Carlos Monsiváis

Elogio de las penumbras


 


Uno, escribió el gran poeta Wallace Stevens, no vive en una ciudad sino en su descripción. Si poética y sociológicamente esto es cierto, uno se domicilia en el trazo cultural y psicológico de las vivencias íntimas, el flujo de comentarios y noticias, los recuentos de viajeros, y las leyendas nacionales e internacionales a propósito de la urbe. También, uno se mueve en el interior de las conversaciones circulares sobre la ciudad, sus virtudes (cuando las hay) y sus defectos (cuando se agota la lista de las virtudes). Si me atengo a esta línea interpretativa, ¿cuáles son las descripciones más usuales de la Ciudad de México, hasta hace unas décadas ejemplo o vaticinio del progreso periférico? En el nuevo milenio, las esperanzas se extinguen o debilitan, y se esparcen los datos de la demolición. Habitamos una descripción de las ciudades caracterizada por el miedo y las sensaciones de agobio, señalada por el agotamiento de los recursos básicos y el deterioro constante de la calidad de vida. Nos movemos entre las ruinas instantáneas de la modernidad y, por falta de inventario, hacemos de los recuerdos las instituciones de hallazgos y posesiones.

Describeme tu hábitat

¿Cuál es la percepción dominante de la Ciudad de México? Sea cual sea su pasado prestigioso, desde hace mucho se borran o se vuelven sectoriales las ambiciones de armonía y belleza, y se imponen las fórmulas de rentabilidad. Salvo las zonas consagradas -la historia y el arte reconocido que convocan el turismo-, el paisaje urbano se abandona a su (mala) suerte. Y resulta inútil enfrentarse a la ignorancia y la prisa de los especuladores. El derrotismo es el tributo de la impotencia a la ganancia rápida.
El gran personaje de la Ciudad de México es la ciudad misma, su gran contexto y su mejor referente. (Antes que interpretarla, conviene volverse un banco de imágenes.) Si se quiere contradecir a la ciudad y negarla, uno debe aburrirse soberanamente, una forma adecuada de protesta: "Yo aquí no vivo, no me angustio, quisiera asegurar que el espacio a mi disposición es una gran pradera del Teatro Integral de Oklahoma, para qué protesto y digo necedades como eso de que la ciudad ya tocó su techo histórico, mejor les recomiendo los espectáculos únicos: en el cuartito la familia duerme los unos sobre los otros como en cama totémica; al reality show llegó el rumor que nadie los está viendo en televisión y al saberlo los concursantes recuperan su condición de fantasmas; el embotellamiento es la vía rápida entre los comienzos de un siglo y su último suspiro; cada que la Identidad Nacional agoniza alguien, para resucitarla, grita "¡Gol!!" ¿Por qué pese a todo puede gustar la Ciudad de México? Porque allí el anonimato es una variedad del protagonismo, y porque la anécdota, el hecho que anochece episodio trágico y amanece viñeta costumbrista, es la ficción que todos habitamos, es la historia de Hansel y Gretel que acusan a la bruja de acoso sexual, es la decisión de cientos de miles de parecerse a Frida Kahlo uniendo las cejas. Y ahora recuerdo al señor de la unidad habitacional donde todos los edificios son a tal punto iguales, que un día se equivocó de apartamento, halló una puerta abierta y como nadie le dijo nada lleva cinco años viviendo allí, así de vez en cuando se extrañe de que su mujer no recuerda nada de la luna de miel en Cuenavaca.
El centralismo paga sus malevolencias y desmesuras con las masas que descienden de camiones y trenes y aquí se quedan, por que la idea del regreso al pueblo es más ardua de soportar que el desarraigo.

El rap de las postrimerías

Ciudad de México: la acumulación de almas, recursos naturales, cuerpos a la deriva, edificios, instituciones, calles sobrepobladas, estadísticas que bien podrían ser predicciones de la migración próxima, la que ya sólo encuentra oportunidades de empleo en el interior de la conciencia; problemas acuíferos, movimientos sociales y políticos, asentamientos urbanos que en un descuido del Censo van a aceptar que son ciudades en toda forma, desastres que o se previenen o se estimulan (ya es lo mismo), cifras que aturden, cifras que exigen la vida entera para asimilarlas (¿pero de veras viven juntos tantas personas y tantos vehículos?); cultivo de individualidades que compensen la anomia, dosis de autoengaño que propicien la fe en las individualidades; problemas (graves) de contaminación, intensa segregación socioespacial, amenazas que asumen la forma de orgullos citadinos, mancha urbana que en un descuido llega a la Frontera Norte con aspiraciones de migrante ilegal, tránsito que en su veloz existencia anterior fue el Mar de los Sargazos, automóviles de los que en un futuro tal vez cercano se dirá: "Eran el medio de transporte favorito en la ciudad, hoy son partículas del gran cementerio", automóviles que causan 84 por ciento de la contaminación, cuatro autos por cada 10 personas (dato aproximado y ya congestionado), parque vehicular que se acrecienta anualmente con 200 mil automóviles; conciencia ciudadana que -no obstante etapas de apatía y cinismo- crece con regularidad, tolerancia que se vuelve un "ecosistema" psicológico, moral y cultural, extravagancias que de tan multiplicadas ya no se advierten, violencia que es consecuencia del capitalismo salvaje, de la naturaleza humana, del neo liberalismo, del tamaño de la urbe y de los roces de la aglomeración ... Y lo que desafía las previsiones es la sensación de multitud al acecho (dentro de uno mismo incluso), que transforma las predicciones ominosas en asesinos seriales. A la velocidad de la luz no se observa bien lo dispuesto en la intimidad, y a la velocidad de la masificación menos; regulación que fija las apariencias de normalidad, cùmulo de delitos diarios, espiral interminable de la violencia intradoméstica.

La multiplicación de los panes, los peces, los parientes y los iPods

Si a toda megalópolis la caracteriza el juego entre ofrecimientos y negaciones (entre aperturas y cerrazones), a la capital de la República Mexicana la describe el tsunami de ofertas y las enormes dificultades para aprovecharlas. Así, la urbe es un comedero omnipresente, es el bebedero sin reposo, es la danza del subempleo alrededor de los semáforos, es el frotadero de almas en el vagón del Metro (los cuerpos ya no cupieron), es el depósito histórico de olores y sinsabores, es la primera comunión del niño meses antes de la boda de sus padres, es el anhelo de un cuarto propio, es la unidad sin reservas a la hora de la Selección Nacional de futbol, es el santiguarse de los taxistas al paso de los templos, es la incursión amedrentada en la vida nocturna, es el patrocinio de la tipicidad que aún sobrevive, es el alojamiento del conchero en la red de plumas y en las horas absortas de la danza que deposita -las ofrendas florales del cansancio- a los pies de la Virgen.

¿Por qué llegan, por qué no se van?

¿Qué sucedía antes de la televisión o de la radio? ¿Alguien podría imaginarse el mundo anterior al monitoreo? De seguro, en su rencor contra el porvenir que los excluía de las telenovelas, los antiguos y las antiguas se pasmaban ante héroes y caudillos, jugaban a la lotería y a la Oca y a Serpientes y Escaleras, tocaban el piano, declamaban, bordaban, intercambiaban reflexiones morales, le pedían a Dios por la salud del gobernante (o al gobernante por la salud de Dios), jugaban al tute, se despedían con grandes ceremonias unos de otros para al cabo de unas horas saludarse con enorme gusto. La ciudad del entretenimiento: del quinqué a la luz eléctrica, del Parkasé a la Gallina Ciega, del tedio a las insinuaciones de los pies bajo la mesa.

* * *

 

Desde la década de 1920, la industria, sin vigilancia alguna ni respeto por los ecosistemas, se extiende con prisa salvaje y, en donde pueden, se acomodan las oleadas de inmigrantes, Y la capital se agiganta a costa del desarrollo del resto del país, que subvenciona a la fuerza las grandes obras públicas: agua, pavimentación, energía eléctrica, transporte. Y, llover sobre mojado, el crecimiento de la Ciudad de México intensifica aún más el abandono de las zonas rurales. Los años pasan y las causas del éxodo rural son las mismas: el desastre agrícola, la monotonía sin salidas, el caciquismo, la miseria que devora raíces, el alcoholismo, las vendetas familiares. (La novedad empieza con el narcotráfico.) En la ciudad, las colonias populares se multiplican, los empresarios exigen concesiones y ventajas, el Estado, ansioso del desarrollo que es sinónimo de la estabilidad, no pone obstáculos.
¿Y qué caso tienen las medidas preventivas? La capital es el sitio de los ambiciosos, los desesperados, los ansiosos de libertad para sus costumbres heterodoxas o sus experimentos artísticos. En el país aún se vive el tradicionalismo que espía al vecino y acecha en su propia recámara. En la capital, por lo menos, lo que hagan los vecinos no importa porque son demasiados, se mudan con frecuencia, y no es fácil retener su comportamiento, ya no se diga sus facciones. ("Lupe, ¿te acuerdas quién es el asaltante en el departamento de al lado? ¿El papá o el hijo?")

CITA IMPOSTERGABLE

La ciudad es una para el que pasa sin entrar, y otra para el que está
preso en ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera vez,
otra la que se deja para no volver, cada una merece un nombre diferente.

ITALO CALVINO, "Las ciudades invisibles"

El diluvio de partos en el callejón sin salida

¿Qué se califica como megalópolis en el siglo XXI? En una definición de trabajo, son las ciudades desprendidas de su centro tradicional, que así retengan zonas de prestigio, se amplían orientadas por ese otro centro notable, los medios electrónicos, y su aprovisionamiento de sensaciones. Del ir y venir de la sorpresa se pasa a la atmósfera en donde todo lo encontrado ya nos conocía: los muebles, los parientes, los anuncios publicitarios (que en su anterior reencarnación fueron estampitas), y esos paréntesis entre un estado de ánimo y otro cuyo nombre resulta ser "comerciales". Entre las megalópolis latinoamericanas las más conspicuas son Sao Paulo, Ciudad de México, Caracas, Buenos Aires ...
¿Qué características se comparten? Enumero algunas:

- la presencia abrumadora del comercio y la industria, que no admite espacios libres;

- los contrastes entre riqueza y pobreza, tan impresionantes que
asfixian las reflexiones;

- el culto a la modernidad, que es el gran antídoto contra la nostalgia;

- la convocatoria a la posmodernidad, distribuida en los edificios
que recuerdan fotos borrosas de Dallas o Los Ángeles;

- el diluvio de franquicias (de McDonald's en adelante), las zonas
de prosperidad que marcan la indistinción entre una ciudad y otra;

- la americanización, dictadura internacional a la que sólo se
oponen el aspecto de las masas, el sentido del humor y las multitudes
que al constituirse como tales reinventan la tradición;

- la reverencia escenográfica por el pasado (y la confusión obligada
entre identidad arquitectónica y bendición presupuestal de la UNESCO);

- la economía informal como la sociedad mercantil de las banquetas;

- la medianoche colmada de travestis, los últimos defensores de
la feminidad a ultranza;

- la especulación frenética, que comprime las ciudades;

- los espectaculares de la publicidad que hacen las veces del
museo o la ventana impúdica que enseña a los seres perfectos,
para nuestra fortuna inaccesibles;

- los hoteles recién construidos que al parecer llevaban siglos
aguardando a que alguien los inaugurase.

* * *

Un lema compartido por la megalópolis y las burocracias: a mayor población, más trámites. ¿Quién ganará: los vientres maternos o las demoras en la ventanilla? Si en matemáticas la estocástica es un conjunto de teorías estadísticas que tratan de los procesos cuya evolución es aleatoria, un ejemplo las tiradas de dados, otro, el comportamiento de las colas, ¿quién será el Job de la estocástica, el que sin alzarle la voz al Dios que ordena y sostiene todas las variaciones, narre los sufrimientos de los seres acuchillados por las demoras y el sobrecupo, que se inmovilizan en hileras para comprar leche barata, usar transporte público, resolver un trámite administrativo, adquirir un boleto?
A los renuentes al sobrecupo del Metro y las colas interminables, los somete la fatalidad, la ballena los engulle, los insultan o los bendicen las generaciones que hubieran podido engendrar mientras aguardaban, los libros que de cualquier manera no hubiesen leído y así sucesivamente. Una cola es la distancia más corta entre la paciencia y la disolución del Yo.

***

 

El proceso en el aspecto que sea
es un movimiento a través de
cambios de terminología.
W ALLACE STEVENS

Coro de lugares comunes que se consideran "vivencias"

- Es la ciudad más grande del mundo.

- Esta ciudad ya está viviendo en el presente de un mundo alternativo.

- Aquí ni siquiera dan ganas de rezar. Ni el Señor individualiza
las voces de tanta gente.

- Me hallaba tan solo que me dio pena desperdiciar el espacio.

- Soñé que nomás iba yo en un vagón de Metro, y nadie me empujaba,
ni me vendían nada, ni contaban estupideces. Desperté angustiadísimo
de la pesadilla.

- La ciudad crece en dirección opuesta a la autoestima de sus habitantes.

- Dos horas en ir del trabajo a mi casa y no fue el peor embotellamiento
que me ha tocado. Con razón ya perdimos el hábito de la prisa.

- Hay tanta gente que ya se acabaron los rostros familiares.

Lamento a manera de credencial

El crecimiento demográfico es el verdadero árbol genealógico de cada persona. Decir esto es decir nada y es otorgar por sorteo las calificaciones aristocráticas: noble es aquel cuyo número termina en cero. Y lo que se vive aún es distinto de su valoración pública. En tanto armazón declarativa, la sociedad va detrás de su propio desarrollo, y esto explica en las encuestas a esa mayoría que se declara "virtuosa a la antigua" y a los que se ofenden por "la falta de respeto a la tradición", sin reconocer lo obvio: si se observa la suma de sus acciones, la Ciudad de México es ya postradicional. No en todo, sí en muchísimo, lo que a la postre quiere decir: sí en todo. Ahora las adúlteras tienen a su abogado en el cuarto de junto.
Antes, en la Ciudad de México, lo urbano era la búsqueda de la armonía contrariada por la realidad y aliviada por triunfos parciales (avance de las clases medias, multiplicación de las colonias residenciales, continuidad de los servicios, modernización que arrasa pero a la que poquísimos se enfrentan, zonas museificadas para beneficio del turismo y el rescate de la belleza). Hoy, lo urbano es el don de conciliar lo opuesto, lo duro, lo frágil, lo marcado por las generaciones, lo absolutamente novedoso que sin embargo nos parece ya conocido, lo que en sí mismo empieza y se consume. Ya no se tiende a visiones ensoñadoras, sino a lo sensato, acomodarse en las hendeduras del pesimismo. "Esta ciudad es terrible, pero en mi casa todavía hay agua y luz eléctrica."
A lo largo del siglo xx, y casi hasta nuestros días, la ciudad ha puesto a la disposición de sus habitantes una sensibilidad nacionalista de origen popular, una historia de héroes y mártires que se congela en estatuas y nombres de calles, una guía del ascenso social y un conjunto de irritaciones y resignaciones. Ahora ofrece, pero esto le resulta más que suficiente, la actitud que es cúmulo de recursos adaptativos.
Vivir en la Ciudad de México es adaptarse a lo inminente, por lo común una versión levemente agigantada de lo ya existente.

* * *

La ciudad, como en el siglo XIX, origina y ordena la mentalidad de sus habitantes. Así por ejemplo, ante el cambio del sitio de los ghettos (la minoría próspera se considera sitiada por la mayoría insolvente), la arquitectura anuncia la decisión de proteger el triunfo en la vida. Las casotas o los palacetes son fortalezas medievales, cajas fuertes, joyas electrificadas. En los "paraísos de la exclusividad" las residencias cuestan dos, tres, siete millones de dólares, y los testigos de excepción son las legiones de asistentes domésticos, jardineros, entrenadores de perros, hacedores de imagen, guardaespaldas. El status se mide por las medidas de protección, y un megamillonario con veinte guardaespaldas aprende a vivir en el populoso aislamiento de la jerarquía. Esto modifica el rostro de la ciudad de los privilegios. En México existen 900 compañías de seguridad privada, amuletos contra la industria del secuestro y la tentación de la insignificancia, y el (no tan) pequeño ejército del recelo armado informa del traslado de la lucha de clases a la guerra de nervios y bandas feudales.
Aquí el miedo neutraliza con amenazas. En las zonas residenciales (San Ángel, El Pedregal, Las Lomas, Bosques de las Lomas), un recurso psicológico constante es ver en la mansión un Arca de Noé, donde cárguese la metáfora a una cuenta en Suiza, el derroche conspicuo, los viajes incesantes y la pertenencia a las grandes manadas del consumo, ponen a salvo del diluvio de la pobreza y el anonimato.
Al cabo de la historieta de los cientos de miles que caben en un metro cuadrado, la ciudad nada más y en rigor dispone de una leyenda: el milagro de su perdurabilidad. ¿Cómo no admirar la coexistencia de millones de personas en medio de los desastres en el suministro de agua, en la vivienda, en el transporte, en las opciones de trabajo, en la seguridad pública?

Las minorías también tienen demasiados habitantes

Se puede hablar de ciudad posmoderna, porque las masas, aprovechándola o no, asimilándola o no, rebasan la modernidad disponible y se hacen de espacios donde el sistema de espejismos (la publicidad comercial) se reelabora como lo coyuntural (vivir como en los anuncios de la tele). La renta del espacio incluye el fragmentarse al infinito, la refundación de los milagros, la celebración de los elementos dispares, la nulificación de lo bello y lo ridículo a cargo de las multitudes.
La controversia se inicia y según algunos (o muchos) no tiene sentido calificar de "posmoderna" a la capital de un país tercermundista cuya meta es la modernidad. (¡Ah, poder oír un Informe presidencial en rap!) Y sin emburgo, la Ciudad de México es ya fundamentalmente lo opuesto a lo que fue, la capital del país vecino de Estados Unidos con cultura nacionalista. Se pierde el horizonte unicador, porque cada vida se desbarata y comprime en los tiempos del tránsito, del trabajo, de la amistad, de las expectativas, de las frustraciones. Cada quien es único, pero las maneras de ser único se parecen demasiado entre sí. La ciudad admite la difamación de sus pesadillas y, también, los grandes instantes de la solidaridad, como el de septiembre de 1985, cuando, luego de dos terremotos que costaron cerca de 20 mil vidas, un millón de personas trabajan, algunas en condiciones de extremo riesgo, en las tareas de salvamento, rescate de cadáveres, organización de albergues, reparto de ropa y comida. A las atrocidades inventadas por la realidad se enfrentan las imágenes del heroísmo colectivo, del deseo de acompañar al prójimo en su tragedia.
La Ciudad de México día a día se precipita a su final y, también a diario, se reconstituye con la energía de las multitudes convencidas de que no hay ningún otro sitio a donde ir.

Homenaje casual al desmadre

El desmadre es una necesidad social, algo más que el desahogo o que la energía imposible de refrenar; el desmadre borra jerarquías, vuelve a los semblantes relojes móviles, le da a la palmista o a la astróloga la oportunidad de inventar vidas y a sus clientes la felicidad de saberse poseedores de la buena suerte. El barman es el cancerbero perfecto a la entrada de la exaltación.

8:15/ 10:15 / 14:15 / 18:15 ... En la calle, deslumbra y aturde el desfile (el laberinto) de los oficios viejos y nuevos: músicos ambulantes que son lo insólito: cultura popular fuera de los cubículos, manifestantes que gradúan la intensidad de sus rostros, mujeres granaderas con su metralleta que feminiza la fuerza pública, niños trapecistas en el salto mortal de una luz roja a una luz verde, barrenderos, jóvenes que se acercan a las cajas automáticas en actitud de exclamar "¡Ábrete, Sésamo!", policías a modo de paisaje de la intranquilidad aquietada, niños que inhalan cemento (la autodestrucción como desinformación), tragafuegos, mimos, boleros, la pedagogía de la violencia que se inicia en la crueldad contra los animales ... La calle, el espectáculo que compite gloriosamente en vano contra la televisión.

El desmadre (un caos inconcebible en el universo agrario) es el bono que las instituciones otorgan a los recién avecindados en la capital, y de la noche a la mañana, y de la mañana a la noche, se producen los canjes: aquí estaba el peón de hacienda porfirista, aquí saluda el banquero; aquí dormitaba la retórica de las hazañas patrias, aquí se extienden el habla cantinflesca y el humor semisecreto del cinismo; aquí decía "haiga" el revolucionario, aquí ensaya su delicioso extranjerismo el aristócrata recién fabricado.

De los murales libidinosos del siglo xx."He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió el Centro de la Ciudad"

¿Hasta qué punto es otra la Ciudad de México al desaparecer muchísimas atmósferas religiosas tan determinantes durante siglos, especialmente las organizadas en tomo al pecado? En el siglo XIX y en la primera mitad del xx, un gran equilibrio emocional de los que se consideran provincianos (y por tanto payos, aféresis de payasos, sujetos del ridículo desde la óptica de los capitalinos) es la posesión de un sistema de alarma ante los daños morales que acechan y se desen cadenan en la gran ciudad. "Viajero, detente. y cuida tu salud espiritual. Has llegado a la región más liberada del temor de Dios, a la gran orgía que atrae a los incautos." Al hablar de la capital, los escritores decimonónicos diluvian admoniciones, y su moralismo se desprende de la creencia sincera en el pecado. La carne es débil y nada la debilita tanto como el sinfin de trampas de la urbe.
Invocado para su extinción, el pecado más ostentoso atraviesa a la ciudad de lado a lado y se deja arrinconar en los ghettos. A las prostitutas no se les permite en los pueblos salir de las "zonas rojas" y en la capital no pueden ejercer su oficio fuera del territorio libre de virtudes, el ámbito cedido al pecado. Y por pecado se entiende casi todo: el adulterio, el onanismo, la prostitución, las miradas de codicia camal, la cópula fuera del matrimonio, la cópula dentro del matrimonio sin propósitos reproductivos, la blasfemia, el matrimonio sólo por lo civil, la mala educación impartida a los hijos, el levantarle la voz a los padres, la inasistencia a misa, el olvido del diezmo y de la confesión regular. Como un rosario infinito, la lista se alarga a cusa de la ubicuidad de esas sombras que son la otra conducta, los asaltos de la inmoralidad. Al irse a la capital, los hijos reciben la bendición de los padres y un alud de consejos (las hijas se quedan en casa para recibir el torrente de admoniciones que se reinicia cuando se casan).
La literatura de fines del siglo XIX y principios del siglo xx se esfuerza por describir alucinadamente la Ciudad del Pecado en crónicas o narrativas que -a la vez- invitan y delatan. (Y esta literatura es alucinada, porque ya se intuye la mercadotecnia.) Lo más frecuente es el recuento de esos espectros de la carne pintarrajeados y lúgubres, de risas inhumanas y aspecto demencial, que bailan o se agitan en cabarets ínfimos y piqueras, en los sitios a donde ninguna persona decen te llevaría a su madre, a sus hermanas, a sus amigas, a sus novias, a sus vecinas ... a donde, para acabar pronto, a donde un Hombre de Pro acudiría solo o en compañía de otras soledades ansiosas.

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¿Cómo se reconoce el pecado? Por el estremecimiento moral, un reflejo condicionado de todos los tiempos. Lo vivido en un cabaret o en una aventura extraconyugal es más o menos "propio de la condición humana", pero si lo rodean las brumas de lo prohibido, se vuelve un peligro metafísico que trasciende y explica las condenas sociales.
Hoy, el Vaticano, en acto expropiatorio de la teología protestante, reconoce que el infierno no es un lugar sino la ausencia de Dios, y con esto el ámbito de los demonios pierde casi todo su poder inhibitorio, el concedido por llamas y tridentes y repetición hasta el encariñamiento del mismo suplicio. Pero hace cien años, aún muy extendida la fe en el Maligno, la creencia en el infierno era el más difundido de los cinturones de castidad, muy en especial entre las mujeres. "Vivir en falta", "vivir disminuido a los ojos de Dios", es asunto que no se tomaba en broma. A la Ciudad del Pecado se ingresa por los sacudimientos del sentimiento de culpa.

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La necesidad de limpiar a diario su expediente moral, induce a los habitantes de la Ciudad del Pecado a ser muy religiosos, o si se quiere muy rezanderos. Es famosa la devoción de las prostitutas por la Virgen de Guadalupe, y sus visitas a la Basílica encabezadas por sus madrotas (todavía no madames). Pecar no es sinónimo de vivir de espaldas al arrepentimiento, sino, por lo común, pecar es también entrar de inmediato en el arrepentimiento, ese pago en abonos de la iniquidad "vete y no peques más" de los curas es de hecho una invitación a regresar pronto al confesionario, y escuchar la sentencia eclesiástica lo trascendente de la conducta equivocada no es su carácter ilegal, que casi da lo mismo, sino su filo pecaminoso. Así como en los westerns el pelotón de caballería salva al regimiento rodeado de sioux o de apaches mescaleros, también la extrema unción alcanza en su lecho de muerte a los réprobos, y la comparación no es tan grotesca si se tiene en cuenta lo que se ha dicho y se ha creído del infierno.

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El solitario ante el pecado. Fue monaguillo o incluso quiso ser sacerdote, o sus padres lo educaron en el temor de Dios. Pero el solitario es lujurioso, y a esas horas sólo se concentra en sus ganas, para evitar que lo devoren. Si es 1920, todavía lo perturba el susto ante la sífilis, esa metáfora llegada del pecado. Si es inmediatamente después de la penicilina, lo conforta su resignación ante las inyecciones. Como sea, el solitario negocia con la prostituta, y al ocurrir el postcoitum, en esa fatiga tan apreciable, retorna a la conciencia del pecado, como un surplus magnético. Si el pecado es tema diferido durante el placer espasmódico, el recuerdo del pecado aquilata el brillo de la transgresión.

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En la geografía orgásmica, a la Ciudad del Pecado la integran en la primera mitad del siglo xx, el Centro (todavía no Histórico), la zona prostibularia, las casas de citas (tan famosas como la de Graciela Olmos,
La Bandida, o tan frecuentadas como el congal de Meave), la calle del Órgano, los cabaretuchos, los alrededores del ex convento de Las Vizcaínas, la "viva y venenosa" avenida San Juan de Letrán. También cuentan las fiestas populares, los bares de lujo, las carpas o los teatros con las encueratrices de giros sicalípticos. (La palabra sicalíptico es en sí misma sicalíptica.) Y tienen garantizada su condena eterna los espacios del "ligue contranatura", la avenida San Juan de Letrán o la avenida Juárez. Y el conjunto de la Vida Nocturna es el otro nombre del horizonte del pecado. Le escribe Renato Leduc a la capital:

Si aún albergas doncellas, permanezcan intactas
en la Escila y Caribdis de cine y cabaret,
Que tus horizontales se conviertan en santas.

Las horizontales (las prostitutas) son la representación más vivida y frecuente del pecado, entendido como el alejamiento de Dios, y más precisamente descrito como la ausencia de respetabilidad. ¿Quién respeta a los y las que, además de su carencia de amistades prestigiosas, ignoran los Mandamientos? No desearás la mala fama de tu vecino. Nada tan conveniente en los rincones del extralimitarse como recordatorio virulento: el pecado es una ofensa contra Dios, mientras que el delito es tan sólo una violación de la ley civil. El ingreso en la Ciudad del Pecado se da a través del libre albedrío, y por eso los pecaminosos de antes no habrían entendido el discurso de la Teología de la Liberación sobre el "pecado estructural". ¿De qué hablan? Pecado es básicamente sexo, y allí la única estructura son los cuerpos. Si en la Doctrina el lugar de sexo es el matrimonio, en la práctica el sexo es la hora de la amnesia doctrinaria. Según San Agustín, el pecado original se transmite a través del acto sexual; según los profesionales y los espontáneos del pecado, la salvación que más afecta (la de los sentídos) se efectúa a través del sexo, mientras más implacable mejor.
Nada seculariza tanto como aceptar las consecuencias del deseo, y hacer uso deleitoso del sentimiento de culpa. Escribe López Velarde:

Mi virtud de sentir se acoge a la divisa
del barómetro lúbrico, que en su enagua violeta
los volubles matices de los climas sujeta
con una probidad instantánea y precisa.

 

López Velarde sitúa a la zona prostibularia con una frase magnífica: "el perímetro jovial de las mujeres".
Por lo común, la retórica no da para tanto, pero allí se filtra la legitimidad del apetito fornicatorio, que al nacer lleno de culpas nace también absuelto, mediante un trámite con la burocracia del cielo. "Pequé, porque no todos han de ser santos. Me arrepiento, porque no todos han de condenarse."

La década de 1940 y las vicisitudes del deseo

Un gran momento de la Ciudad del Pecado, quizás su despedida de oro en el siglo xx mexicano, es el sexenio de Miguel Alemán (1946-1952). Allí todo influye: la impresión de que sin desveladas el Progreso sabe a regaño, la plétora de cabarets para los más diversos gustos y capacidades adquisitivas, el esplendor de rumberas y "exóticas", el auge del cine nacional (200 películas en 1950), el apogeo del mambo como vibración urbana, la visión de la sociedad como la conga gigantesca que encabezan artistas y políticos-empresarios, la reconversión de la prostituta en "dama de compañía" del amanecer, el triunfo del bolero y la emergencia de José Alfredo Jiménez. Se inicia la conga en los simulacros de alerta antiaérea de la Segunda Guerra Mundial: "En el apagón qué cosa sucede, qué cosa sucede con el apagón".
Por supuesto, la mitología no suele describir los sucesos reales, pero si lo considerado intensamente real. Se premia con risas el exceso, (un elemental o ingenuo como hoy parezca, y avasalla la sensación de alcanzar distintas vidas en una sola noche, esa fantasía sin la cual se burocratiza la Vida Nocturna, ese magno vuelco anímico que permite de un golpe descender al pecado y ascender a las recompensas de la falta de límites (que no lo era tanto).

"Pachito Eché, le dicen al señor / Pachito Eché baila mambo y danzón"

El Progreso arrasa y, de paso, se vuelve sinónimo del frenesí desarrollista, mientras la capital disfruta de un aporte inesperado de la secularización: el santoral alternativo que es también la demonología paralela.

Círculos de perdición y salvación: pulquerías, cantinas, cabarets

¿En dónde invirtieron el tiempo que les tocó en suerte en el reparto cronológico del siglo xx? ¿A qué lugares acudieron y en dónde se etemizaron las generaciones de los pobres urbanos o de los no tan pobres pero igualmente aquejados de la mezcla de soledad y espíritu gregario? ¿En qué tugurios, amontonaderos o antros deambularon, bailaron y bebieron los tercos y los renuentes al uso productivo de las horas? ¿En dónde se vitalizaron o se aletargaron los convencidos de que en su caso y en rigor, al ser autodestructivos no destruían nada? ¿A dónde se precipitaron, permiso de entrar mediante, las Damas de Noche, las apariciones de la madrugada, las desertoras (o ni eso) de las Buenas Costumbres? ¿En qué lugares coincidieron los profesionales del delito, los seducidos por el exceso, los que Renato Leduc llamó "turiferarios de la Santísima Trivialidad"?

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A lo largo de dos siglos, comprobadamente, estos marginales de ocasión o de manera permanente se divierten en tugurios, pulquerías, cantinas, piqueras, casas de citas, prostíbulos, cabarets, dancings, tocadas, hoyos fonquis, tíbiris ... Allí transcurren algunos de los instantes más rescatables o más ansiosos o más enturbiados de su juventud, o allí se hacen adictos de lo que muy posiblemente será la estación terminal de sus vidas, o allí se rinden a la evidencia del desgaste o la inexistencia de sus dones, o allí atesoran imágenes que dilapidarán ante públicos ausentes, o allf se enfurecen con las malas pasadas del delirio, o allí lloran hasta el amanecer (las lágrimas lavan las pesadillas), o allí hacen de la embriaguez el viaje de las aclaraciones y las rectificaciones, o allí se entregan a nociones de la vida que de tanto repetirse se vuelven epitafios, o allí se preparan para la recuperación romántica.

Los peligros de las frases: el "¡Qué bien la pasábamos!" se enfrenta al "¡Qué lugares tan espantosos!" y se deja redimir por el "¿Quiénes somos para apreciar las frustraciones o el relajo de otras épocas?"

Contrapunto: lo popular y no tanto

Durante una etapa nadie que se precie de ser joven vive sin desvelarse. Los nombres de los cabarets y sus peculiaridades son anotaciones intransferibles de las biografías y las autobiografías de la época.
Cito instituciones de los noctámbulos de las décadas de 1940 y 1950.

- Las Veladoras, situada en Isabel la Católica, cerca de Fray Servando, un tugurio bohemio donde la clientela, si le ha ido bien esa semana, se obsesiona con los encantos de lo marginal. Imagínenlo: imperan la oscuridad y las luces bajas, los parroquianos se agregan al ballet de sombras, ir al baño es descender o ascender a los infiernos, las bebidas mortales animan la dolorosa resurrección al día siguiente (la cruda como voladura del tren de la memoria). Cuento de hadas de los años venideros: ya llegó a Las Veladoras o nunca se ha ido la administradora o dueña, Santita, de edad imprecisa, siempre menor a la de quien la puntualiza, y allí está el guitarrista ciego que interpreta virtuosamente piezas del Canon de la Madrugada (el que o la que no se emocione al oírlas, que se largue a una sala de conciertos y allí exija otro trago).
En Las Veladoras el anecdotario se acrecienta, en ese santuario de una obra escrita por las generaciones. Una prostituta llora con un cliente: "Yo me iría contigo gratis si me gustases tan sólo un poquito. Como me gustas mucho, te cobro". Y liquido de fuego, la veladora derrumba a la clientela. Las llamas del infierno se guardan en jarros; un joven actor se le declara a la persona a su lado y utiliza la consigna imprescindible: "Me quiero ir contigo, seas hombre, mujer, burro o quimera."

- El Tenampa, los cuates, una ronda de conjuntos de mariachis, tequilas, riñas, la población literalmente flotante, el apiñamiento interminable junto a la barra, los provincianos perdidos de borrachos y encontrados en la felicidad, los homosexuales y lesbianas que comparten el ghetto de lamentaciones, las canciones rancheras como el ahogo jubiloso de la tristeza, la madrugada que irrumpe persuasivamente, las oleadas de jóvenes y madurones que persiguen las dos calistenias, la del recorrido urbano y la del coito.

- El Burro, en la colonia de los Doctores, con una gran representación del animal a la entrada, sitio típico donde los clientes están al tanto de lo esencial: el mayor desfiguro es no hacer desfiguros, el alcohol es un trámite del relajamiento, bailar y prosternarse ante la fichera o la rumbera o la vedette (como en la foto clásica de Nacho López) es concederle la razón al cuerpo popular, esa entidad que en la semana, en el cuarto de vecindad y con las hermanas, ensaya en pos de lo culminante: la transformación de la pareja en Fred o en Ginger, así es la magia de la falta de opciones.

- El Gusano, donde quienes habrán de ser líderes de la renovación sexenal conocen del éxtasis, de la incandescencia sensorial, de los juramentos de poder político compartido, de la ruptura definitiva de amistades que duran para siempre, del vómito y los apuros para pagar la cuenta.

- Las Adelas, una sinfonola, aspecto de lonchería de provincia, desmanes del alma, turbiedad de los sentidos, metafisica que engrandece un paisaje de prófugos de la masculinidad sin tacha que escuchan interminablemente una canción: "Di que vienes de allá, de un mundo raro ... "

* * *

Cabarets, bares, cantinas. Las vírgenes de alquiler todavía dominadas por el Orozco look. Los clientes famosos, artistas de cine y pistoleros. Tugurios y estados de ánimo nutridos en esa convicción unánime de la falsa modernidad: lo marginal es sórdido. (Aunque el país pruebe en abundancia que lo sórdido no en demasiadas ocasiones es lo marginal.) Sitios cuyo mayor encanto reside en la obligación del delito espiritual, la convicción de dueños, decoradores, meseros y clientela de que allí se transgrede. En cada antro lo más interesante era la ideología visible: evadir la norma era el mayor erotismo a nuestro alcance, un placer más intenso que el obtenido desafiando enfermedades venéreas en el callejón del 2 de Abril, en Meave 12 o en las Vizcaínas.
La vida bohemia tiene sus horarios encendidos y sus cursos de filosofía de la vida, temor de ser feliz a tu lado, a quién le interesa la felicidad si para obtenerla debe renunciar a la desdicha, luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi soledad, aquí no pasa nada porque ya pasó todo, las ilusiones se hicieron trizas, la poligamia desbarató el proyecto de amor sincero, qué lejos ha quedado aquella cita / que nos juntara por primera vez, hay que darle a la entrega amorosa algo de inspiración artificial, esa ayuda de boca a boca, de rumor en rumor, de beso prolongado o suspiro que de tan ensayado es sincero.

La suspensión de la incredulidad: las pulquerias

El poeta modernista emite el brindis: "Si el vino se ha acabado, traed pulque, mancebos (en "Oda anacreóntica al pulque"), y se intensifica el debate de los expertos que pueden ser y son poetas fracasados, tinterillos, escribientes de juzgados. En la lejanía, la soberana del pulque, la Reina Xóchitl, y las propiedades vigorizantes del néctar de los Tlachiqueros. Hoy las pulquerías sobreviven malamente, como el pintoresquismo de la desmemoria, y desde la década de 1980 demandan a tropezones el embalsamamiento, esto un poco antes de que estos lugares fuesen difamados por los horripilantes films de las "palabras liberadas" (La pulquería I, II y III o El día de los albañiles, del I al IV), pero todavía en la década de 1950 la pulquería es un ámbito de la clase trabajadora, por lo menos de aquellos que han renunciado a cualquier aspiración social, y le ceden al desastre su humor y su tristeza (¿Cómo diferenciar estos elementos a cierta hora de la noche?)
¡Ah, la clientela de las pulquerías, su aspecto inmejorable por las malas razones, su torpe andar a tientas por el lodo! (¿quién habrá escrito esto?), sus devaneos, sus rencillas feroces, su amor por las melodías provectas de los organilleros, su mirada vidriosa lanzada al infinito que almacena jornadas exhaustivas, sus amores que fructifican en una prole interminable, sus pleitos a cuchilladas donde los instrumentos cortantes hacen las veces de alegatos judiciales, su dolor y sus carcajadas, lo que uno le atribuya a esos lugares y lo que esos lugares se atribuyan a sí mismos.
En las pulquerías todo transcurre en otro tiempo, menos rápido, más deliberadamente aletargado y confuso, con los pobres de la tierra quiero yo mi tomillo o mi catrina echar, los llanos de Apam son o deberían ser una tierra de promisión.
No se les ha hecho justicia (la posible, no existe la deseable) a las pulquerías, entre otras cosas porque de todos los sitios de la disipación, son los que menos facilitaban (o lo impedían tajantemente) el juego de las evocaciones amorosas. En El libro de mis recuerdos (1904), Antonio García Cubas sintetiza el proceso:

El cura y el pulquero, mala la comparación, tienen un punto de contacto: los dos bautizan, nada más que aquel lo hace con poca agua para cristianizar a individuos de la especie humana, y éste con mucha para acrecer y desvirtuar el jugo del maguey. Guadalupe Hidalgo, Cerro Gordo, Atizacualco, Santa Clara Cuatitla y San Pedro Xalostoc, eran los lugares en los que el antiguo pulquero hallaba el elemento de que necesitaba para sus bautizos, elemento que por contener bicarbonato de sosa a favor al licor de la Reina Xóchitl, en tanto que hoy las acequias en las afueras de la ciudad le prestan su favor para descomponer la blanca bebida.

 

García Cubas describe las pulquerías que a principios del siglo xx "se encuentran una a cada veinte pasos, con sus lujosas y cursis paredes y no pocas con sus inmundos pavimentos encharcados con un líquido que, por decencia, no quiero nombrar". Y acto seguido aporta la ficha clásica:

 

El pulquero, un tanto regordete, pues parece que los bebedores de pulque tienden a la obesidad, y vestido de un largo cotón listado de azul o rojo, hallábase de pie al lado del aparato descrito, y gritaba, de vez en cuando, con toda la fuerza de sus pulmones.
"Dónde la otra".
Grito que sin duda se refería a la medida o sea el vaso que contenía cierta cantidad de licor por precio determinado.
Mientras, dos pelados, sin más traje que su camisa y calzón de manta, apuraban sendos cajetes de pulque, otros jugaban sobre el piso de tierra a la rayuela con tejos de plomo o con cuartillas o tlacos, que eran las monedas corrientes de cobre y no pocos se dedicaban al juego del rentoy.

Ese panorama de "la decadencia de la pobreza" no ha de cambiar en lo sustancial.

 

Contrapunto. Los cabarets de buen ver

Que el cliente arme las escenografias. No sé por qué no se le da al periodo 1930-1960 de la Ciudad de México el título de: "La Edad de Oro de la Vida Nocturna", porque eso fue, la etapa en donde los asistentes veían en los espectáculos y la música algo tan suyo que daba igual quién estaba de qué lado del escenario (si había escenario). En los cabarets pomadosos: el Waikiki, El Afro, El Patio, para citar a los renombrados, los clientes, así nunca lo dijeran de este modo, gozaban simultáneamente la época y el deleite de la noche de anoche, podían incluso decir con las otras palabras más reducidas o más necesarias, que la época toda (la preguerra, la guerra, la posguerra, el acelere industrial, el ascenso de las clases medias) se expresaba gracias a una sola velada borrascosa. ¡Ah, qué la Chingada!

Póngase por ejemplo a El Patio, el feudo de don Vicente, un falso delirio de un falso estilo morisco de una falsa sensación, según la cual la calidad de los shows mejora el status. A El Patio iban los mejores cantantes (Nat King Cole, Josephine Baker, Judy Garland, Marlene Dietrich), y había que bregar arduamente para conseguir un sitio las noches de estreno y ponerse, para volver anacrónico el vocabulario, una borrachera de catego, un pinche homenaje al sediento dios Baco, un cuete de órdago.

Y lo que pasaba en cada lugar podía ser triste o deleitoso o fantástico. En el centro nocturno Regis cantaba Eartha Kitt y un borracho la molestaba y ella le pidió ayuda a un señor que se enfrentó al impertinente:

 

—Deje en paz a la señorita y váyase.
—Yo hago lo que me da la gana y quién es usted para impedirlo.
—Soy el que lo va a sacar de aquí en este momento.
—Nomás eso faltaba.
(La luz ilumina la escena).
—Ay, perdón, don Pedro Armendáriz, no lo había reconocido.
—Le perdono que la oscuridad le impida verme, pero lo imperdonable es que no reconociera mi voz.
—¿Qué usted nunca va al cine?
—Cómo no y he visto todas sus películas.
—Eso no lo hago ni yo, porque tengo buen gusto. Así que lárguese.
(Testimonio de Gabriel Figueroa).

En el periodo 1930-1960 el cabaret es uno de los últimos escenarios francamente devocionales. Allí las claves son y no son secretas, el bien no ha burlado la vigilancia de los sacaborrachos de la entrada y ha quedado fuera; el mal se apodera de la pista y en vano la rumbera, con giros espasmódicos, trata de huir de él. Las equivalencias profanas se despliegan: el cabaret no es el infierno sino el paraíso habitado por fornicadores, algo muy distinto; la felicidad del baile es el edén; la lujuria es el complemento diabólico del amor a la prójima.
Y la sensación de herejía garantiza el éxito de las vírgenes de medianoche.
Uno tras otro los cabarets populares son el horizonte visual de "La edad de Oro de la Vida Nocturna". Esto sucede -oh, interpretación instantánea, no me desampares— porque ... Allí están las fotos del gran Nacho López donde las vedettes y el obrero (el pachuco) (el empleado de una tlapalería) (¿cómo saberlo?) se entrega al movimiento, lo que en algo lo compensa de la falta de movilidad social. Bailar para no quedarse en casa, bailar porque eso a quién se lo quitan, bailar porque el impulso es de la clase social entera, y qué sabor tiene y
retiene cualquier cabarctucho de la colonia Guerrero, o del enclave de la Plaza Garibaldi, o de los tugurios de la colonia de los Doctores, y cuando digo "sabor" me refiero estrictamente a la estética improvisada en donde el cuerpo es el trámite y el coito el sueño de la despedida.
"Fue en un cabaret donde te encontré ... "

Estoy en el rincón de una cantina sólo constituida por rincones


Allá por 1922 o 1923 el poeta, el bohemio, el anarquista, el periodista radical Guillermo Aguirre y Fierro escribe el poema que se esparcirá en los festivales del Día de las Madres, "El brindis del bohemio":


En torno de una mesa de cantina
una noche de invierno,
regocijadamente departían
seis alegres bohemios.
El eco de sus risas escapaba
y de aquel barrio quieto
iban a interrumpir el imponente
y profundo silencio.


¿Qué escenas o fervores o agravios no se escenifican durante casi un siglo en ese confesionario/ ringl convivio/ simposio casi platónico/ escenario del "darse en la madre"/ coloquio para celebrar el bicentenario de los chistes/ concurso de autobiografías dolientes? José Alfredo Jiménez, el gran sponsor de este espacio social y psicológico y cultural, lo aclara sin más:


Estoy en el rincón de una cantina
oyendo una canción que yo pedí,
me están sirviendo orita mi tequila,
ya va mi pensamiento rumbo a ti.

 

La Cantina gira en tomo de la supremacía viril en la desdicha, de la ambición de sujetar la realidad para cancelar las frustraciones. "Tómate esta botella conmigo / y en el último trago nos vamos". Y en los santuarios errátilcs se prodigan situaciones patéticas, cómicas, trágicas, melodramáticas. Evoco algunas:

En una cantina, Villamar, de la calle Independencia, un parroquiano construye su abanico con servilletas y canta acompañado de mariachi:


Que se acaben las feas,
que se acaben las feas,
que se acaben toditas, toditas, toditas
las feas.
Que se acaben las locas,
que se acaben las locas
que se acaben toditas, toditas, toditas
las locas.

Y todos miran al techo.

 

* * *

En una cantina cercana a la Plaza Garibaldi son las seis de la mañana y los últimos clientes, agotadas las ofertas de la rockola, se dirigen a la puerta. En la calle, moviéndose contra el frío, aguardan unas señoras con sus botes. De noche tugurio, de madrugada lechería.

* * *


En una cantina de mala muerte, y ésta lo es certificadamente, un joven en plena crisis de identidad (su borrachera le impide recordar su propio nombre) exige silencio: "Óiganme bien, voy a recitar los versos del gran poeta español Federico García Lorca. Les pido a todos ustedes un poco de respeto, un mucho de respeto, todo el respeto, porque ese gran hombre murió defendiendo la pureza de las corridas de toros, amenazadas por el capitalismo de la empresa que adultera la Plaza México. Aquí va el poema y un saludo al San Sebastián de la Cornada, al señor García Lorca":


Eran las cinco en punto de la tarde.
Eran las cinco aquí, eran las cinco allá.
Así que en resumen eran las cinco en punto.
El torero se abrochó la chaqueta
(Por favor, digan conmigo: A las cinco de la tarde)
y los judiciales estaban borrachísimos.
A las cinco de la tarde.
Nadie quería pagar la multa
A las cinco de la tarde.
y las parejas hacían el amor en las gradas
A las cinco de la tarde.
y el torero se enamoró del toro
A las cinco de la tarde.


Y así sigue, la clientela se emociona y grita: "A las cinco de la tarde".
El joven improvisa valerosamente y quién es García Lorca para desmentirlo, y menos a las cinco de la tarde.

* * *

En un cantina grande del Centro Histórico (las cantinas más genuinas, ni quién lo dude), el travesti se indigna. Le toca hacer de Lupita D' Alessio y el sonido no funciona. Se ha vestido con lujo de detalles (el único lujo a su alcance), pero los pinches estorbosos técnicos no llegaron y no hay música. El Respetable se divierte pero exige, y al travesti no le queda sino asumir la pena: "Amigos, amigas (escojan el sexo que les acomode), el sonido se enredó solito y nomás no opera. Así que háganme el favor de imaginarse que lo oyen y pónganle
música a su cerebro, pónganse a cranear. Allá voy". Y canta:'

Hace rato que no siento nada
al hacerlo con cinco,
doscientos, mi amor, doscientos.


Risa unánime, el travesti está consciente de su fracaso y qué más da, de noche el mejor espectáculo es saber que no está durmiendo en su casa.

Sinfonía urbana: ¿A qué suena la ciudad? "¿Qué le íbamos a tocar, mi jefe?"


El cilindro toca "Amor perdido" y se instala la nostalgia propia de quienes gozaron la canción de Pedro Flores en mejores épocas (para ellos) y la de quienes al escucharla por vez primera vislumbran (porque así es "la genética de las emociones") a quienes ya la disfrutaron durante los interminables minutos de un compromiso sentimental: una comunidad, una pareja, un vagabundo. Y el organillo —especie extinguida— hace las veces de época abolida por el poderío eléctrico.
El conjunto veracruzano entona su queja virtuosa y hay quienes se acuerdan de la tierra natal o de la ausencia de tierra natal, porque si uno es de la capital, o si carece de "identidad de barrio" vive el vacío extraterritorial, Y, además, una colonia de la Ciudad de México no es un pueblo, así la frecuenten los músicos nómadas, cuyos conciertos se aprecian más con la edad al repartirse los recuerdos entre menos personas. La tambora y las trompetas le infunden al cuarteto el orgullo de la misión cumplida a pesar de y gracias a su impericia, sus limitaciones, su aspecto. El dúo entona: "Qué dicha es tenerte a ti, mi cielo", y en un segundo estamos ya en 1953 y Pedrito Infante lleva serenata y si a los asistentes no les constó la época, sí se apropian de su anacro-
nismo, de otra manera no estarían aquí, ante este dúo que deposita la estampa costumbrista en el timbre de sus voces, que en caso de ser objeto serían una consola. Hay voces como el dibujo afantasmado de los antiguos dioses del volumen con todo y scratch. Dicho sea de paso, casi no hay político sin voz con scratch.

 

Uno, escribió el gran poeta Wallace Stevens, no vive en una ciudad sino en su descripción. Si poética y sociológicamente esto es cierto, uno se domicilia en el trazo cultural y psicológico de las vivencias íntimas, el flujo de comentarios y noticias, los recuentos de viajeros, y las leyendas nacionales e internacionales a propósito de la urbe. También, uno se mueve en el interior de las conversaciones circulares sobre la ciudad, sus virtudes (cuando las hay) y sus defectos (cuando se agota la lista de las virtudes). Si me atengo a esta línea interpretativa, ¿cuáles son las descripciones más usuales de la Ciudad de México, hasta hace unas décadas ejemplo o vaticinio del progreso periférico? En el nuevo milenio, las esperanzas se extinguen o debilitan, y se esparcen los datos de la demolición. Habitamos una descripción de las ciudades caracterizada por el miedo y las sensaciones de agobio, señalada por el agotamiento de los recursos básicos y el deterioro constante de la calidad de vida. Nos movemos entre las ruinas instantáneas de la modernidad y, por falta de inventario, hacemos de los recuerdos las instituciones de hallazgos y posesiones.

Describeme tu hábitat

¿Cuál es la percepción dominante de la Ciudad de México? Sea cual sea su pasado prestigioso, desde hace mucho se borran o se vuelven sectoriales las ambiciones de armonía y belleza, y se imponen las fórmulas de rentabilidad. Salvo las zonas consagradas -la historia y el arte reconocido que convocan el turismo-, el paisaje urbano se abandona a su (mala) suerte. Y resulta inútil enfrentarse a la ignorancia y la prisa de los especuladores. El derrotismo es el tributo de la impotencia a la ganancia rápida.
El gran personaje de la Ciudad de México es la ciudad misma, su gran contexto y su mejor referente. (Antes que interpretarla, conviene volverse un banco de imágenes.) Si se quiere contradecir a la ciudad y negarla, uno debe aburrirse soberanamente, una forma adecuada de protesta: "Yo aquí no vivo, no me angustio, quisiera asegurar que el espacio a mi disposición es una gran pradera del Teatro Integral de Oklahoma, para qué protesto y digo necedades como eso de que la ciudad ya tocó su techo histórico, mejor les recomiendo los espectáculos únicos: en el cuartito la familia duerme los unos sobre los otros como en cama totémica; al reality show llegó el rumor que nadie los está viendo en televisión y al saberlo los concursantes recuperan su condición de fantasmas; el embotellamiento es la vía rápida entre los comienzos de un siglo y su último suspiro; cada que la Identidad Nacional agoniza alguien, para resucitarla, grita "¡Gol!!" ¿Por qué pese a todo puede gustar la Ciudad de México? Porque allí el anonimato es una variedad del protagonismo, y porque la anécdota, el hecho que anochece episodio trágico y amanece viñeta costumbrista, es la ficción que todos habitamos, es la historia de Hansel y Gretel que acusan a la bruja de acoso sexual, es la decisión de cientos de miles de parecerse a Frida Kahlo uniendo las cejas. Y ahora recuerdo al señor de la unidad habitacional donde todos los edificios son a tal punto iguales, que un día se equivocó de apartamento, halló una puerta abierta y como nadie le dijo nada lleva cinco años viviendo allí, así de vez en cuando se extrañe de que su mujer no recuerda nada de la luna de miel en Cuenavaca.
El centralismo paga sus malevolencias y desmesuras con las masas que descienden de camiones y trenes y aquí se quedan, por que la idea del regreso al pueblo es más ardua de soportar que el desarraigo.

El rap de las postrimerías

Ciudad de México: la acumulación de almas, recursos naturales, cuerpos a la deriva, edificios, instituciones, calles sobrepobladas, estadísticas que bien podrían ser predicciones de la migración próxima, la que ya sólo encuentra oportunidades de empleo en el interior de la conciencia; problemas acuíferos, movimientos sociales y políticos, asentamientos urbanos que en un descuido del Censo van a aceptar que son ciudades en toda forma, desastres que o se previenen o se estimulan (ya es lo mismo), cifras que aturden, cifras que exigen la vida entera para asimilarlas (¿pero de veras viven juntos tantas personas y tantos vehículos?); cultivo de individualidades que compensen la anomia, dosis de autoengaño que propicien la fe en las individualidades; problemas (graves) de contaminación, intensa segregación socioespacial, amenazas que asumen la forma de orgullos citadinos, mancha urbana que en un descuido llega a la Frontera Norte con aspiraciones de migrante ilegal, tránsito que en su veloz existencia anterior fue el Mar de los Sargazos, automóviles de los que en un futuro tal vez cercano se dirá: "Eran el medio de transporte favorito en la ciudad, hoy son partículas del gran cementerio", automóviles que causan 84 por ciento de la contaminación, cuatro autos por cada 10 personas (dato aproximado y ya congestionado), parque vehicular que se acrecienta anualmente con 200 mil automóviles; conciencia ciudadana que -no obstante etapas de apatía y cinismo- crece con regularidad, tolerancia que se vuelve un "ecosistema" psicológico, moral y cultural, extravagancias que de tan multiplicadas ya no se advierten, violencia que es consecuencia del capitalismo salvaje, de la naturaleza humana, del neo liberalismo, del tamaño de la urbe y de los roces de la aglomeración ... Y lo que desafía las previsiones es la sensación de multitud al acecho (dentro de uno mismo incluso), que transforma las predicciones ominosas en asesinos seriales. A la velocidad de la luz no se observa bien lo dispuesto en la intimidad, y a la velocidad de la masificación menos; regulación que fija las apariencias de normalidad, cùmulo de delitos diarios, espiral interminable de la violencia intradoméstica.

La multiplicación de los panes, los peces, los parientes y los iPods

Si a toda megalópolis la caracteriza el juego entre ofrecimientos y negaciones (entre aperturas y cerrazones), a la capital de la República Mexicana la describe el tsunami de ofertas y las enormes dificultades para aprovecharlas. Así, la urbe es un comedero omnipresente, es el bebedero sin reposo, es la danza del subempleo alrededor de los semáforos, es el frotadero de almas en el vagón del Metro (los cuerpos ya no cupieron), es el depósito histórico de olores y sinsabores, es la primera comunión del niño meses antes de la boda de sus padres, es el anhelo de un cuarto propio, es la unidad sin reservas a la hora de la Selección Nacional de futbol, es el santiguarse de los taxistas al paso de los templos, es la incursión amedrentada en la vida nocturna, es el patrocinio de la tipicidad que aún sobrevive, es el alojamiento del conchero en la red de plumas y en las horas absortas de la danza que deposita -las ofrendas florales del cansancio- a los pies de la Virgen.

¿Por qué llegan, por qué no se van?

¿Qué sucedía antes de la televisión o de la radio? ¿Alguien podría imaginarse el mundo anterior al monitoreo? De seguro, en su rencor contra el porvenir que los excluía de las telenovelas, los antiguos y las antiguas se pasmaban ante héroes y caudillos, jugaban a la lotería y a la Oca y a Serpientes y Escaleras, tocaban el piano, declamaban, bordaban, intercambiaban reflexiones morales, le pedían a Dios por la salud del gobernante (o al gobernante por la salud de Dios), jugaban al tute, se despedían con grandes ceremonias unos de otros para al cabo de unas horas saludarse con enorme gusto. La ciudad del entretenimiento: del quinqué a la luz eléctrica, del Parkasé a la Gallina Ciega, del tedio a las insinuaciones de los pies bajo la mesa.

* * *

 

Desde la década de 1920, la industria, sin vigilancia alguna ni respeto por los ecosistemas, se extiende con prisa salvaje y, en donde pueden, se acomodan las oleadas de inmigrantes, Y la capital se agiganta a costa del desarrollo del resto del país, que subvenciona a la fuerza las grandes obras públicas: agua, pavimentación, energía eléctrica, transporte. Y, llover sobre mojado, el crecimiento de la Ciudad de México intensifica aún más el abandono de las zonas rurales. Los años pasan y las causas del éxodo rural son las mismas: el desastre agrícola, la monotonía sin salidas, el caciquismo, la miseria que devora raíces, el alcoholismo, las vendetas familiares. (La novedad empieza con el narcotráfico.) En la ciudad, las colonias populares se multiplican, los empresarios exigen concesiones y ventajas, el Estado, ansioso del desarrollo que es sinónimo de la estabilidad, no pone obstáculos.
¿Y qué caso tienen las medidas preventivas? La capital es el sitio de los ambiciosos, los desesperados, los ansiosos de libertad para sus costumbres heterodoxas o sus experimentos artísticos. En el país aún se vive el tradicionalismo que espía al vecino y acecha en su propia recámara. En la capital, por lo menos, lo que hagan los vecinos no importa porque son demasiados, se mudan con frecuencia, y no es fácil retener su comportamiento, ya no se diga sus facciones. ("Lupe, ¿te acuerdas quién es el asaltante en el departamento de al lado? ¿El papá o el hijo?")

CITA IMPOSTERGABLE

La ciudad es una para el que pasa sin entrar, y otra para el que está
preso en ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera vez,
otra la que se deja para no volver, cada una merece un nombre diferente.

ITALO CALVINO, "Las ciudades invisibles"

El diluvio de partos en el callejón sin salida

¿Qué se califica como megalópolis en el siglo XXI? En una definición de trabajo, son las ciudades desprendidas de su centro tradicional, que así retengan zonas de prestigio, se amplían orientadas por ese otro centro notable, los medios electrónicos, y su aprovisionamiento de sensaciones. Del ir y venir de la sorpresa se pasa a la atmósfera en donde todo lo encontrado ya nos conocía: los muebles, los parientes, los anuncios publicitarios (que en su anterior reencarnación fueron estampitas), y esos paréntesis entre un estado de ánimo y otro cuyo nombre resulta ser "comerciales". Entre las megalópolis latinoamericanas las más conspicuas son Sao Paulo, Ciudad de México, Caracas, Buenos Aires ...
¿Qué características se comparten? Enumero algunas:

- la presencia abrumadora del comercio y la industria, que no admite espacios libres;

- los contrastes entre riqueza y pobreza, tan impresionantes que
asfixian las reflexiones;

- el culto a la modernidad, que es el gran antídoto contra la nostalgia;

- la convocatoria a la posmodernidad, distribuida en los edificios
que recuerdan fotos borrosas de Dallas o Los Ángeles;

- el diluvio de franquicias (de McDonald's en adelante), las zonas
de prosperidad que marcan la indistinción entre una ciudad y otra;

- la americanización, dictadura internacional a la que sólo se
oponen el aspecto de las masas, el sentido del humor y las multitudes
que al constituirse como tales reinventan la tradición;

- la reverencia escenográfica por el pasado (y la confusión obligada
entre identidad arquitectónica y bendición presupuestal de la UNESCO);

- la economía informal como la sociedad mercantil de las banquetas;

- la medianoche colmada de travestis, los últimos defensores de
la feminidad a ultranza;

- la especulación frenética, que comprime las ciudades;

- los espectaculares de la publicidad que hacen las veces del
museo o la ventana impúdica que enseña a los seres perfectos,
para nuestra fortuna inaccesibles;

- los hoteles recién construidos que al parecer llevaban siglos
aguardando a que alguien los inaugurase.

* * *

Un lema compartido por la megalópolis y las burocracias: a mayor población, más trámites. ¿Quién ganará: los vientres maternos o las demoras en la ventanilla? Si en matemáticas la estocástica es un conjunto de teorías estadísticas que tratan de los procesos cuya evolución es aleatoria, un ejemplo las tiradas de dados, otro, el comportamiento de las colas, ¿quién será el Job de la estocástica, el que sin alzarle la voz al Dios que ordena y sostiene todas las variaciones, narre los sufrimientos de los seres acuchillados por las demoras y el sobrecupo, que se inmovilizan en hileras para comprar leche barata, usar transporte público, resolver un trámite administrativo, adquirir un boleto?
A los renuentes al sobrecupo del Metro y las colas interminables, los somete la fatalidad, la ballena los engulle, los insultan o los bendicen las generaciones que hubieran podido engendrar mientras aguardaban, los libros que de cualquier manera no hubiesen leído y así sucesivamente. Una cola es la distancia más corta entre la paciencia y la disolución del Yo.

El vigor de la agonía

El proceso en el aspecto que sea
es un movimiento a través de
cambios de terminología.
W ALLACE STEVENS

Coro de lugares comunes que se consideran "vivencias"

- Es la ciudad más grande del mundo.

- Esta ciudad ya está viviendo en el presente de un mundo alternativo.

- Aquí ni siquiera dan ganas de rezar. Ni el Señor individualiza
las voces de tanta gente.

- Me hallaba tan solo que me dio pena desperdiciar el espacio.

- Soñé que nomás iba yo en un vagón de Metro, y nadie me empujaba,
ni me vendían nada, ni contaban estupideces. Desperté angustiadísimo
de la pesadilla.

- La ciudad crece en dirección opuesta a la autoestima de sus habitantes.

- Dos horas en ir del trabajo a mi casa y no fue el peor embotellamiento
que me ha tocado. Con razón ya perdimos el hábito de la prisa.

- Hay tanta gente que ya se acabaron los rostros familiares.

Lamento a manera de credencial

El crecimiento demográfico es el verdadero árbol genealógico de cada persona. Decir esto es decir nada y es otorgar por sorteo las calificaciones aristocráticas: noble es aquel cuyo número termina en cero. Y lo que se vive aún es distinto de su valoración pública. En tanto armazón declarativa, la sociedad va detrás de su propio desarrollo, y esto explica en las encuestas a esa mayoría que se declara "virtuosa a la antigua" y a los que se ofenden por "la falta de respeto a la tradición", sin reconocer lo obvio: si se observa la suma de sus acciones, la Ciudad de México es ya postradicional. No en todo, sí en muchísimo, lo que a la postre quiere decir: sí en todo. Ahora las adúlteras tienen a su abogado en el cuarto de junto.
Antes, en la Ciudad de México, lo urbano era la búsqueda de la armonía contrariada por la realidad y aliviada por triunfos parciales (avance de las clases medias, multiplicación de las colonias residenciales, continuidad de los servicios, modernización que arrasa pero a la que poquísimos se enfrentan, zonas museificadas para beneficio del turismo y el rescate de la belleza). Hoy, lo urbano es el don de conciliar lo opuesto, lo duro, lo frágil, lo marcado por las generaciones, lo absolutamente novedoso que sin embargo nos parece ya conocido, lo que en sí mismo empieza y se consume. Ya no se tiende a visiones ensoñadoras, sino a lo sensato, acomodarse en las hendeduras del pesimismo. "Esta ciudad es terrible, pero en mi casa todavía hay agua y luz eléctrica."
A lo largo del siglo xx, y casi hasta nuestros días, la ciudad ha puesto a la disposición de sus habitantes una sensibilidad nacionalista de origen popular, una historia de héroes y mártires que se congela en estatuas y nombres de calles, una guía del ascenso social y un conjunto de irritaciones y resignaciones. Ahora ofrece, pero esto le resulta más que suficiente, la actitud que es cúmulo de recursos adaptativos.
Vivir en la Ciudad de México es adaptarse a lo inminente, por lo común una versión levemente agigantada de lo ya existente.

* * *

La ciudad, como en el siglo XIX, origina y ordena la mentalidad de sus habitantes. Así por ejemplo, ante el cambio del sitio de los ghettos (la minoría próspera se considera sitiada por la mayoría insolvente), la arquitectura anuncia la decisión de proteger el triunfo en la vida. Las casotas o los palacetes son fortalezas medievales, cajas fuertes, joyas electrificadas. En los "paraísos de la exclusividad" las residencias cuestan dos, tres, siete millones de dólares, y los testigos de excepción son las legiones de asistentes domésticos, jardineros, entrenadores de perros, hacedores de imagen, guardaespaldas. El status se mide por las medidas de protección, y un megamillonario con veinte guardaespaldas aprende a vivir en el populoso aislamiento de la jerarquía. Esto modifica el rostro de la ciudad de los privilegios. En México existen 900 compañías de seguridad privada, amuletos contra la industria del secuestro y la tentación de la insignificancia, y el (no tan) pequeño ejército del recelo armado informa del traslado de la lucha de clases a la guerra de nervios y bandas feudales.
Aquí el miedo neutraliza con amenazas. En las zonas residenciales (San Ángel, El Pedregal, Las Lomas, Bosques de las Lomas), un recurso psicológico constante es ver en la mansión un Arca de Noé, donde cárguese la metáfora a una cuenta en Suiza, el derroche conspicuo, los viajes incesantes y la pertenencia a las grandes manadas del consumo, ponen a salvo del diluvio de la pobreza y el anonimato.
Al cabo de la historieta de los cientos de miles que caben en un metro cuadrado, la ciudad nada más y en rigor dispone de una leyenda: el milagro de su perdurabilidad. ¿Cómo no admirar la coexistencia de millones de personas en medio de los desastres en el suministro de agua, en la vivienda, en el transporte, en las opciones de trabajo, en la seguridad pública?

Las minorías también tienen demasiados habitantes

Se puede hablar de ciudad posmoderna, porque las masas, aprovechándola o no, asimilándola o no, rebasan la modernidad disponible y se hacen de espacios donde el sistema de espejismos (la publicidad comercial) se reelabora como lo coyuntural (vivir como en los anuncios de la tele). La renta del espacio incluye el fragmentarse al infinito, la refundación de los milagros, la celebración de los elementos dispares, la nulificación de lo bello y lo ridículo a cargo de las multitudes.
La controversia se inicia y según algunos (o muchos) no tiene sentido calificar de "posmoderna" a la capital de un país tercermundista cuya meta es la modernidad. (¡Ah, poder oír un Informe presidencial en rap!) Y sin emburgo, la Ciudad de México es ya fundamentalmente lo opuesto a lo que fue, la capital del país vecino de Estados Unidos con cultura nacionalista. Se pierde el horizonte unicador, porque cada vida se desbarata y comprime en los tiempos del tránsito, del trabajo, de la amistad, de las expectativas, de las frustraciones. Cada quien es único, pero las maneras de ser único se parecen demasiado entre sí. La ciudad admite la difamación de sus pesadillas y, también, los grandes instantes de la solidaridad, como el de septiembre de 1985, cuando, luego de dos terremotos que costaron cerca de 20 mil vidas, un millón de personas trabajan, algunas en condiciones de extremo riesgo, en las tareas de salvamento, rescate de cadáveres, organización de albergues, reparto de ropa y comida. A las atrocidades inventadas por la realidad se enfrentan las imágenes del heroísmo colectivo, del deseo de acompañar al prójimo en su tragedia.
La Ciudad de México día a día se precipita a su final y, también a diario, se reconstituye con la energía de las multitudes convencidas de que no hay ningún otro sitio a donde ir.

Homenaje casual al desmadre

El desmadre es una necesidad social, algo más que el desahogo o que la energía imposible de refrenar; el desmadre borra jerarquías, vuelve a los semblantes relojes móviles, le da a la palmista o a la astróloga la oportunidad de inventar vidas y a sus clientes la felicidad de saberse poseedores de la buena suerte. El barman es el cancerbero perfecto a la entrada de la exaltación.

8:15/ 10:15 / 14:15 / 18:15 ... En la calle, deslumbra y aturde el desfile (el laberinto) de los oficios viejos y nuevos: músicos ambulantes que son lo insólito: cultura popular fuera de los cubículos, manifestantes que gradúan la intensidad de sus rostros, mujeres granaderas con su metralleta que feminiza la fuerza pública, niños trapecistas en el salto mortal de una luz roja a una luz verde, barrenderos, jóvenes que se acercan a las cajas automáticas en actitud de exclamar "¡Ábrete, Sésamo!", policías a modo de paisaje de la intranquilidad aquietada, niños que inhalan cemento (la autodestrucción como desinformación), tragafuegos, mimos, boleros, la pedagogía de la violencia que se inicia en la crueldad contra los animales ... La calle, el espectáculo que compite gloriosamente en vano contra la televisión.

El desmadre (un caos inconcebible en el universo agrario) es el bono que las instituciones otorgan a los recién avecindados en la capital, y de la noche a la mañana, y de la mañana a la noche, se producen los canjes: aquí estaba el peón de hacienda porfirista, aquí saluda el banquero; aquí dormitaba la retórica de las hazañas patrias, aquí se extienden el habla cantinflesca y el humor semisecreto del cinismo; aquí decía "haiga" el revolucionario, aquí ensaya su delicioso extranjerismo el aristócrata recién fabricado.

De los murales libidinosos del siglo xx."He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió el Centro de la Ciudad"

¿Hasta qué punto es otra la Ciudad de México al desaparecer muchísimas atmósferas religiosas tan determinantes durante siglos, especialmente las organizadas en tomo al pecado? En el siglo XIX y en la primera mitad del xx, un gran equilibrio emocional de los que se consideran provincianos (y por tanto payos, aféresis de payasos, sujetos del ridículo desde la óptica de los capitalinos) es la posesión de un sistema de alarma ante los daños morales que acechan y se desen cadenan en la gran ciudad. "Viajero, detente. y cuida tu salud espiritual. Has llegado a la región más liberada del temor de Dios, a la gran orgía que atrae a los incautos." Al hablar de la capital, los escritores decimonónicos diluvian admoniciones, y su moralismo se desprende de la creencia sincera en el pecado. La carne es débil y nada la debilita tanto como el sinfin de trampas de la urbe.
Invocado para su extinción, el pecado más ostentoso atraviesa a la ciudad de lado a lado y se deja arrinconar en los ghettos. A las prostitutas no se les permite en los pueblos salir de las "zonas rojas" y en la capital no pueden ejercer su oficio fuera del territorio libre de virtudes, el ámbito cedido al pecado. Y por pecado se entiende casi todo: el adulterio, el onanismo, la prostitución, las miradas de codicia camal, la cópula fuera del matrimonio, la cópula dentro del matrimonio sin propósitos reproductivos, la blasfemia, el matrimonio sólo por lo civil, la mala educación impartida a los hijos, el levantarle la voz a los padres, la inasistencia a misa, el olvido del diezmo y de la confesión regular. Como un rosario infinito, la lista se alarga a cusa de la ubicuidad de esas sombras que son la otra conducta, los asaltos de la inmoralidad. Al irse a la capital, los hijos reciben la bendición de los padres y un alud de consejos (las hijas se quedan en casa para recibir el torrente de admoniciones que se reinicia cuando se casan).
La literatura de fines del siglo XIX y principios del siglo xx se esfuerza por describir alucinadamente la Ciudad del Pecado en crónicas o narrativas que -a la vez- invitan y delatan. (Y esta literatura es alucinada, porque ya se intuye la mercadotecnia.) Lo más frecuente es el recuento de esos espectros de la carne pintarrajeados y lúgubres, de risas inhumanas y aspecto demencial, que bailan o se agitan en cabarets ínfimos y piqueras, en los sitios a donde ninguna persona decen te llevaría a su madre, a sus hermanas, a sus amigas, a sus novias, a sus vecinas ... a donde, para acabar pronto, a donde un Hombre de Pro acudiría solo o en compañía de otras soledades ansiosas.

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¿Cómo se reconoce el pecado? Por el estremecimiento moral, un reflejo condicionado de todos los tiempos. Lo vivido en un cabaret o en una aventura extraconyugal es más o menos "propio de la condición humana", pero si lo rodean las brumas de lo prohibido, se vuelve un peligro metafísico que trasciende y explica las condenas sociales.
Hoy, el Vaticano, en acto expropiatorio de la teología protestante, reconoce que el infierno no es un lugar sino la ausencia de Dios, y con esto el ámbito de los demonios pierde casi todo su poder inhibitorio, el concedido por llamas y tridentes y repetición hasta el encariñamiento del mismo suplicio. Pero hace cien años, aún muy extendida la fe en el Maligno, la creencia en el infierno era el más difundido de los cinturones de castidad, muy en especial entre las mujeres. "Vivir en falta", "vivir disminuido a los ojos de Dios", es asunto que no se tomaba en broma. A la Ciudad del Pecado se ingresa por los sacudimientos del sentimiento de culpa.

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La necesidad de limpiar a diario su expediente moral, induce a los habitantes de la Ciudad del Pecado a ser muy religiosos, o si se quiere muy rezanderos. Es famosa la devoción de las prostitutas por la Virgen de Guadalupe, y sus visitas a la Basílica encabezadas por sus madrotas (todavía no madames). Pecar no es sinónimo de vivir de espaldas al arrepentimiento, sino, por lo común, pecar es también entrar de inmediato en el arrepentimiento, ese pago en abonos de la iniquidad "vete y no peques más" de los curas es de hecho una invitación a regresar pronto al confesionario, y escuchar la sentencia eclesiástica lo trascendente de la conducta equivocada no es su carácter ilegal, que casi da lo mismo, sino su filo pecaminoso. Así como en los westerns el pelotón de caballería salva al regimiento rodeado de sioux o de apaches mescaleros, también la extrema unción alcanza en su lecho de muerte a los réprobos, y la comparación no es tan grotesca si se tiene en cuenta lo que se ha dicho y se ha creído del infierno.

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El solitario ante el pecado. Fue monaguillo o incluso quiso ser sacerdote, o sus padres lo educaron en el temor de Dios. Pero el solitario es lujurioso, y a esas horas sólo se concentra en sus ganas, para evitar que lo devoren. Si es 1920, todavía lo perturba el susto ante la sífilis, esa metáfora llegada del pecado. Si es inmediatamente después de la penicilina, lo conforta su resignación ante las inyecciones. Como sea, el solitario negocia con la prostituta, y al ocurrir el postcoitum, en esa fatiga tan apreciable, retorna a la conciencia del pecado, como un surplus magnético. Si el pecado es tema diferido durante el placer espasmódico, el recuerdo del pecado aquilata el brillo de la transgresión.

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En la geografía orgásmica, a la Ciudad del Pecado la integran en la primera mitad del siglo xx, el Centro (todavía no Histórico), la zona prostibularia, las casas de citas (tan famosas como la de Graciela Olmos,
La Bandida, o tan frecuentadas como el congal de Meave), la calle del Órgano, los cabaretuchos, los alrededores del ex convento de Las Vizcaínas, la "viva y venenosa" avenida San Juan de Letrán. También cuentan las fiestas populares, los bares de lujo, las carpas o los teatros con las encueratrices de giros sicalípticos. (La palabra sicalíptico es en sí misma sicalíptica.) Y tienen garantizada su condena eterna los espacios del "ligue contranatura", la avenida San Juan de Letrán o la avenida Juárez. Y el conjunto de la Vida Nocturna es el otro nombre del horizonte del pecado. Le escribe Renato Leduc a la capital:

Si aún albergas doncellas, permanezcan intactas
en la Escila y Caribdis de cine y cabaret,
Que tus horizontales se conviertan en santas.

Las horizontales (las prostitutas) son la representación más vivida y frecuente del pecado, entendido como el alejamiento de Dios, y más precisamente descrito como la ausencia de respetabilidad. ¿Quién respeta a los y las que, además de su carencia de amistades prestigiosas, ignoran los Mandamientos? No desearás la mala fama de tu vecino. Nada tan conveniente en los rincones del extralimitarse como recordatorio virulento: el pecado es una ofensa contra Dios, mientras que el delito es tan sólo una violación de la ley civil. El ingreso en la Ciudad del Pecado se da a través del libre albedrío, y por eso los pecaminosos de antes no habrían entendido el discurso de la Teología de la Liberación sobre el "pecado estructural". ¿De qué hablan? Pecado es básicamente sexo, y allí la única estructura son los cuerpos. Si en la Doctrina el lugar de sexo es el matrimonio, en la práctica el sexo es la hora de la amnesia doctrinaria. Según San Agustín, el pecado original se transmite a través del acto sexual; según los profesionales y los espontáneos del pecado, la salvación que más afecta (la de los sentídos) se efectúa a través del sexo, mientras más implacable mejor.
Nada seculariza tanto como aceptar las consecuencias del deseo, y hacer uso deleitoso del sentimiento de culpa. Escribe López Velarde:

Mi virtud de sentir se acoge a la divisa
del barómetro lúbrico, que en su enagua violeta
los volubles matices de los climas sujeta
con una probidad instantánea y precisa.

 

López Velarde sitúa a la zona prostibularia con una frase magnífica: "el perímetro jovial de las mujeres".
Por lo común, la retórica no da para tanto, pero allí se filtra la legitimidad del apetito fornicatorio, que al nacer lleno de culpas nace también absuelto, mediante un trámite con la burocracia del cielo. "Pequé, porque no todos han de ser santos. Me arrepiento, porque no todos han de condenarse."

La década de 1940 y las vicisitudes del deseo

Un gran momento de la Ciudad del Pecado, quizás su despedida de oro en el siglo xx mexicano, es el sexenio de Miguel Alemán (1946-1952). Allí todo influye: la impresión de que sin desveladas el Progreso sabe a regaño, la plétora de cabarets para los más diversos gustos y capacidades adquisitivas, el esplendor de rumberas y "exóticas", el auge del cine nacional (200 películas en 1950), el apogeo del mambo como vibración urbana, la visión de la sociedad como la conga gigantesca que encabezan artistas y políticos-empresarios, la reconversión de la prostituta en "dama de compañía" del amanecer, el triunfo del bolero y la emergencia de José Alfredo Jiménez. Se inicia la conga en los simulacros de alerta antiaérea de la Segunda Guerra Mundial: "En el apagón qué cosa sucede, qué cosa sucede con el apagón".
Por supuesto, la mitología no suele describir los sucesos reales, pero si lo considerado intensamente real. Se premia con risas el exceso, (un elemental o ingenuo como hoy parezca, y avasalla la sensación de alcanzar distintas vidas en una sola noche, esa fantasía sin la cual se burocratiza la Vida Nocturna, ese magno vuelco anímico que permite de un golpe descender al pecado y ascender a las recompensas de la falta de límites (que no lo era tanto).

"Pachito Eché, le dicen al señor / Pachito Eché baila mambo y danzón"

El Progreso arrasa y, de paso, se vuelve sinónimo del frenesí desarrollista, mientras la capital disfruta de un aporte inesperado de la secularización: el santoral alternativo que es también la demonología paralela.

Círculos de perdición y salvación: pulquerías, cantinas, cabarets

¿En dónde invirtieron el tiempo que les tocó en suerte en el reparto cronológico del siglo xx? ¿A qué lugares acudieron y en dónde se etemizaron las generaciones de los pobres urbanos o de los no tan pobres pero igualmente aquejados de la mezcla de soledad y espíritu gregario? ¿En qué tugurios, amontonaderos o antros deambularon, bailaron y bebieron los tercos y los renuentes al uso productivo de las horas? ¿En dónde se vitalizaron o se aletargaron los convencidos de que en su caso y en rigor, al ser autodestructivos no destruían nada? ¿A dónde se precipitaron, permiso de entrar mediante, las Damas de Noche, las apariciones de la madrugada, las desertoras (o ni eso) de las Buenas Costumbres? ¿En qué lugares coincidieron los profesionales del delito, los seducidos por el exceso, los que Renato Leduc llamó "turiferarios de la Santísima Trivialidad"?

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A lo largo de dos siglos, comprobadamente, estos marginales de ocasión o de manera permanente se divierten en tugurios, pulquerías, cantinas, piqueras, casas de citas, prostíbulos, cabarets, dancings, tocadas, hoyos fonquis, tíbiris ... Allí transcurren algunos de los instantes más rescatables o más ansiosos o más enturbiados de su juventud, o allí se hacen adictos de lo que muy posiblemente será la estación terminal de sus vidas, o allí se rinden a la evidencia del desgaste o la inexistencia de sus dones, o allí atesoran imágenes que dilapidarán ante públicos ausentes, o allf se enfurecen con las malas pasadas del delirio, o allí lloran hasta el amanecer (las lágrimas lavan las pesadillas), o allí hacen de la embriaguez el viaje de las aclaraciones y las rectificaciones, o allí se entregan a nociones de la vida que de tanto repetirse se vuelven epitafios, o allí se preparan para la recuperación romántica.

Los peligros de las frases: el "¡Qué bien la pasábamos!" se enfrenta al "¡Qué lugares tan espantosos!" y se deja redimir por el "¿Quiénes somos para apreciar las frustraciones o el relajo de otras épocas?"

Contrapunto: lo popular y no tanto

Durante una etapa nadie que se precie de ser joven vive sin desvelarse. Los nombres de los cabarets y sus peculiaridades son anotaciones intransferibles de las biografías y las autobiografías de la época.
Cito instituciones de los noctámbulos de las décadas de 1940 y 1950.

- Las Veladoras, situada en Isabel la Católica, cerca de Fray Servando, un tugurio bohemio donde la clientela, si le ha ido bien esa semana, se obsesiona con los encantos de lo marginal. Imagínenlo: imperan la oscuridad y las luces bajas, los parroquianos se agregan al ballet de sombras, ir al baño es descender o ascender a los infiernos, las bebidas mortales animan la dolorosa resurrección al día siguiente (la cruda como voladura del tren de la memoria). Cuento de hadas de los años venideros: ya llegó a Las Veladoras o nunca se ha ido la administradora o dueña, Santita, de edad imprecisa, siempre menor a la de quien la puntualiza, y allí está el guitarrista ciego que interpreta virtuosamente piezas del Canon de la Madrugada (el que o la que no se emocione al oírlas, que se largue a una sala de conciertos y allí exija otro trago).
En Las Veladoras el anecdotario se acrecienta, en ese santuario de una obra escrita por las generaciones. Una prostituta llora con un cliente: "Yo me iría contigo gratis si me gustases tan sólo un poquito. Como me gustas mucho, te cobro". Y liquido de fuego, la veladora derrumba a la clientela. Las llamas del infierno se guardan en jarros; un joven actor se le declara a la persona a su lado y utiliza la consigna imprescindible: "Me quiero ir contigo, seas hombre, mujer, burro o quimera."

- El Tenampa, los cuates, una ronda de conjuntos de mariachis, tequilas, riñas, la población literalmente flotante, el apiñamiento interminable junto a la barra, los provincianos perdidos de borrachos y encontrados en la felicidad, los homosexuales y lesbianas que comparten el ghetto de lamentaciones, las canciones rancheras como el ahogo jubiloso de la tristeza, la madrugada que irrumpe persuasivamente, las oleadas de jóvenes y madurones que persiguen las dos calistenias, la del recorrido urbano y la del coito.

- El Burro, en la colonia de los Doctores, con una gran representación del animal a la entrada, sitio típico donde los clientes están al tanto de lo esencial: el mayor desfiguro es no hacer desfiguros, el alcohol es un trámite del relajamiento, bailar y prosternarse ante la fichera o la rumbera o la vedette (como en la foto clásica de Nacho López) es concederle la razón al cuerpo popular, esa entidad que en la semana, en el cuarto de vecindad y con las hermanas, ensaya en pos de lo culminante: la transformación de la pareja en Fred o en Ginger, así es la magia de la falta de opciones.

- El Gusano, donde quienes habrán de ser líderes de la renovación sexenal conocen del éxtasis, de la incandescencia sensorial, de los juramentos de poder político compartido, de la ruptura definitiva de amistades que duran para siempre, del vómito y los apuros para pagar la cuenta.

- Las Adelas, una sinfonola, aspecto de lonchería de provincia, desmanes del alma, turbiedad de los sentidos, metafisica que engrandece un paisaje de prófugos de la masculinidad sin tacha que escuchan interminablemente una canción: "Di que vienes de allá, de un mundo raro ... "

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Cabarets, bares, cantinas. Las vírgenes de alquiler todavía dominadas por el Orozco look. Los clientes famosos, artistas de cine y pistoleros. Tugurios y estados de ánimo nutridos en esa convicción unánime de la falsa modernidad: lo marginal es sórdido. (Aunque el país pruebe en abundancia que lo sórdido no en demasiadas ocasiones es lo marginal.) Sitios cuyo mayor encanto reside en la obligación del delito espiritual, la convicción de dueños, decoradores, meseros y clientela de que allí se transgrede. En cada antro lo más interesante era la ideología visible: evadir la norma era el mayor erotismo a nuestro alcance, un placer más intenso que el obtenido desafiando enfermedades venéreas en el callejón del 2 de Abril, en Meave 12 o en las Vizcaínas.
La vida bohemia tiene sus horarios encendidos y sus cursos de filosofía de la vida, temor de ser feliz a tu lado, a quién le interesa la felicidad si para obtenerla debe renunciar a la desdicha, luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi soledad, aquí no pasa nada porque ya pasó todo, las ilusiones se hicieron trizas, la poligamia desbarató el proyecto de amor sincero, qué lejos ha quedado aquella cita / que nos juntara por primera vez, hay que darle a la entrega amorosa algo de inspiración artificial, esa ayuda de boca a boca, de rumor en rumor, de beso prolongado o suspiro que de tan ensayado es sincero.

La suspensión de la incredulidad: las pulquerias

El poeta modernista emite el brindis: "Si el vino se ha acabado, traed pulque, mancebos (en "Oda anacreóntica al pulque"), y se intensifica el debate de los expertos que pueden ser y son poetas fracasados, tinterillos, escribientes de juzgados. En la lejanía, la soberana del pulque, la Reina Xóchitl, y las propiedades vigorizantes del néctar de los Tlachiqueros. Hoy las pulquerías sobreviven malamente, como el pintoresquismo de la desmemoria, y desde la década de 1980 demandan a tropezones el embalsamamiento, esto un poco antes de que estos lugares fuesen difamados por los horripilantes films de las "palabras liberadas" (La pulquería I, II y III o El día de los albañiles, del I al IV), pero todavía en la década de 1950 la pulquería es un ámbito de la clase trabajadora, por lo menos de aquellos que han renunciado a cualquier aspiración social, y le ceden al desastre su humor y su tristeza (¿Cómo diferenciar estos elementos a cierta hora de la noche?)
¡Ah, la clientela de las pulquerías, su aspecto inmejorable por las malas razones, su torpe andar a tientas por el lodo! (¿quién habrá escrito esto?), sus devaneos, sus rencillas feroces, su amor por las melodías provectas de los organilleros, su mirada vidriosa lanzada al infinito que almacena jornadas exhaustivas, sus amores que fructifican en una prole interminable, sus pleitos a cuchilladas donde los instrumentos cortantes hacen las veces de alegatos judiciales, su dolor y sus carcajadas, lo que uno le atribuya a esos lugares y lo que esos lugares se atribuyan a sí mismos.
En las pulquerías todo transcurre en otro tiempo, menos rápido, más deliberadamente aletargado y confuso, con los pobres de la tierra quiero yo mi tomillo o mi catrina echar, los llanos de Apam son o deberían ser una tierra de promisión.
No se les ha hecho justicia (la posible, no existe la deseable) a las pulquerías, entre otras cosas porque de todos los sitios de la disipación, son los que menos facilitaban (o lo impedían tajantemente) el juego de las evocaciones amorosas. En El libro de mis recuerdos (1904), Antonio García Cubas sintetiza el proceso:

El cura y el pulquero, mala la comparación, tienen un punto de contacto: los dos bautizan, nada más que aquel lo hace con poca agua para cristianizar a individuos de la especie humana, y éste con mucha para acrecer y desvirtuar el jugo del maguey. Guadalupe Hidalgo, Cerro Gordo, Atizacualco, Santa Clara Cuatitla y San Pedro Xalostoc, eran los lugares en los que el antiguo pulquero hallaba el elemento de que necesitaba para sus bautizos, elemento que por contener bicarbonato de sosa a favor al licor de la Reina Xóchitl, en tanto que hoy las acequias en las afueras de la ciudad le prestan su favor para descomponer la blanca bebida.

 

García Cubas describe las pulquerías que a principios del siglo xx "se encuentran una a cada veinte pasos, con sus lujosas y cursis paredes y no pocas con sus inmundos pavimentos encharcados con un líquido que, por decencia, no quiero nombrar". Y acto seguido aporta la ficha clásica:

 

El pulquero, un tanto regordete, pues parece que los bebedores de pulque tienden a la obesidad, y vestido de un largo cotón listado de azul o rojo, hallábase de pie al lado del aparato descrito, y gritaba, de vez en cuando, con toda la fuerza de sus pulmones.
"Dónde la otra".
Grito que sin duda se refería a la medida o sea el vaso que contenía cierta cantidad de licor por precio determinado.
Mientras, dos pelados, sin más traje que su camisa y calzón de manta, apuraban sendos cajetes de pulque, otros jugaban sobre el piso de tierra a la rayuela con tejos de plomo o con cuartillas o tlacos, que eran las monedas corrientes de cobre y no pocos se dedicaban al juego del rentoy.

Ese panorama de "la decadencia de la pobreza" no ha de cambiar en lo sustancial.

 

Contrapunto. Los cabarets de buen ver

Que el cliente arme las escenografias. No sé por qué no se le da al periodo 1930-1960 de la Ciudad de México el título de: "La Edad de Oro de la Vida Nocturna", porque eso fue, la etapa en donde los asistentes veían en los espectáculos y la música algo tan suyo que daba igual quién estaba de qué lado del escenario (si había escenario). En los cabarets pomadosos: el Waikiki, El Afro, El Patio, para citar a los renombrados, los clientes, así nunca lo dijeran de este modo, gozaban simultáneamente la época y el deleite de la noche de anoche, podían incluso decir con las otras palabras más reducidas o más necesarias, que la época toda (la preguerra, la guerra, la posguerra, el acelere industrial, el ascenso de las clases medias) se expresaba gracias a una sola velada borrascosa. ¡Ah, qué la Chingada!

Póngase por ejemplo a El Patio, el feudo de don Vicente, un falso delirio de un falso estilo morisco de una falsa sensación, según la cual la calidad de los shows mejora el status. A El Patio iban los mejores cantantes (Nat King Cole, Josephine Baker, Judy Garland, Marlene Dietrich), y había que bregar arduamente para conseguir un sitio las noches de estreno y ponerse, para volver anacrónico el vocabulario, una borrachera de catego, un pinche homenaje al sediento dios Baco, un cuete de órdago.

Y lo que pasaba en cada lugar podía ser triste o deleitoso o fantástico. En el centro nocturno Regis cantaba Eartha Kitt y un borracho la molestaba y ella le pidió ayuda a un señor que se enfrentó al impertinente:

 

—Deje en paz a la señorita y váyase.
—Yo hago lo que me da la gana y quién es usted para impedirlo.
—Soy el que lo va a sacar de aquí en este momento.
—Nomás eso faltaba.
(La luz ilumina la escena).
—Ay, perdón, don Pedro Armendáriz, no lo había reconocido.
—Le perdono que la oscuridad le impida verme, pero lo imperdonable es que no reconociera mi voz.
—¿Qué usted nunca va al cine?
—Cómo no y he visto todas sus películas.
—Eso no lo hago ni yo, porque tengo buen gusto. Así que lárguese.
(Testimonio de Gabriel Figueroa).

En el periodo 1930-1960 el cabaret es uno de los últimos escenarios francamente devocionales. Allí las claves son y no son secretas, el bien no ha burlado la vigilancia de los sacaborrachos de la entrada y ha quedado fuera; el mal se apodera de la pista y en vano la rumbera, con giros espasmódicos, trata de huir de él. Las equivalencias profanas se despliegan: el cabaret no es el infierno sino el paraíso habitado por fornicadores, algo muy distinto; la felicidad del baile es el edén; la lujuria es el complemento diabólico del amor a la prójima.
Y la sensación de herejía garantiza el éxito de las vírgenes de medianoche.
Uno tras otro los cabarets populares son el horizonte visual de "La edad de Oro de la Vida Nocturna". Esto sucede -oh, interpretación instantánea, no me desampares— porque ... Allí están las fotos del gran Nacho López donde las vedettes y el obrero (el pachuco) (el empleado de una tlapalería) (¿cómo saberlo?) se entrega al movimiento, lo que en algo lo compensa de la falta de movilidad social. Bailar para no quedarse en casa, bailar porque eso a quién se lo quitan, bailar porque el impulso es de la clase social entera, y qué sabor tiene y
retiene cualquier cabarctucho de la colonia Guerrero, o del enclave de la Plaza Garibaldi, o de los tugurios de la colonia de los Doctores, y cuando digo "sabor" me refiero estrictamente a la estética improvisada en donde el cuerpo es el trámite y el coito el sueño de la despedida.
"Fue en un cabaret donde te encontré ... "

Estoy en el rincón de una cantina sólo constituida por rincones


Allá por 1922 o 1923 el poeta, el bohemio, el anarquista, el periodista radical Guillermo Aguirre y Fierro escribe el poema que se esparcirá en los festivales del Día de las Madres, "El brindis del bohemio":


En torno de una mesa de cantina
una noche de invierno,
regocijadamente departían
seis alegres bohemios.
El eco de sus risas escapaba
y de aquel barrio quieto
iban a interrumpir el imponente
y profundo silencio.


¿Qué escenas o fervores o agravios no se escenifican durante casi un siglo en ese confesionario/ ringl convivio/ simposio casi platónico/ escenario del "darse en la madre"/ coloquio para celebrar el bicentenario de los chistes/ concurso de autobiografías dolientes? José Alfredo Jiménez, el gran sponsor de este espacio social y psicológico y cultural, lo aclara sin más:


Estoy en el rincón de una cantina
oyendo una canción que yo pedí,
me están sirviendo orita mi tequila,
ya va mi pensamiento rumbo a ti.

 

La Cantina gira en tomo de la supremacía viril en la desdicha, de la ambición de sujetar la realidad para cancelar las frustraciones. "Tómate esta botella conmigo / y en el último trago nos vamos". Y en los santuarios errátilcs se prodigan situaciones patéticas, cómicas, trágicas, melodramáticas. Evoco algunas:

En una cantina, Villamar, de la calle Independencia, un parroquiano construye su abanico con servilletas y canta acompañado de mariachi:


Que se acaben las feas,
que se acaben las feas,
que se acaben toditas, toditas, toditas
las feas.
Que se acaben las locas,
que se acaben las locas
que se acaben toditas, toditas, toditas
las locas.

Y todos miran al techo.

 

* * *

En una cantina cercana a la Plaza Garibaldi son las seis de la mañana y los últimos clientes, agotadas las ofertas de la rockola, se dirigen a la puerta. En la calle, moviéndose contra el frío, aguardan unas señoras con sus botes. De noche tugurio, de madrugada lechería.

* * *


En una cantina de mala muerte, y ésta lo es certificadamente, un joven en plena crisis de identidad (su borrachera le impide recordar su propio nombre) exige silencio: "Óiganme bien, voy a recitar los versos del gran poeta español Federico García Lorca. Les pido a todos ustedes un poco de respeto, un mucho de respeto, todo el respeto, porque ese gran hombre murió defendiendo la pureza de las corridas de toros, amenazadas por el capitalismo de la empresa que adultera la Plaza México. Aquí va el poema y un saludo al San Sebastián de la Cornada, al señor García Lorca":


Eran las cinco en punto de la tarde.
Eran las cinco aquí, eran las cinco allá.
Así que en resumen eran las cinco en punto.
El torero se abrochó la chaqueta
(Por favor, digan conmigo: A las cinco de la tarde)
y los judiciales estaban borrachísimos.
A las cinco de la tarde.
Nadie quería pagar la multa
A las cinco de la tarde.
y las parejas hacían el amor en las gradas
A las cinco de la tarde.
y el torero se enamoró del toro
A las cinco de la tarde.


Y así sigue, la clientela se emociona y grita: "A las cinco de la tarde".
El joven improvisa valerosamente y quién es García Lorca para desmentirlo, y menos a las cinco de la tarde.

* * *

En un cantina grande del Centro Histórico (las cantinas más genuinas, ni quién lo dude), el travesti se indigna. Le toca hacer de Lupita D' Alessio y el sonido no funciona. Se ha vestido con lujo de detalles (el único lujo a su alcance), pero los pinches estorbosos técnicos no llegaron y no hay música. El Respetable se divierte pero exige, y al travesti no le queda sino asumir la pena: "Amigos, amigas (escojan el sexo que les acomode), el sonido se enredó solito y nomás no opera. Así que háganme el favor de imaginarse que lo oyen y pónganle
música a su cerebro, pónganse a cranear. Allá voy". Y canta:'

Hace rato que no siento nada
al hacerlo con cinco,
doscientos, mi amor, doscientos.


Risa unánime, el travesti está consciente de su fracaso y qué más da, de noche el mejor espectáculo es saber que no está durmiendo en su casa.

Sinfonía urbana: ¿A qué suena la ciudad? "¿Qué le íbamos a tocar, mi jefe?"


El cilindro toca "Amor perdido" y se instala la nostalgia propia de quienes gozaron la canción de Pedro Flores en mejores épocas (para ellos) y la de quienes al escucharla por vez primera vislumbran (porque así es "la genética de las emociones") a quienes ya la disfrutaron durante los interminables minutos de un compromiso sentimental: una comunidad, una pareja, un vagabundo. Y el organillo —especie extinguida— hace las veces de época abolida por el poderío eléctrico.
El conjunto veracruzano entona su queja virtuosa y hay quienes se acuerdan de la tierra natal o de la ausencia de tierra natal, porque si uno es de la capital, o si carece de "identidad de barrio" vive el vacío extraterritorial, Y, además, una colonia de la Ciudad de México no es un pueblo, así la frecuenten los músicos nómadas, cuyos conciertos se aprecian más con la edad al repartirse los recuerdos entre menos personas. La tambora y las trompetas le infunden al cuarteto el orgullo de la misión cumplida a pesar de y gracias a su impericia, sus limitaciones, su aspecto. El dúo entona: "Qué dicha es tenerte a ti, mi cielo", y en un segundo estamos ya en 1953 y Pedrito Infante lleva serenata y si a los asistentes no les constó la época, sí se apropian de su anacro-
nismo, de otra manera no estarían aquí, ante este dúo que deposita la estampa costumbrista en el timbre de sus voces, que en caso de ser objeto serían una consola. Hay voces como el dibujo afantasmado de los antiguos dioses del volumen con todo y scratch. Dicho sea de paso, casi no hay político sin voz con scratch.

 

'Vámonos de antros": elogio de las penumbras

Por 1984 o 1985 se empieza a decirle antros a toda institución nocturna o, si se quiere, a todo local donde el objetivo no está vinculado ron la producción de bienes aunque sí de servicios. ¿Por qué antros?
Tal vez porque la inseguridad ya notoria despojaba de su aureola a los sitios nocturnos por pomposos que fueran, o porque el nombre discos agotó su patrimonio de credulidades o, lo más probable, porque se quería devolverle su crédito a la sordidez. De pronto, decir antro fue retroceder ventajosamente a la era de las cavernas y alguno recordó, por cierto, que en el Himno la letra de don Francisco González Bocanegra afirmaba, recién escrita: "Y retiemble en sus antros la tierra".
Esta es la leyenda y a lo mejor la palabra no gustó o la aliteración hizo de las suyas, y se empezó a cantar "Y retiemble en sus centros la tierra", y así quedó, como si el planeta dispusiera de variedad de centros que se estremecen ante el poderío de la balística.
En la década de 1990 es inocultable la pasión por la antriza, se autoriza el plural porque el idioma se renueva por oleadas, y los jóvenes en edad de no ver tanta televisión, quien más quien menos, antrean una vez al mes, digamos, para coleccionar semejanzas, ya se sabe que los orientales, los occidentales y los sitios afterhours son todos iguales. Nadie sabe el bien que tiene hasta que lo enumera y en la Ciudad de México se prodigan los antros, sobre todo en el Centro Histórico, el hervidero de la diversidad. Y en la conformación del catálogo
ántrico (los términos exitosos engendran su vocabulario específico), lo que abrumó luego luego fue el número de alternativas, Ahora como entonces, abren uno, lo cierran al mes; abren tres, cierran dos y dejan uno; abren y no tienen permisos; abren y no llega la clientela; eligen el rumbo; no hay química entre los asistentes y los dueños o administradores; la crisis pega con dureza y a entrarle a otro business; el sitio está a todísima, con una tecnología de primera, y un juego de luces que ya lo quisieran en el Pedregal, y el sonido se escucha como recién hechecito y uno se pregunta: "¿Y de dónde?" y la sospecha del lavado de dinero enfría los ánimos o no se da el enganche, y lo clausuran luego, y ni pregunten quién era realmente el dueño ...
Desde hace rato, el término antro lo abarca todo. Y se dejan las especializaciones, antros para mayores de 30 años o menores de 25; antros para los de bajos ingresos (antes les decían "covachas"); antros para las circunvoluciones del ponchi-ponchi o música techno antros para un quickie de sensaciones; antros del último grito de las grabaciones gringas; antros del Estado de México para rastafaris; antros en memoria de los viudos del punk; antros hospitalarios con los prófugos de Ciudad Neza; antros inenarrables en Ecatepec o en Chi
malhuacán; antros a prueba de nuevas infecciones ... A los lugares los ameritan los asiduos, que nomás vienen a verse a sí mismos o a ver qué se llevan, se incluyen desilusiones.


* * *

En las discos primero y en los antros después se dejan ver los reformados por el ejercicio, las flores del gym. El gym se ha vuelto en todas partes la universidad de la figura, el prerrequisito de los cuerpos que se distorsionan en las noches y se afinan durante el día entre pesas y barras. Todo ese asunto de tríceps, bíceps, reconstitución de glúteos, reeducación del torso, you name it. Estar bien es indispensable, pero estar bueno es otra exigencia del espejo. En los estanques mitológicos sólo se reflejan las musculaturas. El push-up es el verdadero ejercicio espiritual de San Ignacio, el que se conforma con el cuerpo que tiene tergiversa la voluntad de los dioses, también inmersos la excelencia del abdomen gracias a Pilates, y afiliados al stretching, a los aerobics, al spinning, al bumping. En la antigüedad, el Olimpo empezó siendo un gym.


* * *


El éxtasis, cuya equis le dio nombre a las tachas, lanza en vilo a sus usuarios (no es metáfora) a quién sabe cuántas revoluciones por minuto o por nanosiglos. ¡Nichos de la memoria, localicen la energía de los tacheros! Saltan, se precipitan al aturdimiento de la fijeza, no se acongojan aunque suden a mares, jamás rinden la plaza del menear exhaustivo, el cansancio les hace los mandados, se quedan en una misma indomeñable posición aunque ésta varíe a raudales, se salen de la pista para desconcertar a la fatiga, se aceleran, síguele campeón, se
desnucan virtualmente cada que alguien los ve, pin pon papas como se exclamó alguna vez, chuma la candela maquinó landé, supercalifragilisticoespialidoso, ya párale, si me inmovilizo en la velocidad, esta descripción se anega.

 

Sobre el Metro las coronas


Las personas ocupan el lugar
de los pensamientos.
WALLACE STEVENS

Con frecuencia, en el Metro de la Ciudad de México me siento atrapado, al borde de la angustia. No me refiero sólo o principalmente a los apretujones sino al temor "metafisico", el de perder para siempre e1 gusto por el espacio, y ya no nunca más sentirme a mis anchas.
Esto, mientras se me revela con estruendo mi falta de malicia corporal, mi inhabilidad para abrirme paso entre los agolpamientos de seres y camisetas y bolsas y preocupaciones laborales congeladas en gestos distantes. ¡Ay, profeta Moisés! No se han de apartar en mi provecho las aguas del Mar Rojo. ¡Quién tuviera un cuerpo para la vida cotidiana y otro, más flexible y elástico, sólo para el Metro! Sin la posesión de dos entidades corporales, incursionar en el Metro a las horas pico (casi todas), es nocivo para los ideales del avance personal en tiempos de crisis. El que posee un solo cuerpo y, además, gana muy poco, ve nulificarse las enseñanzas de los cursos de auto ayuda que no ha tomado por los demás, y siente que a su alrededor todo se derrumba con tal
de hacerle compañía. La persona se incrusta en la multitud y allí se queda, anulada, comprimida, y sin siquiera fuerzas para deprimirse. Y sólo se recupera al llegar al infinito de su recámara, que por un instante no le resulta pequeñísima.

* * *


¿Hay algo semejante al "voyeurismo auditivo"? No me refiero a la imaginación que se alimenta de rumores, cualidad común y corriente.

 

 

"Vámonos de antros": elogio de las penumbras

Por 1984 o 1985 se empieza a decirle antros a toda institución nocturna o, si se quiere, a todo local donde el objetivo no está vinculado con la producción de bienes aunque sí de servicios. ¿Por qué antros?
Tal vez porque la inseguridad ya notoria despojaba de su aureola a los sitios nocturnos por pomposos que fueran, o porque el nombre discos agotó su patrimonio de credulidades o, lo más probable, porque se quería devolverle su crédito a la sordidez. De pronto, decir antro fue retroceder ventajosamente a la era de las cavernas y alguno recordó, por cierto, que en el Himno la letra de don Francisco González Bocanegra afirmaba, recién escrita: "Y retiemble en sus antros la tierra".
Esta es la leyenda y a lo mejor la palabra no gustó o la aliteración hizo de las suyas, y se empezó a cantar "Y retiemble en sus centros la tierra", y así quedó, como si el planeta dispusiera de variedad de centros que se estremecen ante el poderío de la balística.
En la década de 1990 es inocultable la pasión por la antriza, se autoriza el plural porque el idioma se renueva por oleadas, y los jóvenes en edad de no ver tanta televisión, quien más quien menos, antrean una vez al mes, digamos, para coleccionar semejanzas, ya se sabe que los orientales, los occidentales y los sitios afterhours son todos iguales. Nadie sabe el bien que tiene hasta que lo enumera y en la Ciudad de México se prodigan los antros, sobre todo en el Centro Histórico, el hervidero de la diversidad. Y en la conformación del catálogo
ántrico (los términos exitosos engendran su vocabulario específico), lo que abrumó luego luego fue el número de alternativas, Ahora como entonces, abren uno, lo cierran al mes; abren tres, cierran dos y dejan uno; abren y no tienen permisos; abren y no llega la clientela; eligen el rumbo; no hay química entre los asistentes y los dueños o administradores; la crisis pega con dureza y a entrarle a otro business; el sitio está a todísima, con una tecnología de primera, y un juego de luces que ya lo quisieran en el Pedregal, y el sonido se escucha como recién hechecito y uno se pregunta: "¿Y de dónde?" y la sospecha del lavado de dinero enfría los ánimos o no se da el enganche, y lo clausuran luego, y ni pregunten quién era realmente el dueño ...
Desde hace rato, el término antro lo abarca todo. Y se dejan las especializaciones, antros para mayores de 30 años o menores de 25; antros para los de bajos ingresos (antes les decían "covachas"); antros para las circunvoluciones del ponchi-ponchi o música techno antros para un quickie de sensaciones; antros del último grito de las grabaciones gringas; antros del Estado de México para rastafaris; antros en memoria de los viudos del punk; antros hospitalarios con los prófugos de Ciudad Neza; antros inenarrables en Ecatepec o en Chi
malhuacán; antros a prueba de nuevas infecciones ... A los lugares los ameritan los asiduos, que nomás vienen a verse a sí mismos o a ver qué se llevan, se incluyen desilusiones.


* * *

En las discos primero y en los antros después se dejan ver los reformados por el ejercicio, las flores del gym. El gym se ha vuelto en todas partes la universidad de la figura, el prerrequisito de los cuerpos que se distorsionan en las noches y se afinan durante el día entre pesas y barras. Todo ese asunto de tríceps, bíceps, reconstitución de glúteos, reeducación del torso, you name it. Estar bien es indispensable, pero estar bueno es otra exigencia del espejo. En los estanques mitológicos sólo se reflejan las musculaturas. El push-up es el verdadero ejercicio espiritual de San Ignacio, el que se conforma con el cuerpo que tiene tergiversa la voluntad de los dioses, también inmersos la excelencia del abdomen gracias a Pilates, y afiliados al stretching, a los aerobics, al spinning, al bumping. En la antigüedad, el Olimpo empezó siendo un gym.


* * *


El éxtasis, cuya equis le dio nombre a las tachas, lanza en vilo a sus usuarios (no es metáfora) a quién sabe cuántas revoluciones por minuto o por nanosiglos. ¡Nichos de la memoria, localicen la energía de los tacheros! Saltan, se precipitan al aturdimiento de la fijeza, no se acongojan aunque suden a mares, jamás rinden la plaza del menear exhaustivo, el cansancio les hace los mandados, se quedan en una misma indomeñable posición aunque ésta varíe a raudales, se salen de la pista para desconcertar a la fatiga, se aceleran, síguele campeón, se
desnucan virtualmente cada que alguien los ve, pin pon papas como se exclamó alguna vez, chuma la candela maquinó landé, supercalifragilisticoespialidoso, ya párale, si me inmovilizo en la velocidad, esta descripción se anega.

 

Sobre el Metro las coronas


Las personas ocupan el lugar
de los pensamientos.
WALLACE STEVENS

Con frecuencia, en el Metro de la Ciudad de México me siento atrapado, al borde de la angustia. No me refiero sólo o principalmente a los apretujones sino al temor "metafisico", el de perder para siempre e1 gusto por el espacio, y ya no nunca más sentirme a mis anchas.
Esto, mientras se me revela con estruendo mi falta de malicia corporal, mi inhabilidad para abrirme paso entre los agolpamientos de seres y camisetas y bolsas y preocupaciones laborales congeladas en gestos distantes. ¡Ay, profeta Moisés! No se han de apartar en mi provecho las aguas del Mar Rojo. ¡Quién tuviera un cuerpo para la vida cotidiana y otro, más flexible y elástico, sólo para el Metro! Sin la posesión de dos entidades corporales, incursionar en el Metro a las horas pico (casi todas), es nocivo para los ideales del avance personal en tiempos de crisis. El que posee un solo cuerpo y, además, gana muy poco, ve nulificarse las enseñanzas de los cursos de auto ayuda que no ha tomado por los demás, y siente que a su alrededor todo se derrumba con tal
de hacerle compañía. La persona se incrusta en la multitud y allí se queda, anulada, comprimida, y sin siquiera fuerzas para deprimirse. Y sólo se recupera al llegar al infinito de su recámara, que por un instante no le resulta pequeñísima.

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¿Hay algo semejante al "voyeurismo auditivo"? No me refiero a la imaginación que se alimenta de rumores, cualidad común y corriente.