Carlos Bonfil

El cine mexicano: del desencanto a la
resistencia cultural

 

 

 

Mucho se ha hablado y escrito recientemente a propósito del actual florecimiento del cine mexicano, y buena parte de esta apreciación elogiosa proviene básicamente del éxito innegable que un número de producciones extranjeras dirigidas por directores mexicanos, Alfonso Cuarón (Los hijos del hombre), Alejandro González Iñárritu (Babel) y Guillermo del Toro (El laberinto del fauno), han encontrado fuera de México. Festivales internacionales de cine tan prestigiosos como Cannes, y vitrinas monumentales como la ceremonia anual de los Óscares en Hollywood, han contribuido a crear la ilusión de que el cine mexicano vive una segunda Época de Oro en su ya larga historia. Y aunque es un hecho de que numerosos talentos han destacado en años recientes, tanto en la dirección fílmica como en la fotografía, lo cierto es que la industria de cine en México apenas se recupera lentamente de una larga crisis que prácticamente la dejó en ruinas, y que provocó, entre otras calamidades, el éxodo a Hollywood y a Europa de aquellos mismos talentos que de manera irónica hoy son considerados como los responsables principales del boom del cine mexicano.
Las películas mexicanas independientes de los últimos tres años ofrecen una gran variedad de temas y recursos estilísticos. Han sido producidas en condiciones a menudo difíciles y algunas apenas han podido llegar al público local. De modo sintomático, estas películas tienen algo en común: están pésimamente distribuidas y cuando finalmente consiguen llegar a las pantallas nacionales permanecen en cartelera una o dos semanas, o bien se les relega a un circuito de cine de arte para un consumo por lo demás muy limitado. El mejor cine mexicano de hoy no se produce en el extranjero, aunque las coproducciones pueden ser el mejor incentivo financiero para su desarrollo. Se trata de un fenómeno interno que los públicos locales consiguen descubrir con escasa publicidad y sin mayor promoción mediática.
Para la mayoría de los espectadores mexicanos este milagro virtual de un nuevo auge del cine mexicano es, por decir lo menos, una gran sorpresa y una paradoja. Las producciones locales siguen luchando por ganar visibilidad, promoción, distribución y cuotas de exhibición justas, así como un compromiso más firme por parte del gobierno, de la empresa privada y de las redes de televisión para invertir en nuevas propuestas narrativas. Aunque últimamente se registran algunos avances, como la promoción de un incentivo fiscal para invertir en cine, la sensación que prevalece es que el apoyo que las autoridades gubernamentales alegan brindar para la recuperación de la industria fílmica, se ven continuamente obstaculizadas por las vacilaciones burocráticas.
Para entender esta ausencia de compromiso político para defender la creación fílmica en México es preciso hacer un breve repaso histórico, entender los costos que una economía neoliberal ha tenido sobre la cultura en México, particularmente en el cine, reconocer también los efectos negativos de la implantación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá que, lejos de defender el patrimonio cultural, hizo del cine una mercancía más, sujeta a los vaivenes del mercado y a la competencia desigual con Hollywood, privándolo de un marco jurídico que protegiera la creación fílmica local.
Luego de la derrota del Partido Revolucionario Institucional (pri), en el año 2000, muchos mexicanos pensaron que con la caída de una hegemonía política ya septuagenaria, lo que habría de seguir sería la instauración de nuevas reglas democráticas que beneficiarían naturalmente a la cultura. A ocho años de distancia de aquel avance democrático, el balance dista mucho de ser satisfactorio. En el caso del cine mexicano la crisis no ha concluido.

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Año 2000. Para la frágil industria del cine mexicano, el cambio político significa la oportunidad de transformar a fondo los lenguajes heredados, ya obsoletos: la retórica oficial del cine de los años setenta, donde prevalece la demagogia social del estilo personal del presidente Luis Echeverría (1970-1976), y la corrupción sin límite del sexenio siguiente, presidencia de José López Portillo (1976-1982), un periodo marcado por la improvisación y la ineficacia, donde el suceso más lamentable es el incendio de la Cineteca Nacional, institución dirigida por la hermana del presidente, personaje pintoresco que pasa a la historia como la mayor depredadora de la industria fílmica y de su acervo histórico. Durante el incendio causado por su negligencia en la preservación de materiales altamente inflamables, se pierden miles de películas nacionales y extranjeras, innumerables documentos escritos e iconográficos, quedando borrada para siempre una parte importante del patrimonio cinematográfico. Durante este periodo de frivolidad y torpeza administrativa se abren las puertas a la inversión privada, desentendiéndose el Estado de su responsabilidad hacia la industria fílmica y quedando ésta a merced de los caprichos de productores, distribuidores y exhibidores interesados en una recuperación rápida de sus inversiones a través de productos altamente rentables. En el sexenio de López Portillo y en el del siguiente presidente, Miguel de la Madrid (1982-1988), la tónica dominante es favorecer géneros entendidos como populares y que sólo explotan la violencia, el melodrama familiar y el humor grueso, en películas sexistas, de calidad ínfima, en un reflejo de supervivencia económica y en un desgaste total de las propuestas narrativas. Viene luego el gran despertar de la industria, la convicción de que con la llegada de un nuevo presidente, Carlos Salinas de Gortari (1998-2004), producto de un enorme fraude electoral, y defensor a ultranza del modelo económico neoliberal, el cine mexicano conocerá, pese a todo, días mejores. Durante este periodo se manifiesta la voluntad de retomar la rectoría del Estado en la creación fílmica, y símbolo de esta voluntad es la creación del Instituto Mexicano de Cinematografía (imcine). Se firma el Tratado de Libre Comercio (tlcan), con Estados Unidos y Canadá, sin excluir de él a la industria cinematográfica. El cine mexicano pasa a ser una mercancía más, se le niega la posibilidad de desarrollo autónomo y la calidad de una excepción cultural, con lo que queda totalmente sujeto a las leyes del mercado. El gobierno alega en el discurso tener una preocupación por el fomento de la industria, cuando en realidad está sentado las bases para su futuro desmantelamiento. Parte de la retórica oficial es la creencia firme en una economía nacional en franca recuperación, la confianza en los mercados internacionales y en la solidez de la moneda, también el acatamiento de un programa económico ortodoxo de corte neoliberal. Se estimula la participación de jóvenes talentos en la creación fílmica, se apoya a guionistas y a productores, se maneja en los medios la noción de un renacimiento del cine mexicano, y se exportan a festivales internacionales sus primeros productos, entre los que figuran cintas emblemáticas como Danzón, de María Novaro; Como agua para chocolate, de Alfonso Arau; y Sólo con tu pareja, de Alfonso Cuarón. En estos años se habla continuamente de un nuevo cine mexicano, y en diversos sectores, incluida una parte de la crítica de cine, se comparte la convicción inalterable de que el país asiste a un boom en todos los niveles de la vida económica y cultural. Es la ilusión neoliberal, el milagro salinista, el ingreso virtual de México al primer mundo: un optimismo oficial que no admite disensiones, y que al advertirlas no duda un instante en burlarse de ellas.
Esta euforia por el renacimiento del cine mexicano dura poco tiempo, acaso el mismo de la mistificación que el régimen de Carlos Salinas impone al país entero. Al final de su gobierno los costos de la ilusión están a la vista. El país enfrenta una enorme crisis de credibilidad interna y externa, la economía se encuentra golpeada, la mayoría de la población se siente engañada. Sólo han sido beneficiarios del sistema quienes han sabido lucrar con el andamiaje de la modernización a ultranza: los grandes empresarios y la clase política. En el terreno cultural cunde el escepticismo y el desengaño. Los creadores del “nuevo” cine mexicano ven bruscamente interrumpido su impulso; las ayudas oficiales, antes generosas, y la promoción internacional, antes entusiasta, comienzan a disminuir hasta ofrecer un panorama francamente desolador a finales de los años noventa. En el periodo presidencial de Ernesto Zedillo (1994-2000) esta crisis se acentúa. Un episodio social tiene el efecto de un cataclismo: el primero de enero de 1994 el país se despierta con la insurrección zapatista en Chiapas. El nuevo gobierno se esforzará en limitar en lo posible la desintegración política del país. Mientras tanto, y aprovechando la nueva coyuntura, las propuestas fílmicas marginales cobran un impulso inesperado. El cine se politiza, el desencanto se vuelve eje temático, el régimen, aferrado todavía al credo neoliberal muestra signos de desgaste, y en el terreno político se adivina la transición inevitable. Pocos años después, el propio presidente propicia y favorece la victoria de sus adversarios, apostando a una derecha económicamente confiable, capaz de garantizar las reformas estructurales en curso, sin desprestigio político comparable al del equipo gobernante: un régimen nuevo, inexperto y entusiasta; para muchos, un gobierno de esperanza.

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El año mismo del triunfo de la democracia electoral, se produce en México la obra mayor del desencanto social, Amores perros, de Alejandro González Iñárritu, un éxito nacional e internacional inmediato. Esta película, a la vez crónica intimista y colectiva, describe en tres historias el itinerario de una misma crisis de la masculinidad en México. Sus personajes encarnan tres generaciones, sus sueños, la violencia de sus pasiones y el colapso final de sus ambiciones. Un joven de veinte años, una víctima más de la crisis económica, anhela abandonar su país y buscar mejor suerte en Estados Unidos; sus deseos se ven frustrados lamentablemente. Un hombre de cuarenta años abandona a su familia y procura una vida excitante a lado de una bella modelo, quien luego de un accidente, termina semiparalizada; el retorno al hogar del esposo pródigo se complica, y la frustración se apodera de todos los personajes. En la tercera historia, un hombre de sesenta años vive en la pobreza extrema y en el desengaño total luego de una larga militancia guerrillera. Uno a uno, los personajes masculinos de Amores perros, en definitiva un solo emblema de la masculinidad derrotada, señalan una misma realidad, la del país incapaz de superar las crisis sociales y económicas, sumido en la desesperanza de millones de individuos en la pobreza extrema, frente a un poder político y una lógica neoliberal que ofrece espejismos de bienestar, promesas de superación social, sin cumplir jamás cabalmente lo prometido. La película de González Iñárritu es el barómetro ideal de ese clima de desencanto que en poco tiempo se apodera de quienes en poco tiempo advierten que el nuevo gobierno foxista, lejos de impulsar el cambio prometido, apuesta a la continuidad de las mismas fórmulas económicas y sociales ensayadas por los presidentes que le antecedieron. El modelo salinista, el neoliberalismo dependiente, cobra una fuerza todavía mayor durante el sexenio de Vicente Fox, aunque esta vez acotado, es cierto, por una oposición más activa en el poder legislativo, el cual obstaculiza e impide en lo inmediato reformas estructurales que incluyen, entre otras cosas, la privatización de los recursos energéticos.
Esta misma oposición frustró además una iniciativa presidencial que amenazaba directamente a la industria cinematográfica, de sí muy frágil. En enero de 2003, Vicente Fox propuso la desaparición paulatina de tres instituciones que son parte nodal de la infraestructura fílmica en el país: el Instituto Mexicano de Cinematografía (imcine), los Estudios Churubusco, y una escuela de cine, de donde han egresado los mejores talentos, el Centro de Capacitación Cinematográfica (ccc). Estas instituciones parecían no tener, a juicio del mandatario y de su burocracia económica, la productividad necesaria: no eran ni operativas ni rentables, sólo generaban gastos innecesarios, y entorpecían la dinámica de acercamiento al capital transnacional que podía reactivar, con mayor eficacia, la producción fílmica en México. De existir un futuro para el cine en México, éste se encontraría del lado de las grandes compañías estadounidenses, las majors hollywoodenses que podrían invertir sus capitales en el país, procurarse mano de obra barata (técnicos y talentos locales), y generar las ganancias indispensables para el desarrollo integral de un cine nacional, felizmente globalizado. La iniciativa presidencial se enfrentó, en ese momento, a una fuerte oposición por parte de profesionales del cine y de estudiantes, y un grupo de diputados consiguió frustrarla a tiempo. La amenaza quedó sin embargo latente.
Con la venta de la principal cadena de exhibición estatal (cotsa), dueña de la mayoría de salas cinematográficas en el país, se dio paso a un proceso de modernización de la proyección fílmica en México. La deserción del público era cada vez mayor. El cine mexicano perdía público y las viejas salas donde se exhibía estaban ya casi vacías. Era urgente remodelarlas o venderlas al mejor postor. Al perder el apoyo estatal, muchas de ellas tuvieron que cerrar, incapaces de garantizar un mínimo de calidad en materia de proyección y sonido. No había modo de asimilar las nuevas tecnologías, los sistemas de sonido novedosos, y paulatinamente fueron creándose, desde los años noventa, nuevas cadenas de exhibición como Cinemark, Cinemex o Cinépolis, que con capitales mixtos, predominantemente extranjeros, proponían condiciones óptimas para ver cine, dirigiéndose a un público de clase media capaz de pagar precios más elevados, y rezagando paulatinamente a las clases populares, las que finalmente tuvieron la opción más económica del video casero. El cine mexicano popular perdía su público al perder también sus grandes salas –ese espacio del encuentro colectivo–, y muy pronto desapareció para ceder el lugar a producciones locales más atentas a las necesidades de espectadores con mayor poder adquisitivo y exigencias nuevas en materia de propuestas temáticas. En los complejos cinematográficos recién inaugurados, situados a menudo en grandes centros comerciales, se ofrecía un menú cada vez más diversificado de opciones fílmicas: cine europeo u oriental, superproducciones norteamericanas o cintas independientes, una variedad inédita frente a la cual el cine nacional debía competir en condiciones de desventaja. El cine nacional estaba totalmente sujeto a la ley del mercado y debía subsistir imitando, de algún modo, las fórmulas comerciales exitosas, los géneros de moda, las innovaciones técnicas, a menudo económicamente inalcanzables.
Durante todo el gobierno del presidente Vicente Fox se discuten las ventajas y limitaciones de una Ley Cinematográfica que, pese a continuas modificaciones, no logra garantizar de modo alguno un apoyo real a la creación cinematográfica. Se ensayan estrategias como la de destinar un peso de la recaudación de cada boleto en taquilla, para promover la producción de nuevas cintas, una contribución que garantizaría un fondo mínimo de apoyo para nuevas realizaciones. De inmediato las distribuidoras manifiestan su desacuerdo con una medida que lesiona sus intereses. La medida fracasa a poco tiempo de ser aplicada. Más adelante se proponen ventajas fiscales para las empresas que apoyen al cine nacional, pero la medida se frustra sin que el Estado, a través de la Secretaría de Hacienda, intervenga con decisión para impedirlo. A esto hay que añadir la distribución muy desigual del ingreso en taquilla, en donde los exhibidores retienen un cincuenta por ciento de las ganancias, las distribuidoras 20 por ciento, 15 por ciento la recaudación fiscal, y menos del 15 restante los productores de las películas. Justamente lo contrario de lo que sucede en países con industrias fílmicas más productivas, no sólo en Europa y Estados Unidos, sino en diversos países latinoamericanos.
Los cineastas y productores nacionales acuden incansablemente al obligado referente francés, al sistema de apoyo a nuevas producciones por las vías del incentivo fiscal y un sistema de coproducciones que incluye notablemente a las televisoras. Se señalan también los casos de países como Argentina y Brasil, cuyos gobiernos apoyan por medios similares la producción fílmica local, a pesar de las crisis recurrentes, de la inestabilidad política, de la devaluación de la moneda, y de la invasión constante de productos hollywoodenses.

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Por fortuna, en México se afianza poco a poco un cine alternativo, carente de grandes apoyos oficiales, deseoso sin embargo de explorar con entusiasmo las nuevas tecnologías y formas novedosas de autofinanciamiento. De frente a una industria que el proyecto neoliberal desatiende y abandona, algunos directores jóvenes –sobre todo los egresados de las escuelas de cine– optan por expresarse a través del cortometraje, un medio más económico que últimamente se difunde mejor en festivales de cine, y a través también del documental. El cine digital goza de una enorme popularidad, en buena medida por el abaratamiento de los costos de producción y por la libertad que permite a los creadores. Incluso cineastas con una larga trayectoria, como Arturo Ripstein y Jaime Humberto Hermosillo, eligen el digital como una opción idónea para seguir filmando. Estas opciones se vuelven toda una escuela de experimentación para los cineastas jóvenes, el laboratorio de temáticas novedosas y enfoques originales sobre la diversidad cultural. Se crean cooperativas fílmicas, donde los socios –por lo general el director, sus colaboradores técnicos, y otros amigos– buscan los financiamientos de organismos culturales nacionales y extranjeros para garantizar una mayor libertad en la exploración de temas tan delicados en México como la diversidad sexual. No es un azar que en los últimos años se haya intensificado la difusión de muestras independientes de cine indigenista, de cine chicano, de cine gay y de cine feminista. Existe un público para este cine, para estos cortometrajes, y para las experimentaciones formales del video-arte. Es el público que una buena parte de lo que queda de industria de cine en México se niega todavía a reconocer. Es el público que pocos guionistas tienen en mente al comenzar su trabajo. Y finalmente es el público que en las salas de Cinemark elige una propuesta del cine independiente norteamericano o de cine oriental en lugar del estreno mexicano comercial más reciente. Para los nuevos directores hay modificaciones del paisaje político y social que es preciso tomar en cuenta: la emergencia de protagonistas cívicos nuevos, la perspectiva de género, el reconocimiento de la presencia indígena, la nueva beligerancia de la derecha radical, el rechazo masivo a la corrupción política, el colapso del optimismo oficial, y una inquietud cultural presente hoy en sectores cada vez más amplios de la población.
Esta inquietud por hacer un cine diferente conquista cada año espacios de promoción inesperados. Ante una cartelera comercial que asfixia los estrenos mexicanos incapaces de competir con las grandes producciones norteamericanas, los festivales de cine que empiezan a florecer a partir del 2001, en Morelia, en Guanajuato, en la ciudad de México, ofrecen la posibilidad del diálogo entre cineastas, y de éstos con un público cada vez más amplio y atento. De ahí viene el reconocimiento y el salto a los festivales extranjeros donde algunas cintas obtienen premios y, sobre todo, esa visibilidad que antes tenían tan limitada. A pesar de los intentos de grupos conservadores, ligados a las autoridades eclesiásticas, la censura propiamente dicha es totalmente inoperante en México. El esfuerzo por prohibir El crimen del padre Amaro, de Carlos Carrera, cinta que cuestionaba el celibato sacerdotal y exponía la problemática del aborto, ligando ambas cuestiones, fue un fracaso absoluto que sólo consiguió darle mayor publicidad a la cinta y transformarla en un gran éxito. Si este tipo de censura ha sido finalmente algo ineficaz, lo que sí prevalece es una forma perversa de intimidación mercadotécnica que consigue persuadir a un director para que abandone un proyecto audaz y delicado, y elija en cambio opciones económicamente más rentables. Este tipo de autocensura se acompaña de un arreglo tácito con distribuidores y exhibidores: se evita abordar frontalmente temas políticos, o a cuestionar la imagen establecida de la Iglesia y el Ejército, o a mostrar escenas de ambigüedad sexual, y con ello se evita de antemano una clasificación desfavorable que limita considerable la permanencia de una película en la cartelera comercial. A esto hay que añadir la invasión continua de superproducciones estadounidenses, y su competencia desleal con las producciones locales. La mayoría de los productores prefieren una superficialidad temática, próxima a la propuesta televisiva, en detrimento de cualquier búsqueda artística sin beneficios inmediatos en la taquilla.
A pesar de una situación tan adversa, el cine mexicano da hoy sus mejores frutos con el apoyo parcial del Instituto Mexicano de Cinematografía (imcine), pero también con la inventiva de los realizadores que buscan como pueden recursos nuevos. Carlos Reygadas dirige Luz silenciosa en parte con financiamiento propio y en coproducción con Francia. Juan Carlos Martín obtiene un franco reconocimiento crítico para su documental Gabriel Orozco, aunque la distribución del mismo es muy limitada. Hay otros documentales sobresalientes: En el hoyo, de Juan Carlos Rulfo; La canción del pulque, de Everardo González; narrativas originales y vigorosas como Drama/Mex de Gerardo Naranjo, Familia Tortuga de Rubén Imaz, y Parque vía de Enrique Rivero; cintas emotivas y al mismo tiempo divertidas como El violín de Francisco Vargas, Párpados azules de Ernesto Contreras, Temporada de patos y Lake Tahoe de Fernando Eimbcke. A lado de estos esfuerzos, subsiste una cantidad enorme de películas intrascendentes que obedecen a fórmulas ya establecidas de entretenimiento instantáneo.
Luego de caídas brutales en el número de películas producidas al año, a finales del sexenio de Vicente Fox se habla hoy de una recuperación del cine mexicano y de una producción promedio de setenta películas anuales. Sin embargo, la mayoría de ellas no llegan a cartelera por no tener distribuidor interesado en ellas o por carecer algunas del apoyo necesario para su etapa de post producción, y cuando finalmente consiguen estrenarse son pocas las que consiguen permanecer en cartelera más de dos semanas. La recuperación de la industria fílmica es, hasta el momento, un espejismo más. La realidad es desoladora, pero al mismo tiempo estimulante. Muchos jóvenes cineastas siguen trabajando en sus proyectos a pesar de condiciones cada vez más desfavorables. Las cintas premiadas en los festivales nacionales y en el extranjero son, con todo, las más valiosas, aún cuando su número sea todavía muy reducido. Los saldos de la ilusión neoliberal, iniciada en el sexenio de Carlos Salinas, proseguida durante los gobiernos de Ernesto Zedillo y Vicente Fox, son todavía bajo el mandato de Felipe Calderón muy negativos. Una ausencia de voluntad política para apoyar vigorosamente la producción nacional coexiste con un triunfalismo retórico que insiste en celebrar los triunfos obtenidos por cineastas mexicanos, los “braceros de lujo”, los emigrantes de excepción, que han decidido trabajar en el extranjero (Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro, Alejandro Iñárritu), al no encontrar condiciones propicias para filmar sostenidamente en su país de origen.
En el año 2008 las perspectivas que ofrece la crisis financiera internacional son pesimistas. A pesar de abrirse hoy la posibilidad, con el triunfo de Barack Obama en Estados Unidos, de renegociar el Tratado de Libre Comercio y devolver al cine mexicano su identidad cultural y mejores espacios en el mercado, la negativa oficial es rotunda. Los inversionistas no creen en la viabilidad y recuperación económica de este cine, y muchos espectadores prefieren las narrativas fílmicas inspiradas en el modelo hollywoodense. En México, como en Argentina, Brasil y Chile, los cineastas jóvenes navegan así a contracorriente del escepticismo de sus públicos y de la indolencia de sus autoridades; para ellos la resistencia artística es la última de sus opciones de supervivencia.