la Praga del 68 era el bien del Partido y la salvación del ideal, como argumentará Max, el filósofo inglés que se aferra a la ortodoxia, aunque sea crítica, porque no ve otra manera de salvar el mundo del capitalismo en la obra de Stoppard.
Y Max carecía en aquel momento de un punto de visita como el que tenemos hoy. Tampoco lo teníamos nosotros en el 68. Para mí, y con seguridad para muchos como yo, aún no se había resquebrajado el ideal que protegía el mundo y que personificaba el socialismo real. Aunque en la década de los años sesenta ya veíamos al stalinismo como una perversa deformación, creíamos que, precisamente, personajes como Alexander Dubcek eran oportunidades luminosas para retomar el camino.
En mi caso personal, eso había sido Juan XXIII en otra institución llena de perversas deformaciones, la Iglesia Católica. El Concilio Vaticano II había abierto puertas, ventanas y rutas teológicas que ya nadie pudo cerrar, incluidos los esfuerzos que hizo el nuevo beato Wojtyla y que continúa haciendo su beatificador. Alexander Dubcek, ese hombrecito con cara de asustado pero de sonrisa fácil, en nada se parecía a las estatuas pétreas de la Nomenklatura y por ello yo pensaba que podría hacer algo parecido a lo que hizo el Papa Bueno, ahora en las inmensas catedrales comunistas. Pero llegaron los tanques soviéticos y con ellos arribó para todos la amarga decepción. Aun cuando continuara enhiesta la lógica de Max, cualquier simpatía por la urss se había extinguido para siempre.
Ese personaje de Stoppard que, visto hoy, puede resultar absurdo en su patético heroísmo, en aquel momento era tan sólo otra víctima de los eficaces aparatos represivos, tanto ideológicos como policiacos.
Y Stoppard, en su Rock’n’ roll, al permitirnos ver un lado y otro de la que fue llamada Cortina de Hierro y era por lo menos otro muro de ignominia, abre la discusión hacia muchos ámbitos, a la manera de los grandes escritores eslavos, como Chejov, en el teatro, y el mismo Dostoievski en la narrativa.
De esta presencia de los grandes creadores rusos habló el propio Stoppard en una entrevista con David Trueba, el año pasado en el diario español El País: “me gusta esa literatura rusa de final de siglo xix, con toda su carga filosófica”.
Y el tema de la entrevista era, precisamente, Havel y el estreno madrileño de Rockn’n’ roll. Dijo al respecto:



Siempre me he sentido muy cercano a Václav Havel. Tenemos casi la misma edad, ambos escribimos teatro, ambos hemos estado en organizaciones de denuncia por la falta de derechos. Pero él tuvo algo que yo creo que no tengo, la valentía. En aquel momento, los disidentes firmantes de la Carta 77 se jugaron su vida y su trayectoria profesional. Muchos pagaron con la cárcel y yo me sentí absolutamente en comunión con ellos. [...] Con el tiempo pude traducir alguna obra de Havel para darla a conocer en el mundo anglosajón. Años después me vino la idea de escribir Rock’n’ roll, porque una de las primeras medidas de represión fue prohibir los discos de música en inglés y perseguir a aquel grupo local, los Plastic People of the Universe, que eran la avanzadilla de la música moderna en un mundo que luchaba contra cualquier movimiento de libertad.



Nos encontramos con dos estilos y dos respiraciones completamente diferentes que se vuelven imposibles de comparar La inauguración de Havel y Rock’n’ roll de Stoppard. Es lógico. Se trata de dos dramaturgos que no podrían ser más diferentes, aun cuando compartan la fecha y el lugar de nacimiento. Escriben en épocas y en geografías diversas.
Havel escribía desde su ahí y entonces. Propone que su personaje Ferdinand se niegue a vender su conciencia, mientras que Vera y Michael, sus anfitriones, justifican la venta de las suyas. Desde este punto de vista, la invitación al consumo es la exigencia de volverse cómplice del sistema.
Sí. En eso la obra puede trasladarse, sin duda, a nuestro país y a nuestros días, porque la complicidad por medio del consumo es muy vieja en la historia. Es la misma tentación de Cristo en el desierto: “todo esto te daré si, postrándote, me adoraras”.
Pero lo específico y, para mí, mucho más doloroso, es que Vera y Michael han elegido ser apparatchik aunque sepan que el aparato acabará por estrangularlos. Ellos lo entienden con toda la claridad y angustia que esto conlleva. Perderán de una u otra forma. No forman parte de esa nomenklatura capaz de dar las maromas necesarias para superar los cambios, incluso en un naufragio ya previsible del socialismo real. En cambio, saben que la pureza de Ferdinand le permitirá resistir incluso en la derrota. Su sonrisa y su infantil anonadamiento los aniquila.
Aun cuando Ferdinand-Havel habrá de pasar por todas las puertas de la burocracia kafkiana en su propio Proceso –y es Kafka otro melancólico de aquellos lares– ellos despiertan cada mañana, rodeados por todo cuanto tienen, pero convertidos un poco más en Gregorios Samsa. Como en La bestia del corazón de Herta Müller los unos y los otros resultan víctimas de esa securitate rumana de la Checoslovaquia de Gustav Husak, a quien ellos profetizan.
Repito para ir cerrando. Havel escribe desde dentro, en el espacio y en el tiempo, de ese mundo tan agresivo cuanto ridículo, mientras Stoppard revisa la historia y lo hace desde una metáfora redonda, la de una música como el rock y la del inmenso valor, ahora naïf, de los discos de acetato.
Hoy, el consumismo enloquecido como forma de complicidad con el poder es terriblemente peligroso. Pero lo es, también, la forma en que las nuevas generaciones parecen no interesarse por la historia y permiten que recupere prestigio un autoritarismo que para nosotros fue una depravación auténtica y que, tanto en La inauguración como en Rock’n’ roll vemos en algunas de sus facetas más lamentables.
La recuperación de la imagen de un Fidel Castro o la beatificación entre gritos juveniles de un Juan Pablo II, así como el entusiasmo por Chávez o aun la simpatía por Gadafi y la memoria de Bin Laden demuestran que el hombre es capaz de tropezar una y mil veces con idéntica piedra.
Václav Havel, Tom Stoppard –ya he hablado de Herta Müller, en la narrativa– nos increpan violentamente para recordar desde sus tiempos y desde sus ámbitos. Aunque tal vez el testimonio del arte pueda muy poco ante los fanatismos que se reconstruyen o la fatalidad de la historia que se repite, tratemos de respirar profundamente el aire más puro que nos sea dado y oigamos un poco de ese rock’n’ roll que nos levante el ánimo, porque la elevación del ánimo es, ha sido y seguirá siendo un valor humano incuestionable.
Para terminar, quiero recordar el mensaje de Havel para el Día Mundial del Teatro del 27 de marzo de 1994. Se refiere a los horrores de la guerra en Sarajevo y acusa a “los depuradores étnicos y los violadores” que “vuelven al hombre a su pasado más tenebroso”, frente a ellos, pone precisamente como ejemplo de humanismo a quienes hacen teatro ahí y en aquel momento. Ellos, “los hombres de teatro que dialogan sobre el drama de las almas muestran el futuro... sirven a la paz y nos recuerdan que el teatro tiene un sentido”.
Creo que vale la pena recordar parte de la argumentación del gran dramaturgo cuando aún era presidente de la República Checa:
Sobre nuestro planeta se extiende por primera vez en la historia del hombre una civilización global y única. [...] Esta civilización admite un gran número de naciones o de etnias con costumbres y tradiciones diversas, conjuntos culturales grandes o pequeños. [...] La consecuencia es una tensión dramática en el mundo de hoy [...] y nuestra esperanza es llegar a una cierta cohabitación. [...] El teatro es uno de los vestigios importantes de la autenticidad humana. [...] Es la única expresión en la que un hombre se dirige a otro hombre cada día, ahora y sin pausa. Por eso el teatro no es solamente un lugar donde se cuentan historias. Es un lugar de encuentro entre los hombres, un espacio de existencia auténtica [...], un lugar de diálogo vivo, único e inimitable, que habla de la sociedad y sus tragedias, del hombre, de su amor, de su maldad y de su odio. El teatro es un lugar espiritual de la comunidad humana. El punto de cristalización de la vida espiritual. Un espacio de libertad y de consentimiento. [...]