PEDRO SERRANO

HAMLET Y EL VERSO EN ESPAÑOL

ALREDEDORES DE LA TRADUCCIÓN
DE TOMÁS SEGOVIA

 

 

 

La nueva edición de Hamlet hecha por Ediciones Sin Nombre y la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) retoma y amplia la traducción hecha por Tomás Segovia dentro del ambicioso proyecto de Marcelo Cohen para Norma.[1] A la traducción corregida y al prólogo que aparecía en la primera edición, hay que añadirle un epílogo de Juan Villoro. Estos tres elementos juegan alternadamente produciendo no tanto ecos sino iluminaciones que, además, alumbran otras cámaras de la historia, de la literatura y de la lengua de las que resulta imprescindible hablar.
Tomás Segovia dice al inicio de su prólogo que este libro “no pretende en absoluto ser una edición erudita, académica o educativa.” Y en efecto, no lo pretende, aparentemente, porque va mucho más allá. La lectura de su Hamlet es en primer lugar un placer, en el que se paladean distintos caramelos de la lengua española, con sabores sabiamente alternados, de una materia densa y a la vez fresca, y precisamente por eso es un revulsivo de muchas cosas aceptadas sin pensarlas bien, sobre Hamlet, sobre la traducción, y principalmente sobre la naturaleza del verso en español. Su rendición del emblemático “To be or not to be”, that is the question”, que Tomás Segovia traduce como “de eso se trata”, por ejemplo, le da un giro a la expresión en español, que no resalta sólo por su novedad y diferencia, sino que, por su pertinencia incontestable, afecta la interpretación completa del monólogo de Shakespeare. La expresión es un hallazgo, una afirmación de la lengua y una fidelidad al sentido. Porque “that is the question”, en el monólogo de Hamlet, como señala Segovia, responde a la pregunta de si vale la pena estar vivo o no, una pregunta que, aunque como bien percibe Eliot en su ensayo sobre Hamlet, nunca levanta de un nivel adolescente, su trascendencia en el individuo creador lleva a acciones insondables, y de ahí su trascendencia y pertinencia, no ya adolescentes solo, sino humanas. Dice Eliot en su travieso ensayo que “Hamlet (el hombre) está dominado por una emoción que es inexpresable, porque excede (it is in excess) a los hechos tal como aparecen”. Ese exceso es abismal y, aunque lo que Eliot pretende es minusvaluar ligeramente la obra de Shakespeare, no deja escapar, ni esquiva, el horror que representa y quizás la salvación vital que fue. Con Hamlet, dice Eliot, “Shakespeare enfrentó un problema que era demasiado para él. Por qué lo intentó es un misterio insoluble; bajo la compulsión de qué experiencia quiso él intentar expresar lo horrible inexpresable, nunca lo podremos saber.” Y eso es lo que, con una sola pincelada, Tomás Segovia ha puesto sobre la mesa en su Hamlet en español. Como dice Yves Bonnefoy en la defensa que hace de su propia traducción de Hamlet al francés, es necesario “aproximarse y al mismo tiempo mantenerse a distancia de las realidades oscuras y peligrosas, en un momento de conjuración.”[2]
No ha sido fácil elección, debido al arado de la costumbre. Su elección en este caso en particular nos da idea del empuje ejercitado por Tomás Segovia para hacer de Hamlet una obra en donde, en español, jueguen simultáneamente el peso de autoridad del clásico inglés, lo siniestro que hay en su búsqueda, y también su alegre desparpajo. No otra cosa es lo que hace a un clásico, clásico. La solemnidad siempre termina por encogerse. Al leerlo u oírlo sigue por supuesto reverberando la palabra “cuestión”, no tanto del original, sino principalmente del legado en que ha cristalizado este verso en nuestra memoria en español, pues de eso se trata la continua soba que las lecturas, críticas y traducciones hacen de un poema, y que es lo que lo justifica, ya sea en su propia lengua o en traducción. Pero a la vez que eso, la innovación abre a Hamlet a una naturalidad antes insospechada, de un calado perfectamente natural en español. Es tal su contundencia que Juan Villoro no ha dudado en utilizarlo como título de su libro de ensayos.
El trabajo de Tomas Segovia es un ejemplo de maestría en el ejercicio de la traducción, una máquina mágica de relojería verbal que trae a nosotros un Shakespeare a la vez legible y clásico. Esta conjunción, esta “naturalidad”, no es nada fácil. “Se propone” dice Segovia, “sobre todo un máximo de legibilidad y frescura; unos textos más para gozarlos que para instruirse, encaminados idealmente a hacer entrar al lector en el mundo de la obra, absorber la experiencia del modo más inmediato posible, mucho más que a hacerle acumular conocimientos sobre ella.” Y eso que vemos aventado en el ejemplo citado, tiene un ejercicio continuo, con muchas variantes, a lo largo del texto. Por ejemplo en los refranes: cuando Rosencratz le dice a Hamlet que el rey le ha dado su palabra de que Hamlet lo iba a suceder, éste contesta “Ay, but, sir, “While the grass grows,’ —the proverb is something musty”, a lo que Segovia traduce: “Sí, pero del plato a la boca… el refrán enmohece”. Súbitamente, uno está escuchando a Shakespeare a la vez que está mirando la boca abierta de la vieja chimuela en un dibujo de José de Ribera.
El prólogo que antecede a la traducción, en ningún modo fácil, es un ejercicio sobriamente académico pero también profundamente ilustrativo. En él Tomás Segovia despliega todo su conocimiento de métrica, y avanza ideas muy firmes sobre la prosodia del español. No voy a entrar aquí en sus detalles, que son intensamente elaborados y que recomiendo no prescindir a la hora de leer este Hamlet, pero sí quiero señalar uno de sus argumentos más luminosos. Segovia nos hace ver de la manera más simple posible que el ritmo del español no es como nos lo enseñaron. O no es sólo así. Hay en la lengua cadencias poéticas a los que quizás nos hemos desacostumbrado, o que el peso del aprendizaje, más que de la tradición, ha querido someter a metros fijos, pero que están ahí, desde el principio de la versificación en español, moviéndose, y que Tomás recupera y ejercita en su versión de Hamlet. En su ensayo Segovia muestra como este verso ancestral y nuestro volvió a aparecer en el siglo XX, tanto en el libre como en el liberado, y demuestra de paso cómo todos los metros de Shakespeare aparecen en los poemas del mexicano Ramón López Velarde. Pero lo más interesante, nos hace comprender Segovia, que la razón de esto no es porque López Velarde trabajara una versión del verso blanco inglés en español, sino porque esa rítmica que consideramos tan particular del verso inglés ya existía en nuestra lengua y está en nuestro paladar. De aquí podemos partir a muchísimos menesteres.
El español es, como el inglés pero en sentido contrario, una lengua híbrida, mitad latina y mitad germánica, y por eso mismo la ductilidad rítmica de una se puede dar, se da de hecho, perfectamente en la otra. Y eso es lo que demuestra Segovia al traducir a Shakespeare, pero antes, para que no haya duda, lo muestra en los versos de un poeta en castellano. Porque lo que López Velarde intenta en español ya estaba en la lengua desde el principio, así nació y así se acomodó el castellano primigenio, un latín empedrado en boca de godos, y es la razón por la cual los primeros poemas, como el cantar del Cid por ejemplo, tienen una rítmica, más que una métrica. Sólo con el paso del tiempo, y la influencia venida de Francia, fue el verso en español encajonándose en métrica fija, es decir enajenándose en el sistema silábico con el que estamos acostumbrados a contar nuestros versos. Por supuesto que toda la tradición poética del siglo XX es de agradecer, pero es una liberación darse cuenta que muchas cosas ya estaban ahí desde los orígenes. Sólo que era necesario regresar a ella para poder ejercer en español un verso de más pleno sentido y de mayores resonancias, que vaya y venga y se ajuste como quiera.
Esto, dicho sea de paso, permite algo que podemos corroborar en muchas traducciones de poesía contemporánea, que se leen en español como si nada, es decir como poemas. Explica también por qué pasan tan fielmente poemas de otras lenguas a la nuestra, y es muestra indudable de que el español se ha liberado de los corsetes o corchetes de cualquier métrica fija. Lo que Segovia nos permite descubrir es que esta naturalidad de la traducción, en muchos casos, no es resultado de que esté pasando algo nuevo en español, sino que es posible por la simple razón de que ya estaba ahí, no sólo en las posibilidades de la lengua, que también las tiene, sino en sus palpables realizaciones. La ductilidad rítmica que encontramos en traducciones y también en poemas originales actuales viene de algo que estaba sucediendo hace mil años en la lengua, pero que nos cuesta trabajo aplicar a momentos paralelos de la historia, por ejemplo a Shakespeare, porque nos educaron a leerlo y a leer nuestra tradición de otra manera. Así que ahora volvamos a la traducción de Tomás Segovia. “Lo que yo quiero”, dice Segovia en su prólogo, “no es que mi texto sea muy bello, o ‘muy bueno’, sino que, siendo enteramente español, sea a la vez ‘muy Shakespeare’. Esa fidelidad me lleva a traducir en prosa toda la prosa, en verso blanco todo el verso blanco y en verso rimado todo el verso rimado.” ¿Cómo se puede ser a la vez muy Shakespeare y muy español? Muy fácil: descubriendo, como lo hace Tomás Segovia, que la rítmica de Shakespeare ya estaba en nuestra lengua.
Segovia demuestra con su traducción y argumenta con su prólogo que el verso español es mucho más flexible de lo que muchos creen, y no sólo eso, sino que el octosílabo, que se consideraba el verso respiratorio y fundacional de la lengua, es sólo uno de sus alientos, pero no el único. Para que se entienda lo que quiero decir voy a poner un ejemplo distinto y opuesto, una regresión a ritmos falsificados. Hace no mucho el poeta español Antonio Colinas publicó una versión muy suya de algunos versos del Poema del Cid, es decir, en sentido estricto, una traducción, que dice así:

De los ojos de mío Cid mucho llanto va brotando.
Volvía atrás la cabeza mientras los iba mirando.
Veía puertas abiertas y postigos sin candados.
Vacías están las perchas sin pieles y sin mantos
y sin halcones y sin los azores mudados.[3]

Si los leemos o escuchamos, reconocemos por supuesto un ambiente, un ritmo, una tradición. Lo malo es ni el ambiente, ni el ritmo, ni la tradición, son los del Poema del Cid, sino del Romancero, es decir, de una métrica un par de siglos posterior a su escritura, y para colmo ajena a ella. El poema no está actualizado sino también atraído, o más bien forzado, a acomodarse en el octosílabo, es decir, en una métrica regular que apareció en español mucho después de su escritura, y que avasalló la lengua durante varios siglos. Para entender esto, que se ve como natural pero que en realidad es resultado de proceso de culturización, hay que ir a un ejemplo más cercano en el tiempo en algunos corridos mexicanos de principios del siglo XX, y a las argumentaciones que ha dado un poeta chileno con escopeta de doble carga, una puesta en la poesía de vanguardia y la otra en el verso popular.
La ocupación hecha por el octosílabo de la métrica popular en el siglo XV y a partir de ahí a todo lo ancho de la versificación popular en español es equivalente a lo alcanzado por algunos de los corridos de la Revolución Mexicana, que están escritos en endecasílabo. “En lo alto de una abrupta serranía, acampado se encontraba un regimiento”, dice el corrido de La Adelita, uno de los más famosos de la Revolución mexicana. Muchos han querido explicarlo viendo en él la mano de un autor ilustrado, sin darse cuenta de que, aunque así fuera, a principios del siglo XX el endecasílabo era ya perfectamente natural en la versificación popular en español, y el oído estaba, después de varios siglos de sobe y uso, perfectamente aclimatado a sus cambios de ritmo. De ahí la popularidad inmediata de este corrido. Pues efectivamente, como defiende Nicanor Parra, el endecasílabo es el verso moderno popular del español. Moderno, es decir del cambio de siglo pasado, no del actual, y por eso tan legítimo es del español como el octosílabo o como el verso blanco. Ahora bien, no porque el endecasílabo haya tomado carta de naturalización completa en todos los niveles del verso en castellano, vamos entonces nosotros a poner el Romancero en endecasílabo, para actualizarlo, ejercicio equivalente al que realizó Colinas con el Poema del Cid.
Vale la pena regresar ahora a los versos originales, para ver algunos pliegues y cadencias de sabor inigualable que el ejercicio realizado por Colinas simple y llanamente alisa y borra, como en las peores traducciones. El Poema del Cid dice, en el original:

Delos sos ojos tan fuerte mientre lorando,
Tornaua la cabeça e estaua los catando
Vio puertas abiertas e vços sin cañados,
Alcandaras uazias sin pielles e sin mantos
E sin falcones e sin adtores mudados
Sospiro myo çid ca mucho auie grandes cuidados
Ffablo myo çid bien e tan mesurado

Los acomodos y desacomodos rítmicos del poema, efectivamente, se acercan a veces a la versión de Colinas, pero también se alejan. Ese alejamiento, bien y tan mesurado, es crucial para la tonalidad emocional que con grandes cuidados el poeta original sabe comunicar. Al acomodarlo inconscientemente a una métrica tradicional, a su acostumbramiento, en la versión de Colinas el Poema del Cid deja de ser el Poema del Cid, para volverse un romance tardío pasado por las manos de un Pierre Menard del siglo XX. Lo grave de la traducción de Colinas no es su modernización sino su domesticación. Es por eso que al final resulta mucho más vigente el original, con los tropiezos ortográficos que provoca en el lector y con sus palabras en desuso, que su adaptación.
Me he alargado en este ejemplo aparentemente tan alejado de nuestro tema, porque muestra con claridad los alcances de la traducción de Tomás Segovia. Su Hamlet, al revés que el Cid de Colinas, es a la vez fiel al original y fiel a nuestra lengua. “La tentativa” dice Segovia en el prólogo, “es dar a mi lector hasta donde sea posible todo lo que a mí me da el texto inglés. Así, soy fiel hasta el fanatismo a ese texto: nunca lo “corrijo”, o lo “explico”, o le “ayudo”. Esto lo dice uno de los grandes traductores de nuestra lengua, de Ungaretti a Nerval y de Lacan a Bloom, y algo de esta recomendación deberíamos aprender. Para Segovia, traducir Hamlet significó el reto de toda una vida dedicada a la poesía, a la traducción y a la enseñanza. Como él mismo ha comentado, se preparó para traducir Hamlet traduciendo primero el libro Shakespeare. La invención de lo humano del crítico estadounidense Harold Bloom. Es interesante subrayar cómo, en este libro, la rendición de los versos es forzosamente otra, más explicativa, más literal, más necesariamente académica, porque el sentido de su lectura es otro. Amabs son válidas y necesarias, y ambas son fieles al original, sólo que su uso es distinto. La del traductor es una labor que, por su natural discreción, disfraza u oculta a quien lo hizo, y sólo se muestra en su efectividad. Gracias al prólogo de Tomás Segovia, que lo disecta, recuperamos en este libro su labor. Pues sin el bagaje que ahí se muestra este libro simplemente no existiría. Esta diferencia entre sus dos versiones, la del poema en sí y la de su uso expositivo en los ejemplos que usa Bloom, me lleva a otro punto.
Hay, en mi parecer, dos maneras extremas de traducir un clásico. Una sirve para la enseñanza y respeta escrupulosamente la literalidad del texto, desdobla sus ambigüedades, las sustituye por explicaciones y regresa siempre al original, de que en realidad nunca se ha desprendido. La otra se suele utilizar para la escena, y se permite todas las libertades posibles y necesarias para esa y sólo esa actualización. Se despega de tal manera del original que a veces termina por olvidarlo. Sin embargo, si lo pensamos un momento, la gente de teatro no se suele permitir las mismas libertades con una obra de Lope que con una traducción de Shakespeare. Creo que en este segundo caso hay un hueco que es importante recuperar y en el que hay que hurgar, porque de eso depende la vigencia de una obra dramática y, en este caso, de su traducción poética, sea hecha en francés por Bonnefoy o en español por Segovia. La traducción poética es como una alfombra mágica, imbricada a la vez en la lengua y la tradición original y en la lengua y la tradición a la que se le rinde. Lo que alcanza a plasmar es una realidad más cierta pero a la vez más difícil de exponer: la de una continuidad cultural mutua, independiente de las lenguas, cercana a lo que Seamus Heaney apunta en su último libro al titularlo “Human Chain” (Cadena humana o vínculo humano). La traducción verdadera, la más fiel, quizás diría Segovia, tiene una efectividad no sólo más prolongada, sino, me atrevería a decir, refundadora. En este sentido, su Hamlet puede ser utilizado en un recinto académico, porque su fidelidad al texto es proverbial, pero también puede servir para una representación teatral, porque su efectividad dramática también lo es. Como sucede con el original. Una versión como la de Tomás Segovia de Hamlet hace para nosotros lo que hizo San Jerónimo con la Biblia en latín, o los traductores de la del rey Jacobo con ella en inglés. Es decir, nos hace nuestro a Hamlet. Esta traducción es parte ya de nuestra tradición, de nuestra lengua y, lo que es más importante, de nuestra poesía. Por eso mismo es imprescindible. De la misma manera que lo es el Cantar de los Cantares en la versión de Fray Luis de León. Para ver la consistencia del trabajo de Segovia, veamos los versos que siguen a la pregunta famosa, que son de lo más conocido del poema:

Hamlet: Ser o no ser, de eso se trata.
Si para nuestro espíritu es más noble sufrir
Las pérdidas y dardos de la atroz fortuna
O levantarse en armas contra un mar de aflicciones
Y oponiéndose a ellas darles fin.
Morir para dormir; no más ¿y con dormirnos
Decir que damos fin a la congoja
Y a los mil choques naturales
De que la carne es heredera?
Es la consumación
Que habría que anhelar devotamente.
Morir para dormir. Dormir, soñar acaso;
Sí, ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte
Qué sueños puedan visitarnos
Cuando ya hayamos desechado
El tráfago mortal,
Tiene que darnos que pensar.
Esta es la reflexión que hace
que la calamidad tenga tan larga vida.

No es necesario remitirse al original para paladear esta tirada. Dándole vuelta al círculo que he seguido en estos argumentos, como señala Eliot, y como reafirma Bonnefoy, “el objeto Hamlet está mal construido”, es un “tropiezo”, como pone Segovia en este monólogo. Pero esa mala construcción es su profundidad, o su abismo. No la adolescencia, sino la interrogante que conduce al suicidio, y el ritmo en el que esto se traduce en estos versos es fiel a los mil choques naturales que las oleadas del pensamiento avientan.
Si ya intenté mostrar, al hablar de los refranes, de qué manera los sabores rancios se mezclan con otros más de alcantarilla, produciendo un sabor inusitado, quiero señalar ahora, ya para terminar y en unos pocos ejemplos distintos, porque también contribuye a su vigencia, la golosa manera en que Tomás Segovia trae al español la naturalidad plástica y la amplitud métrica del verso de Shakespeare. En el siguiente parlamento de Alertes, que aquí sí traigo también en el original, para que mejor se entienda, la flexibilidad del verso inglés es atraída al español, en un juego de ritmos de tal ductilidad que lo que se dice es romance fluido y prosa desatada. Dice Shakespeare en inglés:

Laerters: I will do’t:
And for that purpose, I ‘ll anoint my sword.
I bought an unction of a mountebank,
So mortal that, but dip a knife in it,
Where it draws blood no cataplasm so rare,
Collected from all simples that have virtud
Ander the moon, can save the thing from death
That is but scratch’d withal: I’ll touch my point
With the contagion, that, if I gall him slightly,
It may be death.

Y dice ahora Shakespeare en el español de Tomás:

Laertes: Así lo haré,
Y para ese propósito untaré mi florete:
Compré un ungüento a un charlatán,
Que es tan mortal, que con meter en él
La punta de un cuchillo, si hace sangre,
No hay cataplasma tan perfecta,
Hecha juntando cuantos simples tienen virtud bajo la luna,
Que salve de la muerte a quien reciba de él
Tan sólo un arañazo: pondré en mi punta un toque
De esa infección, que si le rozo apenas,
Bien puede ser la muerte.

Estos versos gracias a Segovia alcanzan una naturalidad en español en la que no nos sentimos ni extraños ni extrañados, sino perfectamente a gusto en nuestro paladar, metidos de lleno en el espacio de los siglos de oro y en el lenguaje que, en esos mismos siglos, sólo se oía en epístolas o en prosa. Pero también, cuando de eso se trata, se decanta hacia el verso tradicional, como cuando hace decir a Ofelia en el más lírico español:

Porque el lindo petirrojo
Ha de ser mi único amor


que es como traduce “For bonny sweet robin is all my joy”.

o cuando escribe esta mágica canción tradicional de los siglos de oro, que en boca de ella es en realidad de la completa autoría, no de Shakespeare, sino de Tomás Segovia, ya integrado a nuestro Hamlet:

Mañana es el día de san Valentín,
Mañana es el día,
Y yo virgencita frente a tu ventana
Tu novia sería.
Despierta la rosa, revista sus galas,
ha abierto su puerta;
Entre la doncella, que nunca saldrá
Por la puerta abierta.

Esto no es un abandono del original sino un profundo seguimiento de sus modulaciones. Alcanzar esa ductilidad del verso en español es obra necesaria si se quiere ser fiel a los tan diversos registros de Shakespeare. Porque una de sus gracias y grandezas es que, así como se mece en las aguas suaves del Avon, digámoslo melancólicamente, también se avienta en las revolcadas del Támesis y en las procelosas de un barroco común. De este modo, cuando Shakespeare hace decir a Hamlet:

Oh, from this time forth,
My thoughts be blood, or be nothing worth!

Segovia traduce:

Oh, desde ahora, si no son sangrientos
No valgan nada ya mis pensamientos,

que me llevan no sólo a Shakespeare, sino también a “y su epitafio la sangrienta luna” de Quevedo. Porque así es el proceso de integración, paladeo y reconstrucción de la tradición poética en una lengua: incorporando, interrogando, suplantando. Sin estas tres cosas no hay traducción válida, como tampoco habría poesía efectiva, en la lengua que sea y de quien sea. Lo que Tomás Segovia ha hecho es meterse en el cuerpo y alma y ropaje tanto de Hamlet como de Shakespeare y desde allí, pero en español, lanzar las mismas estocadas
La última pieza de este libro ejemplar es el “Epílogo” de Juan Villoro, un emocionado recorrido por su experiencia personal no sólo con la traducción de Tomás Segovia sino con la totalidad de la obra de Shakespeare, en la que se adentró de la mano de Harold Bloom, cuando asistió a su seminario en Princeton. Su texto nos amplía las incidencias que Hamlet tiene en nuestra cultura, como por ejemplo el título de un libro de Augusto Monterroso, Lo demás es silencio. Juan tenía a la mano todas las herramientas para realizar esta labor con enriquecido gozo, salpicada su escritura de experiencias personales como una pierna rota en unos esquís o la otra metida en las rotativas del diario La jornada. Su lectura del libro es perspicaz y nos ayuda a explicarnos el asombro de una traducción. “Como expresó Benjamin”, dice Villoro, “la traducción roza el misterio. Acaso el mayor hallazgo de un traductor consista en crear la sensación de que es el idioma y no un caprichoso artífice quien encuentra las soluciones. La voz que recibe el texto sumerge su tono personal y arroja un resplandor lejano, similar al que tiñe el horizonte cuando el sol ya se ha alejado. Esa modesta luz sugiere que el idioma brilla por su cuenta.” La sección final de su ensayo es una muy interesante reflexión sobre la dubitación, las acciones y las palabras de Hamlet. Es sintomático que para ello Villoro recurra invariablemente a las palabras de Shakespeare, siempre en boca de Tomás.
Las apropiaciones, trasmutaciones y recomposiciones que sufre el traductor no son ajenas a los movimientos que ha padecido el autor al escribir su obra, y sirven para entender su doble pulso. Voy a hacer ahora una conjetura. Shakespeare escribió Hamlet poco después de la muerte de su único hijo, Hamnet. Mediante una hipálage, es decir una sustitución y reversión de la emoción propia, vuelve en la obra deudo al hijo del padre. El dolor de Hamlet no es distinto del dolor del padre por la muerte del hijo, y esa herida emocional que con maestría abre Shakespere es la que nos introduce en la eficacia abismal que antes mencione. La confusión del adolescente es tan horrible como abismal es la confusión de cualquier hombre enfrentado a lo indescriptible. Eso es lo que Shakespeare remonta, al hablar del padre en el dolor del hijo. De una manera equivalente en su sinestreza, Tomás Segovia entró a Hamlet con la hipálage vuelta del revés. Para él era necesario que en la propia lengua del hijo hablara el padre, y la traducción dio lugar a eso, una lengua vuelta la otra. Tomás es un poeta que quedó huérfano de niño, durante la guerra civil española. Como él mismo cuenta, salió al final por los Pirineos con la familia de su tío, que en México se volvió la suya propia y sus primos y primas sus hermanos y hermanas. En México se formó, escribió, tuvo hijos, fundó revistas y escribió poemas. Todas estas experiencias están en el ejercicio de su traducción, como si la hipálage elaborada por Shakespeare se volviera del revés y se tornara nuevamente inteligible. Como en la escritura verdadera, este elemento oscuro no es ajeno a la virtud de una traducción, como si el alma de dos individualidades en ella se empatara. Las experiencias personales de Tomás Segovia recorren los parajes emocionales de Shakespeare en Hamlet y, al hacerse presentes en el acto de la traducción, reviven en una escritura doblemente magistral, doblemente uncanny o siniestra.

[1] William Shakespeare, Hamlet. Traducción y prólogo de Tomas Segovia. Epílogo de Juan Villoro. Ediciones Sin Nombre / Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2009, 352 pp.

[2] Yves Bonnefoy, “Transponer ou traduir Hamlet”, en Theatre et Poesie. Shakespeare et Yeats, Mercure de France, 1998.
[3] Antonio Colinas, Nuestra poesía en el tiempo (Una antología). Madrid, Ediciones Siruela, 2009.