Pierre Manent

Sobre la historia de las formas políticas
Entrevista con Alejandro Cheirif

 

 

 

Quisiera comenzar esta conversación con una pregunta bastante introductoria que quizás pueda ofrecernos una suerte de esbozo de los temas tratados en el marco de su seminario.[1] Usted habló al comienzo de su seminario sobre la cuestión de la globalización, sobre el tema de la homogeneidad, de la totalidad y de la relación entre el interior y el exterior. Tomando en cuenta estas cuestiones quisiera hacerle una pregunta bastante amplia: ¿Qué es lo político?

Si tuviera que responder la pregunta de la manera más sintética diría esto: lo político es la forma de vida propia de los seres humanos. Los animales ignoran la política. Los dioses o los ángeles, si acaso los hay, ignoran la política. Los seres humanos se caracterizan por tener la necesidad, para vivir, de organizar ellos mismos la forma de su vida. En términos políticos, de gobernarse a sí mismos. Lo político es, de alguna manera, el atributo principal de los seres humanos –o los seres humanos son animales políticos, por utilizar la fórmula de Aristóteles– puesto que están obligados a dar forma a su vida (o de gobernarse a sí mismos) incluso cuando atribuyen su gobierno a los dioses.

Ha dicho también, sin embargo, que la política es la ciencia del todo.

Sí, puesto que los seres humanos, por medio de lo político, dan forma a su vida: a toda su vida. Esto no quiere decir que todo es político, en el sentido que hizo de esta expresión un tópico hace algún tiempo, sino que todo radica en lo político –que es una fórmula de Rousseau– puesto que es lo político lo que da forma a la vida o, por utilizar una expresión que Claude Lefort ha recuperado hoy, lo político es el principio generador de la vida común. Y por lo tanto estamos, de manera considerable, formados por el orden político en el que residimos. Piense en lo que dice Platón sobre la relación entre el orden del alma y el orden de la cité. Es una expresión particularmente asombrosa: a cada régimen político constituye un tipo humano. Esto es, hay un hombre aristocrático, hay un hombre democrático, hay un hombre tiránico, hay un hombre oligárquico. Y no es nada más a causa de lo que dice Platón: es por medio de la experiencia propia que observamos el vínculo entre el orden político y la disposición política de los hombres que viven en dicho ordenamiento. Después de todo, hoy se habla de la crisis, se habla de la culpabilidad de los banqueros… Mire, finalmente estamos en un orden político que se organizó liberando las formas adquisitivas, vemos así que nuestro régimen político fomenta ciertas conductas humanas. Por lo tanto, es cierto que el orden político nos envuelve de una manera bastante, no opresiva, pero sí formativa e informativa.

Ha hecho alusión a la cuestión de la forma política y del régimen político como conceptos centrales de la vida humana. Quisiera regresar a esto. Pero antes quisiera hacerle una pregunta sobre lo que ha expuesto en su seminario con respecto a la “ley de Dios”. Ha dicho que la noción de ley (de ley divina) es el orden humano más universal. Así que la pregunta que quisiera hacerle es: ¿Qué es la ley de Dios? Y, ¿cuál es la relación entre la ley de Dios, la fortuna y el azar?

Lo que quería decir con el orden humano más universal es simplemente que las civilizaciones comienzan siempre con la idea de que las cosas más importantes son dictadas por los dioses, o vienen de los dioses, y que la conducta humana más virtuosa es aquella que obedece la ley de Dios (o la ley divina). Evidentemente esta ley se entiende de manera muy distinta según la civilización: es entendida por los judíos de manera muy distinta de la manera en que es entendida por los griegos o los romanos. Podemos decir, de manera general - para vincularlo con su pregunta sobre la fortuna y el azar - que de una cierta manera los hombres se encuentran siempre con el problema de la insuficiencia de la política humana. Esto es, se analizan a sí mismos, saben de manera un tanto oscura que el orden humano depende de los hombres, saben de manera más o menos clara que son ellos quienes se gobiernan a sí mismos. Y al mismo tiempo, sin embargo, muchas cosas se les escapan. Hay accidentes, accidentes naturales, accidentes humanos. Por ejemplo, el rey que es muy bueno muere, su hijo es un incompetente: accidente. Entonces, por un lado, los hombres intentan gobernarse, intentan dominar su condición humana. Por otro lado, hay varias cosas que escapan a su dominio y a su gobierno. Hay, por lo tanto, necesariamente el postulado, la esperanza o la apuesta de que estas cosas que se les escapan, que escapan a su dominio, no escapan a los dioses. Y que hay otro gobierno que el gobierno de los hombres. Está inscrito en la condición política de los hombres, en la condición humana, que de alguna manera hay dos ciudades. Estoy utilizando un término que no adopta su pleno sentido más que en el contexto cristiano, pero en la condición humana universal hay esta dualidad entre lo que los hombres son capaces de hacer, el gobierno propiamente político, y lo que remite al gobierno de los dioses, con siempre un esfuerzo de los hombres por controlar el gobierno de los dioses. Lo que me asombra, por ejemplo, si tomamos la política griega o romana, es la ambigüedad o la duplicidad de los hombres que honran a los dioses y que, al mismo tiempo, dicen a los dioses lo que piensan que es bueno para la ciudad. De allí las interpretaciones del oráculo de Delfos por los griegos o de los signos de dioses por los romanos.

De una cierta manera la ley de Dios permitiría en este sentido controlar o sería un intento por controlar la contingencia.

Esa sería una interpretación, si me atrevo a decirlo, atea de la ley de Dios. Si se cree en Dios podemos decir que obedecer la ley de Dios es la única cosa que hay que hacer. Dios es el bien y quiere el bien de los hombres y lo obedecemos para complacerle y para santificarse. Pero, de una cierta manera, la vida de obediencia a Dios, la vida de obediencia a la ley de Dios, limita al máximo las ocasiones abiertas al azar o a la contingencia en la medida en que las acciones humanas están predeterminadas por la ley de Dios. Sólo que la contingencia interviene siempre, simplemente porque los hombres son mortales y, ya sea que ellos maten o se les de muerte, hay necesariamente una irrupción de la contingencia. La ley de Dios puede en última instancia controlar la vida interior de la ciudad, pero los pueblos, las tribus, las ciudades, están expuestas a las agresiones de los otros, cosa que ha sido siempre el factor determinante de la contingencia en la vida de los pueblos.

Usted ha aludido a dos conceptos centrales a lo largo de su seminario: forma política y régimen político. Incluso ha insinuado que, de alguna manera, toda la historia de Europa podría concebirse como la historia de la interacción entre forma política y régimen político.

Esta interacción es difícil de describir. Le daré un ejemplo: Al final de la república romana - una república aristocrática - va a existir un reducido número de ciudadanos (el senado, el cónsul) que van a gobernar la ciudad. Pero luego de ciertos incidentes el dispositivo republicano va a dejar de funcionar y el dispositivo político será orientado hacia el poder personal. Serán los “ciudadanos principales”, los príncipes, que intentarán dominar la vida romana (Pompeyo, César). Entonces, el orden republicano, el gobierno plural, adoptará la forma de gobierno imperial. Aquí tenemos un cambio de régimen político y, al mismo tiempo, un cambio de forma política, ya que progresivamente la ciudad romana se irá transformando. Surgirá el momento imperial, instante en donde se cristaliza al mismo tiempo el poder de un sólo hombre, y el hecho imperial. Así pues, tenemos en el caso de Roma, un ejemplo sorprendente de la interacción entre un cambio de régimen político y un cambio de forma política. Ahora bien, tratándose del resto de la historia europea, las dos grandes formas políticas que Europa ha heredado de la antigüedad son la cité y el imperio. Sin embargo, lo que me sorprende, es que lo que han proporcionado la cité y el imperio a Europa ha sido una forma desconocida para la antigüedad: la forma nacional. Me parece que el eje de la historia de Europa es la constitución de esta forma nacional. Ahora bien, no sucede lo mismo con todas las naciones, ya que la noción de nación varía según ciertas características. La historia de Europa es esta unión entre la forma política nación y un régimen que va a transformarse progresivamente y será heredero en este sentido del régimen monárquico, pero de organización liberal. Será el dispositivo construido a partir de los siglos XVII y XVIII del Estado soberano. Recuperará, por un lado, los derechos del hombre, el concepto de libertad y, por el otro, se organizará en el espacio nacional.

Quisiera recuperar esta noción de forma nacional. En las últimas décadas ha surgido un debate en torno al concepto mismo de nación. El concepto de “comunidad imaginaria” se ha vuelto una idea popular. Usted ha sido muy crítico de esta fórmula, en particular de la propuesta de Ernest Renan de hacer de la nación un plebiscito de todos los días.

Es una bella formula. Sólo que en un plebiscito siempre podemos decir no. Es cierto que podemos marcharnos de la nación. Pero antes de dejar la nación, la nación ya nos ha formado: nos ha formado como parte de la nación. La imprecisión en la propuesta de Renan es que se supone une suerte de exterioridad entre el ciudadano y la nación. La fuerza de la nación en la historia europea es su capacidad para hacer un llamado a la identificación y a la participación. No es sólo el hecho de nacer en una nación, es también el lenguaje, las costumbres, que nos dan una perspectiva del mundo. Hay que evaluar entonces la manera en la cual la nación instruye el alma del ciudadano. La metáfora del plebiscito va a polemizar con la idea alemana de nación: el nacimiento, el lenguaje, la nación inconsciente de alguna manera. Pero ha esto se debe sumar el carácter consciente y deliberado del hecho nacional. Quiero decir que incluso si la nación es una nación libre, no escogemos libremente ser formados todos de la misma manera. Estamos educados más bien en una nación en donde las costumbres y el régimen son libres. Dar lugar a esta libertad es algo que deseamos. Pero este principio es recibido en un inicio como una lección de la nación misma.

Hemos hablado de tres fases en la historia de Europa: el mundo pagano, el mundo cristiano y el mundo moderno. A cada una de estas fases corresponde una teología: al mundo pagano corresponde la teología mitológica, al mundo cristiano la teología filosófica y al mundo moderno la teología civil. A su vez cada una de estas fases está vinculada con un concepto que de alguna manera la define. Lo que a los paganos es la gloria, a los cristianos es la conciencia y a los modernos el derecho. Quisiera que comenzáramos con el mundo pagano, su teología mitológica y el concepto de gloria. Ha dicho que la gloria es lo que distingue a los hombres de las bestias y de los dioses.

Como usted sabe doy mucha importancia a esta noción de gloria. Dicha noción no es solamente un rasgo o extravagancia psicológica. Lo que sucede es que en el orden de los antiguos los hombres se conducen por medio de la alabanza y la censura, es decir, por la apreciación pública de sus acciones. Hay una extraordinaria valorización de aquello que la cité considera como bueno, y evidentemente una desvalorización de lo que considera como malo. En la antigüedad los hombres son inducidos por el deseo de obtener la aprobación de la cité. Ahora bien, es verdad que en todas las civilizaciones los hombres prefieren la aprobación de sus semejantes a la desaprobación. Lo que habrá en este caso será una diferencia de jerarquía. En la cité griega la aprobación, la alabanza o la reprobación pública es por así decirlo la instancia principal. Nosotros actualmente tenemos otros reguladores: una administración que gestiona la vida pública, la economía, el mercado. De una cierta manera la cité griega solo tiene la alabanza y la reprobación o sanción publica: es el primer aspecto de la noción de gloria.
El segundo aspecto es, simplemente, que el hombre no quiere morir. De manera que la gloria es una forma de remontar la muerte. La más ordinaria y universal es tener hijos. De ahí la importancia en todas las civilizaciones de la filiación. Entonces, creo que el deseo de gloria reúne dos muy fuertes deseos de los hombres: el deseo de aprobación pública y el deseo de escapar a la mortalidad.

¿Qué relación tenían los clásicos con la divinidad? ¿Usted cree que los paganos creían en sus dioses?

Es una pregunta muy interesante, pero también muy difícil de responder. Es cierto que los antiguos daban mucha importancia a sus ritos, a sus ceremonias, sacrificios, purificaciones, etc. Eran supersticiosos y no se fiaban de sus dioses. Estos seres humanos temen, esperan a los dioses, si es que los hay. Y aunque no haya duda de la existencia o de la no existencia de los dioses, es preferible tomar ciertas precauciones y hacer sacrificios cuando parezca pertinente. Hay entonces, ciertamente, en los antiguos, algunas conductas religiosas ligadas al temor, la esperanza y a lo que llamamos superstición. Estos son rasgos universales, pero la pregunta es: ¿Ser supersticioso no es ser religioso? ¿Podemos ser supersticiosos sin creer en los dioses? ¿Podemos no querer pasar debajo de una escalera sin creer en los dioses? Ahora bien, ¿los antiguos creían en los dioses? Yo no puedo responder a esta pregunta. Creo que se conducían como si creyeran, o como si quisieran ganarse el favor de los dioses. Son dos cosas diferentes: conducirse para ganarse el favor de los dioses o para repeler sus perjuicios. Pero, ¿creían verdaderamente en la existencia de sus dioses? Esta es una pregunta sumamente difícil de responder. Creo que los hombres de la antigüedad clásica no fueron capaces de cuestionar la existencia de Dios propiamente dicha.
Tenemos el testimonio de Platón en La República, en donde Sócrates y sus interlocutores procuran obtener una idea mucho más justa de Dios. En las discusiones de Platón la pregunta sobre la existencia de los dioses no se hace como en el mundo cristiano. Se preguntan: ¿Cuál es la teología correcta, la manera correcta de hablar de los dioses? Cuando las cités hablan mal, dicen cosas indignas de los dioses. ¿Cuál es la manera correcta de hablar sobre los dioses? La manera digna de hablar sobre los dioses es no confundiéndolos con los hombres. Toda la empresa de la filosofía será de alguna manera la depuración de la noción de los dioses, para que así la noción de “Dios” no sea contaminada por las cosas de los hombres. La religión filosófica purificará la noción de los dioses de tal manera que la noción de lo divino no sea contaminada.
Finalmente en Platón lo divino se confundirá con “la idea” o “las ideas” o con la idea del bien. Es ahí, de alguna manera, en donde los antiguos se sitúan en una religión popular, muy supersticiosa, donde no es verdaderamente posible decir si se cree o no en los dioses. Se conducirán con temor. Por otra parte, habrá una religión que intentará elaborar una noción de esa idea de lo divino que no esté contaminada por lo humano. De una cierta manera ésta será la situación al final del mundo antiguo. ¿Cuál es el grado o nivel de existencia de lo divino y cuáles son sus modalidades de existencia? Eso es incierto. De alguna forma será el cristianismo quien planteará la pregunta de una manera más, digamos, categórica: ¿existe o no existe dios? Al final de la antigüedad habrá una combinación de superstición popular y de refinamiento filosófico que no permite hacer frente claramente a esta pregunta, y es precisamente porque la palabra pagano se encuentra entre dos nociones: la noción popular y supersticiosa de los dioses y la noción filosófica de lo divino.

Ha dicho en su seminario que para los cristianos no es la gloria sino la conciencia: el juicio invisible y objetivo ¿En qué radica la diferencia entre la gloria y la conciencia?

Evidentemente son dos cosas muy diferentes. Y son también dos maneras de regular las acciones humanas. En la gloria se está gobernado por la aprobación pública. Según la noción cristiana de la conciencia, cada ser humano posee en si mismo un tribunal, un principio de juicio por el que se pueden juzgar objetivamente las acciones propias. Desde luego que es necesario que esta consciencia sea instruida, ilustrada. En este sentido, el juicio de la conciencia es de una cierta manera equivalente al juicio de Dios. Entonces existe la posibilidad, a los ojos de los cristianos, de juzgar en el silencio y el secreto las acciones propias; tal noción era completamente desconocida para los paganos. Lo anterior provoca un enorme cambio de perspectiva. Usted debe recordar el ejemplo que emplea San Agustín con relación a Lucrecia, esta matrona romana que se suicida porque ha sido violada por el hijo de Tarquino y que no puede comprobar su inocencia. Se mata pues es completamente dependiente del juicio público, de la censura y sanción publica. No posee el recurso de la conciencia que le permitiría decir, “yo se que soy inocente y el juicio de mi conciencia me es suficiente”. En este ejemplo se pude ver el carácter, de alguna manera, decisivo del paso de la gloria a la conciencia.

La primera figura en donde podemos ver el inicio de esta transformación es Platón. Platón es un filósofo, como usted lo ha dicho, que ha criticado fuertemente su cultura. Es alguien que cree en una verdad ideal, objetiva y esencial. Ha criticado la poesía de Homero pues está vinculada al mundo de las apariencias. Podría decirse que Platón permite vislumbrar el ascenso del mundo pagano al mundo cristiano. ¿Cuál es la importancia de Platón en la crisis del mundo pagano y el surgimiento del mundo cristiano? Sabemos que, según el testimonio de San Agustín, Platón es el primer cristiano.

Es una pregunta muy difícil de responder. Pero una cosa es cierta: Platón tiene una gran importancia en la sucesión o el pasaje del mundo pagano al mundo cristiano. Al mismo tiempo, cuando decimos Platón, hay una cierta imprecisión, ya que el verdadero Platón estuvo perdido durante mucho tiempo. San Agustín, que hacía de Platón el pagano más cercano al mundo cristiano, él mismo tenia a su disposición muy pocos de los textos de Platón, digamos que posiblemente sólo el Timeo. Es sobre la base de la ignorancia que Platón ha sido así concebido. A pesar de esta ignorancia, San Agustín había comprendido lo esencial. Es decir, que Platón había separado lo divino de toda contaminación humana. Es él quien da ese parecer o sentimiento que nombraremos mas tarde “trascendencia de lo divino”. Yo creo que es así de simple. Es decir, que el Platón auténtico era ignorado por San Agustín y sus contemporáneos; pero había sin embargo algo en lo que no se equivocaban, y es el hecho de que Platón condujo sus lecturas a la indagación sobre lo divino y su existencia mas allá de todas las cosas humanas. Platón, desde ese punto de vista, dio al alma la dirección hacia las cosas del más allá, y también la energía para dejar las cosas humanas. Platón dispuso o preparó a los espíritus para recibir la revelación cristiana, es decir, la revelación de un Dios infinitamente por encima de las cosas humanas, un Dios infinito. Creo que ese es el papel que históricamente ha jugado Platón. El Platón de San Agustín es un Platón que tiene poco en común con el Platón verdadero, salvo quizás lo ya mencionado.
Tome por ejemplo de esta transición la noción de alma. Se trata primeramente de una noción filosófica y no religiosa, porque la noción religiosa del alma es muy confusa en el mundo antiguo. Platón es quien verdaderamente, digamos, descubre la noción de alma. Y es esta noción de alma, como capaz de dejar el cuerpo tras ella y de dirigirse hacia lo divino, es esta la noción que el cristianismo acogerá.

Esto puede estar vinculado con la cuestión de una revuelta de la conciencia que sucederá algunos años más tarde como consecuencia del juicio interior. Esta revuelta o rebelión de la conciencia, ¿comienza con Platón o con Lutero?

La revuelta de la conciencia no comienza con Lutero. El problema está en el dispositivo cristiano. El cristianismo, por un lado, como lo he dicho, nos conduce hacia la noción de conciencia. La Iglesia cristiana, de manera simultánea, propone la noción de conciencia y de juicio interior, y, por otra parte, ella también dictamina decretos. El mundo cristiano se encuentra en una dualidad de autoridad. Está la autoridad de la Iglesia quien, por necesidad, en un principio, será una autoridad exterior: los que juzgarán serán los padres, los teólogos, los papas. Pese a ser un asunto religioso, la autoridad de la Iglesia será de tipo político. Por otro lado, tenemos la autoridad, el juicio de la conciencia. El mundo cristiano no logrará que estas dos autoridades sean compatibles, ya que habrá sin cesar un conflicto entre estas dos formas de juicio. Esta conducta de la conciencia, la Iglesia la juzgará hereje. Aquel que ha desarrollado esta interpretación, que piensa justa y honestamente en su propio cuerpo interior, tendrá la dificultad de reconocer la autoridad de la Iglesia sobre su propia conciencia. Tal situación será cada vez más difícil de controlar.
La reforma no crea esta situación, será más bien ella quien hará esta situación difícil en los términos conocidos. Desde el momento en que la autoridad pública religiosa se rompe, el dispositivo no puede funcionar más, ya que no hay únicamente una sola institución autorizada. A partir de este momento la legitimidad de los mandamientos de la religión se debilitará, porque cuando había una sola institución nosotros podíamos decir “mi conciencia se rebela” aunque la ley pública es aquella. Desde el momento en que habrá varias leyes religiosas, la conciencia ya no podrá ser forzada a reconocer una ley religiosa, ya que si ella estuviera del otro lado de la frontera, habría otra ley religiosa. Entonces en un momento dado, el dispositivo que se basaba en la tensión entre la norma dada por la Iglesia y la norma que reconoce la conciencia (que en principio son la misma y que además están en un estado de tensión permanente) no funcionará más. De ahí la confrontación decisiva marcada por la noción de conciencia errante. De alguna manera nos quedaremos en el mundo cristiano al decir que el principio del juicio es la conciencia. Pero el ser humano no tiene otro tribunal interior que su propia conciencia, aun cuando ésta pueda equivocarse. Y entonces nos conduciremos hacia una sociedad fundada sobre los derechos de la conciencia que contiene al mismo tiempo la conciencia errante, que es la conciencia que puede caer en las equivocaciones. Una sociedad fundada finalmente en la libertad interior, en la libertad de conciencia, en los derechos del hombre. En ese momento cambiamos: dejamos el mundo cristiano por el mundo moderno. Dejamos el mundo cristiano cuando pasamos de la conciencia en donde la regla subjetiva se adecua a la norma objetiva de la Iglesia, dejamos ese mundo cristiano cuando pasamos a una comprensión de la conciencia como una conciencia eventualmente errante, una conciencia subjetiva, eso que es nuestro mundo.

Usted también dijo que existe una cierta continuidad entre la Iglesia y el Estado, ya que es el Estado, cada uno de los Estados, quien deberá a partir de la Reforma escoger su religión. Esto es, se tratará de una decisión individual de los Estados el hacerse de una religión. Y esta decisión provoca la apropiación del mundo de la religión por parte del Estado. De manera que la mediación entre el hombre y lo divino ya no pasará por la Iglesia sino por el Estado.

Sí, porque lo que sucedió es que la Reforma de Lutero desacreditó la mediación de la Iglesia y dio autoridad al grupo de fieles y a los laicos. Pero quienes tendrán la autoridad entre los laicos serán los príncipes, los magistrados, y entonces la libertad cristiana de Lutero despojó a la Iglesia de la autoridad que poseía. De ahí que haya habido en el mundo luterano ese cambio de autoridad de la Iglesia al poder político y a los príncipes.

La relación entre los hombres y lo divino a lo largo de la historia de Europa está necesariamente vinculada con el concepto de mediación. Mi pregunta es muy sencilla: ¿Qué entiende usted por mediación? ¿Cuáles son las formas de la mediación a lo largo de las distintas fases de la historia europea?

La mediación se da entre los hombres y los dioses o, podríamos decir, es la mediación entre la vida real de los hombres y eso que es lo más grande, la perspectiva más lejana. El hombre está situado en una tensión entre le próximo y lo lejano, o entre lo próximo y lo que está más arriba, y es justamente eso, lo lejano y lo que está por encima de nosotros lo que nombramos normalmente Dios. Aunque apartemos a Dios, de todas maneras habrán perspectivas infinitas en la humanidad, incluso en la idea de humanidad, en eso que posee de amplio y de indeterminado. Entonces, en la organización de la vida humana es necesario producir una mediación entre eso que nosotros somos, nuestra vida cotidiana, y entre eso que nosotros reconocemos como más alto y más lejano. Y evidentemente será en el contexto religioso donde las cosas serán más claras, ya que es en este contexto religioso donde lo más lejano encuentra su determinación más certera: los dioses o Dios. Entonces la obligación de la mediación será de alguna manera más evidente, sobre todo cuando a partir del mundo cristiano nos hicimos una idea de Dios verdaderamente elevada, la idea de un Dios creador e infinito.
Entre más nos hacemos una idea elevada de Dios, más se impondrá la exigencia de una mediación, porque, ¿cómo podemos entrar en relación con este ser que está muy por encima de nosotros y que sin embargo es nuestro creador? Ese es el problema cristiano. Y evidentemente todas las mediaciones humanas parecerán insuficientes. La mediación de la Iglesia fue rechazada, pero eso no significa haber escapado a la necesidad de encontrar un mediador, tanto en el caso de la relación con los dioses como en la relación con lo que para nosotros es la idea más grande: el concepto de “la humanidad”. El sueño de la globalización es que podamos vivir en el mundo, en la “humanidad” sin mediación. Yo pienso que eso no es posible: tenemos la necesidad de un mediador entre nosotros y el conjunto de la humanidad. Hasta hace poco esta mediación eran las naciones. La nación eran la institución mediadora entre los hombres y el todo, la humanidad. La mediación, eso que yo llamo “mediación”, es una exigencia universal.

El concepto de mediación está vinculado con La ciudad de Dios de San Agustín. Usted ha dicho que La ciudad de Dios podría ser interpretada como la historia de la Iglesia en tanto mediadora entre los hombres y lo divino. ¿Cómo sería propicio leer, a su juicio, La ciudad de Dios de San Agustín?

Lo que es políticamente original, en el sentido estricto del término, en el cristianismo, es la idea de que el conjunto de hombres forma una ciudad, no por su propia fuerza, sino por la mediación de Cristo y el designio divino. Es una ciudad que es a la vez más vasta que todas las otras ciudades humanas, ya que comprende muertos, vivos y aquellos que nacerán; además en esta ciudad el vínculo es más fuerte y más íntimo que la república más armoniosa, pues el lazo de la caridad hará que todos se unan en Cristo.
Entonces yo insisto sobre el sentido político que existe en la proposición cristiana, que no será solamente una cuestión de dogmas sobre Dios, los dioses, la trinidad, o los misterios del cristianismo; no, es mas bien una proposición política sobre lo que es posible para los hombres. Lo que dice el cristianismo es que por medio de la mediación de Cristo, una posibilidad política se abrirá a los hombres, es decir: los hombres tendrán la posibilidad de construir una comunidad que será a la vez la más vasta, donde se abarcarán todos los hombres, pero al mismo tiempo será una comunidad más estrecha, ya que de una cierta forma todos los hombres no son más que uno al unirse a Cristo. Ahora bien, podemos considerar que esta perspectiva es completamente quimérica, pero lo importante es que será una perspectiva que representa algo que jamás había sido pensado. Hasta el presente, las comunidades eran o muy estrechas o muy amplias. Con la proposición cristiana nace la idea de la comunidad que es, a la vez, la más amplia y la más estrecha. Es eso lo que constituye verdaderamente la proposición cristiana, y es eso lo que a mi parecer San Agustín pone de relieve. San Agustín intenta mostrar que las ciudades terrenales son injustas, y que si en el fondo ellas tienen un sentido, es el de indicar la dirección de la verdadera ciudad, que es la ciudad de Dios y que tiene las características que acabo de mencionar.

Quisiera hacerle una última pregunta. Usted dijo que para el mundo pagano la gloria es algo visible, mientras que para el mundo cristiano la conciencia es algo invisible. Ahora, en el caso del mundo moderno, el concepto que sustituye a la gloria pagana y a la conciencia cristiana es el derecho. La teología moderna, el derecho, ¿es algo visible o algo invisible?

Yo diría que en el derecho, tal y como es comprendido por los modernos, los derechos de los hombres, representan de alguna manera una mezcla
inédita de lo visible y lo invisible. Visible porque está instituido, protegido públicamente por las instituciones judiciales, políticas, que protegen en un principio los derechos del hombre. El derecho está inscrito en el orden político, los derechos se declaran en el orden político, son protegidos en el espacio público. Tanto los derechos como la gloria son una “chose publique”. Pero, al mismo tiempo, de alguna manera, su lugar en el individuo es invisible, porque los derechos no son independientes de lo que haga el individuo. Nosotros tenemos derechos iguales sin importar el uso que les demos. Es muy misteriosa esta noción de los derechos humanos pues es, al mismo tiempo, algo visible y algo invisible. Y es invisible porque está en el hombre: el hombre es ese ser que tiene derechos.
No podríamos decir: “el hombre es el ser glorioso”. Ciertos hombres son gloriosos porque hacen acciones gloriosas. Ahí, el derecho está protegido públicamente. Pero, de una cierta manera, el derecho está oculto en cada ser humano según haga o no uso de él, según lo haga o no manifiesto. Es una dificultad que podemos ver claramente en el problema de los derechos humanos, pues nosotros decimos: esos son derechos formales. El lenguaje del debate contemporáneo entre derecho formal y derecho real es una manera de afrontar la cuestión de lo visible y lo invisible. Derecho formal querrá decir de un cierto modo derecho invisible. Entonces yo creo que el dispositivo moderno es una forma muy ingeniosa de unir lo visible y lo invisible, pero sin resolver de manera satisfactoria el problema. Hoy, por ejemplo, si bien los derechos individuales son enteramente reconocidos, no sabemos cómo definir el orden público porque, de alguna manera, los derechos individuales ocupan todo el campo. No sabemos entonces en qué consiste el espacio público.

Hay también una cierta invisibilidad en la cuestión de los suplicios, sin embargo, pues en el mundo pagano los suplicios son visibles y, en cambio, en el mundo moderno los castigos, los suplicios - como ha mostrado bien Foucault - son algo que está encerrado, que está escondido.

Sí. Yo creo que en efecto no podemos escapar de la necesidad de negociar la cuestión de lo visible y lo invisible. Somos muy complacientes con nosotros mismos. Estamos muy satisfechos de nosotros mismos y de nuestras fórmulas políticas. Hemos pagado, por así decirlo, por deshacernos de ciertas incomodidades: por ejemplo, entramos en el juego del derecho real y el derecho formal puesto que es una noción muy confusa. Y ya que toma usted ese ejemplo, en efecto, creo que nos consideramos muy superiores a los antiguos puesto que los antiguos, por ejemplo, practicaban suplicios públicos. Pero la gran diferencia entre nosotros y los antiguos no es que nosotros no cometamos suplicios, es que nuestros suplicios están escondidos.

Traducción: Luis Ricardo García Lara


NOTAS


[1] El seminario al que se alude es el siguiente: Histoire des formes politiques: Cité, Église, Empire. EHESS. 2008-2009.