En la Puerta de Versalles, de acuerdo con un ritual tan inmutable como el regreso de las estaciones, el Salón de la Agricultura cede el lugar al Salón del Libro y las caballerizas editoriales suceden a los establos modelos. Con no menos ritualismo, el lugar de honor lo ocupará una potencia editorial invitada –este año le corresponde a México–. Ha sido una elección valiente. Antes que nada porque México no está “de moda” desde que nuestros intelectuales mediáticos han dejado de realizar la peregrinación a Chiapas. Ya no hay guerrilleros ni tampoco partido único. Ningún líder máximo barbón, ni bigotudo tribuno populista. Esa América, ¿es todavía latina? O bien, merced al TLCAN, ¿es una especie de Canadá del Sur, amarrado al poderoso vecino norteamericano por nexos que no van a quedar mucho tiempo limitados puramente a lo económico? A la mirada francesa le cuesta encuadrar un México tan infiel a sus mitos…
Cada vez menos políticamente “latino”, México ¿sigue siendo culturalmente “indio”? Hay que dudarlo. Gringos y europeos –desde D.H. Lawrence a Malcom Lowry– se han alimentado largo tiempo de un imaginario de lo mexicano como algo centrado en la indianidad, que Paula López Caballero nos muestra, como antropóloga e historiadora de la antropología, que fue ampliamente un producto promovido por los propios mexicanos: el “Subcomandante Marcos” es su más reciente avatar. Pero este imaginario se está deshaciendo, o al menos se desdibuja sin que sea sustituido por una imagen muy nítida. El historiador Ilán Semo, quien dirige la revisa Fractal, nos ayuda a comprender los desconciertos de los intelectuales mexicanos, copartícipes que se han visto atrapados en este enredo de percepciones.
La imagen literaria de México ya no es evidente. La literatura mexicana no es desconocida, pero a menudo es mal conocida en Francia. Por lo demás, nunca se la ha identificado con alguna que otra gran figura: Borges, en el caso de Argentina; Gabriel García Márquez, en Colombia; Vargas Llosa en Perú, y así sucesivamente. Sin duda, Octavio Paz era demasiado cosmopolita (y en su país demasiado controvertido) para fungir plenamente ese papel. Pero existe también, quizá, un rasgo distintivo del ecosistema literario mexicano que numerosas contribuciones se esfuerzan por descifrar.
Vale señalar, en efecto, que según confesión misma de muchos mexicanos, el retrato mejor perfilado del México de hoy ha sido trazado por un chileno, Roberto Bolaño, en su obra póstuma 2666, libro-monstruo y libro-mundo, publicado en francés el año pasado en la casa editorial Christian Bourgois. Pero si uno reflexiona, como lo hace aquí Marie Córdoba, sobre la vida y la obra de Elena Poniatowska –nacida en París y tan poco traducida al francés– uno se pone a pensar que a lo mejor existe una tradición, exclusiva de los escritores mexicanos, de desvío y regreso luego de recorrer una larga distancia. La cuestión entonces se invierte y el diagnóstico se da la vuelta. Si la literatura mexicana contemporánea está mal identificada en el extranjero, y en Francia particularmente, ¿no es por haber rehuido las identificaciones demasiado fáciles y los enraizamientos demasiado angostos?
A su regreso a México, luego de varios años de exilio, Benjamin Péret declaraba: “México es un país que se interesa sólo en México”. Expresaba así una impresión inquietante que sobrecogía –hace más de medio siglo– a numerosos visitantes: la creación y el pensamiento parecen volteados exclusivamente al país mismo, en obsesivo esfuerzo por expresar una identidad en construcción y por descifrar los misterios de un territorio rico en esa materia. Todo esto, acompañado de una relación muy particular y profunda entre el poder y los intelectuales, los cuales tuvieron largo tiempo por misión acompañar las quimeras del Príncipe —y sobre todo no cuestionar las imágenes que él proponía. Ha ocurrido una nueva repartición del poder, pero la evolución a una apertura internacional y hacia una modernización inevitable sigue marcada por este curioso punto de partida.
La sociedad civil ha conquistado ya un espacio de expresión, al final de un recorrido propio de México, cuyos principales hitos son conocidos: desgaste de los valores de la Revolución; movilización estudiantil y universitaria en 1968; reacción de una población que se hace cargo de sí misma luego del terremoto de 1985, cuando el gobierno abiertamente rechaza la ayuda internacional; levantamiento zapatista de 1994; pérdida del poder por parte del Partido Revolucionario Institucional, desgastado y rebasado por los deseos de los electores. Esta es la nueva repartición del poder, y uno se sorprende de la rapidez con que estos trastornos o esta apertura han sido asimilados por los intelectuales mexicanos. Es para dar cuenta de esto o para presentar al menos ciertas facetas que hemos agrandado la perspectiva de este número más allá de la ficción, más allá incluso del libro en cuanto tal, puesto que Carlos Bonfil, crítico en La Jornada y en otras numerosas publicaciones, nos presenta un estado del cine mexicano, de sus dificultades y de sus combates.
A la literatura, con todo, debería corresponderle la parte del león. No sólo para acompañar y honrar a las mexicanas y mexicanos que, en este mes de marzo, han compartido su visión del mundo y de la escritura con los visitantes del Salón del Libro –donde se podrá encontrar y escuchar a muchos de nuestros autores y a muchos de los escritores evocados en este número–. Pero también, y más profundamente, porque la literatura, como lo recordaba Barthes en su lección inaugural en el Colegio de Francia, “se la sabe larga en lo referente a los hombres”, tan larga y a menudo más que las “ciencias del hombre”.
Un país que se considera “nuevo” tiene la obsesión de su identidad: sus habitantes abrigan la sensación de que han tenido que construir mitos, formas originales para representarse y pensarse a sí mismos. En los textos aquí reunidos se hallarán los cuestionamientos que surgen en todos los territorios del saber o del imaginario mexicanos. ¿Es posible escapar de la imagen complaciente que el nombre de México evoca inevitablemente y, si sí, para proponer cuál lectura de lo real? ¿Cómo observar la dinámica tradición-ruptura en una cultura llevada por la prolongación de los sueños del pasado? ¿Cómo inventar un imaginario nuevo cuando uno se siente cercado por el desastre y la desilusión? ¿Cómo articular fidelidad e innovación?
Todas estas preguntas, la literatura mexicana se las plantea ora irónica ora dolorosamente. Bastará para convencerse leer, además del texto ya mencionado sobre Elena Poniatowska, el artículo que la novelista y crítica Margo Glantz consagra a Sergio Pitol y a Mario Ballatin, entre continuidad y ruptura, así como el panorama de una ficción presa de la violencia que bosqueja una joven novelista recién laureada con el premio Antonin Artaud, Guadalupe Nettel. Como remate y para concluir este texto de “apertura-obertura” –en todos los sentidos del término– de este número, bastará para persuadirse leyendo a Alberto Ruy Sánchez, de que la identidad mexicana, ese espectro que largo tiempo asedió a los intelectuales y al poder mexicanos, es sustituido hoy –a través de la transmigración de los espíritus, al igual que mediante la migración de las personas– por “identidades fugitivas”, donde México, lejos de perderse, tiene oportunidad de reencontrarse.
Traducción: Manuel Arbolí |